
II.
- Europa y la guerra
- La intervención italo-alemana
- La ayuda rusa y las Brigadas Internacionales
- La conquista del Norte
- Evolución política de la España nacionalista
- La organización del nuevo Estado
- Teruel, punto de inflexión de la guerra
- El abandono de la República
- La Batalla del Ebro y la Campaña de Cataluña
- La Junta de Casado y la liquidación de la República
- Epílogo
1: Europa y la guerra
- El equilibrio europeo y la guerra de España
- Reconocimiento del gobierno nacionalista
- Formación del Eje
- La posición francesa
- No intervención
- El Comité de Londres
- Planes de control
- Notas
«Si la democracia es derrotada en esta batalla, si el fascismo triunfa, el Gobierno de Su Majestad puede reclamar la victoria para sí mismo» [1].
Lloyd George, al decir esto, subrayó un hecho nuevo: a los ojos del mundo, la Guerra de España de 1937 adquirió el aspecto de una guerra ideológica. Sin que ninguna otra nación se implicara abiertamente en el conflicto, éste se había convertido en europeo. A partir de entonces, y sobre todo tras el debilitamiento de los partidos revolucionarios en el bando republicano, la guerra de España fue sólo un aspecto particular de la lucha entre las grandes potencias en Europa. Fue la guerra la que determinó el acercamiento italo-alemán y la formación del eje Roma-Berlín. También fue la que sacó a la luz las incertidumbres y contradicciones de las democracias occidentales, Francia y Gran Bretaña, y como resultado, hizo que la política rusa se orientara hacia una expectativa prudente.
El equilibrio europeo y la guerra de España
Para entender cómo la Guerra de España alteró el equilibrio político europeo, hay que recordar que en 1936 la posición alemana en Europa era todavía precaria. Desde que los nazis llegaron al poder en 1933, Alemania había roto con la Sociedad de Naciones. Su rearme y las exigencias de Hitler preocupaban a los pequeños países vecinos, pero su poderío aún no les impresionaba. La posición diplomática de las potencias occidentales parecía, por lo demás, sólida. El entendimiento entre Francia, Gran Bretaña y Bélgica parece sólido. La influencia francesa en los Balcanes siguió siendo considerable, a pesar del asesinato de Alejandro de Yugoslavia en Marsella en 1934. Finalmente, el gobierno de la Tercera República, para hacer frente al peligro del rearme alemán, reforzó su sistema de alianzas en el Este: en 1935 se firmaron tratados de asistencia mutua entre la URSS y Francia, por un lado, y la URSS y Checoslovaquia, por otro. El restablecimiento del poder alemán preocupaba mucho a los rusos: ¿no había designado Hitler al «bolchevismo» como primer adversario a combatir?
El gobierno fascista italiano también se encontraba en una situación difícil en 1935. Su campaña contra Etiopía, destinada a crear un verdadero «imperio» africano, había resultado sobre todo ineficaz desde el punto de vista militar; y se encontró una amplia mayoría en la Sociedad de Naciones para decidir la adopción de sanciones contra el gobierno de Mussolini.
El Estado fascista italiano y el Estado nazi alemán, así aislados en Europa, encontraron en el conflicto español la oportunidad de un acercamiento. Esta guerra, al permitir una confrontación política general, precipitó alianzas y retrocesos; obligó a cada potencia a tomar posición. En este sentido, creó las condiciones políticas para la guerra mundial.
Para las dictaduras centroeuropeas, el conflicto español no fue sólo una prueba de la debilidad de las democracias; fue el «ensayo general», el primer choque, el banco de pruebas de sus armas contra las de Rusia o Checoslovaquia, el primer uso de equipos destinados a ser utilizados en campos de batalla más grandes: basta con leer los numerosos artículos y libros escritos sobre este tema para juzgar el interés que esta «guerra limitada» despertó a nivel militar.
En cambio, la importancia estratégica o económica de España era secundaria; aunque era importante tener bases, como Mallorca o Ceuta, y más aún utilizar las minas de hierro o cobre de Asturias y Río Tinto, este elemento no podía ser tan decisivo como para orientar seriamente la política internacional. Los graves acontecimientos del verano de 1938, la cuestión de los Sudetes y España se convertirían en un peón más en la partida europea.
Reconocimiento del gobierno nacionalista
¿Cómo iban a elegir las potencias europeas respecto a los dos bandos que se enfrentaban en España?
Jurídicamente, la situación es sencilla: hay un parlamento español elegido regularmente, que debe nombrar un gobierno; estos son los únicos órganos cuya legalidad es indiscutible. Tras el relativo fracaso del 19 de julio, los nacionalistas no son más que militares rebeldes que controlan algunas provincias. Ellos mismos eran perfectamente conscientes de ello, ya que en los primeros meses se contentaron con constituir un poder oficialmente destinado a desaparecer tras la victoria para dar paso a un verdadero gobierno [2]. Su capital, Burgos, fue ignorada por los demás países, incluso por los que mostraban una simpatía más activa hacia la España nacionalista: cuando Franco, tras su nombramiento como jefe de Estado español en octubre de 1936, envió un telegrama de saludo a Hitler, éste no respondió, demostrando así que no consideraba oportuno reconocerle oficialmente por el momento; cuando Welczeck, el embajador alemán en París, informó a Berlín sobre la situación española, opuso con toda naturalidad el «gobierno español» a los «rebeldes» [3].
Pero si las cancillerías europeas se negaban a conceder a los rebeldes los derechos de «beligerancia» que sólo podían concederse a una potencia legal, tampoco podían permitirles obtener material de guerra de Estados extranjeros. Esta situación no tardó en molestar considerablemente a Italia, Alemania y Portugal, y las cancillerías de estos Estados se vieron abocadas a desarrollar toda una línea argumental para justificar su intervención: era la izquierda la que, amañando la ley electoral y provocando así la constitución de un gobierno del Frente Popular, había creado la situación revolucionaria; las formas legales de gobierno habían desaparecido por sí mismas desde las elecciones de febrero de 1936, y los jefes militares se habían levantado entonces para restaurarlas. Recordemos que la ley electoral había sido votada por una asamblea de derechas que pensó que se aseguraría un largo contrato de gobierno…
Además, estos argumentos jurídicos sólo se utilizan con precaución; los gobiernos fascistas prefieren el método de los hechos consumados. Para dar una forma diplomática decente al reconocimiento de las autoridades nacionalistas como gobierno de España, los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania e Italia, Neurath y Ciano, quieren esperar a la caída de Madrid. Un borrador de comunicación alemana al encargado de negocios español en Berlín, preparado en los últimos días de octubre del 36, comienza con las siguientes palabras: «Ahora que el general Franco se ha apoderado de la capital española de Madrid y su gobierno tiene así el control de la mayor parte del país…».
A falta de otra base jurídica, la posesión de la capital y de sus edificios administrativos, el control de facto, permitiría oponer el «país real» al «país legal». En cualquier caso, se encontraría un pretexto en la necesidad de asegurar la «defensa de los intereses alemanes». La salida del gobierno republicano hacia Valencia parecía preparar este acontecimiento, pero la capital resistió y la guerra amenazó con prolongarse. Los alemanes e italianos se vieron obligados a adoptar una posición más firme y el 18 de noviembre decidieron finalmente reconocer de iure al gobierno de Burgos. Portugal hizo lo mismo.
Ciertamente, las dos afirmaciones de que, por un lado, el gobierno de Franco controlaba la mayor parte del territorio y, por otro, de que ya no había ninguna «autoridad gubernamental en la España republicana» parecían igualmente falsas a mediados de noviembre. El control real del territorio por parte de los nacionalistas no se extendía a ninguna de las provincias mediterráneas o centrales del país; y si la situación era todavía bastante «inestable» en la zona leal, el gobierno, Caballero, tenía ciertamente mucha más autoridad que la que habían tenido sus predecesores. Por eso resulta paradójico mantener las relaciones con la República Española en agosto y romperlas en noviembre.
Sin embargo, este cambio de actitud contribuyó a aclarar la situación internacional; las potencias que apoyaban a Franco mostraron su disposición a considerar al gobierno legal de España como un verdadero adversario. La ruptura entre las grandes potencias europeas se hizo aún más evidente al coincidir con la firma de un pacto germano-italiano-japonés, preludio de la formación de un formidable bloque militar.
Formación del Eje
En vísperas de la pronunciación del 18 de julio, a pesar de la similitud de sus concepciones políticas y de su igual hostilidad al socialismo, los gobiernos fascista y nazi se oponían en muchos puntos. De hecho, las dos potencias habían manifestado objetivos expansionistas que corrían el riesgo de ponerlas en frecuente competencia [4]. Italia también consideraba el Mediterráneo como un «coto» y recelaba de una posible intervención alemana en España.
Pero después de agosto-septiembre de 1936, la actitud firme de las potencias centrales en la cuestión española frente a la dilación occidental y su deseo común de acelerar sus preparativos militares contribuyeron a resolver sus diferencias. La formación de un gobierno de extrema derecha en Rumanía, presidido por Antonesco, fue el preludio de las negociaciones que iban a marcar la ruptura del equilibrio de poder en Europa Central a favor de Alemania e Italia. Fue durante las conversaciones con el regente húngaro, Horthy, cuando Hitler señaló por primera vez el acuerdo entre Roma y Berlín para apoyar al general Franco. Y el gobierno húngaro no podía dejar de apoyar esta comunidad de acción, ya que Budapest buscaba en ese momento una garantía de sus propias reivindicaciones sobre las minorías magiares, especialmente en Rumanía, en un acercamiento a las dos grandes potencias.
La mejora de las relaciones ítalo-alemanas fue evidente desde finales de septiembre de 1936, durante la visita a Roma del ministro de Justicia alemán, Frank, que fue recibido personalmente por el Duce. Frank dejó claro que el Führer consideraba el Mediterráneo como un «mar italiano» y que su intervención en España no tenía fines expansionistas. Cuando Mussolini, a su vez, declaró que no quería cambiar «las posiciones geográficas», hizo sin embargo una reserva a favor de las Islas Baleares, que habían sido salvadas por Italia… El punto principal de esta conversación lo subraya el Conde Ciano: «En España ya se han formado dos frentes: por un lado el frente germano-italiano, por otro el frente franco-belga-ruso. El Duce está de acuerdo con Hitler en que la determinación de los dos frentes es ya un hecho consumado. Se lanzó la idea de una alianza y una división de Europa en zonas de influencia.
Sin embargo, el gesto decisivo no se produjo hasta finales de octubre, durante el viaje del conde Ciano a Berlín. El encuentro entre los dos ministros de Asuntos Exteriores, Neurath y Ciano, el 21 de octubre, sancionado por un protocolo secreto, y la recepción de Ciano en Berchtesgaden por el Führer, dieron como resultado «un acuerdo entre los dos países sobre ciertos problemas, algunos de los cuales están actualmente candentes», declaró Mussolini en Milán el 1 de noviembre [5]. El problema más candente era, obviamente, el problema español. Se estudiaron las líneas maestras e incluso algunos detalles de la acción conjunta: en el plano diplomático, los métodos de reconocimiento del gobierno de Franco, y en el ámbito militar, el balance del esfuerzo militar realizado por cada potencia, especialmente en la fuerza aérea. Alemania e Italia constataron la concordancia de sus intereses. El enemigo contra el que se constituyó oficialmente el eje Roma-Berlín, el bolchevismo, estaba presente en España; el objetivo era eliminar de la península ibérica «cualquier amenaza comunista o incluso marxista». Para imponerse, dijo Ciano a Hitler, el Eje tenía que «asestar el golpe de gracia al gobierno de Madrid» [6].
De hecho, Roma y Berlín habían prometido ayudar a los líderes del Movimiento mucho antes de que estallara la insurrección. Este apoyo podría ser aceptado al menos por las demás potencias siempre que no implique un tráfico a gran escala. Pero el 31 de julio del 36, el anuncio de que los aviones de Savoïa-Marchetti habían aterrizado por accidente en la zona francesa de Marruecos, revelando el alcance de la intervención italiana, provocó una violenta crisis entre París y Roma.
Este incidente se vio agravado por la amenaza que suponía el ejército de Franco para Tánger. Tánger estaba bajo control internacional, pero rodeada de territorios que se habían unido a la insurrección. Los franceses insistieron en dejar que la flota del gobierno español utilizara el puerto libremente. Los italianos protestaron. Se trataba de una primera e importante prueba diplomática, ya que el uso de la base de Tánger permitiría al gobierno español dificultar considerablemente el paso de las tropas de Marruecos por el estrecho de Gibraltar. Al final, la benévola neutralidad de Inglaterra permitió a los italianos obtener una satisfacción [7].
El papel moderador e incluso pro-franquista de las autoridades británicas en este asunto refleja la opinión del gobierno británico y la división de los países occidentales. Estos dos elementos determinarán sin duda la política de no intervención.
La posición francesa
Sobre los orígenes de la propuesta francesa de no intervención, estamos bastante bien informados, en particular por las declaraciones de Léon Blum en 1947 ante la Comisión Parlamentaria de Investigación, que, en sus líneas generales, nunca han sido desmentidas. No hay que olvidar, sin embargo, que Léon Blum, conociendo el fracaso de su política española, trata aquí no tanto de defenderla como de justificarla intentando demostrar que no había, en el verano de 1936, otra política posible que la suya.
Ante el golpe de fuerza militar nacionalista, que Blum califica de «golpe de teatro», se ganó de antemano la simpatía del gobierno del Frente Popular francés para el gobierno republicano español. Pero, ¿podría esta simpatía seguir siendo platónica?
Ya el 20 de julio, Blum se enfrentó al problema planteado por la solicitud de ayuda material del gobierno de Giral: «Se le pide que llegue a un acuerdo inmediato con nosotros para el suministro de armas y aviones. No hay nada inusual en este telegrama. Aparte del interés común de las dos formaciones del Frente Popular, se refiere a un acuerdo preciso, según el cual Francia tenía el monopolio del suministro de armas a España. Giral no sólo podía dirigirse a París, sino que incluso estaba obligado a hacerlo por este tratado comercial. Blum no dudó en ese momento. Las conversaciones que mantuvo entre el 20 y el 22 de julio con Delbos y, sobre todo, con Daladier, a la sazón ministro de Defensa Nacional, sólo tenían por objeto averiguar el alcance y los medios de la ayuda que debía prestarse al gobierno español. Pero entre el 22 y el 25 de julio, fecha del Consejo de Ministros que debía decidir oficialmente el apoyo francés a la España republicana, se produjeron varios hechos nuevos.
En primer lugar, un hecho de política exterior, que es sin duda el más importante, porque tuvo una influencia considerable en Léon Blum. Durante un viaje a Londres, planeado mucho antes de los acontecimientos en España, el presidente francés del Consejo constató la hostilidad del gobierno de Baldwin a cualquier intervención en el conflicto español, hostilidad subrayada primero por una advertencia del periodista Pertinax: «No está bien visto aquí», y confirmada por el consejo de prudencia del secretario del Foreign Office, Anthony Eden. Esto sorprendió desagradablemente a Blum; toda su política exterior se basaba en el entendimiento franco-británico, que parecía más necesario que nunca ante el rearme alemán. Actuar en el asunto español sin el acuerdo e incluso contra la voluntad de Inglaterra parecía difícil desde el principio.
Su regreso a Francia estuvo marcado por un nuevo revés. Kérillis lanza una campaña de prensa en el Echo de París y hace públicas algunas medidas decididas para ayudar a España. La ofensiva comenzó con un artículo de Cartier, publicado el 23 de julio y titulado «¿Se atreverá el Frente Popular francés a armar al Frente Popular español?» Terminaba con una frase extremadamente violenta: «Uno todavía duda en creer que el gobierno pueda cometer este crimen contra la nación. Los detalles mencionados en los artículos de Echo de Paris se refieren a entregas de aviones y bombas de aviación, baterías de 75 mm y ametralladoras. Es interesante la alusión al principio de no injerencia que el gobierno francés iba a asumir una semana después.
Probablemente no se esperaba que la oposición de derechas facilitara la tarea del gobierno francés. Pero dentro del propio gobierno, Blum encontró oposición, así como en los círculos parlamentarios moderados. El Senado, tradicional terreno de la oposición conservadora, fue probablemente el más conmovido: esto explica la vehemencia de las palabras de su presidente, Jeanneney:
«Que nos lleven a la guerra por los asuntos de España…, nadie puede entenderlo. La posición radical es aún más preocupante: los radicales ocupan los dos puestos clave de Asuntos Exteriores y Defensa Nacional en el gobierno francés; su paso a la oposición provocaría una grave crisis ministerial. Cabe imaginar el peso que tendría en estas condiciones la intervención de Edouard Herriot, que se une al prudente consejo de Eden y Jeanneney: «No te metas en esto» [8]: …
¿Cómo se explica el pánico en los círculos políticos franceses ante la mera perspectiva de la entrega de armas al gobierno legal de España? En primer lugar, por el pacifismo de la época. La izquierda francesa, hasta cerca de 1934, no había dejado de proclamar su apego a la paz y su deseo de salvaguardarla por todos los medios, y esto era cierto tanto en el bando radical como en el socialista. Francia aceptó sin reaccionar medidas tan graves como el rearme alemán y, más recientemente, la remilitarización de Renania, con el único temor de provocar un conflicto. La esperanza de muchos socialistas reside en un nuevo Locarno que prevén concluir con Alemania y la Italia fascista. Previó el conflicto y aceptó emprender un rearme francés que permitiera alcanzar en parte el avance alemán en el terreno militar. Pero él mismo era un moderado que no se planteaba correr el riesgo de iniciar la guerra en solitario. Se ha añadido, y el propio Blum lo afirmó [9], que la amenaza de guerra exterior iba unida en Francia a una amenaza de guerra civil: «También en Francia estuvimos a punto de sufrir un golpe de Estado militar. Hay que admitir que al menos una fracción de la derecha, muy nacionalista desde 1919, había mostrado durante algunos años una lealtad mucho menos intransigente hacia el Estado; por simpatía hacia los regímenes alemán e italiano, abogaba a su vez por una política pacifista, anteponiendo sus preocupaciones internas, agudizadas por la crisis social de 1936 y el advenimiento del Frente Popular, a sus preocupaciones externas. Esta oposición de la derecha no sólo se puso de manifiesto en los artículos del Eco de París. Blum declaró, con respecto a los acontecimientos de 1938: «Había considerables políticos en el Parlamento francés que eran representantes de Franco».
En estas circunstancias tan desfavorables, el Consejo de Ministros reunido el 25 de julio ya no se atrevió a considerar la posibilidad de ayudar abiertamente a los republicanos españoles, sino que se limitó a buscar una forma de disimular las entregas de armas; se recurrió a una venta ficticia al gobierno mexicano, que quedó libre de utilizar las armas así puestas a su disposición en favor de España… Este fue sólo el primer paso hacia atrás. Unos días después, el incidente Savoia-Marchetti podría haber permitido revertir esta concesión. Pero Blum recordó que la campaña de prensa contra su gobierno se vio alimentada por numerosos artículos extranjeros, sobre todo ingleses y belgas, que no podían dejar de golpear a la opinión pública. Para Churchill, cuya hostilidad al nazismo a partir de ese momento está fuera de toda duda, «la neutralidad inflexible es la única solución en la actualidad» [10].
Y lo que es más grave, el gobierno francés no fue ni mucho menos unánime. El Presidente del Consejo se limitó a indicar que, durante la tercera reunión del gabinete dedicada a la cuestión española, la del 8 de agosto, el ministerio estuvo dividido. Podemos ir más lejos y decir que los partidarios del suministro de armas, agrupados en torno al ministro del Aire, Pierre Cot, se encontraron en minoría ante la coalición «formada por la mayoría de los radicales y socialistas de la corriente de Paul Faure» [11]. Para invertir esta tendencia y evitar a toda costa el aislamiento en el que una política de intervención a favor de la España republicana corría el riesgo de situar a Francia, Blum sólo vio un camino: convencer a Inglaterra.
De ahí la favorable acogida que tuvo la propuesta de Noël Baker, sugiriendo que el almirante Darlan, jefe del Estado Mayor de la Marina, considerado un dirigente profundamente republicano, fuera enviado a Londres en misión. La misión de Darlan era ponerse en contacto, a través del Primer Señor del Almirantazgo, Lord Chatfield, a quien conocía personalmente, con el Secretario Permanente del Gabinete, Sir Maurice Hankey. Si Darlan pudiera convencerle de la necesidad de impedir que Franco tomara el poder, podría provocar una reunión ministerial y quizás un cambio en la actitud británica.
De hecho, es dudoso que la reunión del gabinete británico a principios de agosto hubiera cambiado algo en la actitud ya adoptada; Inglaterra veía demasiados inconvenientes en tomar partido en la Guerra Civil española. Sus intereses mineros en la península no le permitieron romper con ninguno de los adversarios. Además, los británicos preveían una vuelta a la distensión en el Mediterráneo, tras el periodo de tensión que había marcado el asunto de Etiopía en los años anteriores. Comenzaba a perfilarse un acercamiento a Roma y se preparaba un acuerdo marítimo anglo-italiano; todas ellas razones para no adoptar una posición clara y absolutamente opuesta a la de Italia. Por último, desde el punto de vista sentimental, los conservadores británicos sentían mucha más simpatía por el general Franco que por los «rojos», cuyos excesos revolucionarios habían sido ampliamente destacados por la prensa conservadora. La opinión de Lord Chatfield sobre Franco como «buen patriota español» probablemente sólo reflejaba la de la mayoría de los ministros. En estas condiciones, la misión de Darlan sólo podía acabar en fracaso. Chatfield se negó a intervenir. La política inglesa no se modificaría.
Esta tentativa frustrada marcó el último esfuerzo diplomático del gobierno francés en favor de la España republicana. El Consejo de Ministros del 8 de agosto constata el aislamiento de Francia, que sólo puede contar con Checoslovaquia y la URSS en Europa. Los ministros franceses, que aceptaron el principio de enviar a España una cincuentena de aviones destinados a la exportación de todos modos, no creyeron posible enviar material de aviación o de artillería tomado de las reservas del ejército. Blum tenía derecho a pensar que, si se continuaba con este tipo de intervención, tal política sólo tendría desventajas diplomáticas, sin ninguna contrapartida notable: los republicanos españoles recibirían poco equipo y probablemente no de la mejor calidad. Blum pensó entonces en dimitir y sólo renunció a su proyecto ante la insistencia de sus amigos españoles de Los Ríos y Asúa.
No intervención
En estas condiciones, el Presidente francés del Consejo tomó la iniciativa de proponer la no injerencia en los asuntos internos de España, propuesta que debía ser sometida a todas las grandes potencias, así como a las pequeñas potencias directamente afectadas.
La idea misma de la no injerencia, o más exactamente de la no intervención, es sin duda generosa, un principio liberal opuesto a principios del siglo XIX por Inglaterra al intervencionismo activo de la Santa Alianza y del sistema Metternich. En la mente del presidente francés del Consejo, se trataba también de una idea política: atar a Alemania e Italia mediante un acuerdo internacional, del que les sería difícil escapar, e impedirles llevar un alivio efectivo a Franco. La propuesta del gobierno francés mostraría la falta de voluntad de las potencias centrales y daría a Francia una libertad de acción mucho mayor, o bien detendría de hecho la intervención italo-alemana.
Si, además, uno está decidido a no ir a la guerra o si no se siente capaz de hacerlo, no debe impedirla en ningún caso: «Cuando uno es responsable de la paz y de la guerra», dijo Delbos el 6 de diciembre, «no tiene derecho a ceder a los impulsos sentimentales», y Blum precisó al día siguiente: «Creo que en el mes de agosto Europa estuvo al borde de la guerra, y creo que fue salvada de la guerra por la iniciativa francesa».
De hecho, el problema de un acuerdo internacional sobre la cuestión española había surgido ya el 1 de agosto. En una carta dirigida a su gobierno el 2 de agosto, el conde Welczeck preveía una acción conjunta de las cuatro potencias europeas, Alemania, Italia, Gran Bretaña y Francia, «para invitar a los grupos combatientes españoles a deponer las armas». Esta propuesta no tuvo continuidad, pero el 1 de agosto el gobierno francés hizo un llamamiento a los demás países para concluir un acuerdo de no intervención en el conflicto español. Este llamamiento fue seguido de representaciones diplomáticas en cada una de las capitales interesadas.
El apoyo de Gran Bretaña a esta propuesta se daba por descontado; lo veía como un respaldo a la actitud de estricta neutralidad que había observado hasta entonces. El memorándum del Gobierno conservador sobre el tema decía: «El Gobierno británico acogería con satisfacción la pronta conclusión de un acuerdo entre las potencias susceptibles de suministrar armas y municiones a España, para que se abstengan de hacerlo, y para impedir el suministro de armas y municiones desde sus respectivos territorios. Sin embargo, el Gobierno británico opina que un acuerdo de este tipo debe ser aceptado, en primer lugar, simultáneamente por gobiernos como los de Francia, Alemania, Italia, Portugal y Gran Bretaña, que tienen grandes intereses materiales en España o están en proximidad geográfica.
Pero para lograr una declaración simultánea, es necesario el acuerdo sin vacilaciones de Alemania e Italia. Sin embargo, contra toda evidencia, el conde Ciano afirmó el 3 de agosto que no había habido «ninguna injerencia, ni siquiera indirecta, del gobierno fascista», y se escudó, para negarse a firmar la declaración francesa, en la necesidad de consultar al Duce, que precisamente estaba ausente. El ministro alemán Neurath respondió de la misma manera que, al no interferir en los asuntos internos de España, el Gobierno alemán no estaba obligado a hacer ninguna declaración y que, en cualquier caso, la URSS tendría que estar incluida en cualquier acuerdo. Estas respuestas inmediatas, y tal vez ya concertadas, preludian una serie de confusas negociaciones y tácticas dilatorias destinadas, de hecho, a ganar tiempo y a permitir que Alemania e Italia proporcionen a los nacionalistas el armamento necesario para lograr una victoria que puede imaginarse rápida en ese momento. En la respuesta enviada por el Ministro de Asuntos Exteriores italiano al Embajador francés de Chambrun el 6 de agosto, Italia planteó tres problemas,
En primer lugar, ¿qué se entiende por «intervención»? La solidaridad expresada mediante manifestaciones públicas, campañas de prensa, suscripciones, alistamiento de voluntarios… ¿no constituye ya una forma de intervención ruidosa y peligrosa? A este respecto, los italianos subrayaron la actitud de la prensa francesa y rusa, tratando así de demostrar que se había formado un bloque franco-soviético contra el que cualquier medida que se tomara sería defensiva. Del mismo modo, cuando el embajador François-Poncet amonestó al ministro de Asuntos Exteriores alemán por la ayuda a los rebeldes, Neurath le recordó repetidamente «las entregas realizadas a España». Los poderes centrales hicieron un primer punto: dar apoyo al gobierno legal de España se puso al mismo nivel que darlo a los insurgentes.
La segunda pregunta italiana pretende aclarar si el compromiso asumido por los gobiernos será vinculante sólo para los Estados o también para los particulares. Su interés radica en el hecho de que la intervención alemana e italiana se basó inicialmente en la ficción de las ventas de particulares o empresas privadas.
Por último, el Gobierno italiano plantea el problema de los «acuerdos de control». Esta objeción es mucho más grave. El proyecto de declaración francés sólo preveía «comunicaciones de gobierno a gobierno», lo que no podía constituir un verdadero control de las medidas adoptadas. ¿Era posible ese control? ¿El propio gobierno francés creía absolutamente en su eficacia, o se habría contentado con una declaración de principios que hubiera tranquilizado a la opinión pública y hecho más embarazosa la ayuda espectacular a los nacionalistas? En cualquier caso, hay pocas dudas de que ni los italianos ni los alemanes habrían aceptado un control efectivo. Sus demandas están diseñadas esencialmente para alargar las cosas.
Berlín también hizo preguntas que el gobierno francés no pudo responder. Mientras el embajador francés informa de las respuestas favorables de varios gobiernos, belgas, ingleses, holandeses, polacos, checos y, sobre todo, soviéticos, Neurath insiste en obtener promesas de Estados Unidos, Suecia y Suiza, sabiendo que Suiza se escudará en su neutralidad y que Estados Unidos siempre se negará a hacer una declaración de principios que ofendería a muchos súbditos estadounidenses. El gobierno del Tercer Reich se preguntaba también qué impedía a la Comintern actuar, aunque la Rusia soviética hubiera contraído compromisos internacionales al respecto; ¿qué control podía ejercerse sobre una organización internacional? Por último, ¿cómo se puede garantizar que las armas y los voluntarios no pasen por la frontera francesa? Le expliqué», escribió el conde Velczeck el 10 de agosto, «que Francia, como país fronterizo, se encontraba en una situación privilegiada y que la exportación de armas, así como el paso de voluntarios por los pasos pirenaicos, era muy difícil de controlar para el gobierno» [12]. 12] En realidad, la frontera portuguesa era igualmente importante, pero no parece que el gobierno francés haya considerado oportuno plantear este argumento, sin duda por temor a demostrar la ineficacia o la insuficiencia de su plan.
Además, a pesar de estas objeciones, no parece que Alemania o Italia quieran oponerse formalmente a un acuerdo. Ninguna de estas potencias parece, en este momento, realmente dispuesta a iniciar un conflicto europeo. Alemania aún no estaba totalmente comprometida con la guerra de España. Hitler no creía que una prohibición en principio dificultara considerablemente el tráfico con la rebelión. Por ello, el 17 de agosto, el gobierno alemán se declaró dispuesto a suscribir el acuerdo propuesto, siempre que la decisión fuera válida para otros estados y para las empresas privadas.
Para superar estas objeciones constantemente renovadas, Francia adoptó medidas diplomáticas. Suiza y Estados Unidos, aunque se niegan a firmar ningún documento, se han declarado dispuestos a aplicar el embargo. Italia trató de aplazar la conclusión del acuerdo, pero acabó admitiendo el proyecto francés, con muchas reservas. El 21 de agosto se entregó al embajador francés su aceptación de principio. Así, la mayoría de las potencias europeas se adhirieron al principio de no injerencia, e incluso proclamaron oficialmente la prohibición de exportar armas a España. Tanto los moderados franceses como los conservadores británicos podían estar satisfechos: el riesgo de un conflicto general se había reducido.
Pero la objeción italiana relativa a las modalidades de control aún debe ser abordada. La verdad es que el gobierno italiano tiene poco interés en un control serio. Por ello, se limitó a pedir la creación de una comisión formada por delegados de las potencias y encargada de supervisar la aplicación del embargo. A nadie se le ocurrió señalar que esta comisión iba a asumir una autoridad que correspondía por derecho al organismo internacional que era la Sociedad de Naciones. Tal vez el fracaso de esta asamblea en el asunto de Etiopía esté demasiado cerca. Es, en cualquier caso, una clara señal del descrédito en el que ha caído.
El Comité de Londres
Todos los poderes están de acuerdo con el principio de crear una comisión. Pero su función exacta no estaba definida. Para el gobierno francés, debía permitir establecer un contacto permanente entre los distintos países y, por consiguiente, un control real: era necesario, pues, otorgarle poderes políticos. Para los gobiernos italiano y alemán, que no tenían intención de respetar las declaraciones sobre el embargo, era necesario evitar, en palabras de Dicckhoff, que «esta institución se convirtiera en un organismo político permanente susceptible de causarnos problemas» [13]. Había una contradicción entre las dos concepciones, pero la intervención británica permitió llegar a un acuerdo. Se llegó a un acuerdo sobre la definición del Comité como «una simple reunión de facto de representantes diplomáticos» y, como tal, sin poder de decisión. Las potencias interesadas acordaron que los delegados se contentarían con «intercambios de opiniones», que podrían, en ciertos casos, convertirse en un examen más preciso de las quejas presentadas.
Por último, se dio una satisfacción adicional a Italia, con el consentimiento formal de Francia: la sede del Comité de No Intervención estaría en Londres, no en París ni en Ginebra. Es notable que la iniciativa diplomática tomada por el gobierno francés en los primeros días de agosto se le escapara a finales de mes y cayera en manos de los británicos. «El Comité y sus competencias, según el encargado de negocios francés en Berlín, son más bien de invención inglesa» [14].
A pesar de la voluntad de apaciguamiento de los gobiernos occidentales, las negociaciones se prolongaron durante un mes, y hasta el 9 de septiembre no se celebró la reunión inaugural del Comité de Embargo en Londres, en la simbólica sala de Locarno. Estuvieron representadas 25 potencias, entre ellas Letonia y Luxemburgo, pero no Portugal, que había aceptado el principio de no intervención.
El único resultado práctico de esta primera reunión fue dar al Comité su nombre definitivo de «Comité Internacional para la Aplicación de la No Intervención en España». El encargado de negocios alemán en Londres, el príncipe Bismarck, se quedó con la impresión de que lo que importaba a Francia e Inglaterra no era tanto «hacer un trabajo práctico como calmar los ánimos de los partidos de izquierda de ambos países» [15]. 15] Incluso esta labor de apaciguamiento iba a ser bastante fácil en Inglaterra, donde, ya el 10 de septiembre, los sindicatos se habían declarado en contra de cualquier intervención en España, a propuesta de Sir Walter Citrine, secretario general de los sindicatos, y de Bevin, secretario de la Federación de Transportes. A principios de octubre, la Conferencia del Partido Laborista, reunida en Edimburgo, aprobó esta posición, con una votación de mandato que dio como resultado una abrumadora mayoría a favor de la no intervención.
Sin embargo, en los primeros días de octubre del 36, la situación internacional volvió a tensarse, a pesar de las precauciones tomadas por el Comité para suavizar los debates y evitar provocar demasiadas disputas. Se acumularon informes que tendían a demostrar la constante intervención en el conflicto de Italia y Portugal, a pesar de los compromisos que habían adquirido. El primero y más importante fue el expediente elaborado por el gobierno republicano español y enviado a la Sociedad de Naciones. Se trata del informe publicado el 4 de octubre por una comisión encabezada por tres parlamentarios británicos, que concluyó que Italia y Portugal habían prestado ayuda después de la formación del Comité. Finalmente, el gobierno soviético decidió hacer público un violento ataque a Alemania, Italia y Portugal, acusados de violar el acuerdo de no intervención y amenazando con retirarse del Comité: «El gobierno soviético no puede, bajo ninguna circunstancia, permitir que el acuerdo de no intervención sea transformado por ciertos participantes en una pantalla destinada a ocultar la ayuda militar a los rebeldes… En consecuencia, el gobierno soviético se ve obligado a declarar que, si estas violaciones no cesan inmediatamente, se considerará liberado de los compromisos derivados del acuerdo de no intervención» [16] .
Por otro lado, las violaciones del tratado de no injerencia por parte de las potencias fascistas ya se conocen por los documentos españoles. Los rusos no aportan nada nuevo. ¿Por qué han esperado a hacer este arrebato cuando ya conocían los hechos desde hace tiempo? Esto sólo puede explicarse si se admite en la primera quincena de octubre un cambio radical en la política rusa hacia el problema español.
En cualquier caso, no hubo pausa en la «ajetreada y tormentosa»[17] sesión del 10 de octubre. El Presidente del Comité de No Intervención, Lord Plymouth, presentó los documentos que se le habían entregado en su nombre y en el del gobierno británico. Se encontró con una negativa por parte de las potencias acusadas, que se limitaron a manifestar, a través de sus delegados, que los hechos contenidos en las declaraciones española y soviética eran de la máxima fantasía. El representante portugués, que ahora formaba parte del Comité, adoptó una actitud aún más brutal: abandonó la sala de reuniones, dejando claro que no dejaba de ser miembro del Comité … Si los rusos querían demostrar la total impotencia del Comité de No Intervención, lo consiguieron plenamente.
Una vez más, fue el delegado francés, Corbin, embajador en Londres, quien salvó al Comité por su moderación; pidió al gobierno ruso que propusiera «los procedimientos que prevé para hacer efectivo el control». «El ardor del Primer Ministro francés por mantener el acuerdo de no intervención no está en duda y su representante ha desempeñado un papel especialmente saludable en las recientes discusiones del Comité», escribió el Times el 13 de octubre. La reunión se aplazó sin especificar cuándo debería celebrarse la siguiente, ya que era necesario obtener primero las respuestas de los tres gobiernos infractores.
Estas respuestas no se produjeron. Era el momento de los mayores éxitos militares de Franco, y cualquier tipo de control, sobre todo en la frontera portuguesa, al dificultar la llegada de refuerzos y armas, corría el riesgo de comprometer la rápida victoria esperada por los nacionales. Ya el 6 de octubre, el gobierno ruso había pedido que se enviara una comisión de investigación a la frontera hispano-portuguesa; pero sin la aceptación de Portugal, tal medida, aunque fuera adoptada por el Comité de Londres, sería inviable. El delegado ruso pidió entonces la vigilancia de la costa portuguesa. Esta nueva reivindicación fue recibida con una respuesta negativa por parte de Lord Plymouth. En estas condiciones, era difícil prever una solución diplomática.
La ayuda prestada por el gobierno soviético a los republicanos españoles a partir de octubre sirvió de pretexto a las potencias del Eje para relanzar la discusión. A partir de entonces, las sesiones del Comité de No Intervención estuvieron ocupadas principalmente por las acusaciones de los delegados alemán e italiano, por un lado, y del representante ruso, por otro. Y, como conclusión inesperada de estos debates, el 10 de noviembre el Comité de Londres decidió que estas acusaciones no estaban probadas. ¿Quién podría tomarse en serio una actitud así? Basta con leer los periódicos para encontrar abundante información sobre el desembarco de tropas italianas, la llegada de voluntarios internacionales, el uso de armas y municiones en ambos bandos. La no-mezcla se convirtió en una farsa trágica.
Esta declaración rusa fue la primera de una serie de notas redactadas oficialmente para el Comité de Londres; iba a provocar fuertes emociones. Sin embargo, no había nada injustificable en este comunicado. No se podían negar las acusaciones que contenía, y su conclusión era perfectamente lógica. Pero se aceptó que el trabajo del Comité de Londres continuara a puerta cerrada para evitar la excitación y los peligros de una discusión pública: al emitir su comunicado, Moscú rompe esta orden de silencio, y lo hace a sabiendas.
Por otro lado, las violaciones del tratado de no injerencia por parte de las potencias fascistas ya se conocen por los documentos españoles. Los rusos no aportan nada nuevo. ¿Por qué han esperado a hacer este arrebato cuando ya conocían los hechos desde hace tiempo? Esto sólo puede explicarse si se admite en la primera quincena de octubre un cambio radical en la política rusa hacia el problema español.
En cualquier caso, no hubo pausa en la «ajetreada y tormentosa»[17] sesión del 10 de octubre. El Presidente del Comité de No Intervención, Lord Plymouth, presentó los documentos que se le habían entregado en su nombre y en el del gobierno británico. Se encontró con una negativa por parte de las potencias acusadas, que se limitaron a manifestar, a través de sus delegados, que los hechos contenidos en las declaraciones española y soviética eran de la máxima fantasía. El representante portugués, que ahora formaba parte del Comité, adoptó una actitud aún más brutal: abandonó la sala de reuniones, dejando claro que no dejaba de ser miembro del Comité … Si los rusos querían demostrar la total impotencia del Comité de No Intervención, lo consiguieron plenamente.
Una vez más, fue el delegado francés, Corbin, embajador en Londres, quien salvó al Comité por su moderación; pidió al gobierno ruso que propusiera «los procedimientos que prevé para hacer efectivo el control». «El ardor del Primer Ministro francés por mantener el acuerdo de no intervención no está en duda y su representante ha desempeñado un papel especialmente saludable en las recientes discusiones del Comité», escribió el Times el 13 de octubre. La reunión se aplazó sin especificar cuándo debería celebrarse la siguiente, ya que era necesario obtener primero las respuestas de los tres gobiernos infractores.
Estas respuestas no se produjeron. Era el momento de los mayores éxitos militares de Franco, y cualquier tipo de control, sobre todo en la frontera portuguesa, al dificultar la llegada de refuerzos y armas, corría el riesgo de comprometer la rápida victoria esperada por los nacionales. Ya el 6 de octubre, el gobierno ruso había pedido que se enviara una comisión de investigación a la frontera hispano-portuguesa; pero sin la aceptación de Portugal, tal medida, aunque fuera adoptada por el Comité de Londres, sería inviable. El delegado ruso pidió entonces la vigilancia de la costa portuguesa. Esta nueva reivindicación fue recibida con una respuesta negativa por parte de Lord Plymouth. En estas condiciones, era difícil prever una solución diplomática.
La ayuda prestada por el gobierno soviético a los republicanos españoles a partir de octubre sirvió de pretexto a las potencias del Eje para relanzar la discusión. A partir de entonces, las sesiones del Comité de No Intervención estuvieron ocupadas principalmente por las acusaciones de los delegados alemán e italiano, por un lado, y del representante ruso, por otro. Y, como conclusión inesperada de estos debates, el 10 de noviembre el Comité de Londres decidió que estas acusaciones no estaban probadas. ¿Quién podría tomarse en serio una actitud así? Basta con leer los periódicos para encontrar abundante información sobre el desembarco de tropas italianas, la llegada de voluntarios internacionales, el uso de armas y municiones en ambos bandos. La no-mezcla se convirtió en una farsa trágica.
Planes de control
En un intento de abordar el problema, el gobierno británico presentó al Comité un proyecto de plan de control de material bélico destinado a ambas partes, que preveía el control de los envíos por tierra y por mar. El proyecto se debatió el 12 de noviembre y se adoptó finalmente el 2 de diciembre, a pesar de la abstención de Portugal. La duración de las negociaciones se debió a una nueva maniobra de Alemania e Italia; utilizando una táctica que ya había sido empleada con éxito, declararon que las propuestas británicas eran insuficientes y exigieron, además, el control aéreo, cuya vanidad no es necesario subrayar en ausencia de representantes de la Comisión de Control de los campos de aviación. Una vez aceptado el principio de control por parte de las grandes potencias, y puesto que la vigilancia debía realizarse en las fronteras terrestres y en los puertos españoles, era necesario obtener el acuerdo de los dos gobiernos españoles, lo que difícilmente podía esperarse.
Además, durante esta misma reunión del 2 de diciembre, se planteó un nuevo problema, que a partir de entonces pasaría al primer plano de las negociaciones, el de los voluntarios. Blum dijo a Welczeck que era urgente detener «la entrada de combatientes y material de guerra» [18]. Esta urgencia no debería ser tan evidente para las grandes potencias, ya que las discusiones iban a durar todo el mes de diciembre. Ciertamente, esto no fue culpa del gobierno francés; al contrario, se declaró dispuesto a consentir «el control no sólo de la frontera pirenaica, sino también de sus emplazamientos de tropas y de sus aeródromos, de sus fábricas de armas y de otras instalaciones» [19]. 19] Era una propuesta inútil, ya que Francia era la única potencia que consideraba tal sacrificio.
Para acabar con esto, el gobierno británico abandonó temporalmente su idea de control y se limitó a pedir que cada gobierno prohibiera a sus nacionales realizar actividades militares en España a partir del 4 de enero de 1937. Incluso este proyecto, tan limitado en su aplicación, no consiguió la aprobación. Rusia se niega a aceptar una decisión incontrolada. Alemania, Italia y Portugal declararon que el problema de la intervención no debía resolverse parcialmente. A finales del 36, las conversaciones habían fracasado hasta tal punto que incluso los británicos renunciaron a continuarlas en el Comité de Londres y el Ministro de Asuntos Exteriores alemán consideró «renunciar en general a mantener el sistema de comités».
Este cansancio general no impidió que se reanudaran las negociaciones cuando, el 8 de enero, Alemania e Italia, actuando de pleno acuerdo, enviaron una respuesta en la que se declaraban «dispuestos a aceptar que la cuestión de los voluntarios sea objeto, como se ha solicitado, de un acuerdo especial que prohíba su reclutamiento y su salida en una fecha temprana»: de hecho, el gobierno italiano, por sí solo, habría estado encantado de reanudar su táctica dilatoria, pero se vio obligado a contar con su aliado alemán. Este último no parecía dispuesto a llevar las cosas demasiado lejos. Considera que el Comité de No Intervención es una excelente pantalla, que no debe ser demolida. Todavía había muchos dirigentes en Berlín que apreciaban la actitud británica y no querían provocar una disputa con el gobierno de Londres. Así, en una nota entregada el 25 de enero, los dos gobiernos declararon que ya habían introducido una legislación «que les faculta para prohibir la salida de voluntarios»: sólo esperaban el acuerdo de las potencias para ponerla en práctica. Sin embargo, esta buena voluntad se vio limitada por el hecho de que Berlín se negó a permitir que los agentes de la Comisión de Control operaran en los puertos alemanes. El control dentro de España también quedó descartado por las respuestas negativas de los nacionalistas y republicanos.
Por lo menos se pudo ver una salida a las interminables discusiones que se venían dando desde la formación del Comité. El proyecto de control aéreo fue abandonado de mutuo acuerdo por considerarlo inviable. Tanto el control terrestre como el marítimo debían ser eficaces y el gobierno alemán, considerando suficiente el sistema germano-italiano establecido en España, exigía ahora un aumento del número de agentes y puestos. Sin duda, los ciento cincuenta inspectores que se repartirán por la frontera francesa nunca podrán detener por completo el contrabando. Y esto es aún más cierto en el caso de la frontera portuguesa, que es más fácil de cruzar, más larga que la francesa, y está vigilada por igual número de inspectores…
La vigilancia marítima se confió a una patrulla naval internacional [20]. Pero en lugar de establecer un control conjunto, el proyecto dividió la costa española en cinco sectores, cada uno de los cuales fue confiado a la guardia de una de las grandes potencias. El 26 de febrero, la URSS, que era responsable de la vigilancia del Golfo de Vizcaya, renunció a participar en el control, sin duda por no querer ocupar unas fuerzas navales ya insuficientes con una tarea obviamente inútil. Además, confiar a Alemania e Italia la tarea de vigilancia en el mar, cuando Italia, en particular, había contribuido en gran medida a suministrar buques de guerra a la España de Franco, podría parecer una burla…
Pero es cierto que el establecimiento de un control puede obstaculizar formas de intervención demasiado visibles; y por primera vez, el Comité de Londres puede ser tomado en serio. Incluso Portugal admitió finalmente la necesidad de aceptar el control; el acuerdo anglo-portugués, alcanzado el 21 de febrero, preveía, como hemos visto, el uso de 150 observadores en los puertos y puntos de tránsito. Incluso se fijó la fecha del 8 de marzo para el comienzo de la aplicación de las medidas de vigilancia: en una primera etapa, los oficiales encargados de dirigir el control llegarían al lugar; pero su trabajo no se haría efectivo hasta que se hubieran reclutado todos los agentes necesarios.
En la mente del gobierno británico, esto es sólo un primer paso. Detener el flujo de voluntarios hacia España en marzo o abril de 1937, cuando la guerra llevaba casi nueve meses, fue relativamente fácil, ya que la mayoría de los extranjeros que habían venido a luchar a España ya habían cruzado la frontera. Para garantizar que se respete realmente el principio de no intervención, Inglaterra propuso que los voluntarios fueran devueltos a su país de origen. En este punto, cualquier posibilidad de acuerdo se disipó rápidamente. El representante italiano, Grandi, cuyo lenguaje destemplado había contribuido a menudo a agravar las discusiones, declaró fríamente en medio de una reunión del Comité que los voluntarios italianos «no abandonarían el suelo español antes de la victoria completa y definitiva de Franco». La noticia de la derrota italiana en Guadalajara no hizo más que acentuar esta posición, ya que Mussolini no podía imaginarse abandonar España después de un fracaso tan humillante.
Así, sólo la aceptación del control terrestre y naval podría limitar la intervención de las potencias en el conflicto español. Pero la entrada en vigor del control en la noche del 19 al 20 de abril de 1937 demostró rápidamente la inutilidad de esta política. Hacía nueve meses que había comenzado la guerra española. Habían sido necesarios ocho meses y medio de negociaciones para llegar a un resultado cuyos límites estaban claros para todos, y que se pondría en cuestión ya en mayo: ¡ocho meses y medio de discusiones ineficaces para llegar a un acuerdo que duraría menos de un mes y medio!
Detrás de esta vana palabrería, hay una realidad diplomática mucho más preocupante. Hemos visto dos aspectos de la misma: la formación del eje Roma-Berlín, pronto seguido por la firma del pacto Anti-Komintern, al que se adhieren Alemania, Italia y Japón; el aislamiento de Francia, que duda en seguir la alianza rusa, y que busca un apoyo inglés a menudo reticente. El 7 de diciembre, Blum admitió: «Un cierto número de nuestras esperanzas y previsiones se han visto efectivamente engañadas». Después de diciembre, el error político francés aparecería aún más claro, en la medida en que la intervención italo-alemana no hizo más que acentuarse.
Notas
[1] Discurso de Lloyd George ante los Comunes tras la toma de Gijón. Citado por Bowers.
[2] Sobre el sistema político provisional y la formación del gobierno de febrero del 38, véanse los capítulos V y VI.
[3] Archivos secretos en la Wilhelmstrasse.
[4] Había una vieja disputa entre alemanes e italianos por la influencia en los Balcanes. La amenaza alemana contra Austria había provocado una violenta reacción del gobierno italiano, que no era muy favorable a la instalación de fuerzas nazis en el Brennero: se temía que se reavivaran las disputas sobre el Tirol.
[5] Discurso del Duomo.
[6] Archivos del Conde Ciano.
[7] Véase la parte I, capítulo VII.
[8] Las declaraciones de Blum a la Comisión de Investigación.
[9] Ibid.
[10] Churchill. Diario político.
[11] Colette Audry. Léon Blum o la política de los justos.
[12] Archivos de la Wilhelmstrasse.
[13] Archivos de la Wilhelmstrasse.
[14] Ibid.
[15] Archivos de la Wilhelmstrasse.
[16] Nota del 7 de octubre de 1936; entretanto, las protestas del Gobierno republicano habían sido transmitidas al Comité de Londres.
[17] Véase Le Temps.
[18] Archivos de la Wilhelmstrasse.
[19] Ibid.
[20] En principio, debe ejercerse en el límite de las aguas territoriales (es decir, a 3 millas de la costa) y en alta mar (a 10 millas de la costa).
II.2: La intervención italo-alemana
- La intervención italiana
- Participación de Italia en operaciones militares
- La ofensiva contra el Málaga (febrero 37)
- Deudas italianas
- Intervención alemana
- El Hisma
- Acuerdos mineros germano-franceses
- Adhesión al Pacto Anti-Komintern
- Notas
En España, desde el momento en que se organizó un complot para derrocar el régimen republicano, los monárquicos y los militares pensaron naturalmente en la ayuda que podía prestarles la Italia fascista: ello a pesar de la repugnancia que los monárquicos y los católicos españoles podían sentir por un régimen que se había impuesto por la fuerza a la realeza, y cuyo acuerdo con la Iglesia era aún precario. No se trata de una simpatía de principio, sino de una comunidad de intereses, que es algo mucho más fuerte.
Los primeros contactos se remontan a varios años atrás [1]. El aviador Ansaldo, que pilotaba a Sanjurjo en su primer intento de pronunciamiento, como haría el 20 de julio de 1936, se reunió con Balbo en 1932, y éste le prometió apoyo italiano. Tras el fracaso del golpe de fuerza, Ansaldo volvió a ir a Roma en 1933, acompañado por Calvo Sotelo.
Ese mismo año, el partido nazi tomó el poder en Alemania. En vísperas del Movimiento, Sanjurjo hizo un viaje a Berlín para asegurarse también el apoyo de Hitler. Los ánimos vinieron ciertamente de Berlín; pero el rearme alemán estaba todavía en sus inicios: parece que el gobierno del Reich, cauteloso, prometió su apoyo sólo unos días después del comienzo de la insurrección. A pesar del deseo de Roma y Berlín de que se instalara en Madrid un régimen simpatizante, está claro que ambos gobiernos eran conscientes del riesgo de fracaso. Incluso el Portugal de Salazar, más interesado en la desaparición de la República Española, y cuya proximidad permitía que la propaganda de izquierdas se ejerciera peligrosamente contra el gobierno presidencial, respetó ciertas formas; y el aeródromo del que iba a despegar el avión de Sanjurjo al inicio de la insurrección era un aeródromo improvisado, lo que explica en parte el accidente del que sería víctima el líder del Movimiento.
La intervención italiana
Sin embargo, Italia dio garantías más serias en 1934. El 31 de marzo se llegó a un acuerdo entre los dirigentes monárquicos españoles y los representantes del gobierno fascista, y se prometieron suministros de material. En cuanto los soldados rebeldes tuvieron la seguridad de un éxito, aunque fuera parcial, la ayuda prometida no tardó en llegar.
Por lo tanto, la intervención italiana fue rápida y masiva desde el principio. A partir de entonces, se haría todo lo posible durante la guerra para ayudar a Franco y asegurar su victoria. Los líderes fascistas consideraban la empresa nacionalista como un asunto personal. Mussolini vio la acción en España como una oportunidad para ejercer su liderazgo militar. Multiplicó sus conferencias militares, dio órdenes a la marina italiana de «impedir la llegada de barcos a los puertos rojos». Su propio hijo, Bruno, iba a ejercer su talento como aviador en las Baleares.
El gobierno del Duce hizo de la victoria en España una cuestión de prestigio. Esta guerra supuso tanto una oportunidad para hacer triunfar las armas italianas sobre un adversario distinto de las tribus etíopes como para crear importantes bases estratégicas en el Mediterráneo. Así aparece la doble política italiana que pretende imponerse en los Balcanes y en España, tanto en el Mediterráneo oriental como en el occidental. El poder de la intervención italiana no puede explicarse por consideraciones ideológicas. Es cierto que la lucha contra el «bolchevismo» continuó en España y la lucha de los soldados italianos se presentó como la de los «cruzados del ideal». Pero esto era sólo una fachada. Para Mussolini, la supremacía en el Mediterráneo era vital. Y el eje Roma-Berlín sólo pudo formarse después de que los alemanes le aseguraran que no tenían ambiciones en esta región.
Hay mucho en juego. Se ha hecho un esfuerzo considerable para convencer a la población italiana de ello, pero sigue siendo visiblemente reacia. Ni siquiera los altos funcionarios, como el ministro de la Marina Cavagnari, mostraron el entusiasmo que el Duce quería transmitirles. Si el fascismo se lanzó de lleno a la aventura española, las masas italianas no le siguieron.
Las tropas enviadas a España pueden haber estado compuestas en parte por voluntarios, tomados en particular de entre los oficiales en activo. Las memorias de Ciano lo atestiguan: «Cupini me pidió un mando en España, y yo le di la satisfacción en el acto. Pero el nombre dado a las fuerzas italianas de Corpo truppe volontarie (C.T.V.) no debe inducir a error: el reclutamiento se organizaba de forma muy oficial en las oficinas militares y en los cuarteles generales de los fasci, donde nunca se habló de partir hacia Abisinia o hacia un «destino desconocido». Y la mayor parte de los soldados destinados a España fueron probablemente seleccionados automáticamente entre las tropas ya entrenadas: al principio, eran principalmente los que habían luchado en la campaña de Etiopía.
En cualquier caso, no se trataba de grupos aislados, sino de un verdadero cuerpo expedicionario, con sus propias banderas y líderes: al principio el general Roatta estaba al mando; durante la campaña de Vizcaya lo cedió a Bastico, que fue sustituido más tarde por Berti y luego por Gambara. Aunque su uso en batalla seguía siendo responsabilidad del cuartel general de Salamanca, el C.T.V. conservaba su personalidad.
Los soldados italianos no llegaron a España en gran número hasta noviembre del 36, cuando su presencia era necesaria para asegurar un rápido éxito de los nacionales. Pero a partir de ese momento, el esfuerzo realizado fue considerable. El 29 de diciembre, Hassel anunció la salida de 3.000 «camisas negras», precedidos y seguidos por un contingente de 1.500 especialistas. El 14 de enero del 37, anunció un nuevo refuerzo de 4.000 hombres. Al mismo tiempo, se hicieron los preparativos para el envío de una división, que debía partir entre el 22 y el 26 de enero.
Estas expediciones traerían a España más de 50.000 hombres antes de principios de febrero de 1937 y permitirían formar y equipar cuatro divisiones. Más tarde, el número de italianos que luchaban en España sería ligeramente inferior: Mussolini dijo a Gœring, a finales de enero de 1938, que había 44.000 hombres; el 1 de julio de 1938, según la embajada alemana, había 40.075, a los que hay que añadir unos días después 8.000 hombres enviados como refuerzos: en total, la cifra se acercaba a los 50.000 hombres. Si añadimos los especialistas no contabilizados y si pensamos que las cuatro divisiones presentes en Guadalajara se redujeron a dos después, debemos admitir que en marzo del 37, el momento en que los italianos eran más numerosos, no debían ser menos de 70.000. Eden habló de 60.000, y ciertamente está subestimando la verdad. Esta adición parece tanto más importante cuanto que, al mismo tiempo, las fuerzas que Franco y Mola podían poner en línea no debían superar los 250.000 hombres.
Al principio del conflicto se necesitaban técnicos para utilizar el equipo aéreo que permitiera a las tropas de Franco cruzar el Estrecho de Gibraltar. El tiempo era esencial y no había tiempo para entrenar a los aviadores españoles. Los aviones de transporte y bombardeo que acudieron a Marruecos, y luego a Sevilla, iban acompañados de sus tripulaciones. Es cierto que la presencia de estos aviones en un número relativamente grande -se vieron seis bombarderos Caproni al mismo tiempo en el aeródromo de Sevilla [2]- así como los submarinos italianos contribuyeron eficazmente al transporte de las tropas moras y de la Legión.
También fue la presencia de la aviación italiana en las Islas Baleares lo que permitió a los nacionales rechazar el intento de reconquista de Mallorca por parte de las tropas gubernamentales, que estaban bastante bien armadas pero carecían de defensa antiaérea. A partir de ese momento, la isla de Mallorca fue la principal base de los aviones «legionarios» italianos, que hay que distinguir de los aviones entregados directamente a Franco. Los italianos, dijo Mussolini a Ribbentrop, tenían tres campos de aviación y barcos permanentes en Mallorca. Desde esta isla salían los aviones para realizar incursiones casi diarias en Valencia y Barcelona. Sin duda, Mussolini y Ciano vieron en la ocupación de Mallorca el establecimiento de una base estratégica que, por su posición, reforzaría considerablemente el poder italiano en el Mediterráneo. Sin embargo, en ningún momento se planteó por parte española la cesión de este territorio; al contrario, Franco insistió en todas sus declaraciones en que no toleraría ninguna invasión extranjera en territorio español. Este fue probablemente el primer malentendido que contribuyó a explicar las numerosas quejas italianas por los gastos realizados para los nacionalistas españoles y nunca reembolsados.
Italia no se limitó a enviar aviones, bombarderos Caproni o Savoia-Marchetti, cazas Fiat o Arado -entregó más de 700 en total- cuya presencia, por muy valiosa que fuera, no bastó para dar la victoria a las tropas de Franco. Tras los primeros fracasos, Roma centraría sus esfuerzos en el ámbito naval. En este último punto, la ayuda italiana se intensificó considerablemente: entrega de dos submarinos y dos destructores a finales de agosto del 37, según las memorias de Ciano, y de cuatro nuevos submarinos en septiembre, etc… Aunque apenas es posible, basándose en fuentes demasiado a menudo contradictorias, establecer un balance exacto de la ayuda material recibida por los nacionalistas, algunas cifras citadas por el coronel Vivaldi pueden servir de base: 1.930 cañones, más de 10.000 armas automáticas, 950 tanques. Los blindados y la artillería acompañaron a las tropas que podían participar desde febrero del 37.
Participación de Italia en operaciones militares
Las divisiones italianas se reunieron en torno a Sevilla durante los primeros meses de 1937, antes de ser enviadas a los dos frentes separados del Sur y de Madrid. El embajador alemán en Salamanca, Faupel, señaló el 7 de enero que había 4.000 «camisas negras» en Sevilla; otros 2.000 se dirigían a este punto de reunión. Esperaba que todas estas tropas pudieran estar comprometidas en una quincena. De hecho, habrá un ligero retraso. Y Roatta apenas pudo poner más de 5.000 hombres a disposición del Mando Sur para la primera operación en la que iban a participar las tropas de la C.T.V. Fue sólo una pequeña maniobra local, que llevó a la ocupación de Estepona, en el sector de Málaga, el 15 de enero, y de Marbella el 17. La gran operación prevista contra Málaga se pospuso, pero sólo por unos días, ya que el 18 de enero Faupel informó de 20.000 hombres con dos grupos de artillería y 1.800 camiones en los alrededores de Sevilla.
Es normal que los italianos, armados y equipados en el sur, se pusieran bajo el mando del general Queipo de Llano para participar en la única operación a gran escala que se había emprendido durante toda la guerra en este sector. Por otra parte, la maniobra, prevista desde diciembre, no parecía presentar grandes dificultades, a pesar de lo montañoso del terreno; sería, pues, una excelente prueba para las fuerzas de Roatta. Aunque el defensor de Málaga, el coronel Villalba, no disponía de tropas sólidamente organizadas y carecía de armamento, especialmente de artillería, el Ejército del Sur había preparado cuidadosamente su ofensiva. El plan demasiado audaz de rodear a los defensores de Málaga con Motril fue abandonado en favor de una maniobra convergente: las tropas españolas avanzaron por la costa, mientras que tres columnas italianas procedentes de Antequera, donde Roatta había establecido su cuartel general, de Loja y de Alhama, se desplazaron por el interior hacia la ciudad. A lo largo de la costa, los cruceros Canarias (desde donde Queipo supervisaba las operaciones) y Baleares apoyaron la ofensiva. Las fuerzas comprometidas por Roatta eran todavía limitadas: tres regimientos italianos, dos regimientos mixtos, dos compañías de tanques, apoyados por la fuerza aérea con base en Sevilla.
La ofensiva contra el Málaga (febrero 37)
La batalla de Málaga puede considerarse una de las primeras operaciones de blitzkrieg realizadas con los medios mecanizados de que disponían los atacantes. La ofensiva comenzó el 3 de febrero, pero no hubo contacto real hasta el día 5, lo que demuestra la debilidad de la defensa republicana. En la tarde del día 5, los tanques penetraron profundamente en la carretera Antequera-Málaga. A pesar del mal tiempo, que retrasó las operaciones e impidió la intervención de la aviación en las primeras horas, la victoria fue extremadamente rápida. En la mañana del día 8, las primeras tropas nacionalistas entraron en Málaga; el día 10, Motril fue ocupado. Miles de prisioneros, decenas de miles de refugiados que obstruyen las carreteras y facilitan el avance de los italianos, y la derrota general del ejército republicano, fueron resultados alentadores para la C.T.V. La ocupación de Málaga tenía una importancia política considerable porque era una ciudad «roja», pero también era una base de abastecimiento esencial. Los italianos podían equipar más fácilmente sus divisiones, que ahora se dirigían todas a Madrid.
El tamaño de las fuerzas italianas hizo casi imposible disimular la ayuda material y humana prestada a Franco. Así, desde la toma de Málaga, Roma ya no intentó ocultar su intervención. Por el contrario, se hizo hincapié en que la operación se había llevado a cabo con «voluntarios», que fueron los tanques y la infantería italianos los que alcanzaron y superaron la ciudad. Incluso en la prudente Inglaterra, el Manchester Guardian no dudó en calificar la batalla de Málaga como una victoria italiana.
El 9 de marzo, el ataque comenzó en el sector de Guadalajara. A las cuatro divisiones enteramente italianas, mandadas por los generales Rossi, Coppi, Nuvolari y Bergonzoli, se añadieron las brigadas mixtas de las «Flechas», las Flechas Azules y las Flechas Negras, cuyos cuadros fueron suministrados por oficiales italianos. Estos contingentes españoles bajo mando italiano permanecerían hasta el final de la guerra y no dejarían de estar en contacto con la C.T.V., hasta el punto de que en los últimos meses las Flechas se incorporaron a la C.T.V.
Al comienzo de la batalla de Guadalajara, la ofensiva estaba dirigida, con el apoyo de la división española Moscardo, por las divisiones Coppi y Nuvolari, equipadas con un importante material que incluía tanques ligeros. Las otras dos divisiones italianas permanecieron en la reserva. Pero la maniobra cobró impulso y pronto participaron todas las fuerzas de la C.T.V., con doscientos tanques. Ya conocemos el resultado. Fue un fracaso, una estampida, cuyas consecuencias militares no deben exagerarse, pero que supuso un duro golpe para la moral italiana. Mussolini tenía grandes expectativas en la C.T.V.». La derrota de las fuerzas internacionales», escribió a Mancini, «será un éxito de gran importancia tanto política como militar. El 2 de marzo, el Gran Consejo Fascista se congratuló de la próxima victoria, que marcaría «el fin de todos los designios bolcheviques sobre Occidente». De nuevo, el 9 de marzo, los italianos se burlaron de sus aliados españoles: «¿Por qué tantos meses para tomar una ciudad indefensa?
Pero la feroz resistencia del adversario, su propaganda a través de panfletos y altavoces, afectó rápidamente a la moral de los legionarios que creían estar en una marcha triunfal. El día 16, se recordó a los oficiales sus responsabilidades: «Las tropas carecían de impulso» y «tendían a sobrestimar al enemigo». Era necesario crear «un estado de exaltación» mostrándoles que sus enemigos eran «los hermanos de aquellos a los que las escuadras fascistas habían apaleado en las carreteras de Italia». Pero unos días después, la situación se deterioró aún más. Algunos «camisas negras» se hirieron voluntariamente, otros desertaron. «Incluso las mejores y más valientes tropas tienen cobardes en sus filas. Es demasiado tarde para detener el vuelo. Los propios comandantes italianos pidieron a Franco que relevara a la C.T.V.
Esta derrota, tras los alardes de los dirigentes italianos, provocó las bromas de sus aliados; los alemanes de Salamanca decían que, por muy judíos y comunistas que fueran, los hombres de la 11ª brigada luchaban como alemanes y sabían dar una paliza a los italianos. Los hombres de Moscardo los cantan:
Guadalajara no es Abisinia.
Los españoles, incluso los rojos, son valientes.
Menos camiones y más c …
Pero hay asuntos más serios que las canciones o incluso los incidentes que pueden estallar entre españoles y legionarios, como en Tánger el 26 de marzo. Guadalajara fue una dura derrota para el fascismo. Los italianos habían demostrado que no estaban dispuestos a morir por el ideal de Mussolini.
El alto mando italiano, decepcionado, aceptó limitar el poder ofensivo del cuerpo expedicionario. Las cuatro divisiones italianas se redujeron a dos, la Littorio y la 23 de Marzo; sólo las brigadas Flecha se mantuvieron como estaban. Las farsas así reconstituidas ofrecerían una mayor capacidad de resistencia. Los inútiles y los incapaces ya no se pondrán en la línea. A partir de esa fecha, Italia ya no enviaría grandes contingentes, salvo para reemplazar las pérdidas sufridas. Estos fueron pesados: más de 1.500 muertos y heridos en Guadalajara. Durante los primeros veinte meses de la guerra, los italianos tuvieron 11.552 hombres muertos, heridos o desaparecidos en España [3]. El número total de muertos fue de 6.000.
Estas pérdidas, naturalmente, aumentaron la amargura de los fracasos. Los dirigentes y generales italianos, que habían defendido una intervención masiva con la esperanza de un gran éxito militar y una rápida victoria, se preguntaron si sus tropas debían permanecer en España. A su vez, culpan al mando español de los errores cometidos. «Nuestros generales están preocupados, y tienen razón», dijo Ciano [4]. El propio Mussolini mostró su impaciencia. En varias ocasiones, a partir de diciembre de 1937, se habló de una retirada de voluntarios. Pero estas eran principalmente expresiones de mal humor. Los intereses italianos en este asunto eran demasiado grandes para que se planteara seriamente la posibilidad de abandonarlos. Al final, el C.T.V. se quedaría hasta el final «para dar pruebas de la solidaridad italiana» [5].
Deudas italianas
Los italianos participaron así en el triunfo de Franco. Pero lo pagaron muy caro, no sólo por la pérdida de vidas humanas y el abandono de gran parte del equipo pesado, sino también por las considerables sumas de dinero que supuso la operación. Mancini me dijo», informó Faupel el 18 de enero de 1937, «que Italia había comprometido hasta ahora 800 millones de liras en el asunto español» [6]. El propio Mussolini declaró, durante una entrevista con Gœring, que el gasto a finales del mismo año 37 era de cuatro mil quinientos millones de liras [7]. 7] Alcanzaría los catorce mil millones al final de la guerra. Una parte de las sumas así gastadas sería reembolsada por el gobierno nacionalista, pero sólo una parte. Los italianos pensaron entonces en buscar una compensación en posibles beneficios económicos. Pero también aquí los resultados fueron decepcionantes. A principios de 1937, Mancini se quejó de que Italia «no había ganado nada, por así decirlo, de España»[8].
Las relaciones comerciales mejorarían posteriormente. Ciano observó con satisfacción, en noviembre del 37, la llegada de 100.000 toneladas de hierro, especialmente necesario para la industria bélica italiana. Todavía se pueden prever otras compensaciones: «También hay, según Mussolini, un problema político» [9]. Los italianos querían que «la España nacionalista, salvada por las ayudas italianas y alemanas de todo tipo, permaneciera estrechamente vinculada a su sistema». Por otra parte, el aspecto financiero del problema también está vinculado al aspecto político. «Sólo si España permanece en nuestro sistema podremos ser compensados plenamente. Este sistema era el eje germano-italiano. Mussolini preveía que la España de Franco se uniera al Pacto Antikomintern.
Pero, a nivel práctico, los resultados de las negociaciones políticas entre Rame y Burgos fueron escasos. La esperanza de establecer bases estratégicas en España se vio defraudada. El único punto importante marcado por Italia fue el acuerdo del 28 de noviembre del 36, cuyo objetivo era oficialmente «desarrollar y reforzar» las relaciones entre los dos países. El acuerdo incluía, en primer lugar, un pacto mediterráneo: las dos potencias debían seguir una política común y prestarse apoyo mutuo en el Mediterráneo occidental; además, había un pacto de no agresión, una promesa de neutralidad benévola en caso de conflicto y, por último, una promesa de entendimiento económico, sancionada por la aplicación de un arancel preferencial al país cofirmante. Sin embargo, es notable que el primer compromiso que asumió Italia al firmar el protocolo fue el de prestar a España «su ayuda y apoyo para la conservación de la independencia e integridad del país, tanto de la metrópoli como de las colonias». Esto significa que Italia ha renunciado a toda esperanza de recibir una compensación territorial por sus gastos no reembolsados. «Damos nuestra sangre por España, ¿no es suficiente?», preguntó Ciano en marzo de 1938. A decir verdad, Italia también dio mucho dinero, en vano.
Intervención alemana
Al menos en este ámbito, la moderación alemana contrasta con la temeridad del gobierno fascista. Ciertamente, Alemania tenía menos interés inmediato en el Mediterráneo que Italia, y para su gobierno la victoria total de Franco no era absolutamente necesaria. Es indudable que Berlín no busca ninguna ventaja política en España, pues los alemanes no se hacen ilusiones al respecto: no imaginan que el nacionalsocialismo pueda introducirse nunca en España, y la simpatía de los dirigentes alemanes hacia Franco será siempre muy matizada. Por lo tanto, un acuerdo que eliminara la extrema izquierda y alejara a España de una alianza con Occidente se consideraría una solución satisfactoria en Berlín. Asimismo, uno de los intereses de la guerra era «exponer» la oposición natural entre Italia y Francia.
Además, los círculos militares no tenían una confianza ilimitada en las capacidades de los generales españoles, incluido Franco. En este punto, además, los estados mayores italiano y alemán estaban completamente de acuerdo y no dudaron en enviar a Burgos consejos que, en general, no fueron seguidos. En cualquier caso, la Wehrmacht no quería comprometer demasiadas fuerzas en una aventura que consideraba inútil.
Sin duda, el gobierno nazi estaba interesado en el éxito final de Franco. Pero su ayuda en términos de hombres sería siempre bastante pequeña. Según el general Sperrle, en noviembre del 36 llegaron a Cádiz 6.500 alemanes. Pero esta llegada masiva fue excepcional. Los alemanes nunca serían más de 10.000 hombres. A menudo eran especialistas y cuadros. Algunos oficiales y suboficiales fueron destinados a la formación de cuadros españoles, en particular para asegurar la formación de los falangistas. La carta escrita desde Salamanca el 10 de diciembre de 1936 por el embajador Faupel así lo atestigua: «Solicito de la manera más apremiante el mayor número posible de oficiales o suboficiales de habla hispana, reservistas. Pido que el comandante Von Issendorf se desprenda de la inspección de caballería para hacerse cargo de la formación de la Falange. También enviar al mayor Von Frantzius, retirado del Instituto Iberoamericano [10], como jefe de una formación de la escuela de infantería, al mayor Siber, retirado, para que se encargue de la formación de las unidades de inteligencia. La llegada de estos cuadros y sin duda de algunos refuerzos, en el transcurso de enero del 37, explica el agradecimiento dirigido por Franco a Roma y Berlín.
Los oficiales mencionados aquí servirían en unidades españolas. Pero la mayoría de los técnicos alemanes se agruparon en una formación especial, la «Legión Cóndor». Organizado a partir de noviembre del 36, cuando la resistencia republicana se hizo más intensa, nació de la presencia, antes de esa fecha, de un grupo de técnicos, entre los que se encontraban en particular especialistas en artillería antiaérea, y de aviadores. Berlín aceptó enviar personal, pero puso condiciones imperativas: las formaciones alemanas estarían bajo la dirección de un jefe alemán, único asesor de Franco en este sentido. Un comando alemán se instaló en el Hotel Maria-Christina de Sevilla, bajo la dirección del Coronel Warlimont. Así se formó una fuerza efectiva, cuyo grueso estaba constituido por la fuerza aérea: un grupo de bombarderos, un grupo de cazas y un escuadrón de reconocimiento reforzado. Se le añadieron tres regimientos de la D.C.A., varias unidades de transmisión y algunos destacamentos del ejército y la marina, cuatro compañías de tanques, cada una de ellas con doce tanques, y una compañía de detectores. El mando fue ejercido por aviadores: Sperrle, luego Von Richthofen.
El reclutamiento se organizó cuidadosamente. Había un personal en Berlín llamado W… cuyo jefe era el general de la fuerza aérea Wilberg. Los hombres de la legión Cóndor eran ciertamente nombrados de forma automática, pero las ventajas que se les concedían, un salario elevado y el atractivo de la aventura representaban a menudo un argumento determinante para ellos. El aviador Galland cuenta cómo fue elegido para España, al igual que muchos de sus compañeros que desaparecieron repentinamente durante un periodo de seis meses. Fue convocado a la oficina de la W … oficina, que se encargaba de organizar la salida de los «voluntarios» y les proporcionaba ropa de civil, papeles y dinero. Los aviadores se marcharon bajo la pacífica apariencia de turistas enviados de vacaciones pagadas por la organización «Work through Joy». Su dirección postal seguía siendo Berlín. Galland, que fue asignado automáticamente, estaba sin embargo satisfecho con su destino y parecía encontrar muy interesante participar en la guerra española. Cuando llegó a España, de nuevo con un uniforme marrón y olivo, se incorporó finalmente a la Legión Cóndor. Con su grupo de cazas, se desplazaba de un frente a otro en función de los combates, siempre donde el peligro era más preciso: los aviadores alemanes se apodaban a sí mismos «bomberos de Franco». El Caudillo reconoció el valor de su ayuda; lo subrayó en particular en un discurso dirigido al último comandante de la Legión Cóndor, Von Richthofen, con ocasión de su desfile de despedida. La eficacia de este apoyo, aunque menos importante que el de Italia, se explica sobre todo por la perfecta organización que presidió esta empresa y por el valor del material alemán puesto al servicio del ejército nacionalista.
En efecto, la guerra de España había permitido comprobar la eficacia de estos equipos. La ayuda en armas proporcionada por Alemania obviamente superó con creces el equipamiento de la legión Cóndor. De hecho, gran parte del equipamiento del que disponían los nacionalistas era de origen alemán. Franco tenía un hombre de confianza en Berlín que, incluso antes del reconocimiento del gobierno nacionalista, se encargaba de dar todos los detalles necesarios sobre las necesidades de armas y municiones del ejército de Franco. El material llegó primero a través de los puertos gallegos o del sur controlados por los nacionalistas o a través de Portugal, donde los vapores Kamerun y Wigbert fueron denunciados el 22 de agosto de 1936. Tras la proclamación del embargo de las armas destinadas a España, se habló incluso de enviarlas a través de Holanda. Pero estos desvíos eran muy complicados, aunque el gobierno alemán había sido advertido de la urgencia de las necesidades nacionalistas: «Es la superioridad del material la que tomará la decisión», escribió Voelckers en septiembre del 36. Por lo tanto, el transporte de municiones tomaría una ruta más directa. Si, según el general Sperrle, en noviembre de 1936 sólo había una escuadra de bombarderos Junker 52, una de cazas Heinkel 51, una de hidroaviones Heinkel y una batería de cañones antiaéreos de 88 mm, luego se añadieron grupos de aviación -cuatro escuadras de doce bombarderos, igual número de cazas, doce aviones de reconocimiento-, compañías de ingenieros, baterías antiaéreas pesadas, trenes de búsqueda…
Esta fuerza, que sin duda fue muy útil en los primeros meses de la guerra, se volvió insuficiente cuando los equipos rusos comenzaron a llegar a los republicanos. Los primeros aviones alemanes eran lentos y los combates de la guerra española pusieron de manifiesto sus deficiencias en comparación con los aviones rusos, o incluso con los Savoïa-Marchetti italianos. Sin embargo, poco después de la llegada de Galland a España, a principios de mayo del 37, llegaron nuevos aviones desde Alemania. Los bombarderos eran los Heinkel 111 y los Dornier 17, los cazas, que dieron a las fuerzas aéreas franquistas una superioridad aérea total, fueron los aviones más rápidos y maniobrables utilizados durante el conflicto, los Messerschmitt 109, que reaparecerían durante las campañas de Polonia y Francia.
El Hisma
El equipo y las municiones alemanas siguieron enviándose a España durante toda la guerra, excepto durante el breve periodo de la crisis checoslovaca de septiembre-octubre de 1938. Los alemanes habían puesto en marcha una verdadera empresa comercial y no descuidaron la rentabilidad del negocio español. Por supuesto, era Hitler quien dirigía personalmente las operaciones y tomaba las decisiones importantes, como hacía Mussolini en Italia. Pero una vez dadas las órdenes, su ejecución estaba en manos de la Auslandsorganisation. El almirante Canaris, jefe de la Abwehr, es decir, de los servicios de inteligencia alemanes, estaba al mando: pero fue un miembro de la organización, Johannes Bernhardt, un empresario residente en Marruecos, quien desempeñó el papel principal en España. Bernhardt creó una empresa de transportes, la Hispano-Marroqui de Transportes (Hisma Limited para abreviar), para facilitar la ayuda alemana a Franco, cuya primera operación, el 2 de agosto, fue transportar tropas marroquíes a España.
A la Hisma que operaba en España le correspondió una empresa exportadora creada en Alemania con la ayuda del general Gœring [11], la Rowak. La instalación del tándem Hisma-Rowak permitió evitar la multiplicidad de transacciones y los movimientos demasiado llamativos de los representantes de Franco y Mola en Berlín. A partir de ahora, todos los envíos de material pasarán por estas empresas. En particular, Hisma transportaba el material de guerra descargado en Lisboa o en los puertos nacionalistas. Pero el tráfico pronto fue más allá de un simple envío de material, y la empresa siguió desarrollándose. En octubre de 1936, Von Jagwitz, confidente de Gœring, que dirigía a Rowak en nombre de la Auslandsorganisation, instaló sus oficinas en doce habitaciones de la Columbus Haus de Berlín. La organización dispone ahora de una flota.
El poder de esta empresa y la autoridad real que Bernhardt tenía tanto en Berlín como en los círculos nacionalistas permitieron al representante de Hisma actuar en beneficio de los intereses alemanes en España. Una de las preocupaciones más constantes del gobierno de Berlín era hacer que Franco reconociera las deudas que debía pagar Burgos. Ya en octubre del 37, Stohrer evaluó los gastos o pérdidas en dinero sufridas por Alemania hasta ese momento, para presentar la factura al gobierno nacionalista: «Los daños sufridos por los alemanes se evalúan en 90 millones de marcos, más un sobregiro por suministros a España de 70 millones de marcos. Hacia el final de la guerra, el subsecretario Weizsäcker vuelve a dar cuenta de los gastos realizados: Ya no se trata de los daños a las personas, sino de los gastos de mantenimiento de la legión Cóndor hasta noviembre del 38; por un lado, los gastos de personal, 75 millones de Reichsmarks, y por otro, los gastos de material y equipo, que fueron mucho más elevados, ascendiendo a más de 190 millones de Reichsmarks; hay que suponer que esta estimación está aún muy por debajo de la realidad, ya que una nota de Sabath afirma que los gastos totales ascienden a 500 millones de Reichsmarks [12].
Lo que Berlín pide es, de momento, sólo un reconocimiento de deuda. Los alemanes querían ser pagados, pero no necesariamente en dinero. En 1939, la España nacionalista no pudo devolver las sumas adeudadas a Italia y Alemania. Todo lo que podía hacer -y haría con respecto a Berlín- era aceptar el principio de reembolso en plazos anuales. En este sentido, es notable que Alemania haya obtenido una satisfacción más completa que Italia.
En realidad, las exigencias de Berlín eran más vagas y más amplias. Es la «restauración del germanismo en España». Una nota del Stôhrer, fechada el 14 de abril de 1939, hace un balance de la penetración alemana en España: acuerdo policial, acuerdo cultural de enero del 39, que asegura ventajas considerables para ambas partes contratantes, creación de institutos culturales que se benefician de desgravaciones fiscales, colegios alemanes en España que podrán otorgar diplomas de la misma manera que los colegios superiores en Alemania, cooperación cultural asegurada por intercambios de estudiantes, profesores y asistentes, comunicación de emisiones de radio, películas, pero también la garantía de que ciertas obras literarias proscritas por razones políticas en cada país lo serán en el otro.
En este balance positivo hay que incluir la promesa de un trato preferente para los alemanes que regresen a España para reanudar su trabajo, el Tratado de Amistad Hispano-Alemán, sobre el que volveremos más adelante, y la adhesión de España al Pacto Antikomintern, que supone un éxito conjunto para Italia y Alemania.
Desde el punto de vista económico, durante la guerra no hubo ningún tratado que regulara el comercio entre España y Alemania. El único acuerdo existente expiró a finales de 1936 y sólo se renovó por un año.
En estas condiciones, todas las negociaciones que tuvieron lugar se basaron en un único texto, de alcance e interpretación muy generales: el protocolo del 15 de julio del 37. Este protocolo, firmado por el Embajador Faupel y el Ministro Jordana, establece que «los dos gobiernos tienen un deseo real de ayudarse mutuamente en el suministro de materias primas, productos alimenticios y artículos manufacturados y semimanufacturados de especial interés para el país importador». Asimismo, cada uno de los dos gobiernos tendrá en cuenta, en la medida de lo posible, los intereses de exportación de la otra parte. Todo esto es muy vago. España piensa principalmente en equilibrar su balanza de pagos exportando productos agrícolas a Alemania.
Acuerdos mineros germano-franceses
Pero el problema al que Berlín concedía mayor importancia era el de las empresas mineras de propiedad alemana en España, que debían enviar materias primas esenciales para la industria bélica alemana. Desde el comienzo de la Guerra Civil, los alemanes se interesaron por los recursos minerales de España y del Marruecos español, como el cobre, el wolframio y el bronce. En enero del 37, se informó que las minas de hierro de Zeghenghen, cerca de Melilla, eran operadas por personal alemán. La ocupación de las minas de cobre de Río-Tinto, y luego la conquista de Asturias, hicieron del aprovechamiento del mineral español la principal preocupación de las autoridades alemanas en España.
El 20 de enero, Faupel escribió que se había prometido a la empresa Hisma que podría recibir hasta el 60% de la producción de las minas de cobre de Río Tinto. Y, a principios del año 38, Bernhardt, haciendo un balance de las exportaciones mineras a Alemania durante el pasado año, indica que se han enviado más de dos millones y medio de toneladas, entre ellas 1.600.000 toneladas de hierro, procedentes ya en parte de Bilbao [13]. Estas cifras son considerables; sin embargo, para estar seguro de mantenerlas, Berlín necesita no sólo una promesa española de exportación, sino también el control alemán de la producción. Para ello, Bernhardt recibió el encargo de negociar la creación y el control financiero de las empresas mineras en nombre de Hisma.
Sin embargo, esta vez, la penetración económica alemana encontró una gran resistencia. El obstáculo fue un decreto del 9 de octubre del 37, emitido bajo la influencia de un grupo de técnicos y financieros españoles [14]. Este decreto anuló las concesiones mineras otorgadas desde el inicio de la Guerra Civil. Oficialmente, el objetivo era denunciar las concesiones que pudieran haber hecho las autoridades valencianas. En realidad, Alemania es el objetivo directo: la ley no permite a los extranjeros tener una participación financiera superior al 30% en las empresas mineras. Tal vez esta decisión deba verse a la luz de los esfuerzos de los países anglosajones en la misma época por acercarse a la España nacionalista (antes de la guerra, Inglaterra recibía la mayor parte de los minerales españoles).
Alemania apeló a los sentimientos de amistad de los nacionalistas. Estamos comprometidos, dice Bernhardt en su informe, «en una guerra económica»; tenemos «derecho a esperar suministros inmediatos de España» [15]. El objetivo era crear una empresa privada, Hisma-Montana, para adquirir todas o parte de las acciones de las empresas mineras, cuya explotación controlaría Alemania. Debemos», dice Bernhardt, «poner nuestra influencia diplomática, militar y cultural al servicio del único objetivo a alcanzar, nuestro dominio económico.
Desde el 12 de octubre de 37, los funcionarios de Hisma protestaron contra el decreto de las empresas mineras. Este fue el inicio de una serie de gestiones diplomáticas encaminadas a obtener al menos una participación del 50% en estas empresas; la primera reunión, el 20 de octubre, entre Jordana y dos delegados de Hisma, Pasch y Klingenberg, se celebró; los españoles rechazaron la «igualdad de trato recíproca» exigida por los alemanes. El 3 de noviembre del 37 tuvo lugar una reunión entre Bernhardt y el Secretario General Nicolás Franco: se dieron dos apaciguamientos: en primer lugar, la promesa del gobierno de Burgos de que las demandas formuladas por Hisma serían examinadas tan pronto como se formara un verdadero gobierno[16]; en segundo lugar, el consejo de enviar una solicitud a la Junta de Burgos para obtener la autorización de continuar los trabajos mineros en curso; esta solicitud sería recibida favorablemente.
Pero las relaciones entre Alemania y España habían entrado en una fase difícil. Fue imposible, incluso para el embajador Stöhrer, obtener promesas firmes del Generalísimo. Además, se crearon dificultades para la entrada de mercancías alemanas en España [17], se denegaron los permisos de importación. Gœring, partidario de la vía dura, habló de enviar a Jagwitz a Salamanca para «poner una pistola en el pecho de Franco»… De hecho, lo que Berlín no había podido obtener en lo inmediato, la extensión de la guerra y la necesidad de equipamiento de Franco le permitirían finalmente adquirirlo.
Las negociaciones fueron llevadas simultáneamente por Bernhardt, en nombre de la Hisma-Rowak, y por el nuevo embajador Von Stöhrer, preparado por su pasado para tal tarea, un hombre brillante, pero en la tradición de los diplomáticos conspiradores [18]. El planteamiento conjunto que hicieron al Generalísimo el 20 de diciembre demostró que «Hisma y la representación del Reich eran una misma cosa»[19]. La actitud de Franco durante esta conversación no fue muy alentadora: «Me ha sorprendido -dijo- que la Hisma, a la que he encomendado la regulación del comercio y los pagos, pretenda también adquirir y en secreto derechos mineros. No obstante, admitió la formación de una comisión mixta para estudiar casos particulares. Finalmente, una nueva ley de minas dio satisfacción a los alemanes en junio de 1938. La participación del capital extranjero en las empresas mineras españolas se fijó en un máximo del 40%, y no se descartó la posibilidad de aumentar este porcentaje. La ley», dice Bernhardt, «nos ofrece la plena posibilidad de participar en la explotación del subsuelo español como queríamos.
Sin embargo, el decreto está redactado de tal manera que sólo depende de la buena voluntad de los españoles que los alemanes puedan obtener la mayoría o la igualdad en las empresas mineras que exigen. Por ello, Bernhardt propuso que el 20% de este capital se ofreciera a la suscripción pública y fuera comprado por los nominados españoles de Hisma-Montana. Evidentemente, esta solución sólo podría aplicarse si el gobierno aceptara hacer la vista gorda. La amenaza de suspender las entregas de armas y municiones fue suficiente para que los nacionalistas, cuyos suministros de material dependían totalmente de Roma y Berlín, cedieran. En noviembre de 1938, cinco sociedades anónimas se hicieron con los derechos mineros de Hisma-Montana[20]. Según los términos de la ley, a Alemania le correspondía el 40% de las acciones; en realidad, estaba previsto aumentar la participación alemana, que en la empresa Aralar, por ejemplo, podría alcanzar el 35% del capital.
Al mismo tiempo, considerando que la ley minera sólo se aplicaba a la península y no a Marruecos, Hisma-Montana compró importantes acciones en las empresas mineras del Rif, y el gobierno nacionalista aceptó garantizar la fundación de una empresa llamada Mauritania, con sede en Tetuán, que sería totalmente alemana. Las negociaciones económicas germano-españolas supusieron otros beneficios sustanciales para Hisma a través de «varias empresas bajo su gestión» [21].
Se otorgó un papel especial a Nova, que no sólo debía encargarse de la construcción de la red de radio española, sino que también tenía previsto desempeñar un importante papel en la reconstrucción económica de España tras la guerra, el armamento aéreo, el equipamiento del ejército, el transporte, las tareas de defensa económica, el aumento de las exportaciones españolas a Alemania, las inversiones y el suministro de maquinaria.
Este es el balance del progreso económico realizado. Berlín había gastado mucho y había hecho un gran esfuerzo material; pero, aparte de que parte de este equipo era recuperable, otra parte era en cualquier caso demasiado obsoleta para ser de alguna utilidad para la Wehrmacht. Por último, las lecciones aprendidas de los combates, y el hecho de que los productos mineros esenciales para el rearme alemán estaban llegando y seguirían llegando durante toda la guerra mundial, compensaron con creces los costes incurridos.
Adhesión al Pacto Anti-Komintern
Políticamente, los resultados fueron menos satisfactorios. Sin embargo, se firmaron dos acuerdos: el primero fue el protocolo del 20 de marzo de 1937, que parece haberse inspirado en gran medida en el acuerdo italo-español; incluye consultas sobre problemas de interés político común, el principio de no agresión y la idea de neutralidad benévola en caso de guerra con una tercera potencia. Pero no fue hasta el final de la guerra civil que se firmó un verdadero tratado de amistad, válido por cinco años a partir del 31 de marzo de 1939, y redactado en términos mucho más precisos y serios que el protocolo del 37. Sin embargo, no se trataba de un tratado de alianza incondicional.
El 27 de marzo de 1939 se firmó en Burgos un protocolo por los embajadores de Italia, Alemania y Japón, así como por Jordana, entonces ministro de Asuntos Exteriores del gobierno nacionalista: la España de Franco se adhería al Pacto Antikomintern. Como esperaba Mussolini en 1937, entró en el sistema de alianzas del Eje. Independientemente de los tiras y aflojas que pudieran surgir entre los aliados [22], una deuda financiera y moral unía a Franco con sus socios.
Notas
[1] Estos contactos se conocen sobre todo por los libros de Ansaldo y Lizarza.
[2] Informe del cónsul alemán, Draeger.
[3] De los cuales 2.352 muertos y 198 desaparecidos.
[4] Diario del Conde Ciano.
[5] Participó en numerosas operaciones en el frente norte, en Bilbao y Sautander, en el ataque de ruptura al norte de Teruel y en los combates en el bucle del Ebro. Véanse los extractos de la prensa italiana de marzo del 38 citados por Jacquelin.
[6] Archivos de la Wilhelsmstrasse.
[7] Entrevista Mussolini-Gœring de noviembre de 1937, reportada por Ciano.
[8] Archivos de la Wilhelmstrasse.
[9] Citado por Ciano.
[10] El propio Faupel era, cuando fue elegido embajador en España, director del Instituto Iberoamericano de Berlín desde 1934. Es interesante observar el reclutamiento de agentes alemanes de las agencias oficiales.
[11] Gœring se encargaba personalmente de todo lo relacionado con la guerra de España, desde las negociaciones económicas hasta el apoyo aéreo.
[12] Es cierto que la nota del consejero de la legación Sabath añade «intereses simples y compuestos» a la suma debida por los suministros directos al año español.
[13] Sólo en el mes de diciembre, los envíos de mineral de hierro desde Bilbao ascendieron a 90.000 toneladas; las exportaciones desde Marruecos ascendieron a 100.000 toneladas.
[14] Incluyendo a Zabala, director de las minas de Vizcaya.
[15] Informe Bernhardt sobre el proyecto Montana, 4 de noviembre de 37. Archivos secretos en la Wilhelmstrasse.
[16] Se formó dos meses después.
[17] Informe del Stöhrer del 27 de noviembre.
[18] Durante la Primera Guerra Mundial, fue primer secretario de la embajada de Madrid y fue destituido por ser sospechoso de haber participado en un complot contra el Conde de Romanones.
[19] Archivos secretos de la Wilhelmstrasse.
[20] Son: la Compañía de Exploraciones mineras Aralar, de Tolosa; la Compañía explotadora de Minas Montes de Galicia, de Orense; la Sociedad anónima de Estudios y Explotaciones mineras. Santa Tecla, de Vigo; Compana de Minas Sierra de Gredos S. A., de Salamanca; Compana minera Montanas del Sur, de Sevilla.
[21] Lo mismo ocurre con la Société Agro, que ha comprado y explota fincas en los alrededores de Sevilla, y sobre todo Sofindus, que posee el 90% de las acciones de una fábrica de corcho, Corchos zum Hingste, la Compaña General de Lanos, la Sociedad Exportadora de Pieles, la Société des Transports Marion, que es la única que proporciona todo el transporte a Sofindu.
[22] La reunión que se celebró entre el general Franco y Gœring en mayo de 1939 fue la ocasión de una serie de dificultades entre España y Alemania y provocó la repentina retirada de Bernhardt.
II.3: La ayuda rusa y las Brigadas Internacionales
- La Rusia de Stalin y la guerra de España
- Neutralidad inicial
- El punto de inflexión del otoño 36
- Ayuda material
- Ayuda rusa: los hombres
- Los primeros voluntarios internacionales
- Las Brigadas Internacionales
- Reclutamiento de brigadas
- La base de Albacete
- Organización de las brigadas
- Notas
Para los rusos, como para los italianos y los alemanes, España era un campo de experiencia. La prueba aquí fue principalmente material. Pudieron obtener una valiosa información sobre el valor de sus armas en relación con las de las potencias fascistas, de los Ratos rusos en relación con los Messerschmitt, por ejemplo. Aprendieron serias lecciones de la experiencia de la guerra: el uso masivo de la artillería, la necesidad de maniobras profundas adaptadas a las nuevas técnicas de combate, el uso de partisanos contra un ejército organizado. Muchos de los cuadros militares rusos habían hecho un curso de formación en España que estaba lleno de lecciones.
Por otra parte, es necesario subrayar desde el principio que, sin la contribución del equipo ruso, la resistencia republicana no habría podido durar más allá de 1936.
La Rusia de Stalin y la guerra de España
Sin embargo, esta ayuda indispensable nunca fue suficiente. Las tropas republicanas carecieron constantemente de material de aviación, armas antiaéreas e incluso armas ligeras durante todo el conflicto. A partir de esta constatación, no se puede presentar como un esfuerzo de solidaridad sin reservas un relevo que fue lo suficientemente largo como para permitir la continuación de la lucha, pero que, si hubiera sido más generoso, sin duda habría inclinado la balanza definitivamente a favor de la República Española. Esta observación ha llevado incluso a algunos políticos, especialmente a antiguos comunistas españoles, a atribuir a los dirigentes rusos un maquiavelismo extraordinario, suponiendo al final una simplicidad y continuidad a la política de Stalin [1] que se contradice constantemente con los hechos durante este periodo.
En realidad, sin considerar otros problemas que los planteados por el conflicto español, es posible identificar tres actitudes sucesivas en la política de la URSS durante este periodo:
- primero, una posición de neutralidad de facto, acompañada de ostensibles expresiones de simpatía y solidaridad
- a partir de octubre de 1986, un esfuerzo considerable de ayuda militar que se correspondía con una postura enérgica a favor de la República en el Comité de No Intervención,
- Finalmente, a partir del verano del 38, se produjo una progresiva ralentización de la ayuda militar que condujo al abandono total de la República.
Neutralidad inicial
Durante los primeros meses del conflicto, la URSS se negó a intervenir a favor de la revolución española. El gobierno de Stalin no tenía ninguna razón para alentar o ayudar a las organizaciones revolucionarias, la C.N.T.-F.A.I. o el P.O.U.M., cuyo papel era esencial en aquel momento y que no tenían ninguna simpatía especial por su régimen político. Además, no existían relaciones diplomáticas entre la URSS y España; se hablaba de establecerlas, pero cinco años de gobierno republicano no habían sido suficientes para lograr tan escaso resultado. Finalmente, España es, a los ojos de Stalin, sólo un elemento muy secundario en una situación internacional preocupante. Rusia no quiere estar en el centro de ningún conflicto. Teme el aislamiento, vive todavía del recuerdo de los años de posguerra que enfrentaron a todas las potencias europeas, a Estados Unidos y a Japón con el «bolchevismo», sobre el fracaso de la revolución en Hungría y Alemania. Con Stalin, renunciando a la extensión de la Revolución Mundial, intentó construir el «socialismo en un solo país» y, al mismo tiempo, protegerse mediante un sistema de alianzas externas. La llegada de Hitler fue una amenaza directa. La conclusión del pacto franco-soviético (pacto Laval-Stalin) en 1934 fue una respuesta, un primer paso hacia la seguridad. Sin embargo, esta alianza seguía siendo frágil y sólo podía considerarse eficaz si se ampliaba a Gran Bretaña, que apenas parecía estar dispuesta a hacerlo. La actitud vacilante del gobierno de Léon Blum y, finalmente, su posición a favor de una neutralidad prudente no estaban ciertamente destinadas a animar a Stalin a lanzarse a una aventura arriesgada en España. Por eso, cuando se lanzó la campaña de no intervención, la URSS se sumó sin dudarlo. El 31 de agosto se publicó en Moscú, al igual que en Occidente, el decreto por el que se prohibía «la exportación, reexportación y tránsito en España de toda clase de armas, municiones, material de guerra, aviones y buques de guerra». De hecho, este decreto sólo se respetó durante un mes como máximo. A mediados de octubre comenzó a llegar a España material ruso, cargado en barcos rusos o extranjeros.
El punto de inflexión del otoño 36
Hubo, pues, un primer punto de inflexión, debido a diversos factores, pero que, al final, todos tendieron a modificar la política rusa en la misma dirección. En primer lugar, la emoción general suscitada en el mundo, y más concretamente en los círculos de izquierda de los países occidentales, por el pronunciamiento de Franco y la reacción popular. Parece imposible que el «país del socialismo» se mantenga al margen del movimiento general de ayuda a España, pues de lo contrario perdería muchos de sus partidarios en el extranjero. Se repetirá con insistencia que los dirigentes de los partidos comunistas occidentales, Maurice Thorez en particular, se hicieron eco de las preocupaciones de los militantes ante la inminente derrota del Frente Popular español, que, tras el fracaso de las fuerzas de izquierda en Italia y Alemania, había despertado en ellos grandes esperanzas.
Pero sobre todo, a pesar de la moderación mostrada por el gobierno de Moscú, el conflicto español se había extendido demasiado como para seguir manteniéndose al margen. La intervención de los nazis y, sobre todo, de los fascistas italianos era demasiado evidente: la victoria del general Franco aparecería ante todos como su victoria y, en consecuencia, como un fracaso de la política de la URSS, por lo que la intervención rusa en aquel momento pretendía aparecer, a los ojos de los gobiernos de Londres y París, como una acción a favor del statu quo europeo, al servicio de la democracia y la paz [2].
Tal vez valga la pena mencionar también una razón de política interna: la epopeya española distrae la atención de una parte de la opinión militante de la URSS de las purgas que están en proceso de golpear a los opositores de Stalin [3]; además, bajo la apariencia de ayuda a la República Española, es posible pedir a los trabajadores rusos un esfuerzo de producción adicional que contribuirá sin duda a la consecución de los objetivos fijados por el Plan Quinquenal de 1933.
En cualquier caso, la decisión de intervenir en España fue anunciada a principios de septiembre, según Krivitsky, en una conferencia de altos funcionarios celebrada en la Lubyanka y a la que asistió Orlov, que iba a ser uno de los representantes no oficiales pero todopoderosos de la policía de Stalin en España. Como esta decisión era contraria a los principios afirmados por la URSS y las demás potencias del Comité de No Intervención, había que mantenerla lo más discreta posible; se crearon empresas privadas, desde principios de ese mes, que se encargarían de la compra y el transporte de armas desde Rusia, vía Odesa, hasta España.
Ayuda material
Las salidas se sucederán, desde octubre de 1936 hasta febrero-marzo de 1937, a razón de treinta a cuarenta barcos, de tonelaje variable, por mes. Los envíos de ropa y suministros, ya importantes antes de octubre, aumentaron con la considerable extensión de la actividad del «Comité Interior de Ayuda al Pueblo Español». La URSS envió gasolina y camiones, lo que no estaba prohibido por el pacto de no intervención, pero sobre todo armas y aviones. Más del 50% de los aviones utilizados por los republicanos entre agosto del 36 y abril del 37 procedían de la URSS. Según un documento del Departamento de Estado estadounidense, el 25 de marzo del 37, de los 460 aviones republicanos, había 200 cazas rusos, 150 bombarderos y 70 aviones de reconocimiento. Se trataba principalmente de bombarderos Katiousha y cazas 1.15 y 1.16, superiores a los primeros aviones alemanes, pero muy inferiores a los Messerschmidt. Casi todos los tanques eran también de origen ruso: los de 12 y 18 toneladas eran rápidos y estaban bien armados [4]. Sin embargo, no eran lo suficientemente numerosos y a menudo se utilizaban mal, aunque constituían equipos de un valor al menos igual al de los adversarios, que procedían de Alemania e Italia. Los cañones, cuyo suministro será modesto, son principalmente cañones de campaña de 76 y cañones pesados de los que carece el ejército republicano.
Además, no todo el equipo que vino de Rusia fue traído por barcos rusos, y no era necesariamente equipo ruso. Tampoco era siempre de la mejor calidad: el presidente Aguirre hablaba de fusiles «que databan de la guerra de Crimea» y Krivitsky, refiriéndose a las compras realizadas en Polonia, Checoslovaquia e incluso Alemania, de «equipos viejos, pero útiles». Esto no tiene nada de extraordinario: los equipos franceses que cruzaron la frontera durante las primeras semanas también eran viejos y a veces estaban en mal estado. España no sólo fue un campo de pruebas para las nuevas armas, sino que también proporcionó un medio para deshacerse del viejo equipo que atascaba los parques militares a buen precio. No hay que olvidar que este tráfico tenía un aspecto comercial.
La URSS no dio sus armas a la República como tampoco lo hizo Alemania a Franco: desde las primeras negociaciones se previó que el oro del Banco de España financiaría los suministros.
El envío de la mayor parte del oro español a Rusia dio lugar posteriormente a violentas controversias entre los dirigentes republicanos. Hoy se reducen a una sola pregunta: ¿la responsabilidad de la operación recayó únicamente en Negrín, entonces ministro de Economía, o la compartió con otros, Largo Caballero, presidente del Consejo, Prieto, ministro de Defensa Nacional? En el momento del avance de Franco sobre Madrid, un Consejo de Ministros decidió poner a salvo el oro del Banco de España. Se realizó un primer traslado, de Madrid a Cartagena. El 25 de octubre de 1936, el oro -unos 510.079.529 gramos- fue enviado a Odesa bajo la supervisión de cuatro funcionarios españoles. Prieto culpó a Negrín del envío. Álvarez del Vayo respondió que la decisión había sido tomada por Largo Caballero y Negrín y que se había mantenido informado a Prieto. Es cierto, en cualquier caso, que el primer traslado a Cartagena se hizo con la aprobación de los ministros, y es poco probable que una decisión tan importante como la salida del oro de España pudiera haberse tomado sin el acuerdo del Presidente del Consejo [5].
El envío del oro a Rusia llega en un momento en el que la ayuda rusa es más importante. Es muy posible que una gran parte se haya utilizado para pagar la compra de armas en el extranjero. Además, el tráfico provocado por la guerra española no fue despreciable para un comercio exterior mediocre como el de la Rusia soviética: España se convirtió en su segundo cliente, y el volumen de negocio de este comercio se multiplicó por veinte en comparación con el periodo de preguerra.
Obviamente, este tráfico era muy difícil de ocultar: la longitud de la travesía, que atravesaba todo el Mediterráneo, facilitaba la detección de los convoyes, y los subcapitanes italianos controlaban fácilmente su paso en el Mediterráneo central. La ayuda de Rusia sirvió de pretexto a Alemania e Italia para contraatacar al Comité de No Intervención e intentar enfrentar a la URSS con los países occidentales. También permitió a Gran Bretaña mantener una ficción de neutralidad, alegando que mantenía un equilibrio entre los dos beligerantes. Stalin temía quedarse solo en las conversaciones diplomáticas, como les ocurría demasiado a menudo a sus representantes en el Comité. Por otro lado, tras el fracaso de Franco frente a Madrid, la esperanza de una rápida victoria de los nacionalistas desapareció. La prolongación de la guerra fue tal vez favorable a la política rusa: vio el conflicto español como un escollo que desviaba parte de las fuerzas alemanas e italianas.
Esto explica tanto el mantenimiento como la reducción de la ayuda rusa. Además, la aplicación de medidas de control marítimo por parte de los poderes del Comité de Londres obstaculizó la llegada de equipos y provocó una importante disminución de los envíos a partir de la primavera de 1937. La URSS, que no disponía de recursos importantes en el mar y no le importaba comprometerlos imprudentemente, se negó a participar en el control, pero vio las costas mediterráneas de la España republicana vigiladas por buques de guerra alemanes e italianos. Por último, desde diciembre de 1936, Italia había recurrido a una auténtica piratería marítima contra los barcos rusos o que pudieran transportar material de guerra desde Rusia, con el fin de transformar las medidas de limitación del comercio de armas con España en un verdadero bloqueo. El primer torpedeo en estas condiciones parece haber sido el del Komsomol, aunque es difícil saber si fueron los nacionalistas españoles equipados con submarinos italianos o la propia armada italiana.
Ayuda rusa: los hombres
Si hay que destacar la reducción de la ayuda rusa a partir de 1937, también hay que recordar que, por pequeña que sea, fue esta ayuda la que permitió al gobierno valenciano continuar la resistencia. En varias ocasiones, incluso en el transcurso de 1938, después de la batalla de Aragón en particular, el material ruso constituyó la única ayuda externa significativa. Este hecho puede bastar para explicar la enorme influencia de los asesores rusos en el desarrollo político y militar de la España leal. Es también lo que permitió a sus adversarios acusar a Negrín de ser un «agente» de Rusia: el presidente, en realidad, había tomado una decisión política y se justificaba por negarse a caer con el único Estado que apoyaba seriamente a España en ese momento.
También hay que tener en cuenta la acción de la propaganda franquista, que «infló» sistemáticamente la ayuda soviética. Incluso si se pasan por alto algunas de las enormidades, no es raro oír hablar en el bando nacionalista de miles de hombres enviados a España. Por el contrario, lo que destaca es la debilidad numérica de las tropas rusas en España. Ya en 1939, Brasillach y Bardèche estimaron que nunca hubo más de quinientos. Otros, como Krivitsky y Cattell, admiten cifras ligeramente superiores; los rusos, en cualquier caso, nunca fueron más de un millar, esencialmente especialistas, tanquistas y aviadores, que, como los alemanes en el bando nacional, mantuvieron su propio mando e instalaciones, y se mantuvieron alejados de la población civil.
Por supuesto, estaba el papel de los «técnicos rusos»; en primer lugar, los diplomáticos, que aparentemente estaban sinceramente unidos a la causa española, pero que fueron casi todos retirados en el curso de 1937 y luego desaparecidos, ejecutados o encarcelados. Desapareció Marcel Rosenberg, primer embajador de la URSS en Madrid; desapareció Antonov-Ovseenko, cónsul en Barcelona; desapareció Stachevski [6], agregado comercial que negociaba las entregas de armas, y Michel Koltsov [7], como si no sobreviviera nadie que pudiera dar testimonio de esta intervención política, a menos que su desaparición pareciera un prefacio necesario para el abandono de España. Junto a los diplomáticos, o inmediatamente después de ellos, vinieron los asesores militares, numerosos e influyentes, pero poco conocidos y cuya verdadera identidad rara vez se establece: los generales Goriev, organizador de la defensa de Madrid y que sólo suscitaba expresiones de simpatía de quienes se acercaban a él, Grigorevich, Douglas, el jefe de los aviadores, Pavlov, el jefe de los petroleros, y Kolia, el jefe de los marineros. Entre ellos, bajo nombres falsos, se encontraban algunos de los grandes líderes militares de la guerra de 1939-45. Un primer grupo llegó el 28 de agosto, con Rosenberg, otro en septiembre y un tercero en octubre. Los generales suelen cambiar», dijo Koltsov a Regler, «vienen a aprender su oficio, y como las derrotas enseñan más rápido que las victorias, no se quedan mucho tiempo. En cualquier caso, parece que, aparte del cuartel general en el que trabajaba la misión central rusa, todos los grandes líderes republicanos tenían al menos un asesor técnico ruso en su equipo [8]. Ambos estaban constantemente vigilados por representantes de la N.K.V.D., la todopoderosa policía política, situada en España bajo la autoridad de Orlov [9]. También hay que vincular a ella a un buen número de militantes comunistas extranjeros, llegados de la URSS con el aparato de la Comintern, los Geroes y algunos otros, cuya acción era más policial que política o militar [10].
Los primeros voluntarios internacionales
A los militares rusos hay que añadir los comunistas extranjeros formados en la Unión Soviética, cuyo papel era esencial en la organización y supervisión de las brigadas internacionales, ya que prácticamente no había rusos en las brigadas, excepto, paradójicamente, rusos blancos [11].
De hecho, la intervención de tropas extranjeras en favor de la República Española, la ayuda solicitada y traída del exterior, fue al final sólo el resultado de múltiples aportaciones individuales. A diferencia de lo que ocurrió en el bando nacionalista, donde los dirigentes alemanes e italianos prepararon y organizaron el envío de contingentes armados, ningún gobierno -excepto el de la U.R.S.S., como hemos visto- tomó parte esencial en la lucha en el bando republicano. Sin embargo, fue sobre todo por iniciativa de la Comintern que se organizó esta ayuda.
Sin duda, durante los primeros meses de la guerra, en la época de las milicias revolucionarias, un pequeño número de extranjeros había acudido espontáneamente a luchar en las filas republicanas: extranjeros ya instalados en España, como el socialista italiano De Rosa, o que habían venido por algún motivo durante la sublevación, como los participantes en los juegos espartaquistas de Barcelona, que inmediatamente dieron su apoyo a los trabajadores catalanes. Así se formaron los primeros grupos de voluntarios extranjeros, a los que se sumaron militantes antifascistas italianos, alemanes, franceses y belgas de Francia. Así, la pequeña tropa formada en el frente norte y que participó en la defensa de Irún, los alemanes de la centuria Thälmann, los italianos de la columna Rosselli, los franceses de la centuria Comuna de París, los italianos de la centuria Gastone Sozzi que defendieron Madrid en la Sierra o los extranjeros que se incorporaron a la columna Durruti [12].
Pero el primer ejemplo de organización seria fue la fuerza aérea internacional creada por André Malraux. La escuadra España iba a ser de enorme utilidad, al menos en los primeros meses de la guerra, cuando los aviones de bombardeo del gobierno eran totalmente inexistentes. A pesar del escaso número de aviones de que disponían -una veintena-, los internacionales fueron los únicos que actuaron con cierta eficacia, especialmente en el bombardeo de la columna nacionalista de Medellín, como señalaría su jefe, la única operación de gran estilo realizada por los republicanos en la primera parte de la guerra. Asimismo, sus aviones de combate -unos cuarenta- relevaron eficazmente a las fuerzas aéreas republicanas, que sólo disponían de viejos Breguet. Sin embargo, estas escuadras improvisadas no podían luchar contra los aviones alemanes o italianos, más modernos y sobre todo más rápidos. Fue en Málaga donde la escuadra España llevó a cabo su última misión, tratando de proteger la retirada del fuego de ametralladora de los cazas enemigos [13].
Las Brigadas Internacionales
En noviembre del 36, apareció el primer avión ruso capaz de competir con los del enemigo. Fue también en noviembre cuando las Brigadas Internacionales se comprometieron en el frente español. Independientemente de sus inclinaciones políticas, los periodistas y escritores no dejaron de subrayar la influencia de la entrada en línea de los batallones internacionales en el endurecimiento de la resistencia republicana. Constituyeron un cuerpo de élite que participó en todas las batallas importantes hasta finales de 1938. El 7 de noviembre estaban en Madrid, el 13 participaron en los combates del Cerro de los Ángeles: en diciembre aparecieron en Teruel y Lopera, en el frente de Córdoba. En febrero-marzo del 37, lucharon en el Jarama, Málaga y Guadalajara. Más tarde, se encontraron en todas las grandes ofensivas, tanto en Brunete como en Belchite, Teruel, y finalmente en la batalla del Ebro, donde participaron en la última ofensiva republicana.
El papel decisivo que desempeñaron en todos los teatros de operaciones hizo pensar que eran una fuerza muy grande. Incluso hoy, en España, se habla de cientos de miles de voluntarios extranjeros en las brigadas. Aunque no siempre es posible fijar cifras y precisar las condiciones del combate, un estudio más serio revelará cifras infinitamente más modestas,
¿Quiénes son estos luchadores? ¿De dónde vienen? ¿Cómo fueron preparados y lanzados a la batalla? Al principio, parecía que sólo había compromisos individuales en las milicias republicanas. Luego, los extranjeros se agruparon gradualmente en unidades organizadas por separado. Estos combatientes eran antifascistas, especialmente alemanes e italianos, expulsados de sus países por los regímenes de Hitler y Mussolini, y que eligieron esta oportunidad para reanudar su lucha contra estas dictaduras, pero también franceses, muchos de ellos por la proximidad del país, la facilidad con la que podían cruzar la frontera y el acercamiento natural entre los dos países, donde acababa de triunfar el Front populaire. De hecho, estos compromisos individuales no podían influir seriamente en el equilibrio de las fuerzas militares y, la mayoría de las veces, sólo añadían otro elemento heterogéneo a un ejército ya muy dispar.
A partir de finales de septiembre, se empezó a organizar la ayuda a España, en particular para el reclutamiento y el transporte de voluntarios. El núcleo del grupo se reclutó entre los dirigentes del partido comunista francés y los refugiados políticos italianos. Según Longo, el comité encargado de la contratación estaba dirigido por Giulio Ceretti, conocido como Allard. También fue un comunista, el futuro mariscal Tito, Josip Broz, quien organizó la entrega de voluntarios de Europa Central[14]. Luigi Longo – «Gallo» – compartió la responsabilidad del paso de los voluntarios con el aparato de la P.C.F. Muchos de ellos ya habían seguido los canales organizados cuando, el 22 de octubre, nacieron oficialmente las brigadas. A principios de mes, una delegación formada por tres comunistas, el italiano Longo, el polaco Wisniewski y el francés Rebière, fue recibida por Azaña y luego por Largo Caballero [15]. Los tres hombres fueron finalmente enviados a Martínez Barrio, que se encargaba de organizar las primeras brigadas del ejército regular. El acuerdo se alcanzó fácilmente, y así en noviembre de 1936 aparecieron las primeras brigadas internacionales.
Reclutamiento de brigadas
Por supuesto, el reclutamiento siguió siendo individual. Los reclutas voluntarios, procedentes de todos los países, se reunieron en Francia, desde donde llegaron en pequeños grupos a través de la frontera de los Pirineos. De hecho, a pesar de la diversidad de organizaciones encargadas del alistamiento -los voluntarios eran recibidos en oficinas instaladas en las sedes de los sindicatos o de los partidos de izquierda-, era el Partido Comunista el que controlaba toda la operación. Fue el partido que se encargó de transportar a los voluntarios a España. No había obstáculos para cruzar la frontera, aunque oficialmente estuviera prohibido [16]. Perpiñán contaba con un verdadero cuartel de voluntarios internacionales, que se movían libremente por la ciudad. Sólo en febrero de 1937, más de treinta y cinco camiones cruzaron la frontera sin encontrar ninguna dificultad. El Partido Comunista Francés también había duplicado los convoyes fronterizos con barcos que, bajo la cobertura de una compañía naviera, «France-Navigation», aseguraban el transporte de voluntarios. Longo, hablando de los primeros voluntarios, dijo que 500 vinieron vía Figueras y 500 de Marsella a Alicante en la Ciudad de Barcelona. Las delegaciones de las brigadas se instalaron en las principales ciudades españolas y dieron la bienvenida a los recién llegados. Pero si la cuestión del tránsito estaba así resuelta, la organización de esta fuerza original, un ejército internacional de voluntarios, planteaba problemas particulares.
Como hemos visto, es muy difícil determinar el tamaño exacto de las brigadas; la mayoría de los documentos han desaparecido e incluso los antiguos líderes no se ponen de acuerdo en las cifras. Tal vez la tendencia más común sea la de exagerarlas: los países fascistas trataron sistemáticamente de aumentar el número de «voluntarios rojos», y los propios partidos y agrupaciones nacionales antifascistas tendieron a presentar su intervención como más importante de lo que realmente era. Según Victor Alba, en junio de 1937 había 25.000 franceses, 5.000 polacos, 5.000 angloamericanos, 3.000 belgas y 2.000 «balcánicos». 5.000 germano-italianos, haciendo un total de al menos 45.000 hombres. Si tenemos en cuenta las continuas idas y venidas, el hecho de que los voluntarios, incluso en un número muy reducido, no dejaron de llegar hasta principios de 1938, difícilmente se puede proponer una cifra global inferior a 50.000 hombres; de hecho, esta cifra es probablemente superior a las cifras reales. Si estimamos la fuerza de una brigada en 3.500 hombres, que es un máximo, porque las brigadas rara vez tenían una dotación completa, llegamos a una cifra total de 30.000. Y sin duda ni siquiera se alcanzó. Según Malraux, el número total de voluntarios no superó los 25.000 hombres. Esta es también la opinión muy autorizada de Vidal-Gayman, según la cual nunca hubo más de 15.000 hombres en acción en un momento dado, incluidos unos 10.000 combatientes, y esto en el momento en que las brigadas estaban en su mayor volumen, en la primavera y el verano del 37. Este número disminuyó después: las pérdidas fueron cuantiosas -podemos estimarlas en 2.000 muertos- y muchos voluntarios, heridos, cansados o desanimados, se marcharon sin haber sido reemplazados por otros tantos recién llegados.
De los 25.000 voluntarios, los franceses fueron sin duda los más numerosos, aunque su capacidad de combate era a menudo inferior a la de los contingentes alemanes o italianos, reclutados entre los emigrantes que ya habían pagado el precio del exilio por luchar por su causa en su país de origen. Tras una crisis económica que había sacudido a Europa y cuyas secuelas permanecían a pesar de una recuperación económica estimulada por las manufacturas de la guerra, en Francia seguía habiendo un lumpen proletariado que se alistaba en España por razones no siempre desinteresadas. Esto explica ciertas declaraciones hechas en Francia a la prensa pro-nacionalista por hombres que partieron sin estar muy seguros de sí mismos y que muy pronto se disgustaron por la dureza de los combates.
También es el número de voluntarios franceses el que más ha variado, al igual que las valoraciones de su comportamiento. Las brigadas 14 y 14 bis eran esencialmente francesas, pero había otros elementos franceses en la 11°, el batallón de la Comuna de París, en la 12°, el batallón franco-belga, y en la 13°, el batallón Henri Vuillemin. Aun así, esta clasificación es difícil, ya que estos batallones se reorganizaban constantemente y se integraban en nuevas unidades, según las necesidades del momento o las pérdidas sufridas. Los trabajos realizados por la Asociación de Voluntarios de la España Republicana para tratar de averiguar el número exacto de las brigadas muestran que aproximadamente un tercio de los hombres eran voluntarios franceses, es decir, ciertamente menos de 10.000 hombres, que a menudo se confundían con los voluntarios belgas. A este grupo franco-belga se añaden también los polacos, reclutados en su mayoría en las regiones mineras de Francia y Bélgica [17]. Gracias a su contribución, el número total de polacos que lucharon en España superó probablemente los 4.000 hombres.
Otro importante contingente de voluntarios fue el de los emigrantes alemanes e italianos. Desempeñaron un papel especialmente importante en la gestión de las brigadas. Entre ellos había cuadros políticos, la gran mayoría comunistas. Los italianos y los alemanes enviaron a casi todos sus dirigentes: el socialista Pietro Nenni, los comunistas Luigi Longo («Gallo») y Di Vittorio (Nicoletti), el republicano Pacciardi para los italianos, el socialista austriaco Julius Deutsch, los comunistas alemanes Hans Beimler y Dahlem. De los demás países, con la excepción de André Marty, había pocos dirigentes «nacionales», pero muchos «mandos intermedios» y, en particular para los franceses, dirigentes de las Jeunesses Communistes.
También había voluntarios de los países anglosajones, los británicos, los estadounidenses y los canadienses del Batallón Lincoln, algunos cientos de hombres de cada nacionalidad; los de Europa Central, especialmente los yugoslavos, pero también los húngaros, los checos, los búlgaros e incluso los albaneses, que llegaron por todos los medios, y a veces a pie. Otros vinieron de más lejos, de Asia o África. En total, 53 países estuvieron representados en las brigadas [18].
Los oficiales superiores, al igual que las tropas, eran de todas las nacionalidades, franceses e italianos sin duda, pero también alemanes, húngaros y polacos. Los oficiales que ocupaban los puestos más importantes eran, más a menudo de lo que cabría esperar, de Europa Central. Los comunistas eran la gran mayoría, lo que hacía que un Nenni o un Pacciardi destacaran aún más [19]. Muchos de ellos habían luchado en la Primera Guerra Mundial, algunos habían sido oficiales de carrera, otros habían recibido formación militar en Moscú. A veces recibían ambas formaciones. Así, Hans Kahle (teniente coronel Hans), Wilhelm Zaisser (general Gómez), el húngaro Maté Zalka (general Lukacsz) y el polaco Karol Swierczewski (general Walter), todos los cuales lucharon en la Primera Guerra Mundial, se convirtieron en militantes comunistas y a veces asistieron a academias militares de la URSS. También lo hicieron veteranos con menos responsabilidad política, el francés Dumont [20], el escritor alemán Ludwig Renn, Regler, el húngaro Gal, antiguo compañero de Bela Kun. Y el más misterioso y célebre de todos los jefes de los internacionales, el general Kléber, al que muchos contemporáneos han presentado como el héroe de la defensa de Madrid [21].
La base de Albacete
El primer problema al que se enfrentaron los organizadores de las brigadas fue dar cierta unidad a estas fuerzas heterogéneas para integrarlas en el ejército español. Cuando los voluntarios llegaron a España, tuvieron que encontrar centros de reunión y formación que les permitieran distribuirse en función de sus orígenes y capacidades. La creación del centro de Albacete fue principalmente una respuesta a este papel.
La ciudad no había sido elegida al azar: el 5º Regimiento ya tenía una base allí. Longo, con la ayuda de Vidali (Comandante Carlos), preparó los locales que iban a recibir a los primeros internacionales. Allí se improvisó un personal que, con la colaboración de los españoles, tendría que conseguir sobre todo el material necesario para los cuarteles y la comida para los hombres que llegaban cada vez en mayor número. No todo fue perfecto durante los primeros días y «incluso faltó agua para lavar». Sin embargo, poco a poco se fueron resolviendo los problemas más urgentes.
El Estado Mayor de Albacete, compuesto mayoritariamente por franceses, actuaba en constante contacto con las autoridades militares españolas: los internacionales eran enviados a donde el peligro era más acuciante, a petición y orden del mando español. Por supuesto, en Albacete encontramos la dualidad de poder, conocida en el ejército popular, entre el mando militar y el comisariado. Los asuntos militares eran responsabilidad de los oficiales franceses, en particular de Vital Gayman, el «comandante Vidal», mientras que la dirección política corría a cargo de Di Vittorio, Longo y especialmente de André Marty. Este último debía esta posición decisiva de «líder de los hombres» a su carrera de militante y a su reputación de viejo revolucionario. Pero el hombre que durante mucho tiempo había sido el «amotinado del Mar Negro», sin duda prisionero de su propia leyenda, se convirtió, para muchos de sus detractores, en «el carnicero de Albacete» [22]. Incluso si uno se niega a creer en sus crímenes, hay que admitir que este «viejo gruñón de temperamento belicoso» no era el líder ideal para una tropa tan compuesta. Sin embargo, Gayman afirma que nunca se salió de sus competencias políticas, no interfiriendo ni en el nombramiento de oficiales ni en la dirección de las operaciones.
La base pronto dejó de ser un centro de recepción de «luchadores por la libertad». Por un lado, se convirtió en un centro de movilización para las unidades en el frente o en proceso de formación y, por otro, en un centro de formación y gestión general de servicios. En los alrededores se instalaron campos de entrenamiento, una escuela militar para oficiales y comisarios políticos. Los servicios eran numerosos y diversos, ya que había un taller de reparación de equipos y, más tarde, una fábrica de granadas. Durante un tiempo, hubo incluso un corral lleno de animales abandonados tras el inicio de la guerra civil y traídos de Extremadura, donde habían estado vagando durante meses. Sin embargo, los servicios postales y de transporte eran más esenciales. La censura postal de la correspondencia escrita en unas cuarenta lenguas plantea problemas complicados. Los medios de transporte, casi inexistentes al principio, «tres motos y algunos coches viejos», fueron mejorando: la flota de coches fue bien mantenida por voluntarios, antiguos trabajadores de Renault y Citroën.
El servicio más importante era el de Sanidad. Había, por supuesto, hospitales españoles, pero se concentraban en Madrid, lo que causaba verdaderas dificultades debido a los bombardeos de la capital. El aislamiento de los heridos internacionales en medio de españoles a los que a menudo no entendían tuvo consecuencias desafortunadas en su moral. Al principio se les asignaron salas especiales en los hospitales de Madrid. Entonces se intentó reunirlos. A partir de octubre, seis médicos, dirigidos por el doctor Rouquès, y luego por el doctor Neumann, organizaron el servicio médico de los hospitales de campaña, las ambulancias y los grupos móviles de evacuación. El doctor Struzelska organiza el hospital internacional de Murcia y cuatro centros anexos en la región. Se crean centros de descanso y convalecencia. Las ambulancias y el equipo médico vinieron de París. Para financiar estos logros, los voluntarios renunciaron a dos tercios de su sueldo durante un tiempo [23].
Organización de las brigadas
Aquí sólo hemos insistido en los problemas propios de las brigadas, siendo su organización y las dificultades de armamento las mismas que las de las demás tropas republicanas. Señalemos simplemente que había, junto a las brigadas de infantería, grupos de artillería internacionales, las baterías Gramsci, Anna Pauker y Skoda, las más antiguas.
En lo que respecta al mando, nunca hubo una distinción clara entre el comisario político y el comandante de la unidad, como tampoco la hubo en el conjunto del ejército republicano. El papel del comisario era inicialmente el de un supervisor: llevaba un uniforme especial. La importancia de su papel variaba según su personalidad. Sorprendentemente, aunque el comisario debía dedicarse inicialmente sobre todo a los problemas humanos, especialmente complejos en las brigadas, acabó convirtiéndose en el segundo de a bordo del comandante, relevándole en las cuestiones materiales, la evacuación de los heridos, los servicios sanitarios y postales y los problemas de abastecimiento. Hacia el final de la guerra, el comisariado político y el mando acabaron fusionándose en casi todas partes, restableciéndose así la unidad de mando de los ejércitos clásicos, más claramente que en el resto del ejército republicano.
Los experimentados oficiales que supervisaban las brigadas también contribuyeron en gran medida a la formación de los soldados españoles, muchos de los cuales acabarían sirviendo en unidades internacionales. Las brigadas se fueron transformando poco a poco, en primer lugar porque se organizaron en función de las necesidades del momento y del creciente número de voluntarios, y en segundo lugar porque el número de voluntarios fue disminuyendo. Desde el principio, para facilitar el entrenamiento y el mando, el personal de la brigada trató de agrupar a los combatientes según su país de origen. Así, los batallones Thälmann y Edgar-André estaban formados por alemanes y algunos austriacos. El batallón Garibaldi, uno de los primeros grupos de combate, que desempeñó un papel decisivo en Guadalajara, estaba compuesto exclusivamente por italianos. Sin embargo, no siempre fue posible agrupar a los combatientes de esta manera, ya que el número de nacionales de determinadas nacionalidades no permitía la composición de unidades homogéneas. Por otro lado, los voluntarios debían incorporarse a medida que llegaban y sólo podían incorporarse a las unidades de formación. Así, el batallón Gastone-Sozzi incluía italianos y polacos. El 9º batallón de la 14ª brigada es conocido como el «batallón de las nueve nacionalidades». El italiano Pencheniati nos habló del batallón Dimitrov, cuyo comandante era el búlgaro Grebenaroff y cuyo comisario político era el alemán Furman [24]. Las dificultades son aún mayores para las grandes unidades, ya que a veces las propias brigadas se forman apresuradamente para ir al frente en el menor tiempo posible. Así, el 12º incluía un batallón alemán, Thülmann, un italiano, Garibaldi, y el batallón franco-belga en su formación. Posteriormente, se intentó un reagrupamiento, con Thälmann y Edgar-André en el 11° y el 14° formado casi exclusivamente por batallones franceses. Las fuertes pérdidas sufridas en las primeras batallas precipitaron el movimiento, obligando al personal de Albacete a reorganizarse completamente. En noviembre del 36, la Comuna de París había perdido la fuerza de dos secciones. En Teruel, del 28 al 31 de diciembre del 37, la 12ª brigada perdió la mitad de sus efectivos. Las unidades desaparecieron: el batallón Louise-Michel se fusionó con el Henri-Vuillemin tras los primeros enfrentamientos. Teniendo en cuenta estas reorganizaciones, y apoyándose en el cuadro de unidades internacionales elaborado por la A.V.E.R. [25], es posible identificar la presencia permanente de cinco brigadas en el 36-37: la 11ª, al mando de Kléber y el comisario Beimler, la 12ª, al mando de Lukacsz y el comisario Longo-Gallo, la 13ª, al mando de Zaisser-Gomez, la 14ª, al mando de Walter, y la 15ª, al mando de Gal. Algunos de los elementos internacionales se integrarían directamente en el ejército español, mientras que los reclutas españoles se incorporarían a las brigadas: según Longo, esta amalgama era necesaria desde marzo de 1937.
Esto demuestra el doble papel de las brigadas en el ejército republicano. Por su valor y su entusiasmo, constituían una tropa de élite dispuesta a participar en los combates más difíciles. Gracias a su capacidad de resistencia y a su espíritu de lucha, han servido de ejemplo y, en algunos aspectos, de escuela. Sin embargo, su escaso número significaba que sólo podían participar en frentes limitados. Sus esfuerzos fueron en vano, especialmente tras el colapso del Norte. Además, el gran impulso internacional de 1936-37 para la defensa de la República Española no se renovaría: a partir de 1937, los partidos comunistas renunciaron a la movilización en nombre del «antifascismo». El hecho es que las brigadas existieron y que su papel fue decisivo en varias batallas decisivas. Es por esta razón, entre otras, que un hombre como Gustav Regler, tras su ruptura con el partido comunista y el derrumbe de las ilusiones sobre las que había construido su vida de prostitución, puede, aún hoy, exaltar sin reservas el recuerdo de la entusiasta fraternidad de las Internacionales.
Notas
[1] Así, para Jesús Hernández, Stalin habría podido decidir exactamente cuándo caería el gobierno de Largo Caballero e incluso, posteriormente, cuándo se produciría la derrota final.
[2] A este respecto, es significativo el discurso de Marcel Rosenberg en la reunión de Monumental del 30 de octubre del 36: «No invito a nadie a participar en una cruzada contra tal o cual régimen, porque sería contrario a nuestra propia concepción de la democracia tratar de imponer nuestra forma de pensar a los demás por la fuerza. Sólo se trata de que las democracias que luchan por la paz se reúnan y se unan». Véase también el discurso de José Díaz en las Cortes el 1 de diciembre de 1936 (Tres años de Lucha, pp. 227 y ss.) y su llamamiento a los «gobiernos democráticos» de Francia e Inglaterra amenazados por Alemania e Italia, que se preparaban para la guerra mundial. Es en este mismo terreno donde se sitúa la propaganda del PC occidental: l’Humanité, desde finales de agosto de 1936, retoma el lema: «Con España, por la seguridad de Francia».
[3] La existencia de la revolución española, la ayuda que le presta la URSS, serán, en efecto, para muchos militantes, razones imperiosas para aceptar en silencio las sangrientas purgas de Moscú. André Gide contó las presiones ejercidas sobre él, en nombre de los milicianos españoles, para impedir la publicación de su Regreso de la URSS. «Compañeros de viaje» como André Malraux y Louis Fischer justificaron entonces su silencio sobre los Juicios de Moscú por la necesidad de no romper el frente de los defensores de España.
[4] Hemos seguido muy de cerca la valoración de Cattell (op. cit.).
[5] La tesis del Gobierno ruso es que el oro se utilizó íntegramente para el abastecimiento y el armamento de España. Tras la muerte de Negrín, y al parecer siguiendo sus instrucciones, su familia entregó el recibo de este oro al gobierno de Franco…
[6] Es interesante señalar que tanto Marcel Rosenberg como Antonov-Ovseenko eran antiguos trotskistas. Antonov-Ovseenko, antiguo colaborador de Trotsky, ex comisario general del Ejército Rojo, había sido uno de los líderes de la Oposición de 1923. La elección de estas personalidades dio lugar a muchas discusiones. ¿Estaba Stalin tendiéndoles una trampa? ¿Intentaba comprometerlos mientras los vigilaba de cerca (se dijo en Barcelona que Antonov temblaba ante Geroe)? ¿Quería poner a prueba una lealtad cuya sinceridad ponía en duda? Fusilado por orden de Stalin, Antonov-Ovseenko fue uno de los primeros comunistas rehabilitados por Jruschov.
En cuanto a Stachevski, Krivitsky lo convierte en el verdadero responsable de la política rusa en España y afirma que fue él quien propuso el nombre de Negrín como sucesor de Largo Caballero. Álvarez del Vayo confirma las excelentes relaciones de Stachevski con Negrín, lo que se explica fácilmente por el hecho de que Negrín era ministro de Hacienda y Stachevski era agregado comercial.
[7] Ya hemos indicado en el capítulo X de la primera parte el considerable papel político y probablemente militar desempeñado en España por Miguel Koltsov, cuya brillante inteligencia no ha sido discutida por ningún adversario. Su psicología un tanto complicada de «estalinista lúcido» se adivina en la autobiografía de Regler, que sigue fielmente unido a él. Como Rosenberg y Antonov-Ovseenko, Koltsov desapareció, liquidado sin juicio en las grandes purgas de 1938. Sin embargo, la desaparición de su nombre de todas las obras oficiales fue la única prueba de su condena por parte de Stalin. También él fue rehabilitado por Jruschov, y su Diario de España fue reeditado: la versión oficial de su muerte es ahora la de «agotamiento por exceso de trabajo». La muerte de Koltsov y de todo el equipo que le acompañaba supuso, no cabe duda, la liquidación de la «línea antifascista» tan notablemente expuesta en su libro.
[8] La identidad de los oficiales rusos y las fechas exactas de su estancia se mantuvieron en secreto durante mucho tiempo. Krivitsky escribe que el verdadero jefe de la misión rusa era el general Berzine, cuya identidad sólo conocían media docena de españoles, pero no indica su «nombre de guerra». Para 1937, Álvarez del Vayo nombra al general Grigorevitch, Louis Fischer, Barea y muchos antiguos comunistas españoles insisten en el papel desempeñado por el general Goriev. Colodny había sugerido que Grigorevitch y Goriev podrían ser los dos seudónimos del mismo oficial, cuyo nombre real era Berzine.
Parte del misterio se despejó con la publicación de la obra colectiva de antiguos voluntarios rusos, Pod znamenem Ispansko respubliki. El general Vladimir Goriev era simplemente un agregado militar, y es precisamente de él de quien nos hablaron Hernández, Castro, Fischer y Arturo Barea. Este último lo describió como «un hombre apuesto, alto y fuerte, con pómulos altos, ojos azules como el hielo, una fachada de calma y, detrás de ella, una tensión constante». Ehrenbourg confirma lo dicho por Louis Fischer: Goriev, llamado a Moscú en 1937, fue fusilado.
El general Ian Berzine fue efectivamente el primer «jefe de los asesores militares». Era el antiguo jefe de los servicios de inteligencia del ejército. Su sucesor fue el general Stern -no confundir con el general Kleber, cuyo verdadero nombre era Manfred Stern- conocido como Grigorevitch.
Entre los demás oficiales rusos, Fischer, que los frecuentaba, cita al coronel Simonov, conocido como «Valois», consejero de las Brigadas; a Nicolas Koutznetzov, conocido como «Kolia», jefe de la misión naval, más tarde almirante y comisario naval, y a «Fritz», consejero de Lister. También afirma que el futuro mariscal Zhukov luchó en Madrid durante el invierno del 36-37. Todos coinciden en hablar, con mucha menos simpatía, del general Kulik, conocido como «Kupper», y asesor de Pozas. El Campesino cita a Malinovski, ‘Coronel Malino’, Rokossowski y Koniev. El general von Thomma le dijo a Liddell Hart que ya había combatido a Koniev en España: ¿era éste el petrolero de cabeza rapada que fue lugarteniente de Goriev y que responde a los diversos nombres de Pavlov, Pablo y Konev? Questions d’Histoire confirmó la presencia de Malinovski, añadiendo a Meretzkov y Rodimtsev, y luego al «Capitán Pablilto». Especifica que el «camarada Douglas», líder de los aviadores, era en realidad el general Smuchkievitch. La presidenta Aguirre tenía buenos recuerdos del general Jansen, que comandaba a los aviadores rusos en el norte. En cuanto a los demás oficiales generales, la información coincide: el «coronel Volter», futuro mariscal Voronov, el general Mereltzkov, conocido como «Petrovitch», el coronel Batov – futuro general, conocido como «Fritz Pablo» son los más conocidos.
[9] Sin embargo, a Regler le llamó la atención el ambiente de la misión rusa: «Nada de la sospecha moscovita, los bombardeos fascistas nos hicieron olvidar los disparos de revólver en la nuca y las detenciones del Guepeu… La revolución engendró confianza… La España heroica dio a estos hombres alma de partisanos» (op. cit. pp. 326-327). Se queda atónito al descubrir que se está vertiendo champán sobre la salida de un ingeniero que todo el mundo sabe – le dirá Koltsov – que se está llamando a filas para ser fusilado. El propio Koltsov suele decir: «Si un día me fusilan…». (ibid.). La red N.K.V.D. en España fue, según Krivitsky, creada por Slutski. Según Ettore Vanni, el primer responsable fue Velaiev. Fischer conocía a Velaiev y Orlov, ambos agregados a la embajada.
[10] La intervención del N.K.V.D. en España iba a provocar una crisis muy grave dentro del propio cuerpo, de la que la ruptura de Krivitsky fue sólo una de las manifestaciones. Antes de él, uno de los agentes más importantes de Europa Occidental, Ignatius Reiss, un comunista polaco conocido en el «servicio» como Ludwig, había roto públicamente con Stalin para unirse a la Cuarta Internacional de Trotsky. Fue él quien advirtió a Trotsky, Victor Serge y sus amigos de la decisión tomada en Moscú de exterminar a los trotskistas y pulmistas en España. Fue asesinado a principios de septiembre del 37, cerca de Lausana, en vísperas de una reunión en Francia con Victor Serge y sus amigos. La investigación implicó a comunistas extranjeros y a funcionarios de la misión comercial rusa en París, entre ellos Lydia Grosovskaia, que fue puesta en libertad bajo fianza y aprovechó la situación para desaparecer.
[11] Como el antiguo general del ejército de Wrangel, que se convirtió en mozo de cuadra en el exilio y se unió a las brigadas con la esperanza de ganarse el regreso a casa, y sirvió a las órdenes de Walter, su adversario durante la guerra civil. Sirvió a las órdenes de Walter, su adversario en la Guerra Civil, como jefe de pelotón y murió en combate.
[12] Entre estos voluntarios, cabe destacar la presencia de Simone Weil en la columna de Durruti. Su carrera como miliciana se vería interrumpida muy pronto por un grave accidente.
[13] André Malraux describió notablemente las dificultades de su tarea en L’Espoir. Se debían, en primer lugar, a la mala calidad del equipo, que se estropeaba con demasiada frecuencia, pero también a los hombres, entre los que había un conflicto entre «voluntarios», la gran mayoría, y «mercenarios».
[14] A este respecto, hay que señalar que, en contra de lo que se ha afirmado a menudo, incluso por antiguos miembros de las brigadas, Tito nunca había combatido en España.
[15] Según Luigi Longo, la recepción de Largo Caballero fue bastante fría.
[16] Sin duda, los periódicos franceses informan regularmente de las detenciones en la frontera, pero éstas son más bien simbólicas, al parecer.
[17] Estos inmigrantes recientes, que se sentían como extraños en su país de adopción, a menudo sólo habían encontrado un marco de vida en el sindicato o en el partido.
[18] Muchos de los «antiguos» brigadistas pasaron después a formar parte del aparato del partido o del Estado tras la victoria del partido. Entre los actuales dirigentes alemanes de la DDR están Heinrich Rau y el general Staimer, general de la policía. «Richard» en España. Entre los húngaros, Laszlo Rajk, que fue ministro del Interior en su país antes de ser ahorcado tras un famoso juicio y que había sido en España teniente y comisario político con el nombre de Firtos, el general húngaro Szalvai que fue en España el comandante Tchapaiev, y el actual presidente del Consejo de Hungría, tras la revolución del 56, Ferenc Muennich. Entre los polacos, el general Komar, que bajo el nombre de Vacek comandaba un batallón y que en 1956 desempeñaría un papel decisivo al frente de las tropas de seguridad en los acontecimientos que llevarían a Gomulka al poder. Los antiguos miembros de las brigadas, junto con Gosnjak, Rankovitch y Vlahovitch, constituyeron el marco militar y político de los partisanos yugoslavos. Otros, franceses, formaron el núcleo de los Francs-Tireurs et Partisans: Rebière, fusilado en 1942, Pierre Georges, teniente en España, que se convirtió en el coronel Fabien; Tanguy, comisario político, que se convirtió en el coronel Roi; François Vittori, organizador de la insurrección de Córcega en 1944 dentro del Frente Nacional. Mencionemos también, por Francia, al futuro secretario del Partido Comunista, Auguste Lecœur, excluido desde entonces, y al futuro senador Jean Chaintron (Barthel).
[La destitución de Randolfo Pacciardi, «este gran señor republicano», como dijo Regler, y su salida de España fueron, a los ojos de muchos combatientes, la prueba del control ahora declarado de los comunistas sobre las brigadas. Fue sobre la base de los testimonios de sus propios milicianos y de las acusaciones formuladas por ellos que Antonia Stern pudo afirmar que Hans Beimler había sido asesinado por instigación del N.K.V.D. De los documentos que recogió se desprende que Beimler estaba efectivamente en contacto con opositores alemanes, voluntariamente críticos con la dirección y muy hostiles a los «servicios especiales»: en estas condiciones, la hipótesis del asesinato no es ni mucho menos inverosímil. Sin embargo, no se apoya en pruebas reales.
[20] Hans Kahle, antiguo oficial, militante comunista desde 1919; Zaisser, oficial que se había pasado a los revolucionarios rusos en Ucrania al frente de sus tropas; ambos habían pasado por Rusia y ocupado altos cargos en el aparato militar comunista clandestino en Alemania. Zalka, antiguo oficial de la Primera Guerra Mundial y antiguo compañero de Bela Kun en la revolución húngara de 1919, había servido en China como asesor militar con Gallen y Borodin. Jules Dumont, un converso tardío al comunismo, antiguo capitán, había servido anteriormente en Etiopía contra las tropas del Duce.
[21] El hombre que saltó a la fama en España como General Kleber parece haberse llamado Manfred Stern. Según Ypsilon, fue un antiguo oficial austriaco, prisionero en Rusia durante la Gran Guerra y convertido al comunismo, activista del aparato militar clandestino en Alemania, consejero militar en China en el 27 y luego comandante de las tropas del Extremo Oriente en el 35 contra los japoneses. Cox le atribuye la misma biografía, pero lo convierte en un austriaco-canadiense naturalizado que llegó a Rusia en 19 con la Fuerza Expedicionaria Aliada. Pacciardi escribe que se llama a sí mismo canadiense, pero parece ser alemán. Según Fischer, fue liquidado durante las purgas de Moscú antes de la guerra, mientras que Colodny lo convierte en el líder de las tropas rusas que rompieron la Línea Mannerheim durante la guerra ruso-finlandesa de 1940. La confusión es evidente con el otro general, Stern, conocido como Grigorovich.
[22] El voluntario belga Nick Gillain, en su libro Le Mercenaire, le acusa de haber presidido un Consejo de Guerra que condenó y ejecutó sin motivo -quizá por haber entrado en contacto con las columnas del C.N.T.- a un oficial francés, el comandante Delesnick, muerto en la guerra. – un oficial francés, el comandante Delesalle. Pencheniati le acusó de haber disparado a cuatro soldados en Cambrils que protestaban porque les había insultado por dejarse llevar. Ernest Hemingway, en Por quién doblan las campanas, pintó una imagen poco halagadora de él, bajo el transparente seudónimo de Massart, como un bruto sospechoso, incapaz y autoritario. Fischer, que trabajó en Albacete bajo sus órdenes, es al menos igual de severo. En cuanto a Regler, escribe: «Ocultó su incapacidad, bastante perdonable, bajo una desconfianza incurable. La verdad sobre André Marty será tanto más difícil de establecer cuanto que los comunistas, después de su exclusión, se sumaron a su vez a este coro de culpas.
[23] La mayor parte de esta información está tomada del libro de Longo.
[24] Para entenderse, tenían que hablar en ruso.
[25] Antiguos voluntarios en la España republicana.
II.4 : La conquista del Norte
- El Frente Norte
- La campaña de Bilbao
- La diversión: Brunete
- La batalla de Brunete
- La campaña contra el Santander
- La rendición vasca
- El fin de Asturias
- Belchite
- Notas
Desde la caída de San Sebastián e Irún, que privó al frente norte de toda posibilidad de abastecimiento desde la frontera francesa, no se realizó ningún intento de verdadera importancia contra el País Vasco. Las fuerzas más sólidas de Mola se dirigieron hacia Madrid. Ni en el bando republicano ni en el nacional hay, desde hace muchos meses, tropas numerosas y bien armadas. El número de combatientes no permitía mantener un frente continuo desde Vizcaya hasta Galicia. La batalla se reavivó de vez en cuando en un sector y luego en el otro; su conquista sucesiva marcó las etapas de la ofensiva nacional durante el año: Vizcaya, Santander, Asturias.
El Frente Norte
A primera vista, parece que estamos ante dos zonas de sólida resistencia, pero con sistemas políticos diametralmente opuestos: el País Vasco, conservador y católico, pero cuyas aspiraciones nacionales lo han ganado al partido de la República, y la Asturias obrera, bastión de la revolución en octubre del 34 y julio del 36. En el centro, por el contrario, existía una zona de debilidad, la región de Santander, donde el Comité de Guerra se enfrentaba al problema insoluble de defender la mayor parte del frente con tropas particularmente pequeñas y mal armadas; la fragilidad de este sector se vio incrementada por las disensiones entre socialistas y anarquistas.
El hecho de que las batallas decisivas tuvieran lugar en torno a Bilbao, la influencia de la resistencia vasca y su repercusión en el exterior, ocultaron demasiado bien la coexistencia de estos tres centros. Sin embargo, hasta mediados de 1937 no se unificó el mando militar, prueba suficiente de que no había un acuerdo real ni siquiera en este ámbito. Los oficiales enviados por Caballero, el capitán Ciutat en Asturias, el general Llano de Encomienda en el País Vasco, llevaban meses trabajando, con la ayuda de técnicos rusos, para lograr la unidad sin conseguirlo. Bajo etiquetas similares de unidades «militarizadas», las tropas siguen siendo diferentes: «milicias vascas», unidades uniformadas, supervisadas por capellanes, ignorando el «mono» y los comisarios políticos, «milicias asturianas», donde los partidos y los sindicatos ejercen su control [1].
No sólo no había un mando militar unificado para las tres zonas, sino que había oposición y desconfianza de una región a otra: hostilidad de los revolucionarios asturianos hacia los vascos «conservadores», reticencia vasca hacia el «anarquismo» de Santander y Gijón,
A partir de agosto del 36 comenzaron las dificultades. En Asturias, los sacerdotes y las monjas fueron perseguidos. Las iglesias fueron destruidas o cerradas y el culto fue prohibido. En el País Vasco, en cambio, la Iglesia conservó todas sus libertades y siguió ejerciendo una profunda influencia tanto entre el pueblo como en el gobierno, donde se sentaron varios ministros católicos. En el juramento prestado por Aguirre se destaca que el president se comportará «como creyente, como magistrado del pueblo y como vasco». Sacerdotes y fieles perseguidos en Asturias se refugiaron en el País Vasco, donde los militantes de C.N.T. protestaron violentamente contra el decreto que convertía el Viernes Santo en día festivo. En Asturias se controlaron las minas y las fábricas, y se colectivizaron muchas empresas, incluso del pequeño comercio. En el País Vasco, la propiedad no se vio afectada. Mientras los «comités de gobierno» dirigen la revolución en Asturias, las «juntas de defensa» de Euzkadi trabajan para restablecer la «normalidad» en todas partes. Quedaban pocos guardias civiles en Asturias, excepto en Gijón, mientras que había muchos en Santander y el País Vasco. Cuando los poderes regionales se integraron en el Estado republicano, en el Consejo Asturiano siempre hubo anarquistas; nunca los habría en el gobierno vasco [2]. El gobierno de Aguirre combatió la revolución. Mientras que en Asturias la «purga» fue severa, el gobierno de Euzkadi se fijó como objetivo garantizar «la seguridad de las personas y sus bienes». Ha desarmado la retaguardia, prohibiendo el porte de armas a todo aquel que no sea miembro del ejército o de la policía, y se ha dado el derecho de reclutar tantas fuerzas policiales como «la situación lo requiera».
No es de extrañar que, en estas condiciones, la colaboración entre los dos territorios de lo que puede llamarse la «Confederación Española»[3] resultara difícil. 3] Como no había coordinación en el ámbito militar, y la inferioridad de las fuerzas republicanas aún no era evidente, la dispersión de esfuerzos condenaba cualquier iniciativa. Los vascos reprocharon a los asturianos no haber apoyado la operación sobre Alasua en octubre, destinada a aliviar a Madrid. Los asturianos replicaron que con munición y algo de material pesado habrían tomado Oviedo en octubre, antes de que la columna de Solchaga viniera a rescatarlo. Es cierto que batallones vascos participaron en el gran ataque asturiano a Oviedo en febrero [4], pero la tranquilidad del resto del frente norte permitió a los nacionales contener victoriosamente este asalto.
Tampoco se logró la colaboración en el frente económico. El Norte era la única región industrial en la que la reconversión de las fábricas permitiría la creación de una potente industria de guerra. Pero los asturianos tenían el carbón y los vascos el hierro: se pasaron meses preciosos en conversaciones y recriminaciones.
Sin duda, el gobierno central trabajó para calmar las diferencias. En varias ocasiones, se sugirió a Aguirre que aceptara a representantes de la CNT en su ministerio. Y los dirigentes del C.N.T. pidieron a sus compañeros de Euzkadi que evitaran la «torpeza». Pero el Norte no recibió ninguna ayuda material, lo que hizo que los consejos de Madrid y Valencia fueran ineficaces. En sus Memorias, Caballero se refiere a los angustiosos telegramas de Aguirre, pidiendo ayuda aérea, y habla de la «desesperación» del presidente vasco. Los asturianos también declararon que habían sido derrotados por falta de material de guerra. La única adición significativa fue la llegada de armas rusas: 15 cazas, 5 cañones, 15 tanques, 200 ametralladoras y 15.000 rifles «que databan de la guerra de Crimea»[5], lo que no era mucho para 35.000 soldados y resultó ser ridículamente insuficiente para la ofensiva de 1937.
Ante el peligro inmediato, las posiciones de vascos y asturianos eran radicalmente diferentes. Los milicianos asturianos, como todos los demás, lucharon mal en campo abierto. Pero saben cómo aferrarse a todas las casas de las ciudades y pueblos en las batallas callejeras. Para ellos, la lucha es una cuestión de vida o muerte, y la dinamita es su último argumento [6]. No tienen miedo a la destrucción y sólo quieren dejar ruinas en manos de los nacionalistas. Para ellos, el terror es la única forma de mantener la retaguardia. No dudarán en disparar en el acto a cualquiera que hable de rendición. Estaban dispuestos a responder a los bombardeos con la ejecución masiva de «rehenes», simpatizantes de los rebeldes o simplemente sospechosos.
Los vascos tienen, en las mismas circunstancias, reacciones muy diferentes. Respetuosos con las creencias religiosas y las opiniones políticas, y deseosos de comportarse como «buenos católicos», preferían liberar a un culpable antes que ejecutar a un inocente, y mantenían a elementos sospechosos o simplemente tibios en los puestos clave [7], preocupándose tanto de preservar las vidas de los «rehenes» tomados por sus vecinos como de mantener el frente [8]. Sobre todo, lo que estaba en juego en la guerra no era lo mismo para ellos; aliados momentáneos del Frente Popular, los dirigentes del Partido Nacionalista Vasco, sus apoyos y sus tropas no compartían ni la ideología ni las perspectivas de los otros combatientes «antifascistas». Luchan por el País Vasco tal y como es, y por sus libertades, negándose a que todo se destruya en una lucha vana. La burguesía vasca sabe que no todo el futuro está cerrado para ella en caso de victoria de Franco, que sus servicios serán necesarios cuando las fábricas y las minas que han escapado a la destrucción vuelvan a funcionar. Cuenta con sus socios británicos para protegerla. Finalmente, la solidaridad católica le dio la esperanza, si no de un compromiso, al menos de indulgencia por parte de los rebeldes, la esperanza de salvaguardar al menos parte de sus intereses.
La lucha en «dos frentes» tenía su propia lógica. El deseo de no ceder a la revolución, de no entregar a los habitantes de las ciudades, los monumentos y las instalaciones industriales a las atrocidades de la guerra callejera y a las inevitables represalias, llevará a algunos de los vascos a oponerse, cuando sea necesario por la fuerza, a los partidarios de la resistencia y de la destrucción total. En esta tarea, a veces se verían desbordados por los falangistas ocultos u oportunistas, que veían en ello una forma de precipitar la derrota republicana.
La campaña de Bilbao
La mera consideración de una victoria fácil habría sido suficiente para determinar al general Franco a girar hacia el norte, tras sus sucesivos fracasos ante Madrid. Pero ciertamente había otros factores en juego: en primer lugar, la batalla de Madrid demostró que era necesario prepararse para una guerra larga. Ahora había un ejército republicano.
Franco, que no tenía los medios para ganar ocupando la capital, no podía esperar ganar con una ofensiva total. Sus reservas son demasiado bajas, y las pérdidas sufridas en los últimos combates han descartado por el momento una batalla de desgaste. La táctica utilizada hasta el final de las hostilidades consistiría en atacar y reducir la España republicana región por región, lo que permitía concentrar una gran cantidad de equipos en un frente limitado. El aislamiento del Norte lo convertía, naturalmente, en el sector ideal para tal empresa. Además, la caída del Norte tenía un valor económico, que podía ser decisivo para la continuación de la guerra: la mayor parte de la industria metalúrgica española se encontraba allí. Por último, su posesión era importante para las futuras negociaciones internacionales. Alemania, que necesita el mineral de hierro del Cantábrico, sólo puede apoyar una operación de este tipo. Inglaterra, que utilizaba el mismo mineral, no podía ignorar la autoridad establecida en la región, ya fuera republicana o franquista.
El general Mola fue encargado de la operación más importante y más factible, la conquista de Vizcaya. Sus tropas pasaron por un periodo de calma y reorganización a principios de 1937. Fueron las cuatro brigadas navarras [9] las que estuvieron constantemente en primera línea durante la ofensiva nacional, representando una fuerza numérica igual, si no superior, a las tropas vascas -reforzadas por algunas brigadas de Asturias y Santander- concentradas en las Sierras para proteger los pasos que conducían a Bilbao. Detrás de las tropas navarras del general Solchaga, se colocaron en reserva los italianos de las Flechas Negras y la nueva división 23 de marzo, formada después de Guadalajara. Posteriormente, Mola reforzó sus tropas con marroquíes y contingentes del Tercio. La operación se inició, tal como estaba previsto, el 31 de marzo, después de que Mola diera un último ultimátum a los vascos; el método de combate que utilizarían constantemente los nacionales durante esta campaña fue inmediatamente evidente: explotación de una superioridad material abrumadora, intensos bombardeos de artillería, seguidos de la intervención de la aviación [10]. Su eficacia quedó patente de inmediato por los resultados obtenidos en los cinco primeros días de la ofensiva, a pesar de los frecuentes y valientes contraataques de los vascos; sin embargo, la ocupación de los pasos no puso a las fuerzas de Franco en contacto con el «Cinturón de Hierro», la línea defensiva de Bilbao. Aznar invocó el mal tiempo, que ciertamente ralentizó las operaciones, prohibiendo las salidas aéreas en un momento decisivo. Pero el ejército vasco, a pesar de las pérdidas sufridas y de sus debilidades materiales, seguía siendo capaz de reacciones peligrosas. Esto explica los duros combates en torno al monte Sabigan, que fue tomado y retomado varias veces entre el 11 y el 15 de abril. Lo que se necesitaba era una distracción desde el exterior, que obligara a Franco a desviar parte de sus tropas y su fuerza aérea a otro sector. Pero los intentos en este sentido fueron, como veremos, tardíos y realizados con muy pocos medios.
La primera parte de la campaña de Vizcaya se completó a finales de abril con la ocupación de Durango, Eibar y Guernica. Las brigadas navarras estaban finalmente en contacto con las alturas que protegían y dominaban el Cinturón de Hierro. Estas últimas operaciones se caracterizaron por el uso masivo de la aviación, que aplastó y aterrorizó no sólo a las líneas de defensa, sino también a ciudades y pueblos. El episodio más famoso a este respecto fue la destrucción de Guernica por la aviación alemana el 26 de abril; este bombardeo tuvo una enorme repercusión en el extranjero. Hoy, después de Rotterdam y Coventry, después de la destrucción de Varsovia y del bombardeo de Hiroshima, uno casi se asombra de la importancia que se le da a este ataque. Pero Guernica es la verdadera capital religiosa del País Vasco.
. La emoción del mundo católico, especialmente en Francia, fue considerable. Y entonces el asunto tomó un cariz internacional debido a que se acusó con razón a los alemanes de ser los responsables: los testimonios de los habitantes que huyeron de Guernica, quemados y amenazados por los rebeldes, son irrefutables. El aviador Galland se contentó con decir que era un «error» lamentable. Pero ante la culpa pública y la emoción de la Cámara de los Comunes, donde Eden había sido interrogado, Alemania pidió a Franco «un desmentido enérgico». De ahí la tesis nacionalista: «El Guernica fue incendiado por… las hordas rojas». Aguirre preparó, en un designio satánico, la destrucción de Guernica»[11] llevada a cabo por los dinamiteros asturianos. Esta interpretación se sigue utilizando hoy en día en España [12].
Sin embargo, las fuerzas nacionalistas debían reorganizarse y reforzarse antes de atacar las fortificaciones de Bilbao. Faupel informa que el general Franco pidió a los italianos que comprometieran a la división Littorio en estas operaciones decisivas. Pero los italianos estaban menos entusiasmados desde Guadalajara; tanto más cuanto que una nueva alerta, debida a una imprudencia, les recordaba estos desafortunados recuerdos: tras la ocupación de Guernica, las Flechas Negras habían avanzado rápidamente por la costa y llegaron a Bermeo, dejando su flanco izquierdo al descubierto; un contraataque republicano los aisló durante unos días y hubo que enviar la división 29 de marzo y una brigada navarra para despejarlos.
El mes de mayo se dedicó a la preparación de la batalla decisiva. Los dos adversarios consolidaron sus posiciones en torno al Cinturón de Hierro. La ineficacia de esta línea de fortificación, famosa antes de ser puesta a prueba, se demostró rápidamente: en primer lugar, no estaba ocupada por un número suficiente de hombres; en segundo lugar, estaba dominada por las alturas, que una vez ocupadas por el enemigo hacían imposible su defensa a largo plazo. Por lo tanto, los republicanos estaban decididos a defender estos puntos estratégicos, retrasando así la ofensiva nacionalista.
La sustitución de Mola por Dávila, fiel ejecutor de las órdenes de Franco, reforzó sin embargo la unidad del mando nacional. Las pérdidas sufridas por los vascos durante los contraataques fueron enormes. Finalmente, los planos del Cinturón de Hierro [13] habían sido entregados a las tropas de Franco por el capitán Goicoechea [14], lo que explica la excepcional precisión del bombardeo que precedió al asalto.
La ruptura de la línea fortificada era ahora inevitable. El ataque decisivo comenzó el 12 de junio y, durante el día, se rompió el Cinturón de Hierro a lo largo de cinco kilómetros. El resto de las defensas fueron tomadas por sorpresa.
Los vascos, que habían luchado bien hasta ese momento, consideraron que ya no había forma de resistir. Tal vez podrían prolongar la lucha aceptando una batalla callejera, pero esto provocaría la destrucción de su ciudad. Al evacuar Bilbao prácticamente sin luchar, los vascos han hecho sin duda más rápida la victoria nacionalista, pero han evitado una destrucción que ahora les parece inútil. Aquí, como en San Sebastián, chocaron dos concepciones de la guerra: los vascos no dudaron en desarmar a los milicianos asturianos que habían levantado barricadas en las calles de la nueva ciudad. El día 16, el coronel Bengoa huyó a Francia; según él, Bilbao vivía un auténtico «colapso de poder»… Temía que la ciudad no pudiera rendirse, ya que nadie tenía autoridad en ella. El día 17, el gobernador vasco, a su vez, abandonó la capital, dejando una junta de defensa con Leizaola, el socialista Aznar, el comunista Astigarrabia y el general Ulibarri. Es difícil saber si tiene alguna autoridad real. Según Le Temps, en la tarde del día 17 se produjo un tiroteo entre los vascos, partidarios de la rendición[15], y los «extremistas, partidarios de la resistencia total». Los anarquistas volaron los puentes y ejecutaron sumariamente a algunos de los partidarios de la rendición. Una unidad vasca, 1.200 milicianos que habían sido soldados del ejército regular antes de la guerra, entró entonces en acción, apoyada por la policía, los asaltos y los guardias civiles. Las milicias de Santander y Asturias fueron atacadas y desarmadas, y se izó la bandera blanca en el edificio de la central telefónica. Se enviaron emisarios a los nacionalistas, unidades vascas ocuparon los edificios públicos y mantuvieron el orden. La policía, ahora con boinas carlistas, continuó su trabajo tras la entrada de las tropas de Dávila.
Mientras los nacionalistas ocupaban Bilbao, el ejército vasco se retiraba hacia el oeste. El resto de Vizcaya cayó en manos de los nacionales prácticamente sin resistencia. Aznar estimó que los vascos habían perdido 30.000 hombres durante la campaña.
Sin embargo, el Estado Mayor de Franco tardó once semanas en completar la campaña. Las condiciones naturales y la resistencia vasca no fueron suficientes para explicar la duración de la batalla. Hubo errores por parte de los nacionales, y sobre todo un desacuerdo entre españoles e italianos; el general Doria se vio incluso obligado, tras el fracaso de Bermeo, a renunciar a la participación activa de la C.T.V. para esta campaña.
La diversión: Brunete
Los republicanos no pudieron aprovechar el retraso. Un poderoso ataque desde la zona central podría haber interrumpido la ofensiva nacionalista. Pero los dos intentos de distracción que, en mayo-junio, partieron del frente central carecían de alcance. Se emprendieron sin convicción y con medios insuficientes. En Balsain, en Castilla la Vieja, el ataque cuyo objetivo inmediato era tomar La Granja ni siquiera contó con el apoyo de tanques. En Huesca, donde la ofensiva debía conducir a la ocupación de la ciudad, los atacantes sólo disponían de tres baterías de artillería. En ambos casos, el enemigo parecía estar en guardia, y los primeros atacantes se encontraron con una fuerte reacción.
Al día siguiente de la última tentativa en el frente de Huesca, la ocupación de Bilbao por los nacionales marcó el fin de la campaña vizcaína. La lucha aún podía prolongarse, pero para despejar el norte era necesario actuar sin demora con una gran fuerza de maniobra.
Sin embargo, la eliminación de la oposición revolucionaria ha permitido crear, al menos en apariencia, una unidad política. El gobierno de Negrín, el «gobierno de la victoria», se apoyaba en un ejército que perdía cada vez más su carácter revolucionario para parecerse a un ejército regular. Las «milicias autónomas» desaparecieron. Los «técnicos» militares, que contaban con la confianza del gobierno, tuvieron prioridad sobre los políticos; en el sector central, el papel esencial lo desempeñó Vicente Rojo; en el frente norte, Gamir Ulibarri, antiguo profesor de la Academia Militar de Toledo, al igual que Rojo, recibió el mando de toda la zona republicana, consiguiendo así, aunque con retraso, la unidad de mando en este sector. Bajo el impulso de estos técnicos, se planteó una reorganización total del ejército. Las tropas, sea cual sea su origen y su formación primitiva, se dividían en ejércitos, cuerpos de ejército, brigadas y batallones. Esta reorganización, útil cuando un largo período de calma permite llevarla a cabo, no significa mucho en el Frente Norte, donde se imponen al mando tareas de defensa más inmediatas.
Una cosa es organizar estos cuerpos a nivel teórico, y otra darles la capacidad de resistencia necesaria y prepararlos para la acción ofensiva. Es necesario entrenar a los hombres; el 5º cuerpo, formado en gran parte por las tropas del antiguo 5º regimiento, será el ejemplo y el modelo. Proporcionó la primera masa de maniobra en las ofensivas del verano del 37.
El segundo problema, aún más difícil de resolver para los republicanos, es el de las armas. El suministro de armas se ha vuelto cada vez más difícil desde la aplicación de las medidas de control fronterizo y costero el 19 de abril. El suministro de armas pesadas y tanques a las unidades, cuyo papel está siendo importante en una batalla de ruptura, es totalmente insuficiente. La contribución de los aviones rusos estaba lejos de permitir un uso masivo de la aviación, especialmente de la de asalto.
Esta inferioridad material era menos marcada alrededor de Madrid que en los otros sectores de combate, ya que la masa de las tropas organizadas se había concentrado en esta parte del frente durante los tres primeros meses de 1937. Esta fue sin duda una de las razones que determinaron la elección de Brunete para la gran ofensiva de distracción lanzada a principios de julio. Parece que una discusión bastante seria precedió a la designación del sector de ataque, que finalmente se mantuvo tanto por consideraciones políticas como militares.
La primera fue una ofensiva en Extremadura, en la zona de Mérida. Las ventajas de tal iniciativa se pueden ver sólo en el mapa; su éxito habría constituido el mayor peligro para el ejército de Franco al amenazar directamente a Badajoz y la frontera portuguesa, cortando así las comunicaciones con las bases marroquíes y del sur; además, las fuerzas que defendían esta región eran mucho menos numerosas que en el frente de Madrid. Todas estas consideraciones hacían prever desde hace tiempo la posibilidad de un ataque en este sector, especialmente la idea del coronel Asensio Torrado, «técnico» de Largo Caballero. Durante 1938, los militares republicanos reexaminaron este proyecto, pero finalmente nunca se llevó a cabo con los medios necesarios para garantizar su éxito [16].
Al final, se impuso la segunda solución ofensiva: un ataque en el sector de Madrid. La decisión de lanzar una operación militar de esta envergadura recayó en el Gobierno, y en particular en el ministro de Defensa, Indalecio Prieto. Insistió en estar presente personalmente en el inicio de la ofensiva sobre Brunete. Al final, con el acuerdo de los técnicos rusos, Miaja y Rojo tomaron la iniciativa de elegir el frente de Madrid, y Rojo explicó las ventajas militares: las fuerzas nacionalistas eran más débiles porque habían tenido que enviar tropas de este sector al frente norte; estaban debilitadas moralmente por el fracaso en la capital. Pero sobre todo, las reservas de hombres están aquí en el lugar; no es necesario ningún movimiento importante de tropas. El efecto sorpresa puede lograrse más fácilmente que en el frente sur, hacia el que no se puede ocultar durante mucho tiempo un movimiento masivo de tropas y equipos. Además, no se trataba de desarmar el frente de Madrid, símbolo de la resistencia en la España republicana.
Por otra parte, el Estado Mayor republicano estaba convencido de que la única manera de ganar era romper el frente mediante una considerable concentración de fuego y tropas, lo que significaba intentar abrirse paso en un frente extremadamente limitado. La elección de Brunete cumplía estos requisitos.
La batalla de Brunete
La operación tenía un doble objetivo: frenar la ofensiva nacionalista en el norte, obligando a Franco a retirar parte de las fuerzas comprometidas en Vizcaya, y, al alcanzar el nudo de comunicaciones de Navalcarnero con un ataque al oeste de Madrid, obligar a las tropas franquistas a replegarse al Tajo y aislar a las de las inmediaciones de la capital. El éxito de esta maniobra, aunque el enemigo lograra escapar del cerco, le obligaría a retirarse precipitadamente y a liberar Madrid. Así, todos los éxitos de los nacionalistas quedarían en entredicho.
Para llevar a cabo esta maniobra de cerco, se preveía un doble ataque: el principal era llegar a Brunete y tomar posesión de la cresta de la montaña por encima de Navalcarnero. El ataque secundario tenía como objetivo avanzar hacia Alcorcón, al sur de Madrid. La tarea de llevar a cabo el ataque principal fue confiada al 5º Cuerpo, al mando de Modesto, y al 18º, comandado por Jurado. Los mejores elementos de las tropas republicanas estaban presentes: la división Lister, la 13ª y 15ª brigadas internacionales. El ataque secundario fue dirigido por las reservas de Madrid, compuestas por las divisiones Kléber y Duran y el 2º Cuerpo dirigido por Romero.
Los recursos puestos a disposición del estado mayor republicano fueron los más grandes jamás utilizados. Aznar estimó las fuerzas gubernamentales en 47.000 hombres, y todos los observadores señalaron la excepcional importancia de la artillería, especialmente la antiaérea [17].
Por otra parte, los elementos nacionalistas que podían comprometerse inmediatamente eran débiles: dos banderas de la Falange, tres centurias, el batallón de Sam-Quintín, más los servicios del subsector concentrado en Brunete. En las primeras horas se pusieron a disposición de la defensa algunas reservas, pero el conjunto era claramente insuficiente para impedir una acción en profundidad. Por lo tanto, las condiciones para la lucha eran tan buenas como podían serlo para los republicanos. Rojo consideró que Brunete fue, junto con la Batalla del Ebro, «la única operación perfectamente preparada del lado republicano». Se mantuvo perfectamente en secreto, lo que es realmente excepcional.
A grandes rasgos, la batalla se dividió en dos periodos: del 5 al 13 de julio tuvo lugar la ofensiva republicana; del 15 al final del mes, la contraofensiva nacionalista.
A partir del 5 de julio, los ataques hacia Aranjuez fueron el preludio de la ofensiva general. En la noche del 5 al 6, el asalto fue lanzado con éxito: la ruptura prevista tuvo éxito; en el centro, la división Lister, avanzando profundamente, ocupó Brunete. Las ventajas obtenidas eran tales que se podía prever una gran victoria.
Pero a partir del 7 de julio, la ofensiva se ralentizó, y los nuevos avances logrados fueron puramente locales y de poca importancia; la pérdida de impulso fue visible. La ocupación de Villafranca del Castillo, en el extremo oriental de la ofensiva, apenas duró un día, ya que los tabores marroquíes consiguieron retomar el pueblo el día 12. A partir de entonces, los republicanos se limitaron a limitar al máximo los contraataques de los nacionalistas. En definitiva, desde el punto de vista operativo, fue un fracaso. Para explicarlo, hay que tener en cuenta tanto la falta de medios como los errores del gobierno.
El error evidente fue no haber aprovechado el éxito inicial dando más alcance a la maniobra. Mientras la división listera se mantenía en las posiciones que había conquistado los días 6 y 7, el mando republicano atacaba con la energía de la desesperación los pueblos que defendían los pocos nacionales. Al perder cuatro días en estas posiciones, los republicanos permitieron la llegada de los refuerzos de Franco; en cambio, al persistir, sufrieron pérdidas muy importantes y debilitaron su potencial militar. Estos dos rasgos estuvieron constantemente presentes durante la guerra: por un lado, el carácter tímido y la falta de una concepción global amplia del mando [18], y por otro, la lentitud de las operaciones, que no sólo se explicaba por la resistencia encontrada, sino también por las reacciones brutales e inesperadas de las tropas implicadas. Así, por ejemplo, el ataque secundario que debía rodear a los nacionales al sur de Madrid fracasó; las vanguardias entraron repentinamente en pánico y obligaron a todas las fuerzas agrupadas en este sector a retroceder sobre sus primeras posiciones. Estos repliegues repentinos, tan habituales en las grandes operaciones republicanas, imposibilitaron a menudo una maniobra importante, especialmente en Brunete.
En este caso, estuvo a punto de convertirse en un desastre, ya que en un momento dado la fachada quedó completamente despojada como consecuencia de un nuevo pánico. Sin embargo, al final, la contraofensiva lanzada por el general Varela fue detenida.
Al final, Brunete fue un éxito a medias para los gobiernos. Una pequeña parte de sus objetivos iniciales se ha cumplido. La bolsa creada al norte de Brunete no podía contarse como un avance sustancial, ya que sólo ampliaba el frente. Más importante fue el desplazamiento de tropas que Franco se vio obligado a realizar. Tuvo que retirar del frente norte dos brigadas navarras y casi toda la aviación [19]. Fue la superioridad aérea de Franco la que finalmente fue determinante en la lucha. El ametrallamiento casi incesante durante el día y el bombardeo por la noche [20] rompieron la ofensiva y completaron la aniquilación de la maniobra republicana.
Sin duda se dio un respiro para organizar la defensa de Santander. Pero este respiro duró poco. A finales de julio, parte de las tropas comprometidas en Brunete pudieron regresar al frente norte [21] para participar en un nuevo y decisivo asalto, que preparó el derrumbe del frente norte y la caída de la zona industrial asturiana.
La campaña contra el Santander
De hecho, no hubo más de quince días de paz entre el final de la batalla de Brunete y el inicio de la nueva ofensiva sobre Santander. Apenas fue el tiempo suficiente para completar el montaje de un ataque. Los dos elementos esenciales serían, como en Bilbao, las brigadas navarras y todas las tropas italianas, C.T.V. y Flechas, ahora reorganizadas; todas estas fuerzas fueron puestas bajo el mando del general Dávila. Se reforzó la artillería de los batallones y la aviación volvió a concentrarse en el norte. Franco esperaba hacer un gran esfuerzo en agosto-septiembre, para acabar con Santander y Asturias a finales del verano, antes de que la mala temporada retrasara las operaciones en la región montañosa.
En el lado republicano, Ulibarri, designado para dirigir las tropas del frente norte, disponía de cuatro cuerpos de ejército. Pero el cuerpo de ejército vasco estaba formado por tropas que habían sido duramente probadas por los combates anteriores y se habían retirado a la provincia de Santander. Ya ni siquiera luchaban para defender su territorio; estaban debilitados moral y materialmente. Sin embargo, estaban a cargo de todo el sector oriental. Los cuerpos asturianos (16º y 17º) sólo participaron parcialmente en las operaciones de Santander.
Por último, la defensa de Santander fue mucho más difícil de establecer que la de Bilbao. Aunque la provincia estaba cubierta al sur por una barrera montañosa más allá de los puertos de Los Torros, Escudo y Reinosa, no había grandes obstáculos en el camino de la costa. Tampoco hay fortificaciones similares a las del Cinturón de Hierro. Para llenar este vacío, los hombres nacidos entre 1913 y 1920 fueron movilizados y enrolados en batallones de fortificación, que se encargaron de construir una segunda línea de trincheras detrás de la construida por los disciplinantes y las tropas de línea. Sin embargo, la falta de organización y la enormidad del trabajo a realizar hacían que esta tarea fuera incierta.
Sin el progreso en materia de armamento, tardaría en organizarse. Ulibarri intentó ganar el tiempo necesario lanzando una ofensiva desde la bolsa formada por el frente al sur de Heinosa. Pero el ataque, llevado a cabo por un cuerpo asturiano, fue rápidamente detenido. Este fracaso, sumado a la paralización de la ofensiva de Brunete, no hizo más que acentuar la impresión de aislamiento que se cernía sobre la región del norte. En el mar, Santander sólo contaba con dos destructores, Ciscar y José Luis Díez, para proteger sus comunicaciones con el exterior. Estos barcos no serían eficaces: el bloqueo, ya decidido y organizado por el mando nacional en la costa de Vizcaya, sería aún más eficaz durante la campaña de Santander.
No es de extrañar que, en estas condiciones, estemos asistiendo a una guerra relámpago. Los combates no se desarrollaron realmente hasta los tres o cuatro primeros días y el destino de la campaña se decidió en pocas horas. Las dos posiciones principales, las del paso del Escudo y Reinosa, fueron atacadas, la primera por la C.T.V., con la división Littorio en reserva, y la segunda por tres brigadas navarras. A pesar de la facilidad de defensa en este sector montañoso, el éxito fue total y rápido, el uso de elementos motorizados acentuó aún más el carácter relámpago del avance nacionalista.
La primera noche de la batalla, el 14 de agosto, los hombres que estaban más avanzados en la bolsa de Reinosa recibieron la orden de retirarse para evitar ser rodeados. En cuarenta y ocho horas los navarros habían tomado Reinosa, habiendo roto la única resistencia seria que habían encontrado y ocupado una fábrica que trabajaba para la artillería naval, donde se fabricaban cañones. Reinosa no aguantó; sólo un batallón asturiano resistió durante unas horas en las calles de la ciudad, mientras que los italianos, tras un ataque masivo de tanques, ocuparon Escudo; la columna motorizada que avanzaba hacia el sur hizo su unión con los navarros. Una vez más, la superioridad material fue el factor determinante; ningún obstáculo serio se interponía ahora en el camino de los nacionalistas. Hubo alguna resistencia esporádica, como la de los asturianos, que no dejaron a Corconte más que un montón de ruinas. Pero muchos batallones vascos se rindieron y, en contra de las órdenes de Ulibarri de retirarse a Asturias, las tropas vascas comenzaron a concentrarse en torno a Santona.
A partir del 17 de agosto comenzó la segunda fase de la operación: un avance rápido y masivo que permitió liquidar las defensas de la provincia de Santander en diez días. El día 25, el buque de guerra británico Keith subió a bordo a los diecisiete rehenes que quedaban de Bilbao, a sus guardias y a varios dirigentes vascos, a los que Aguirre, que había venido de la zona central, se unió en Bayona; Juan Ruiz, el gobernador socialista, y el general Ulibarri salieron por la noche en un submarino; guardias civiles, asaltos y carabineros se habían sublevado. Sus dirigentes [22] se pusieron en contacto con los nacionalistas, advirtiéndoles que estaban dispuestos a entregar la ciudad, donde sólo los hombres del C.N.T. estaban dispuestos a resistir. – F.A.I. [23]. Un comunicado del mando nacionalista anunciaba el día 27 que la entrada de las tropas prevista para el día 26 se había retrasado veinticuatro horas, ya que «el orden en Santander estaba ya asegurado por la población». La alianza de los jefes del ejército y de la policía con los simpatizantes de Franco forzó la rendición. Y mientras el frente de Santander se derrumbaba, los vascos capitulaban en Laredo.
La rendición vasca
La capitulación vasca en Laredo, tras un acuerdo formal, planteó problemas de todo tipo. El más sencillo era el de las relaciones dentro de la coalición republicana; los otros se referían tanto a la política de Franco hacia una posible reconciliación como a sus relaciones con sus aliados italianos. Por último, aunque de forma menos visible, la actividad de la política británica comenzó a desempeñar un papel considerable en este sentido [24].
Sin querer volver a la historia de los contactos diplomáticos realizados con vistas a una solución política del conflicto, hay que señalar que, desde el comienzo de la guerra civil, se han realizado varios intentos de llegar a los vascos. Su aislamiento político y material debió animar a algunos de sus dirigentes a buscar la posibilidad de un acuerdo honorable.
El primer intento de negociación por separado tuvo lugar, según Cantalupo y a instancias suyas, inmediatamente después de Guadalajara. El cónsul italiano en San Sebastián, Cavaletti, habría realizado los primeros contactos y habría sido informado por el jesuita Padre Pereda de las garantías exigidas por Aguirre y Jáuregui: posibilidad de que los dirigentes salgan de España, ausencia de represalias contra la población civil, salvo por delitos de derecho común, finalmente mediación italiana absoluta, lo que presupone el control de las operaciones de rendición y las condiciones de represión por parte del mando italiano, finalmente para evitar masacres similares a las ocurridas en Badajoz y Málaga. Fue este último punto el que iba a provocar el fracaso del intento, ya que el mando nacionalista difícilmente admitía la injerencia italiana, que corría el riesgo de extenderse a toda España. ¿Cuál habría sido el valor de las garantías dadas por Franco?
Estas negociaciones parecen prolongarse hasta mayo. Aguirre confirmó que un emisario se dirigió a él en Bilbao, pero sin resultado. El embajador Faupel atribuyó el fracaso de las conversaciones a la oposición de Franco. Pero la caída de Bilbao, las fuertes pérdidas de los vascos y las constantes presiones del Vaticano [25] hicieron que se reanudaran los contactos. Hassell, el embajador alemán en Roma, telegrafió el 7 de julio, justo cuando se preparaba la ofensiva contra Santander, que «los delegados vascos estaban negociando la rendición» y que «el gobierno italiano estaba utilizando su influencia sobre Franco para obtener condiciones favorables». Los vascos, que habían luchado con valentía para defender su país, sentían ahora que luchaban por personas que les eran extrañas, por una ideología que no era la suya. Desde la pérdida de Vizcaya, no habían participado seriamente en los combates. Su retirada a Santona fue el preludio de su capitulación. El presidente del partido nacionalista vasco, Juan de Achuriaguera, negocia con el general Mancini y firma el pacto de Laredo: los vascos entregan las armas a los italianos, liberan a sus presos políticos y se comprometen a mantener el orden en la zona que controlan hasta que los italianos se hagan cargo. A cambio, los italianos garantizaron la vida de los combatientes y permitieron la salida de los dirigentes vascos que estaban en Santander. Pero estas garantías sólo se dieron a los vascos: los combatientes no vascos de la zona de Santona se vieron así atrapados en una verdadera trampa, bajo la vigilancia de los vascos, que «mantenían el orden»…
La capitulación entra en vigor el 25 de agosto. Los italianos ocuparon Laredo el 25 y Santona el 26. El embarque de los responsables comenzó el día 27 en dos barcos ingleses, el Bobie y el Seven Se as Spray, bajo control directo de Italia. Llega un funcionario español con órdenes de Franco que prohíben toda salida; los dirigentes vascos, los miembros de la «junta de defensa» que habían organizado la «rendición ordenada» son detenidos. El pacto se rompió; Franco no quiso tener en cuenta la palabra de los oficiales italianos [26]. Les tocó a los vascos quedar atrapados…
En la provincia de Santander sólo quedaba una apariencia de ejército, que las milicias asturianas evacuaron a toda prisa; en cinco días, las tropas nacionales superaron a Santander en 40 kilómetros.
El fin de Asturias
Sin embargo, se reconstituyó un frente en la zona costera, que se amplió desde Santander hasta Gijón; además, la zona montañosa constituía una sólida muralla que la milicia asturiana supo utilizar admirablemente [27].
Así que el avance de los navarros no tardó en frenarse. Les llevaría más de un mes de combates cruzar los 40 kilómetros que separaban Ridesella de Villaviciosa; en ese momento, el 19 de octubre, Gijón estaba directamente amenazada. ¿Podría continuar la resistencia y, sobre todo, como exigía el gobierno de Madrid, podría llegar al invierno?
El corresponsal del New York Times escribe: «Los asturianos en retirada parecen decididos a no dejar tras de sí más que ruinas humeantes y desolación, cuando finalmente se ven obligados a abandonar una ciudad o un pueblo … Los rebeldes suelen encontrarlos dinamitados y quemados hasta los cimientos. «El 19 de octubre, Franco no dudó, ante esta tenaz resistencia, en pedir a Mussolini por telegrama que enviara una nueva división para liquidar este frente antes del invierno.
Sin embargo, esta resistencia se derrumbó en cuarenta y ocho horas. Ante el Consejo de Asturias, reunido a las 2 de la madrugada del 20 de octubre, el coronel Pradas informó de la situación militar, que juzgó muy comprometida y casi desesperada. El material y las municiones solicitadas a Madrid no habían llegado, la moral de los combatientes estaba baja, agravada por el pesimismo de la retaguardia. Cualquier resistencia era imposible a sus ojos. Se podía aguantar, si se quería aguantar hasta que se aplastara, y en este caso los miembros del Consejo sólo tenían que ir al frente. Sin embargo, pensó que era posible salvar parte del ejército ordenando una retirada hacia los puertos de Gijón, Avilés y Caudas, con la condición de que se hiciera el mismo día: «Mañana será demasiado tarde. El Consejo estaba dividido. La orden de Negrín era clara: había que aguantar hasta el final. Pero sólo los comunistas Ambou y Roces abogan por la obediencia. La mayoría decide retirarse; el Consejo proclama su soberanía, lo que le libera del deber de obediencia a Madrid, y ordena la salida por mar, por todos los medios posibles [28].
El Coronel Pradas pensó que podría llevar a cabo esta operación en veinticuatro horas. Sólo se llevaría a cabo una parte. Cinco aviones aterrizaron en Bayona el día 20; eran oficiales que dijeron haber recibido la orden de evacuación del Estado Mayor. Los oficiales rusos también llegaron a Bayona en un avión de Air-Pyrenees. A las 5 de la mañana, los líderes comunistas partieron en una lancha. A las 8 de la mañana, Belarmino Tomás se embarcó en un pesquero, el Abascal, con los demás miembros del Consejo, entre ellos Segundo Blanco, que había regresado el día anterior en avión desde la zona central.
Durante la noche, estalló una revuelta, de la que podemos suponer que el coronel Pradas se enteró. El coronel Franco [29], jefe de la guarnición de Gijón, apoyado por la Guardia Civil y los Carabinieri, tomó el control de la ciudad e inmediatamente se puso en contacto con los navarros, a los que rogó que aceleraran su marcha hacia la ciudad, donde temía «un levantamiento anarquista». El día 21, a las 10 de la mañana, la radio anunció: «Estamos esperando impacientemente… Viva Franco». Miles de milicianos, abandonados por sus jefes y desarmados por los guardias, estaban ya prisioneros cuando llegaron los navarros [30].
Tras la caída de Gijón, el Frente Norte dejó de existir. Sin embargo, no cesó toda la resistencia[31]. Las operaciones de repliegue aquí durarían mucho más que en Vizcaya o Santander, y Franco no podía, por tanto, trasladar inmediatamente todas las tropas comprometidas aquí al frente central. La conquista del Norte fue, al final, sólo una etapa de la guerra.
Belchite
Sin embargo, representó la primera gran victoria de los rebeldes desde que la batalla cambió de cara a Madrid. Era doblemente importante. Económicamente, entregó a Franco algunas de las provincias españolas más importantes, las únicas en todo caso en las que los republicanos podrían haber montado una industria de guerra; proporcionó esa mercancía esencial de intercambio, el mineral de hierro. Militarmente, no sólo demostró la superioridad del ejército nacionalista sobre los divididos y mal armados combatientes vascos y asturianos, sino que demostró que al menos en este momento el ejército de Valencia y Madrid es incapaz de interrumpir eficazmente una ofensiva nacionalista. Brunete fue un éxito a medias; el segundo gran intento, el de Belchite, fue un fracaso total.
La elección de Belchite se justificó por consideraciones exactamente opuestas a las de Brunete. No hubo reorganización del frente. Los soldados, dice Rojo, «son más cazadores que combatientes», lo que significa que actúan en pequeños grupos aislados o unidos al resto del frente por observatorios. Pero los combatientes contrarios no estaban en mejor situación. Por lo tanto, parece fácil romper la línea del frente. Por otro lado, la maniobra podría ser más amplia con números relativamente pequeños. Los objetivos eran los siguientes: tomar Zaragoza mediante un triple ataque sobre Zuera, al norte del Ebro, directamente sobre Zaragoza, y hacia el sur reducir la bolsa formada por el frente entre Quinto y Belchite. Al mismo tiempo, el mando republicano esperaba obviamente obligar a los nacionalistas a suspender su ofensiva en el norte.
Pero la ofensiva comenzó muy tarde, el 29 de agosto, varios días después de la toma de Santander. La mayor parte de las tropas implicadas tuvieron que ser transportadas al sector de ataque, lo que se hizo por malas carreteras, en medio de la mayor confusión [32]. Por último, la capacidad de maniobra de las tropas republicanas quedó ampliamente demostrada una vez más. Sólo un éxito: la captura de Qumto y Belchite; todavía se necesitan doce días para derribar a Belchite. Las grandes ambiciones de la ofensiva sobre Zaragoza se abandonan tras un intento infructuoso al norte del Ebro. Belchite fue un fracaso, porque no se logró ninguno de los objetivos esenciales. La conquista del Norte por los nacionalistas no se retrasó ni un día.
A partir de ahora, dos Españas se oponen claramente en el mapa. Los franquistas dominaban toda la parte occidental y noroccidental del país; sus territorios formaban ahora un solo bloque, desde Galicia hasta Aragón, desde Gibraltar hasta el Golfo de Vizcaya.
Notas
[1] El Departamento de Defensa de Asturias estaba dirigido por el comunista Ambou, el Estado Mayor por Ciutat. Gouzalez Peña (socialista), Juan José Manso (comunista) y González Mallada (C.N.T.) fueron comisarios.
[2] El Gobierno Vasco estaba formado por cuatro nacionalistas, tres socialistas, dos republicanos y un comunista; el Consejo Asturiano estaba formado por cuatro anarquistas (dos C.N.T., un F.A.I., un J.L.), cuatro republicanos, dos socialistas, dos comunistas y dos J.S.U.
[3] Véase Carlos Rama.
[4] El 1 de marzo, el organizador de las milicias vascas, Cándido Saseta Echevarria, fue asesinado en las afueras de Oviedo. Lizarra, al comentar su muerte, no ocultó la falta de entusiasmo de los vascos por luchar entre los asturianos.
[5] Según Aguirre. Sin embargo, el presidente vasco destacó el valor de los pilotos rusos y de su jefe, el general Jansen. El líder nacionalista vasco Monzón también consiguió comprar 5.000 rifles checos y 5 millones de cartuchos en Hamburgo en octubre. No tenemos cifras del armamento de los asturianos, que probablemente estaban aún más desprovistos que los vascos y para los que el asedio de Oviedo fue un largo baño de sangre. En particular, recibieron armas checas, especialmente fusiles, entregadas por México, y el 19 de octubre, una carga de viejos fusiles franceses traídos por el vapor Reina.
[6] Cf. carta de un miliciano asturiano citada en el Dépêche de Toulouse (4 de octubre de 1987): «¿Qué importa morir si no pasan, y si pasan, qué importa morir?
[7] Cf. el episodio citado por Steer del coronel Annex, jefe de la censura militar, que declaró mientras el enemigo se acercaba a Bilbao: «¿Qué sentido tiene que nos maten?» y mantuvo sus funciones en las filas contrarias.
[8] Según el Times.
[9] Ver Aznar: 1ª Brigada, Coronel García Valino; 2ª, Coronel Cayuela; 3ª, Coronel Latorre; 4ª, Coronel Alonso Vega.
[10] Los bombardeos del 31 de marzo, que precedieron al ataque nacional, se llevaron a cabo con 35 baterías de artillería: el doble de las que los vascos pudieron poner en línea.
[11] La oficina de prensa de los nacionalistas publicó un desmentido el 29 de abril (ver archivos de la Wilhelmstrasse).
[12] Véase Aznar, op. cit.
[13] La defensa consistía en tres líneas de trincheras, cinco redes de alambre de espino, refugios subterráneos y nidos de ametralladoras.
[14] Cf. Steer.
[15] El día 18, 1.500 prisioneros franquistas fueron conducidos en filas, equipados con palas y picos, con el pretexto de cavar trincheras, hacia las vanguardias nacionales.
[16] Es probable que los asesores militares rusos se opusieran a esta operación en 1937.
[17] Tal concentración de material sólo se llevó a cabo dos veces en toda la guerra en el bando republicano, en Brunete y Teruel.
[18] Rojo escribe que «los jefes de la división de vanguardia temían avanzar más y exponerse a ser rodeados».
[19] En particular, la Fuerza Aérea Legionaria Italiana y la Legión Cóndor.
[20] Rojo señala que, por primera vez, la cacería se llevó a cabo de noche
[21] Según Aznar, a partir del 3 de agosto, la 5ª Brigada Navarra se concentró en la zona de Alguilar del Campo y Ala del Rey.
[22] Según Independent News, citando un despacho de la agencia, se trata del comandante de la Guardia Civil Pedro Vega, el comandante de las tropas vascas Ángel Botella y el capitán de navío Luis Terez.
[23] Un informe del Comité Peninsular de la F.A.I. menciona los batallones 122 y 136 y habla de «militantes del P.O.U.M. a su lado»; según Fragua Social, el médico y militante del P.O.U.M. José Luis Arenillas, jefe de los servicios sanitarios del ejército del norte, intentó en el último momento organizar la resistencia. Fue hecho prisionero y ahorcado. Fue autor de una severa crítica a la política del gobierno de Euzkadi, publicada en Nueva Era en enero del 37.
[24] En junio, la prensa informó de un viaje a Londres de Constantino Zabala, suegro de Aguirre.
[25] Véase la nota de Hassell (13 de enero): «Se está negociando con los separatistas vascos en Bilbao, por mediación del Vaticano». El cardenal Pacelli -el futuro Pío XII- habría sido este intermediario, según Largo Caballero y Aguirre.
[26] Los historiadores franquistas suelen guardar silencio sobre este episodio, al igual que muchos republicanos…
[27] Castro Delgado (op. cit. pp. 571-572) estima en unos 45.000 el número de hombres del XIV y XVII Cuerpo de Ejército que defendían Asturias, con 850 ametralladoras, 180 cañones y 6 cañones antiaéreos.
[28] Véase el acta de la última reunión del Consejo de Asturias, publicada en la nota del Consejo en respuesta a Negrín. Este texto, cuya publicación fue prohibida por la censura republicana, apareció en el Nuevo Independiente, y su autenticidad nos fue confirmada por miembros de la Diputación: Zugazagoitia afirma que fue el 29 de agosto cuando la Diputación Provincial decidió transformarse en Diputación Soberana (op. cit. p. 314). Prohíbe cualquier salida: ‘De aquí no sale ni Dios’. Castro Delgado (op. cit. págs. 573 y ss.) afirma que Amador Fernández se dirigió entonces a Francia para obtener un compromiso: la autorización para evacuar al ejército a cambio de no destruir las instalaciones industriales.
[29] Según Castro Delgado (op. cit. pp. 576-577), el coronel Franco, acusado desde hacía tiempo de sabotaje por los comunistas, había asistido a la última reunión del Consejo.
[30] La mayoría de los dirigentes asturianos lograron escapar; miembros del Consejo, el presidente del Tribunal Popular, militantes destacados, como Javier Bueno, jefes militares, los coroneles Pradas, Linares, Ciutat, Galán, el almirante Fuentes. Pero miles de combatientes fueron hechos prisioneros, y muchos de ellos fueron fusilados. Entre ellos, el obrero metalúrgico Carroeerra, que comandaba una brigada. Zuguagoitia (op. cit., p. 319) relató cómo este militante del C.N.T. se negó a embarcarse sin sus hombres y, por tanto, eligió deliberadamente la muerte.
[31] Véase la nota del Stöhrer del 4 de marzo de 1938, citando a Franco: «Las guerrillas continuaron en Asturias y sólo recientemente terminaron. Tras la toma de Dijon, aún quedaban 18.000 hombres armados dispersos por la región; sólo recientemente se había hecho prisionero al último de ellos, probablemente 2.000 hombres, con 18 ametralladoras y 1.500 fusiles.
[32] Unos bombardeos sobre las zonas de concentración habrían detenido todo, dijo Rojo.
II.5: La evolución política de la España nacionalista
- Los hombres del nuevo régimen
- El gobierno nacionalista provisional
- General Franco
- El partido único
- El decreto en sí tiene tres artículos:
- Resistencia política
- El compromiso de la Iglesia
- El nuevo personal de Franco
- Notas
La conquista del Norte no sólo proporciona a los nacionalistas ventajas económicas y estratégicas. Era una garantía para los estados extranjeros de que el Movimiento no podía ser derrotado por las armas. Afirmó la superioridad militar de Franco al convertirse, a los ojos de toda la España rebelde, en el líder indiscutible de la «Cruzada».
El dominio del ejército impuso inmediatamente el «orden» a través del miedo. Sin embargo, la situación política siguió siendo singularmente confusa en la zona nacionalista durante los primeros meses. De hecho, durante este periodo, y hasta octubre del 36, los dirigentes de la rebelión no consideraron necesaria una organización política en esta zona. Dedicaron todos sus esfuerzos a la consecución de una guerra que pensaban que sería de corta duración. Se contentan con asegurar sus espaldas con medidas de fuerza.
Por lo tanto, no pueden y no permiten que ningún partido de la oposición permanezca. La proclamación del estado de sitio ha puesto en manos de las autoridades militares los medios para acabar con toda resistencia. Ya no hay sindicatos, ni partidos obreros o republicanos; los demás partidos ya no muestran ninguna actividad seria. Además, una decisión del 25 de septiembre del 36 prohíbe toda actividad política y sindical. Si había alguna resistencia obrera y campesina, especialmente en Andalucía y Extremadura, había sido decapitada desde las primeras victorias nacionalistas y la violenta represión que las siguió. Sólo se manifiesta en actos de sabotaje en las fábricas y en guerrillas, que molestan a los nacionalistas pero no perturban profundamente su seguridad.
Pero la dictadura militar no pudo ocultar la disparidad de las fuerzas que participaron en el Movimiento y la falta de personal político cualificado. Aparte de las fuerzas regulares, como en la zona republicana en los primeros días de la insurrección, había una diversidad de «uniformes» que simbolizaban las diferencias políticas. Un reportaje de Le Temps, fechado el 8 de octubre y claramente favorable a los sublevados, subraya el alegre caos que reinaba en la zona de Pamplona y Vitoria; la vestimenta que llevaban los Flechas, los jóvenes falangistas, y los Pelayos, los jóvenes carlistas, era lo más extraño, pues el pantalón negro, la camisa azul y la gorra de policía de los primeros contrastaba con el traje caqui y la boina roja de los segundos. Tal o cual facción domina en un determinado sector. Así, los «albiñanistas» [1] se reclutaron principalmente en la región de Burgos; los falangistas eran numerosos en Salamanca, la «ciudad azul», y en Valladolid; los requetés, que representaban el elemento más pintoresco, dominaban evidentemente en Navarra, donde la boina roja, la boina carlista, era el signo convocante.
Así, las declaraciones de apolitismo de los primeros tiempos eran sólo de principio. Subrayan el carácter transitorio de este periodo, dejando la incertidumbre del futuro; ¿es la dictadura militar un expediente o se mantendrá? De las fuerzas políticas predominantes, cuyos objetivos no siempre son similares, monárquicos tradicionalistas o falangistas, ¿cuál debería prevalecer? Al principio, la pregunta se evitó deliberadamente. En los primeros días de la insurrección, las banderas de la República ondearon junto a las banderas monárquicas. Finalmente se restauraron los colores de la realeza, pero esto no fue una señal del régimen definitivo en España.
Los hombres del nuevo régimen
Como el país insurgente seguía necesitando un órgano central, se creó una Junta provisional. Su jefe oficial era el viejo general Cabanellas, de barba noble y escasos medios, nombrado, sin duda, para evitar una difícil elección entre los líderes de la insurrección, tras la muerte de Sanjurjo. Pero el poder real lo tomó pronto el triunvirato Queipo de Llano-Mola-Franco. Cuando se hizo necesario establecer, al mismo tiempo que la unidad de mando militar, una autoridad política absoluta, se encomendó al general Franco.
De los hombres que podrían haber competido con él, la mayoría están muertos. Sanjurjo, que era el verdadero líder de la insurrección, desapareció al principio de la misma. De los demás jefes militares, sólo Queipo y Mola tienen una autoridad comparable a la de Franco.
Sin embargo, Queipo, el dictador del Sur, carece de la estatura de un líder político. Le faltaba el sentido del matiz y la prudencia en sus opiniones. Antes de la Guerra Civil, se comprometió por su actitud de líder «republicano» y «masón», y el gobierno republicano pudo haber considerado confiarle la represión del movimiento insurreccional. Más tarde, apodado el «general social» porque construyó urbanizaciones obreras durante la guerra, ganó popularidad gracias a sus rodomontadas radiofónicas y sus excesos de lenguaje. Pero su inesperado éxito durante las primeras semanas de la sublevación y el papel decisivo que desempeñó Sevilla tras ella le convirtieron en uno de los líderes del Movimiento. Después, su papel político fue disminuyendo paulatinamente, y tras la toma de Málaga, un éxito más italiano que español, nunca tuvo la oportunidad de lanzar una gran operación militar.
Emilio Mola tenía mucho más prestigio por su pasado y su valor. Hasta su muerte en un accidente de avión durante la Campaña del Norte, fue el único jefe militar con gran autoridad, con ideas personales sobre la conducción de la guerra y sobre la política que a menudo se oponían a Franco; según éste, era demasiado obstinado para someterse a otra voluntad. Su influencia en la zona norte, bastión de los requetés, le convirtió en el centro de las intrigas monárquicas. Así que, tras su muerte, para dejar claro que nadie ocuparía el lugar del líder fallecido, Franco insistió en dirigir personalmente las operaciones en el frente norte, y Dávila, que tenía el mando efectivo, seguiría siendo siempre una suborden.
Los líderes políticos del levantamiento también desaparecieron o se mostraron incapaces de imponer sus puntos de vista. El monárquico Calvo Sotelo murió en las condiciones que conocemos. De los demás dirigentes monárquicos, Gil Robles se mostró tímido y débil ante la violencia de los acontecimientos, en los que no tomó parte activa. Manuel Fal Gonde, líder de la «Comunidad Tradicionalista», estaba demasiado marcado políticamente como para esperar unir a su partido. Los primeros líderes de la Falange también han desaparecido: José Antonio Primo de Rivera, fusilado en Alicante, sigue siendo para sus partidarios el «Ausente», que es una forma de considerarlo insustituible. También murió el aviador Ruiz de Alda. Onésimo Redondo murió en los primeros combates. Fernández Cuesta está en una prisión republicana. Los únicos que quedan para dirigir la Falange son gente de «segunda fila» como Manuel Hedilla, que preside la Junta Provisional, o el secretario, Francisco Bravo; ambos son Camisas viejas, antiguos militantes, frente a los miles de personas que se hicieron falangistas entre febrero y julio del 36, para encontrar un marco de actuación contra la izquierda, o, tras la insurrección, para obtener ese preciado salvoconducto que es el carné del Partido.
Aunque no tenían líderes capaces de imponerse, los falangistas constituían, al igual que los requetés, y a menudo contra ellos, una de las fuerzas dinámicas del Movimiento. La unión de los dos grupos era obviamente difícil de lograr y, para durar victoriosamente en una guerra larga, requería la presencia de un árbitro político; asimismo, la rivalidad entre los líderes militares debía dar paso a un mando militar único.
Este árbitro, que se impuso rápidamente como un líder autoritario y obediente, fue el general Franco. Esto se hizo gradualmente desde julio del 36 hasta junio del 37.
El 1 de octubre de 1936, tras la función de las fuerzas del Norte y del Sur, Franco se convierte en Generalísimo y Jefe del Estado. Estos poderes le fueron confiados por los demás jefes militares tras una reunión celebrada en Salamanca el 29 de septiembre de 1936 [2]. Sin duda, era sólo un poder limitado y provisional, que se ampliaría a principios de 1937, tras el fracaso frente a Madrid. Pero la autoridad que se le confirió a partir de octubre de 1936 fue tanto política como militar: «Os confío», dijo Cabanellas, durante la ceremonia oficial de traspaso de poderes, «los poderes absolutos del Estado».
El gobierno nacionalista provisional
El sistema que funcionaba entonces en la España nacionalista era provisional. Responde a los imperativos del momento. Es útil porque reserva los problemas que podrían causar división y permite que las energías de los líderes y las tropas se dediquen por completo a la tarea principal de hacer la guerra. Es necesario porque los funcionarios y técnicos que pueden garantizar el buen funcionamiento de un aparato gubernamental son demasiado escasos; algunos de ellos han permanecido fieles al gobierno republicano, muchos son depuestos, condenados o simplemente sospechosos; sólo el cuerpo diplomático es mayoritario a favor de la insurrección. Un número considerable de oficiales ocupaba puestos de funcionario.
Este sistema político terminaría cuando las tropas nacionalistas entraron en Madrid. La capital provisional era Burgos; pero Franco residía más a menudo en Salamanca, donde tenía su sede el Estado Mayor. También fue en Salamanca donde el hermano mayor del Generalísimo y hombre fuerte del nuevo régimen, Nicolás Franco, fijó su residencia, con el título de Secretario General del Jefe del Estado. Sus responsabilidades incluían la Economía de Guerra, el Orden Público y también las Relaciones Exteriores. Por lo tanto, era una figura muy poderosa [3]. En ese momento, el Generalísimo sólo podía supervisar las cuestiones políticas, ya que él mismo estaba absorbido por la dirección de las operaciones militares. Al menos se aseguró de compartir el poder sólo con hombres de confianza.
El tercer hombre del gobierno provisional era el general Sangroniz, jefe del Estado Mayor del Generalísimo. Sangroniz había sido un miembro leal del personal de Franco desde el principio; fue él quien se encargó de servir de enlace entre Canarias y España en nombre del General [4].
A estos dos organismos, la Secretaría General y el Gabinete del Generalísimo, se añadieron nuevos servicios creados antes de finales de 1936. Este fue el esquema de los futuros ministerios del gobierno nacionalista: la Secretaría de Asuntos Exteriores, ejercida primero por el antiguo ministro español en Viena, Francisco Serrat, la Secretaría de Guerra, encomendada al general Gil Yuste, y el cargo de Gobernador General atribuido a otro militar, el general Francisco Fermoso, cuyas funciones eran tan amplias como imprecisas: gestión administrativa de las provincias, nombramientos y relaciones con las delegaciones provinciales.
Los servicios de Seguridad Pública se instalaron en Valladolid; en Salamanca se creó un gabinete de prensa y propaganda, dirigido por Millán Astray, fundador del Tercio, que permaneció en estrecho contacto con los servicios de la Secretaría General; además, estaba destinado tanto a «dirigir» la prensa nacionalista como a «informar» a los corresponsales de la prensa extranjera que visitaran la España nacionalista.
Finalmente, junto a estos órganos esenciales del nuevo régimen franquista, se crearon los servicios de la Junta Técnica, cuya función sería la de preparar los decretos que se someten a la firma del jefe de gobierno. La Junta estaba compuesta por siete comisiones: Finanzas – Justicia – Industria, Comercio y Abastecimiento – Agricultura – Trabajo – Educación – Obras Públicas y Comunicaciones.
En el marco de la Junta Técnica se sitúan las oficinas y despachos que deben, en un sistema totalitario, controlar todas las actividades del país y hacer funcionar una economía de guerra. Fue una tarea difícil, cuya dirección recayó en el general Dávila. Al igual que Sangroniz, era uno de los oficiales que gozaba de la plena confianza del Generalísimo. Aunque jugó el «segundo plan», su papel fue considerable. Al mismo tiempo que presidía los trabajos de la Junta, era el Jefe de Estado Mayor del Ejército.
Por lo tanto, Franco ejercía el poder directamente o a través de sus amigos. Pero parece que en octubre-noviembre aún no había tomado ninguna decisión sobre el futuro. El programa del gobierno provisional, que debería reflejar sus tendencias políticas, no revela ninguna idea original. Es un compromiso entre las ideas de Fal Conde y las teorías del falangismo.
Del Tradicionalismo se conservaron la instauración de un gobierno de carácter totalitario, la posibilidad de una restauración monárquica y, sobre todo, la idea de la unidad nacional, que sería uno de los temas constantes de la propaganda y los discursos de Franco: «La guerra de España -declaró- es la lucha de la Unidad contra la Secesión».
El programa de la Falange incluía ciertos principios, como el trabajo obligatorio («El nuevo Estado no puede admitir ciudadanos parásitos»), pero garantizaba y protegía contra «los abusos del capitalismo», la remuneración justa del trabajo y la posibilidad de compartir los beneficios.
Al tomar prestado a todo el mundo de esta manera, Franco da la impresión de que sólo intentaba desempeñar el papel de árbitro indispensable en ese momento. La rápida victoria que esperaban los nacionalistas habría planteado, sin duda, el problema de la dirección que debía tomar el régimen de forma muy rápida y brutal. El fracaso ante el Madrid transformó por completo la cuestión. Era necesario mantener un poder fuerte, ante una situación militar aún incierta, para evitar las disputas internas y, en consecuencia, posponer la elección a favor o en contra de la monarquía. El statu quo provisional ya no es suficiente. Era necesario, en palabras de Suñer [5], «dar al movimiento el carácter y la figura de un Estado». Franco ya no era sólo el «generalísimo», se convirtió en el líder inspirado del Movimiento, el Caudillo [6].
General Franco
Esto marcó el final de una primera evolución política; el que había sido sólo uno de los principales líderes del Movimiento se convirtió en el jefe militar supremo. El general Franco pronto se convertiría en maestro y salvador.
Tenía poco prestigio físico, este hombre bajo y fornido, «gordo, atildado, presumido», con cara redonda y bigote negro; su figura corta y precoz contrasta en las fotos con las de Mola y Kindelan. Pero esta falta de presencia no le impidió tener una carrera militar extremadamente brillante, capitán a los 21 años, general a los 32. Esto es excepcional, incluso en el ejército español.
Nacido el 3 de diciembre de 1892, Francisco Franco Bahamonde [7] fue el segundo hijo de Nicolás Franco, comisario de Marina en Ferrol [8]. Sus estudios, en el Sagrado Corazón del Ferrol y luego en el Colegio Naval, le destinaron, como sabían su padre y su abuelo materno, a la carrera marítima. Fue una coincidencia que lo desvió de ella, la supresión de las admisiones en la Escuela Naval. Francisco se convirtió en cadete de infantería en la Escuela de Toledo. Se graduó como subteniente en 1910, pero su verdadera carrera comenzó tras dos años en la guarnición, cuando fue enviado a Marruecos para participar en la batalla en torno a las antiguas «Présides» [9], Melilla, Ceuta y Larache. En los difíciles y poco gloriosos combates del principio, hubo muchas bajas, y él fue uno de los pocos que permaneció indemne tras cuatro años de guerra. Fue herido en 1916, cuando ya era comandante de batallón. Tras una larga pausa, regresó a Marruecos y fue destinado a la Legión Española, que organizaba Millán Astray. Su reputación como líder militar y organizador nació de su participación en las batallas del Tercio de 1920 a 1924. Sus biógrafos le atribuyen el protagonismo en el desembarco de Alhucemas, que, tras una serie de fracasos, infundió nuevos ánimos al ejército africano. Fue colmado de honores, se convirtió en el general más joven del ejército y en el sucesor de Millan Astray al frente de la Legión. Finalmente, a su regreso a España, se le encomendó la dirección de la Escuela General Militar, que acababa de fundarse en Zaragoza.
Por lo tanto, era uno de los líderes militares más destacados cuando tuvo lugar la revolución de 1931. El resto de su historia se entrelaza con la de la República. A veces se le destituye, a veces se le coloca en la cima de los honores. Es cierto que dudó durante mucho tiempo antes de unirse al complot contra el gobierno republicano. Hizo gestiones ante Pozas y luego ante Azaña entre febrero y julio del 36, pidiéndoles que rompieran la revolución. Esto puede verse como una manifestación de su hostilidad hacia la izquierda revolucionaria; pero también es una prueba de que quería dar una oportunidad a la República, incluso si eso significaba combatirla ferozmente después hasta derrotarla totalmente.
Porque si Franco fue cauto y lento en sus decisiones, las mantuvo después con una voluntad y hasta una obstinación que constituyen uno de los rasgos más destacados de su carácter. Ciertamente, poseía cualidades excepcionales, una verdadera inteligencia, una profunda astucia, que lo hacían tanto y más político que militar. Sabe perfectamente cómo ocultar sus pensamientos. Es tranquilo, discreto, poco hablador, lo que no parece acorde con el temperamento español (pero hay que recordar que es gallego). Sabe aprovechar admirablemente las oportunidades que se le brindan.
Muchas coincidencias afortunadas intervinieron en la vida del general Franco. Su entrada en el ejército, la guerra del Rif, la desaparición de los primeros líderes de la sublevación son elementos que explican la gran confianza en sí mismo en la que coinciden los observadores. Pero Francisco Franco era también un oficial profundamente católico. Su educación, las influencias ejercidas sobre él por un entorno monárquico, y su respeto por la religión establecida, le distanciaron ciertamente del fascismo propiamente dicho. Franco era un conservador de tradición militar y católica. El cargo que llegó a ocupar ancló en él la idea de que había sido designado por Dios para salvar a España de la anarquía, el ateísmo y la revolución en todas sus formas. Considerado durante mucho tiempo como monárquico [10], aunque había aceptado ser un alto funcionario del régimen republicano, criado en una tradición carismática, se sentía designado, si no sagrado. Realista, además, no cree en la posibilidad de restablecer inmediatamente la monarquía en su forma tradicional, lo que dividiría a los partidarios del Movimiento. También era realista rechazar, como lo hizo, cualquier compromiso con los «rojos», porque la brecha entre las dos partes no podía llenarse con la negociación.
En definitiva, la guerra le dio la oportunidad de mostrar sus cualidades políticas; tranquilo y contemporizador, no era un hombre de arrebatos, ni de golpes de genio; pero tras la decepción de Madrid, supo adaptarse a una guerra larga.
Para librar y ganar esta guerra, tenía muchas ventajas. En primer lugar, los territorios que controla: el gobierno nacionalista es mucho más favorecido que el republicano; los recursos de estas regiones se complementan, los rebaños de Extremadura y la agricultura de los grandes latifundios andaluces, el trigo de Castilla y las hortalizas de Galicia. Por otro lado, las grandes ciudades densamente pobladas, que debían ser abastecidas, estaban en el lado republicano. Financieramente, a falta de los recursos del Banco de España, Franco disponía de la riqueza de sus partidarios, de los capitales fugados de la zona republicana y de un considerable apoyo extranjero, cuyos intereses representaba Juan March. Por otra parte, la explotación de las minas de Marruecos y de Río Tinto, ocupadas por los sublevados desde el inicio del Movimiento, y, a partir de agosto de 1937, el control práctico del País Vasco y de la región de Santander aseguraron una moneda de cambio indispensable para una economía estable. Así, la zona nacionalista no experimentó una grave crisis económica.
Pero el general Franco tuvo que resolver las profundas contradicciones que dividían a las fuerzas políticas en las que se apoyaba. Para que su autoridad absoluta no se quedara en lo meramente nominal, tuvo que conciliar las tendencias conservadoras de los «tradicionalistas» y las ideas falangistas, que querían un trastorno total del Estado.
El partido único
Para ello, disponía de un medio radical: la creación de un partido único, del que sería el líder indiscutible, a imitación de lo que había ocurrido en Alemania e Italia. La tarea es difícil. Los monárquicos tienen una sólida organización política. Sus divisiones se han borrado en la acción, y la parte preponderante tomada en la insurrección por la Comunidad Tradicionalista le ha permitido absorber una gran parte de las fuerzas de Acción Popular. Con una sólida representación en Castilla, dominaba Navarra y Aragón, bastiones de la sublevación. Sus dirigentes contaban con importantes apoyos y amistades en el extranjero. Ante la prolongación del conflicto, ya no dudaron en mostrar sus sentimientos; se manifestaron en San Sebastián en febrero, y Fal Conde se posicionó públicamente a favor de la inmediata restauración de la monarquía. Franco consideró la amenaza lo suficientemente seria. Se preguntaba si no sería conveniente «hacer fusilar a Fal Conde por el delito de alta traición» [11]. En cualquier caso, el líder carlista se vio obligado a ir a Portugal.
La Falange también se había convertido en una fuerza política importante. Reunió a un gran número de personas, seducidas por su dinamismo o que vieron en él una fuerza de progreso, frente al conservadurismo de los requetés. Los falangistas, a menudo de origen republicano y sindicalista, exigen que se plantee y resuelva «el problema social». Disponían de considerables fuerzas militares, organizadas en milicias en Castilla, Extremadura y Andalucía. A falta de apoyo directo, contaron con la simpatía de los aliados italianos y alemanes del gobierno de Burgos. Pero la Falange siguió siendo un partido sin un líder digno.
Además, no sólo los partidos políticos desempeñaron un papel. Franco supo utilizar el poder del ejército situándolo en primera línea. Los jefes militares no siempre estaban de acuerdo con él, y había opositores que deseaban abiertamente un gobierno dirigido por Mola; la mayoría de los oficiales no tenían una concepción política muy definida y se contentaban con expresar su deseo de apoyar un gobierno autoritario. Pero el Ejército existe como fuerza política y no está dispuesto a «quedar relegado a su función militar». Representa un poder en el que el generalísimo puede confiar.
El principio del «partido único» y las reformas que se derivan de él habían sido aceptados por Franco desde hacía tiempo. Su aplicación se retrasó al principio por el deseo del Caudillo de obtener el consentimiento de todos mediante la negociación. Se trataba de no apurar a la opinión pública. A principios de febrero de 1937 se anunció la preparación de un proyecto de decreto. Lo más fácil era conseguir la disolución de los viejos partidos de derecha, que habían perdido mucha influencia. La Acción Popular de Gil Robles iba a desaparecer antes del 10 de febrero; unos días más tarde, Robles, que no había desempeñado ningún papel desde el inicio de la insurrección, confirmó que abandonaba toda acción política. Al mismo tiempo, Goicoechea anunció que el otro partido monárquico, Renovación Nacional, también desaparecería. Estas alentadoras declaraciones no fueron suficientes para establecer la deseada unidad. No se pudo llegar a un acuerdo entre la Falange y los tradicionalistas mediante la negociación. Por lo tanto, hay que imponer reformas.
Queda por encontrar un pretexto. El utilizado fue un incidente entre grupos falangistas rivales en Salamanca. Como dice el decreto, «las pequeñas discordias en el seno de las organizaciones, resucitando viejas intrigas políticas, corren el riesgo de romper las organizaciones y las fuerzas». El Decreto del Partido Único del 19 de abril del 37 se presentó como una obra de paz. Franco estudió detenidamente el texto de este decreto. Según Serrano Suñer, que afirma haber redactado el texto de forma definitiva, Franco trabajó y anotó especialmente los estatutos de la Falange, y trató de establecer la relación entre los discursos del tradicionalista. Pradera y las de José Antonio. Finalmente presentó el decreto a Queipo y Mola para su aprobación. Ambos aceptaron el texto sin ninguna reserva. La única objeción de Mola fue gramatical. Queipo, sin embargo, pidió que su publicación se retrasara un mes, con el pretexto de esperar la caída de Madrid.
«Es urgente», dice el preámbulo del Edicto de Unificación, «realizar la gran tarea de la paz, cristalizando en el Nuevo Estado el pensamiento y el estilo de nuestra Revolución». Esta frase indica por sí sola la importancia del texto. Lo primero que vemos en él es la creación del partido único: «Es esencial que cada uno borre de su corazón sus diferencias personales» [12]. También es fácil encontrar en él los principios ya expuestos, heredados de los requetés y de la Falange. Pero el decreto también subraya las razones que hacen necesaria su promulgación: los partidos políticos «se desgastan en luchas estériles»; al hacerlo, los dirigentes traicionan a las masas de sus miembros «que se mueven por un ideal puro». Este ideal, aceptado por todos y proclamado por el Estado, debe ser salvaguardado. El nuevo Partido debe ser un vínculo entre el Estado y la sociedad, «una garantía de la adhesión viva del pueblo al Estado», un vínculo entre las fuerzas tradicionales y las nuevas [13]; «La Falange trae con su programa a las masas jóvenes, un nuevo estilo de propaganda, una forma política y heroica de la época actual; los requetés han traído el sagrado depósito de la Tradición española, tenazmente conservado, con su espiritualidad católica». Aparece aquí la idea más profunda, el deseo de crear no sólo un verdadero partido, es decir, una organización política que pudiera servir para el gobierno, sino una hermandad, una sociedad fraternal, como la que podía dar lugar la tradición española, según el modelo de las organizaciones medio seculares y medio religiosas creadas por los reyes católicos. Enlazar el presente con el pasado, resucitar la gloria de España en una «nueva forma», ésta era la tarea de la «Cruzada», al menos por el momento. Pues el Caudillo se negó a ser prisionero de sus propias decisiones y contempló la posibilidad de modificar el edicto: «No será algo rígido, sino sujeto a revisión y mejora».
El decreto en sí tiene tres artículos:
«Artículo 1º: La Falange Española y los Requetes, con sus actuales servicios y elementos, se integrarán, bajo mi mando, en una sola autoridad política de carácter nacional, que se denominará Falange Española Tradicionalista y de los J.O.N.S. Esta organización, intermediaria entre la Sociedad y el Estado, tendrá como misión principal comunicar al Estado el sentimiento del pueblo y dar al pueblo el pensamiento del Estado, mediante las virtudes político-morales de servicio, jerarquía y fraternidad. Estarán afiliados a la nueva organización, de pleno derecho, todos aquellos que, el día de la publicación de este decreto, posean el carné de la Falange o de la Comunión Tradicionalista, y podrán afiliarse todos los españoles que lo soliciten.
Este artículo aparentemente da satisfacción a la Falange, al introducir la idea de una moral política, y sobre todo al mantener la esencia del nombre falangista para designar al nuevo partido. De hecho, Franco había sugerido, antes del 19 de abril, que la Falange «sería la base del Partido único». Pero los dos artículos siguientes muestran el verdadero significado del decreto, que pretende amordazar cualquier oposición y destruir cualquier posibilidad de acción militar o de un simple golpe de fuerza por parte de los descontentos:
«Artículo II: Los órganos de gobierno de la nueva entidad político-nacional serán el Jefe de Estado, una Secretaría o Junta Política y el Consejo Nacional. La Secretaría o Junta corresponderá al establecimiento de la constitución interna del conjunto, para el éxito de su finalidad principal: asistir a su Jefe en la elaboración de la estructura orgánica y funcional del Estado, y, en todo caso, colaborar en la acción del Gobierno. La mitad de sus miembros serán nombrados por el Jefe de Estado y la otra mitad elegida por el Consejo Nacional. El Consejo Nacional se ocupará de los grandes problemas nacionales que el Jefe del Estado le someta en los términos que se establezcan por disposiciones posteriores.
«Artículo III: La Falange y los Requerimientos se funden en una única Milicia Nacional, conservando sus emblemas y signos externos; la Milicia Nacional es la auxiliar del ejército. El Jefe del Estado será el jefe supremo de la Milicia, y el jefe directo será un general del ejército…».
Si el general Franco permitió que quedaran signos y símbolos, se cuidó de vaciarlos de su verdadero significado. Como conciliador y diplomático, siempre estaba dispuesto a hacer concesiones. Así, para conciliar mejor a los requetés, hizo poner las antiguas insignias de Navarra en las nuevas armas de España; también hizo que los requetés custodiaran la entrada de su cuartel general. De hecho, los dos últimos artículos del decreto del 19 de abril son un paso decisivo hacia el establecimiento de un nuevo régimen. La segunda consagra la autoridad política del Caudillo, que elabora, y por tanto puede modificar siempre, la estructura del Estado; nombra a la mayoría de los dirigentes del Partido Único. Todos los miembros del primer Consejo Nacional serían nombrados directamente por él. El artículo III completa el proceso de otorgarle una autoridad militar total al convertirlo en el único jefe de la Milicia Nacional, que no debe confundirse con el ejército regular y que está sometido a él. El nuevo partido así constituido iba a ser el instrumento de gobierno que utilizaría Francisco Franco como Jefe de Estado, Jefe de Gobierno, Jefe Nacional del Movimiento y Generalísimo, y su autoridad se haría valer con el máximo vigor en todos los ámbitos.
Pero esta autoridad y la organización del nuevo Estado debían garantizarse en la práctica. Para que el sistema político así establecido pudiera funcionar con normalidad, era necesario no sólo dar la idea de la unidad nacional, sino también lograr esta unidad y acabar con la oposición. Todas estas medidas se adoptan con el objetivo aparente de la conciliación. La formación del Consejo Nacional de la Falange atestigua esta hábil Justicia Distributiva, que pretendía mantener en torno a la persona del Caudillo una verdadera unidad de los elementos políticos que habían participado en el Movimiento. El Consejo estaba formado, en una hábil mezcla, por antiguos falangistas como Fernández Cuesta y Agustín Aznar, monárquicos como Esteban Bilbao y Fal Conde, que hacía su regreso político, pero también militares como Francisco Gómez Jordana y hombres de confianza como Serrano Suñer.
El peligro, por supuesto, es que disgustará a todos aquellos de ambos partidos que temen, con razón, que sea imposible encontrar un terreno común. Si el apoyo católico y la habilidad del Caudillo habían reducido al mínimo las reacciones monárquicas, no se podía decir lo mismo del bando falangista.
La posible entrada en la Junta del Partido de personajes claramente hostiles al programa revolucionario de la Falange, y amigos personales del general Franco, preocupaba a los camisas viejas. Aún más peligroso para algunos de ellos era el poder supremo otorgado a Franco, cuyo pasado, educación y amistades eran muy sospechosos. Esperar al final de la guerra para hacer triunfar el ideal de la Falange era arriesgado. El descontento de estos falangistas no se hizo esperar: fue el complot de Hedilla.
Resistencia política
Manuel Hedilla asumió la dirección de la Falange como secretario general. Había sido uno de los estrechos colaboradores de José Antonio. Su formación como trabajador manual -es un antiguo estibador- es una garantía de su «actitud social». Pero no tiene antecedentes políticos. Hughes lo llama «grosero, brutal, destemplado». La trama que organiza, por lo que se puede saber, parece simplista e incluso ingenua: preparar manifestaciones en todo el país para mostrar el descontento de la Falange, rodear el cuartel general de Franco para asaltarlo y, finalmente, proclamar una Junta política revolucionaria compuesta por Hedilla y sus amigos. En esta Junta habrían participado, según Suñer, la hermana del antiguo líder de la Falange, Pilar Primo de Rivera, el general Yagüe, cuyas simpatías por la Falange eran conocidas desde hacía tiempo, Dionisio Ridruejo, José Sainz, etc. Además, estamos reducidos a suposiciones en cuanto a los detalles de este asunto: los documentos del juicio nunca han sido comunicados; sólo conocemos los cargos presentados contra los falangistas detenidos. El más grave de ellos fue, sin duda, el intento de revuelta militar. Quizás la importancia de estas acciones fue deliberadamente exagerada en el bando franquista. Suñer acusó por su nombre al comandante Doval, responsable de Orden Público de la Comandancia de Salamanca, de haber buscado crear una sensación. En cualquier caso, parece que la trama fue llevada a cabo muy torpemente. Hedilla acumuló imprudencias: emisarios enviados a las provincias, un telegrama encriptado enviado a las delegaciones provinciales para incitarlas a la resistencia contra el decreto del Partido Único, órdenes transmitidas por el jefe provincial de Zamora a los jefes locales, todo lo cual justificaba sobradamente su detención y juicio. Es evidente que el número de detenciones había sido considerable, que medidas como aquella, incluso temporal, que prohibía a los falangistas entrar en Salamanca, tendían a demostrar públicamente que el nuevo régimen no se arredraba ante ninguna decisión, por grave que fuera, para imponer su voluntad.
Pero, ¿qué había realmente detrás de la trama? Cuesta creer que el gobierno de Franco se viera seriamente amenazado por este analfabeto de nula talla, del que Franco señaló complacientemente al embajador Faupel que «no estaba en absoluto a la altura de las capacidades exigidas a un dirigente de la Falange.» En la misma conversación, el Caudillo había aludido a «un enjambre de jóvenes ambiciosos, que ejercían su influencia sobre él», sin dar más detalles. Es cierto que Hedilla fue empujado por otros, para los que era una mera figura. Es curioso, en este sentido, constatar que en el entorno de Pilar Primo de Rivera se mantuvo una permanente hostilidad contra el régimen. Esta mujer, que quiso encarnar el espíritu de la Falange tras la muerte de su hermano, parecía estar en el centro de la oposición de Camisae vie jas al gobierno de Franco [14]. Pero su nombre la protege de las medidas policiales.
Al magnificar deliberadamente y reprimir con dureza una trama torpe, Franco probablemente quería impresionar a adversarios más peligrosos que Hedilla. Los «jóvenes», de los que habla el Generalísimo, recibieron estímulos del exterior. La simpatía que la Falange siempre había encontrado en Roma y Berlín se acentuó desde la llegada de los embajadores de las potencias del Eje. Si el primer embajador italiano, Cantalupo, cuya misión fue extremadamente breve, no se interesó demasiado por la política interna de la zona nacionalista, no puede decirse lo mismo de su sucesor, el conde Viola, y del representante alemán: Wilhelm Von Faupel mostró ostensiblemente su amistad por las camisas vie jas; estaba ciertamente al corriente del complot y puede haber suministrado armas a los conspiradores. ¿Bromeaba Franco cuando propuso a Faupel que enviara a Hedilla «durante unos meses a Alemania e Italia, para que aprendiera algo y luego utilizara sus experiencias para trabajar en la recuperación del país» [15]?
De hecho, Hedilla conoció rápidamente el resultado de su juicio: la culpabilidad del acusado fue plenamente reconocida. Se dictaron cuatro sentencias de muerte, entre ellas la del antiguo líder de la Falange [16]. En opinión de Suñer, que no suele ser demasiado generoso, las sentencias fueron muy duras. El embajador alemán, sin duda temiendo ser considerado responsable de la situación, trató de salvar la vida de Hedilla. Pidió instrucciones a su gobierno sobre la actitud que debía adoptar en este caso, pero sugirió una intervención directa, un llamamiento a la clemencia. Faupel propone incluso que se comunique al Generalísimo la observación de que «la ejecución de HediIla y sus compañeros, en el momento actual, es una medida que parece criticada por razones políticas y sociales». No sabemos qué contestó la Wilhelmstrasse a su embajador al respecto, ni si hubo también, como es probable, una gestión italiana a favor de Hedilla, pero la sentencia de los condenados a muerte fue conmutada por cadena perpetua [17]. Dicho indulto no debilitó la posición del general Franco, sino todo lo contrario. La necesidad de salvaguardar la unidad nacional en la lucha le aseguró un buen apoyo. Afirmó haber recibido «sesenta mil telegramas de felicitación y aprobación» el 5 de mayo…
A pesar de este optimismo oficial, es cierto que el espíritu de oposición pervive en muchos círculos falangistas; lo vemos surgir a veces y manifestarse con mayor brutalidad cuando cualquier forma de hostilidad al régimen es sofocada por la continua represión. El incidente más típico a este respecto es el discurso pronunciado por el general Yagüe en Burgos el 19 de abril de 1938. Yagüe era uno de los más populares de los jefes militares nacionalistas; el considerable papel que había desempeñado en la guerra desde la insurrección marroquí, su fama de líder «social», sus amistades personales con los camisas vie jas le habían convertido en «el general de la Falange», lo que explica que su nombre se mencionara en la trama de Hedilla. Las críticas que hace en su discurso de Burgos parecen un eco de la desilusión falangista ante las medidas de conservación social tomadas por el gobierno nacionalista: es necesario, dice Yagüe, hacer algunas reformas sociales; es necesario dar a la justicia verdadera honestidad y eliminar su carácter parcial. El alcance de estas críticas fue limitado y el incidente no tuvo consecuencias graves. Es cierto que se tomaron sanciones contra Yagüe, pero aunque fue relevado de su mando, pronto fue indultado y se le dio otro destino.
Mucho más grave fue el complot organizado por Vélez y Aznar. Si las sentencias contra ellos son relativamente suaves [18], es porque el régimen es ahora sólido, y no hay necesidad de golpear tan fuerte como en la época de la trama Hedilla. Por el contrario, hacerlo sería arriesgarse a atraer a algunos de los antiguos miembros de la Falange a la oposición, y Franco era demasiado diplomático para hacerlo. El importante papel desempeñado en la Falange por los dos hombres comprometidos en la nueva trama los convirtió en verdaderas personalidades del Movimiento. Vélez fue sin duda el más comprometido. Antiguo miembro de la sección marroquí de la Falange, y consejero nacional como Aznar, parece haber buscado realmente las simpatías de algunos jefes militares para una acción fuerte. Agustín Aznar, más cauto, se contentó con oponerse a la orientación del nuevo régimen con sus palabras; antiguo compañero de José Antonio, amigo de Fernández Cuesta, que no iba a seguirle en esta dirección, Aznar quiso representar el «falangismo puro», la intransigencia doctrinal. Antes de la guerra, había sido jefe de las Milicias Falangistas, lo que le llevó a asumir la responsabilidad de los atentados armados en Madrid entre febrero y julio de 1936, y posteriormente fue nombrado Inspector General de las Milicias.
En realidad, para los falangistas, el adversario no era Franco, sino las fuerzas conservadoras, la Iglesia y los monárquicos. Las oposiciones a veces se convertían en peleas. Stôhrer informa [19] a principios de noviembre de 38 escaramuzas en Sevilla «entre la Falange y el clero». Los falangistas también identificaron a la Iglesia con la reacción monárquica. También eran hostiles a cualquier intento de restauración.
Muchos monárquicos consideraron después de la guerra que Franco les había engañado; Ansaldo atestigua la esperanza constante de una restauración. De hecho, el Generalísimo nunca se comprometió con las demandas, y el propio Mola se negó a decidir de antemano qué régimen impondría el Movimiento en España. Muchos monárquicos sirvieron lealmente al nuevo Estado e incluso le prestaron considerables servicios: así, Antonio Goicoechea se convirtió en un dignatario del sistema franquista y el duque de Alba fue un eficaz embajador en Londres. Aunque obligados por la disciplina, los generales Ponte y Kindelan no ocultaron que estaban a favor de una restauración. No pasó un mes sin que se planteara la posibilidad de volver a la monarquía: incluso se pensó en facilitarla sustituyendo a Alfonso XIII por su hijo Don Juan. Franco nunca se opuso directamente a estas maniobras. Se limitó a descartarlas, subrayando que España no debía seguir dividida y que primero debía salvaguardar la unidad del Movimiento, garante de la unidad de la nación.
La organización del partido único le dio un medio de control y acción sobre todas las actividades de España. Este fue el paso decisivo hacia la realización del nuevo Estado español, con su estructura dictatorial. Pero no fue hasta los primeros días de 1938 cuando se formó un gobierno.
Mientras tanto, se produjeron dos acontecimientos importantes que reforzaron aún más la posición del Caudillo: el primero fue la victoria decisiva en el Norte, y el segundo fue la reunión oficial del clero y el apoyo sin reservas que le dieron al nuevo régimen.
El compromiso de la Iglesia
Sin duda, desde el principio de la guerra, la mayoría de los sacerdotes se posicionaron, a menudo de forma activa e incluso violenta, a favor de la rebelión. Pero la jerarquía católica, aunque muestra su simpatía, se niega a dar apoyo oficial a un movimiento de revuelta; la incertidumbre de los primeros días, la preocupación por no romper la unidad de la Iglesia, con una gran parte del clero vasco que permanece fiel al gobierno, explican esta actitud expectante. La evolución de la situación durante 1937 llevaría a un cambio radical de esta posición. Las razones parecían sencillas: la prolongación de la guerra, cuyo desenlace parecía cada vez más lejano, obligaba a formalizar una opción que ya se manifestaba en los hechos; los éxitos conseguidos por los nacionalistas habían mejorado la posición diplomática del gobierno de Burgos, y el establecimiento de relaciones con el Vaticano era una consecuencia lógica; y, por último, la campaña de Vizcaya resolvía el problema que planteaba la existencia de una minoría católica en el bando republicano. El 7 de octubre de 1937, el nuncio Antoniutti presentó sus credenciales al general Franco. Unos meses antes, la mayoría de los prelados españoles ya habían anunciado este gesto. Las constantes referencias de los nacionalistas a la tradición católica y a la obra de los reyes católicos, y la influencia personal de algunos obispos, especialmente del cardenal-arzobispo de Toledo, Goma y Tomás, habían contribuido fuertemente a inclinar la jerarquía eclesiástica en esta dirección.
El 1 de julio de 1937 se publicó la «Carta colectiva de los obispos españoles». Disipa toda ambigüedad al respecto. Firmado por 43 obispos y 5 vicarios capitulares, encabezados por el cardenal Goma y el cardenal Ilundain, arzobispo de Sevilla, este texto debe su importancia no sólo a que explica la actitud del clero y de los católicos españoles, sino sobre todo a que es uno de los únicos que intenta justificar el Movimiento de forma racional e inteligente.
De hecho, la carta de los obispos pretende, en primer lugar, justificar la posición de la Iglesia justificando la guerra. Si en el extranjero, y especialmente en ciertos círculos católicos franceses, había indignación por la persecución de personas en la zona republicana, también era visible la preocupación por la actitud muy «activa» de muchos sacerdotes españoles en el conflicto. Por ello, los obispos declararon perentoriamente que «la Iglesia no quería la guerra». No lo quería, pero lo acepta, porque se ha visto obligado a ello. El uso de la fuerza, en estas condiciones, es legítimo [20]:
Había una amenaza para la existencia del bien común; en primer lugar, una amenaza para la Patria, porque la orientación dada a la política por el Frente Popular es, precisamente, «contraria a la naturaleza y a las necesidades del espíritu nacional». Amenazas también contra el espíritu religioso; así, las leyes laicas son calificadas de «inicuas», como ataques a la libertad de conciencia «cristiana»; luego, de forma más material y menos discutible, estaban los ataques a las iglesias[21]. 21] Por último, hay una amenaza menos directa para la sociedad establecida, ya que el peligro del «comunismo destructivo», de la revolución «antidivina», se menciona constantemente en el texto. Por lo tanto, es necesario luchar, ya que hay que «perecer bajo los embates del comunismo o intentar deshacerse de él». La guerra se presenta como una reacción saludable, como un «remedio heroico» contra un peligro público; los alzados hacen del patriotismo y del espíritu religioso imperativos de los que la Iglesia no puede renegar.
Por otra parte, es un hecho que «todas las autoridades sociales y los sabios reconocen el peligro público», y la «convicción de los sabios de la legitimidad de su triunfo» es absoluta.
Puesto que esta guerra es justa y necesaria, la Iglesia no puede «permanecer indiferente»; puesto que los que luchan apoyan una causa santa, es necesario hacer de esta lucha «una lucha sagrada». De ahí el segundo comentario que hay que hacer a la Carta de los Obispos: indicar en qué dirección hay que dirigir el conflicto, qué carácter hay que darle. Este conflicto, una «reacción religiosa», es una cruzada, y los combatientes pueden ser comparados con los caballeros-monjes de las órdenes militares. La causa que defendían era ante todo la de España, pero también la de toda la cristiandad. Estos soldados de Dios luchan «por los principios fundamentales de cualquier sociedad civilizada». Es notable que el texto comience con un «llamamiento de ayuda a los pueblos católicos»; este llamamiento se dirige, sin duda, a los católicos franceses, pero también a los de América del Sur, a los que el recuerdo de una civilización común, de su pertenencia a la Hispanidad, puede congregar más fácilmente.
Por último, la Carta refuta la idea de que esta guerra oponía la Iglesia a los poderes constituidos: la autoridad pública se había arruinado; para restablecerla, los líderes de la sublevación recurrieron a «un plebiscito armado». Aquí encontramos el argumento que sus partidarios venían utilizando desde el inicio del Movimiento.
El hecho es que los representantes de la Iglesia española se han negado categóricamente a respaldar todo lo que engloba el Movimiento. Un párrafo es especialmente significativo: afirma que la Iglesia no apoya «tendencias o intenciones que, en el futuro, puedan desfigurar el noble rostro del Movimiento Nacional». Se añade así al texto un elemento de polémica, obviamente dirigido contra la Falange.
Nunca se insistirá lo suficiente en que esta carta está destinada a la exportación. La posición adoptada por los obispos no enseñará nada a los que viven el conflicto español. Por el contrario, su aspecto oficial y su tono categórico lo convierten en un texto capital a los ojos de los extranjeros: el «aspecto real» de la guerra española se presenta a las cancillerías extranjeras; de ahí la insistencia que el texto pone en subrayar el «salvajismo colectivo» de la revolución y de las persecuciones antirreligiosas; de ahí la aberración deliberada que consiste en presentar la revolución como un levantamiento comunista, sin preocuparse por la confusión de términos[22]. 22] Lo principal es recordar a todo el mundo que lo que está ocurriendo en España es algo más que una guerra civil, porque «Dios ha permitido que nuestro país sea un campo de pruebas de ideas y sistemas que aspiran a conquistar el mundo».
En la lucha, la Iglesia adoptó una postura. Su acción debía contribuir a dar una dirección definitiva al régimen. Incluso más que los jesuitas, cuyo regreso en esta época es significativo, los dominicos parecen haber ejercido una influencia considerable sobre los líderes nacionalistas. Stôhrer señala, entre los asesores personales de Franco, al padre Menéndez Reigada. La influencia de la Iglesia no sólo fue sobre el general, sino también sobre sus allegados, especialmente su cuñado, Ramón Serrano Suñer. Desde que éste había escapado de la zona republicana en febrero del 37, su influencia había crecido constantemente. Los hombres cambiaron: cuando se formó el primer gobierno real, Suñer se unió a él, mientras que Nicolás Franco fue enviado como embajador a Portugal.
El nuevo personal de Franco
En el momento de la proclamación del Decreto del Partido Único, Suñer acababa de llegar a Salamanca; inmediatamente tomó un ascendiente sobre el General que no sería negado. Era pequeño, pero bastante fuerte, «muy estricto en su vestimenta, incluso elegante»; llamaba la atención por su pelo «prematuramente gris», sus rápidos movimientos, su «perpetua excitación»; muy nervioso, iba de un extremo a otro, a veces encantador y con ganas de encantar, otras veces era brusco y poco cortés. Estudió en el Instituto Español de Bolonia. Fue un valioso jurista y vivió durante mucho tiempo en Zaragoza. Su relación con el general Franco se remonta a su matrimonio, ya que ambos se casaron con dos hermanas. En el momento de la insurrección, se encontraba en Madrid. Sus opiniones políticas -había pertenecido a la C.E.D.A.- y su relación familiar con el líder de la insurrección, le convirtieron en uno de los hombres más directamente señalados por la revolución popular; fue detenido, encarcelado en el Careel Modelo, y luego trasladado a una clínica, gracias a la intervención del ministro Irujo: entonces consiguió refugiarse en una legación, probablemente la holandesa. Con la ayuda del embajador argentino, se embarcó hacia Marsella en el Tueuman. Pero sus dos hermanos no tuvieron tanta suerte; y Suñer siempre guardará rencor a Inglaterra por estas muertes, de las que culpa a la mala voluntad de la embajada británica.
Alumno de los jesuitas y defensor a ultranza de la Iglesia, quedó profundamente marcado por su educación católica. Favorable a Alemania, siempre mantuvo cierta desconfianza hacia Hitler, cuya política hostil hacia el cristianismo le ofendía. Por eso se le considera, y con razón, el hombre de Italia. Íntegro, violento, «un Robespierre con el pie pequeño» [23], todos los que se acercaron a él coinciden en describirlo como un «fanático» [24]. Su misticismo, su odio al espíritu liberal y, por consiguiente, al sistema democrático, acentuaron aún más su carácter. Su admiración por los regímenes autoritarios y, en particular, por el fascismo, le llevó a distanciarse de los elementos monárquicos cuyo moderantismo criticaba. Sus amistades fueron siempre muy eclécticas; se relacionaba con algunos dirigentes tradicionalistas, Rodezno o Sainz Rodríguez, pero también era amigo personal de José Antonio [25] y se llevaba bien con los nuevos dirigentes de la Falange, Amado y Hedilla. Su evolución política le llevó a expresar la idea de «un régimen permanente, encabezado por Franco como jefe de Estado». Aunque no rechaza categóricamente el restablecimiento de la monarquía, ya no prevé «un restablecimiento inmediato». Dentro de veinte años, «España puede necesitar un rey»; mientras tanto, es muy probable que dirigiera a su cuñado hacia el establecimiento de una dictadura personal.
Con la formación del nuevo gobierno el 1 de febrero de 1938, las ideas de Suñer parecían triunfar. Se convirtió en ministro de Interior, Prensa y Propaganda, y en el teórico del nuevo régimen. Los dirigentes más destacados políticamente de los monárquicos y de la Falange no formaban parte del ministerio. Por otra parte, cinco de los principales ministros eran militares; además de los tres puestos «técnicos»[26], el general Jordana ocupaba el cargo de Asuntos Exteriores. Suñer, que no le gustaba, le calificó de «liberal» y Hayes de tradicionalista. Era el hombre de Inglaterra. El general Martínez Amdo estaba a cargo del orden público. Es normal que se le considere más que a Suñer como el verdadero jefe de la represión en la España nacionalista, aunque las responsabilidades políticas, y en particular las medidas policiales, dependan unas veces del Ministerio del Interior y otras de Orden Público. Este estado de cosas creó hostilidad entre los dos hombres, que tenían un carácter igualmente autoritario. Las reuniones ministeriales de 1938 estuvieron animadas por esta disputa [27].
Los demás ministros eran técnicos más que políticos: en Hacienda, Amado, antiguo colaborador de Calvo Sotelo; en Economía, el ingeniero Suances.
Los militares y los técnicos eran opuestos en sus personalidades y opiniones políticas, y la formación del Ministerio supuso un paso más hacia la dictadura del general Franco. El primer mensaje del gobierno recordaba la urgencia de la transformación social y proclamaba la necesidad de una organización sindical que reuniera a empresarios, técnicos y trabajadores. En cambio, para los falangistas, era necesario hacer saber que la revolución era un peligro, que España debía volver a sus grandes tradiciones [28]. A todos ellos hay que decirles que ha llegado el momento de reconstruir el Estado. El Caudillo debe ser a los ojos de todos el líder de este Movimiento y el reorganizador del país. El 19 de julio de 1938, un decreto otorgó a Francisco Franco la dignidad de Capitán General del Ejército y de la Marina. Este título en sí mismo no significaba nada. Su valor es puramente simbólico. En España sólo se daba a los reyes. Convierte al receptor en un verdadero soberano sin corona y consagra la victoria política del general. Dos años después del pronunciamiento del 36, Franco se convirtió en el sucesor de los reyes católicos. La superioridad de las armas parecía estar cerca de darle el dominio total del país. Podría declarar el 20 de julio: «Hemos ganado la guerra…». Pero por mucho que hablara de una «paz fructífera» y de la desaparición de los «privilegios», no parecía que la obra de su gobierno fuera suficiente para ganarse a sus adversarios: «No basta con vencer», decía Miguel de Unamuno[29], «hay que convencer».
Notas
[1] Partidarios del Dr. Albiñana, líder de un pequeño grupo de extrema derecha.
[2] La reunión tuvo lugar en el campamento de Nuñodono y a ella asistieron Cabanellas, Mola, Queipo, Yuste, Orgaz, Kindelan, Saliquet, Dávila y los coroneles Moreno Calderón y Montaner (este último, secretario de la junta de Cabanellas).
[3] La dispersión administrativa continuó hasta el final de la guerra. Durante algunos meses, el poder del Secretario General fue tal que el gobierno podía considerarse una dictadura bicéfala: cuando los alemanes querían entrar en negociaciones con la España nacionalista, tenían que admitir que la única manera de obtener una decisión importante era dirigirse al Generalísimo o a Nicolás Franco.
[4] Sangroniz vino a informar a Franco el 14 de julio del 36 sobre las medidas tomadas para el levantamiento.
[5] El cuñado del Generalísimo, cuya actividad política fue considerable desde su regreso a la zona nacionalista.
[6] Como el Duce en Italia, era el líder y el «director de orquesta».
[7] De su nombre exacto. Francisco-Paulino-Hermenegildo-Theoduio Franco Bahamonde.
[8] Sus cinco hijos son Nicolás, Francisco, Pilar, Ramón (el aviador, muerto durante la guerra) y Pacita.
[9] Antiguos asentamientos españoles en la costa norteafricana.
[10] En su boda, su padrino fue el Rey, que estuvo representado por el Gobernador de Oviedo.
[11] Carta de Faupel del 14 de abril.
[12] Discurso de Franco anunciando el decreto del 19 de abril.
[13] Franco había preparado en varias ocasiones a la opinión pública para una iniciativa similar. Así, cuando llegó a Málaga tras la toma de la ciudad, se mostró ante la multitud entre los líderes locales de la Falange y los requetés.
[14] Suñer habla del grupo de Salamanca formado en torno a Pilar Primo de Rivera.
[15] Archivos secretos de la Wilhelmstrasse.
[16] Otras condenas incluyeron varias penas de prisión, entre ellas la de José Luis Arrese, que a su vez se convertiría en Secretario General de la Falange unos años más tarde.
[17] Más tarde, Hedilla recibió un nuevo indulto.
[18] Cinco años y medio de trabajos forzados.
[19] Informe del 19 de noviembre de 1938.
[20] Los obispos españoles apelan a la autoridad de Santo Tomás en este punto.
[21] Según este texto, de febrero a julio de 1936, 111 iglesias fueron destruidas y profanadas.
[22] Así, en un párrafo dedicado a las «características de la revolución comunista» se menciona la «revolución anarquista».
[23] Ver Hoare. Embajador en misión especial. Carta del 15 de octubre de 1942.
[24] Véase Stöhrer. Archivos de la Wilheimstrasse.
[25] Es uno de sus albaceas.
[26] El general Orgaz en el Departamento de Guerra, el vicealmirante Cervera en la Marina, el general Kindelán en el Departamento del Aire.
[27] A la muerte de Martínez Amido, el Orden Público sería confiado a otro militar, el general Álvarez Arenas.
[28] El 5 de febrero se adoptó el escudo de los Reyes Católicos.
[29] Unamuno se había unido al Movimiento tras los primeros días de la guerra civil, pero pronto se separó del régimen nacionalista, cuyos excesos policiales y conservadurismo absoluto desaprobaba.
II.6: La organización del nuevo Estado
- El mantenimiento del orden
- Purga y vigilancia
- El estado nacional-sindicalista
- El principio de la Unidad
- La Iglesia y el nuevo Estado
- La Iglesia y la educación
- Hispanidad
- El ejército nacionalista
- Notas
Unas pocas palabras se repiten constantemente en los textos fundamentales del «Estado Nacional-Sindicalista»: Autoridad, Jerarquía y Orden. Estas palabras y la presencia del ejército y de oficiales en todos los sectores de la administración nos recuerdan que el Caudillo era militar y quería, en palabras de Marcatte, establecer en el Estado «una disciplina similar a la de los ejércitos». Tras la agitación inicial y el periodo pintoresco, los observadores coinciden en que la España nacionalista tiene una apariencia de calma, y en algunas zonas incluso de paz, inimaginable al mismo tiempo en las zonas republicanas.
El mantenimiento del orden
Lo sorprendente es ver esta tranquilidad en regiones como Andalucía y Extremadura, que habían sido de las más «rojas» antes de julio de 1936. Sin duda, la represión de la agitación revolucionaria fue especialmente sangrienta aquí. Pero las medidas violentas y desordenadas no suelen conseguir acabar con todas las formas visibles de oposición. Para lograrlo, había que establecer una verdadera organización de la represión. Los nacionalistas desarticularon primero los cuadros de la oposición republicana o revolucionaria; se tomaron medidas para poner fuera de combate a todos los individuos considerados peligrosos y calificados, curiosamente, por los jefes militares, como «rebeldes». Al igual que en la zona republicana, en cuanto a la represión, se pasó del terror organizado a una apariencia de justicia. Bahamonde ha descrito bien esta evolución, que llevó de los fusilamientos masivos del principio a la «instrucción sumaria», y luego, a partir de febrero de 1937, a la acción sistemática de los consejos de guerra. Estos últimos estaban facultados para juzgar «los delitos de rebelión, sedición, resistencia y desobediencia a la autoridad» [1], una definición que ya era peligrosa por su vaguedad; las pocas precisiones dadas no hacían sino hacerla aún más formidable: así, no sólo se podía condenar a quienes poseyeran armas de fuego, sino, por ejemplo, a quienes «obstaculizaran la libertad de trabajo» o a quienes «difundieran noticias tendenciosas susceptibles de minar el prestigio del ejército». Cualquier persona que insulte o agreda a un soldado o a un funcionario puede ser castigada. Es cierto que sólo se trata de textos, cuya aplicación es lo único que debe interesarnos. Pero la represión también era una realidad cotidiana en la zona nacionalista: «No tendremos piedad», declaró Queipo, «con los asesinos que han sacrificado a niños, mujeres y ancianos a la furia política». En cuanto al pueblo de Unión Republicana, está demasiado vinculado al Frente Popular como para desprenderse de él» [2]. Así, todos los que, en un momento u otro, habían apoyado a la República después del 18 de julio, aunque fuera brevemente, se vieron amenazados. Incluso su posterior apoyo al franquismo no les garantizó necesariamente la impunidad: el ex diputado Rasado Gil, que tuvo la desgracia de pedir un voto de confianza al gobierno de Madrid el 1 de octubre de 1936, fue condenado a dos años de cárcel por este delito, aunque unos meses después huyó a la zona nacionalista. Incluso los partidarios del Movimiento, cuya actitud se consideraba subversiva, fueron perseguidos: en julio del 38, el marqués de Carvajal fue condenado por derrotismo por la Audiencia de Zaragoza a la confiscación de sus bienes [3]. En ambos casos, sin embargo, las infracciones fueron leves y las sanciones relativamente moderadas. Los encarcelamientos y las ejecuciones se sucedieron y la represión -a menudo acompañada de violencia y tortura- aumentó bajo el régimen establecido por el Secretario de Estado de Orden Público, el general Martínez Anido. Esto provocó numerosos ataques contra él, especialmente por parte de los Camisas vie jas, pero su muerte no detuvo la violencia [4].
Las condenas [5], las purgas y las medidas de vigilancia se multiplicaron y continuaron tras el final de la guerra. Hasta enero de 1939 no se publicó la ley de responsabilidad política, que pretendía liquidar «las faltas políticas de quienes hubieran contribuido con sus actos u omisiones graves a provocar o mantener la subversión roja». Su objetivo es reprimir no sólo los actos cometidos durante la guerra civil, sino también los cometidos durante el periodo anterior por afiliados y dirigentes de sindicatos, partidos y logias. Así, se consideran responsables «los que organizaron las elecciones de 1936, los que fueron candidatos del Gobierno en las Cortes de 1936» y, en general, «los que, desde 1934 a 1936, contribuyeron a la subversión». Estos delitos, que conllevaban penas que iban desde la cárcel hasta la confiscación de bienes, debían ser juzgados por un tribunal especial conocido como «Tribunal Nacional de Responsabilidad Política», que no obstaculizaba en absoluto la actuación de los Consejos de Guerra.
Purga y vigilancia
Las medidas de purga fueron igual de radicales. Se dirigieron especialmente a los funcionarios que no se habían adherido al Movimiento [6]. En la zona inmediatamente controlada por los nacionalistas, el problema se resolvió de forma sencilla: las nuevas autoridades ordenaron a todos los agentes del Estado que no estuvieran en la zona que se presentaran ante la autoridad militar más cercana a su residencia. Los que no lo hacían eran considerados rebeldes. En otros lugares, se aplicaron medidas de purga a medida que avanzaba la conquista. Por ejemplo, tras la ocupación de Vizcaya, un decreto de 3 de julio de 1937 suspendió «temporalmente a todos los funcionarios de la enseñanza»; los que lo desearan podían «solicitar su reincorporación al rectorado de Valladolid»; sólo tenían que rellenar unos formularios en los que se indicaban los cargos que habían desempeñado durante la República, «los grupos o partidos políticos a los que habían pertenecido» y los nombres de las personas que «podían responder absolutamente de su actitud». Al final de la guerra, la depuración de los funcionarios se generalizó y se extendió: bastaba con caer en la ley «si habían desempeñado funciones no relacionadas con la actividad administrativa, si habían aceptado un ascenso con carácter excepcional», o si no habían apoyado al máximo la sublevación.
Las medidas que establecen el sistema de vigilancia constante y radical de la población son demasiado numerosas y dispersas para ser resumidas en pocas palabras [7]. El documento de identidad se hace obligatorio a partir de los 16 años, una medida habitual en los regímenes autoritarios. La creación de un «Servicio de Identificación» será de gran ayuda para la policía. Sería mejor decir «la policía», porque, junto a la antigua Guardia Civil, sigue existiendo la Seguridad y, además, la policía secreta; poco después de la creación del Partido Único, la Falange también tendrá su propia policía. Es difícil escapar de un aparato policial tan considerable.
Las medidas de vigilancia no sólo afectan a los individuos. Se extendieron a todos los medios de propaganda e información: la radio, el cine y sobre todo la prensa. La ley sobre el estado de guerra ya había prohibido el funcionamiento de las emisoras de radio y permitía el establecimiento de una censura, en principio exclusivamente militar. Poco a poco se organizó la Censura Nacional: en mayo de 1937 funcionaban dos comisiones en Sevilla y A Coruña [8]. Entre ellos había representantes de las autoridades militares, pero también, lo que indica la ampliación de sus competencias, delegados de la sociedad de autores, empresas cinematográficas, centros culturales y padres. Estas disposiciones iniciales se complementaron con una serie de medidas para controlar la producción de películas, libros y periódicos. El Ministro del Interior, a través de los gobernadores civiles, era responsable de la censura cinematográfica. Ya el 23 de diciembre de 1936 se prohibió la «publicación y circulación de libros e impresos pornográficos, marxistas o disolventes» [9].
La prensa es aún más peligrosa por la influencia que puede ejercer sobre las masas a diario. Por ello, el general Franco siempre asignó un papel especialmente importante a la «Delegación de Prensa y Propaganda», cuyo objetivo era «utilizar la prensa para dar a conocer el carácter del Movimiento, su obra y sus posibilidades». Era el jefe del servicio de prensa [10] quien dirigía la censura y actuaba como enlace con los directores de los periódicos, que se habían convertido en los verdaderos ejecutores del poder. Prácticamente designados por la Falange, eran responsables de todo y, por una falta, podían ser despedidos e incluso borrados del registro. Por lo tanto, la información difundida en la zona nacionalista fue severamente controlada de antemano.
Por lo tanto, hay que dar poco crédito a las descripciones entusiastas que hicieron en aquel momento los periodistas políticamente favorables a Franco y que, de hecho, se contentaron con la información dada por la oficina de prensa para los periodistas extranjeros. Es fácil encontrar sombras en la imagen, Sevilla parece una ciudad tranquila, dice Bahamonde [11], pero los convoyes de heridos llegan por la noche y, para evitar a la población un espectáculo doloroso, Queipo hace sonar la alarma durante ese tiempo. En octubre del 37, «el tráfico se interrumpió después de las ocho de la tarde en las mismas puertas de Sevilla». Los guerrilleros siguieron resistiendo en Andalucía durante mucho tiempo y aún corrían grandes riesgos. En mayo del 38, aunque la pacificación parecía casi completa, Stohrer informó de actividades similares cerca de Cáceres y en Asturias. En el mismo informe, el embajador alemán estimó que el 40% de la población de la zona nacionalista era «políticamente inestable»: la omnipotencia de las autoridades nacionalistas no podía ocultar completamente la opinión pro-roja de ciertos grupos de población.
Es difícil decir hasta qué punto las autoridades civiles y militares encargadas de mantener el orden cooperan o se contrarrestan mutuamente. En las zonas cercanas al frente, el problema no se plantea: todo el poder está en manos de los militares. Los delegados civiles nombrados e instalados por los oficiales seguían siendo meros subordinados. Más tarde, cuando la región se pacificó, los poderes se devolvieron gradualmente a los gobernadores civiles, a las comisiones de gestión que se habían creado o, en algunos casos, a los alcaldes que pudieron tomar posesión. En realidad, tiene que lidiar con la autoridad militar, que sigue siendo jerárquicamente superior a él y durante mucho tiempo es la única responsable del orden público. Los militares tenían derecho a evaluar la «falta de capacidad» o las «faltas morales» de los civiles y a sustituirlos, cuando lo consideraran absolutamente necesario, por un «delegado de orden público».
Además, la falta de funcionarios «de confianza» obligaba a menudo a elegir gobernadores «civiles» entre los oficiales. En Málaga, por ejemplo, tras la victoria nacionalista, el gobernador civil fue el capitán García Alted, que permitió a las tropas italianas total libertad y mostró sus opiniones políticas de forma llamativa vistiendo el uniforme de la Falange.
Es normal, en estas condiciones, que el único poder verdaderamente respetado sea el Ejército o que estallen conflictos entre el poder civil y el militar [12].
Aparte de la aplicación de las medidas decretadas por el gobierno, la gran preocupación de los gobernadores civiles y de las administraciones locales era el abastecimiento del ejército y de la población. Esto se aseguraba fácilmente; las tiendas estaban siempre llenas y los comercios ofrecían incluso telas inglesas. Sólo el arroz, el té y el café fueron racionados en el 37-38. Los nacionalistas podían incluso permitirse exportar parte de su producción agrícola y aún tenían reservas. Pero estas disminuyeron rápidamente tras la ocupación de las principales ciudades. Tras la caída de Barcelona, habría que asegurar el abastecimiento de una población que llevaba meses desnutrida. Los problemas económicos serían más delicados una vez terminada la guerra.
Los precios subieron durante la guerra civil, pero se mantuvieron en un nivel razonable. Cualquier aumento de precios debe ser autorizado y no es raro ver cómo se cierra una tienda por contravenir la legislación sobre precios. El régimen autoritario impide así que el nivel de vida de la población se reduzca de forma demasiado drástica. Por supuesto, no impide toda especulación. Según Courmont, que simpatizaba totalmente con los nacionalistas, el precio del paño «se disparó enormemente», la carne de vacuno, entre octubre del 36 y mayo del 38, subió un 37% y el vino un 48%.
Así, a pesar de la aparente abundancia, el régimen seguía siendo de austeridad, explicada oficialmente por las necesidades de la economía de guerra. Para marcar mejor los sacrificios realizados por todos en la causa común, el régimen inventó el sistema de «plato único». Los viernes al principio de la guerra, y luego los jueves, todo el mundo tenía que conformarse con un solo plato. En realidad, ¿cómo se puede controlar una institución así? Hay que admitir que estamos en el reino de la utopía, excepto, claro está, para los que comen en restaurantes y que, además, tendrán que aceptar estar «privados de postre» el lunes. En realidad, se trata de manifestaciones platónicas, destinadas sobre todo a tocar la fibra sensible de los extranjeros, que se convencerán así de la disciplina y los sacrificios del país en guerra. La pobreza de la población es la verdadera causa de la austeridad.
Por tanto, la calma y la prosperidad son en realidad sólo una fachada. Si realmente queremos entender el nuevo Estado, tenemos que examinar sus instituciones en detalle.
El estado nacional-sindicalista
Junto a los oficiales, cuya lealtad y disciplina eran inestimables para Franco y de los que no se podía prescindir, los nuevos marcos del sistema político los proporcionaban los falangistas del partido único. Estamos en la «era azul» del Estado nacional-sindicalista. La Falange es «el movimiento inspirador y la base del Estado español», según la primera frase de sus estatutos [13], que recogen y concretan los principios de moral política recogidos en el decreto del 19 de abril: los intereses individuales deben ceder ante «el servicio del Estado, de la Justicia Social y de la Libertad Cristiana del individuo». Así, al concepto de libertad política o social, que ya no se cuestiona, se opone el principio de la libertad cristiana, que sólo es una libertad moral. Lo que cuenta es el respeto a los «valores eternos de la patria» y a la jerarquía social. Esta noción de jerarquía inspiró toda la organización del Partido, desde las falanges locales hasta el Caudillo. Como hemos visto, el «líder nacional del Movimiento» tiene la realidad del poder. Es él quien elige a los miembros del primer Consejo Nacional, nombra al presidente de la Junta Política y designa a cinco de los diez consejeros nacionales que forman parte de ella [14]. Es el jefe supremo de las milicias de la Falange, elige y releva a los jefes provinciales de sus funciones y decide las inspecciones regionales. Tiene el poder supremo, tanto de decisión como de apelación.
La Junta Política es, por tanto, sólo un consejo, con poderes políticos, del líder nacional; se reúne al menos una vez al mes para estudiar las propuestas que se harán al jefe del Estado y para examinar las cuentas del Movimiento. Las órdenes se transmiten desde lo más alto, la Junta o Consejo Nacional, a los comandantes provinciales y a las falanges locales.
Una falange local está formada por al menos veinte «militantes afiliados». No se trata de incorporar al partido a todos los que lo solicitan. Pero tampoco hay que desanimar la buena voluntad, de ahí la distinción entre «adherentes» y «militantes», que recuerda irresistiblemente la organización de ciertas órdenes religiosas, en particular la Compañía de Jesús. Los adherentes no son «miembros de la Falange». Sin embargo, deben «suscribir la forma de afiliación y el juramento» establecidos por la Jefatura nacional y pagar una cuota. La condición de militante se otorga a los afiliados que lleven cinco años de actividad, a los antiguos miembros de la Falange y de los requetés y a los generales, oficiales de los ejércitos en activo o en servicio de guerra, así como a «los que obtengan este título por decisión personal del Caudillo o a propuesta de las Jefaturas provinciales». Cada sección tenía una jerarquía similar con un jefe local, un secretario, un tesorero y un jefe de milicia local; en las grandes ciudades, la Jefatura municipal tenía bajo su mando a «los jefes de distrito, subdistrito, manzana y casa». De este modo, se crea una red de la que nadie puede escapar y que es más eficaz que cualquier fuerza policial.
La Falange era el instrumento del poder totalitario en todos los ámbitos; estaba presente en todas las formas: movimientos de mujeres, movimientos juveniles (Flechas); había tutelado a la juventud universitaria creando el Sindicato español unversitario, una organización estudiantil única y obligatoria, destinada a «exaltar la profesión intelectual en un sentimiento profundamente católico y español». Al igual que la Falange, se organizó jerárquicamente con un líder nacional nombrado por el Caudillo e investido de autoridad suprema. Además de los estudiantes que normalmente pertenecen a la S.E.U., pagan su cuota, suscriben la ficha de afiliación -que implica obediencia incondicional- y llevan las cinco flechas y el yugo, insignias de la Falange, hay dos categorías excepcionales de afiliados, los «honorarios», que sin ser estudiantes han contribuido, con su trabajo intelectual, a la grandeza de España, y los «protectores» que han favorecido el desarrollo de la S.E.U. mediante donaciones o ayudas económicas.
A partir de 1938, el Estado falangista se convierte en el Estado nacional-sindicalista. El grupo de Suñer, del que formaban parte Fernández Cuesta, Amado y el ministro de Acción Sindical, González Bueno, en el Gobierno, creía que no era posible abandonar la parte positiva del programa falangista. En primer lugar, querían obtener una afirmación de principio: el Nuevo Estado debe mostrar su vocación social a todos. La Carta del Trabajo comienza con una doble afirmación: «el trabajo se exigirá a todos», pero «todos tienen derecho a trabajar». También contiene un cierto número de promesas: la duración de la jornada laboral no debe ser excesiva, las mujeres casadas serán «liberadas del taller y de la fábrica»; se instituirá una fiesta del trabajo que, a diferencia del Primero de Mayo de los «rojos», se fijará para el 18 de julio, aniversario del «glorioso» levantamiento, y se llamará «Fiesta de la Exaltación del Trabajo». Incluso llegó a prever vacaciones pagadas e instituciones para el ocio de los trabajadores. No obstante, cabe señalar que estas disposiciones son extremadamente vagas. ¿Cuándo, por ejemplo, la jornada laboral puede considerarse «excesiva»? El texto habla de vacaciones pagadas, pero no determina por el momento su duración. Más tarde, sería una semana, pero todavía no se concedió en 1938. La guerra proporcionó un pretexto para posponer los logros «sociales». Mientras tanto, los beneficios adquiridos se estaban revirtiendo. La semana laboral en las industrias metalúrgica, siderúrgica, eléctrica y de equipos científicos pasó de 44 a 48 horas; en las minas de Huelva, en el primer semestre de 1938, la semana laboral se incrementó en una hora.
Por lo tanto, sin detenernos en las hipotéticas ventajas que el Fuero del Trabajo otorga a los trabajadores, conviene destacar los profundos principios que guiaron a los legisladores del Consejo Nacional de la Falange. Courmont recuerda que «la organización nacional-sindicalista del Estado se inspira en los principios de Unidad, Totalidad y Jerarquía». Nos limitaremos a seguir su análisis de la Carta y la formación de sindicatos verticales.
El principio de la Unidad
El principio de la Unidad significa que «fuera de la unión no hay nada». La entrada en el sindicato es, en efecto, obligatoria: la emisión de carnés sindicales, monopolio de la Falange, es, en manos del Partido único, un nuevo y considerable medio de control. La idea totalitaria se manifiesta en la propia organización del sindicato: «Todos los productores están unidos». En efecto, contra la afirmación de la lucha de clases que está en la base del «materialismo marxista», el Estado nacional-sindicalista pretende dominar las oposiciones entre las categorías sociales. Por tanto, el sindicato debe unir en los mismos órganos a la patronal, los trabajadores y los técnicos. Por último, los sindicatos estaban estrictamente jerarquizados. «Todas las secciones sindicales están sometidas a la autoridad de sus dirigentes», siendo éstos, por supuesto, elegidos por la Falange, que supervisa a los trabajadores como supervisa al resto de la población. El Estado promete que proporcionará ayuda y protección, que será leal con los trabajadores. Por otro lado, exige lealtad y obediencia incondicionales.
Por último, la Falange interviene en la vida del país a través de obras sociales, que podríamos llamar «obras de caridad» y que sólo ella organiza. El logro más importante en este sentido fue el Auxilio Social, fundado en el otoño de 1936 por la viuda del miembro de la Falange Onésimo Redondo, Mercédès Sanz Bachiller, pero dirigido posteriormente por Pilar Primo de Rivera. El Auxilio Social comenzó organizando la ayuda de invierno: inicialmente, tres comedores para huérfanos. Más tarde, la ayuda se extendió a los refugiados: eran las «cocinas de la hermandad», un término muy querido por el régimen. Más tarde, se organizaron distribuciones de ayuda para los trabajadores enfermos y ancianos. El centro del Auxilio Social estaba en Valladolid [15], y sus recursos eran proporcionados por la ayuda de las mujeres falangistas y, posteriormente, por el «Servicio Social», que equivalía, para las mujeres de 17 a 35 años, a lo que podía ser el servicio militar para los hombres. También pretendía establecer un clima de fraternidad; las mujeres casadas, las viudas y los enfermos estaban exentos [16]. En principio, era opcional, pero una mujer no podía presentarse a un examen o entrar en la administración si no lo había realizado [17].
La distribución de esta importante ayuda requiere importantes medios financieros y la contribución gubernamental es muy insuficiente. Los recursos necesarios serían aportados por las «búsquedas quincenales», la venta de sellos sociales de Auxilio y, sobre todo, por las «tarjetas azules» cuyos firmantes se comprometían a realizar pagos regulares [18].
Además, e independientemente de la Falange, el gobierno nacionalista se interesó especialmente por dos problemas derivados de la guerra: la ayuda a las familias de los combatientes, para la que se creó una «caja de caridad», financiada con un impuesto del 10% sobre los artículos de lujo [19], y la Colocación familiar de niños, típica de la forma de miseria creada por esta guerra. La tarea de esta organización era encontrar familias en cada localidad que pudieran proporcionar a los huérfanos o a los niños separados de sus padres por la guerra «el santo calor de la familia». Sin embargo, tenían que ser capaces de darles «una buena educación». Por ello, el texto oficial estipula que deben ser ejemplos de «moral, religión y moralidad» para dar a los niños acogidos «una educación cristiana y el santo amor a la Patria» [20]. Su elección era muy cuidadosa: una junta local, formada por la alcade, el decano de los párrocos y un inspector municipal de sanidad, designaba a los tutores y proporcionaba información detallada sobre ellos para justificar su propuesta[21]; también se encargaba de velar por que los tutores «cumplieran con sus obligaciones».
En todas estas instituciones, junto al espíritu de «caridad», encontramos el deseo de orden y la lucha por el triunfo de la moral oficial que es a la vez la moral cristiana y la moral política de la Falange. A pesar de las declaraciones de intenciones sociales por parte del Estado, el hecho es que los únicos logros son las medidas de caridad, utilizando la buena voluntad y los fondos privados. El fondo de asistencia social se nutre de los beneficios obtenidos durante la jornada de un plato, del producto de las colectas públicas autorizadas por el Estado y, por último, de los fondos concedidos por el Estado.
En cuanto a la justicia social, el reparto de beneficios y las demás promesas del Fllero dei Trabajo, en 1939 aún no se habían aplicado. El único esfuerzo serio que se ha hecho es la creación del subsidio familiar, una asignación familiar que se paga al cabeza de familia con un fondo alimentado por las cotizaciones de los trabajadores y los empresarios. Se trata ciertamente de una de las medidas «sociales» defendidas por la Falange, pero esta ayuda a la familia refleja sobre todo la considerable influencia de la Iglesia católica.
La Iglesia y el nuevo Estado
Lo único que quizá sea cierto en el actual estado de cosas», dijo Stöhrer en mayo del 38, «es que bajo el actual régimen la influencia de la Iglesia católica ha aumentado mucho en la España nacionalista.
Ya hemos señalado que una gran parte de los sacerdotes españoles aprobaron y apoyaron la rebelión desde el principio. El cardenal Segura, que posteriormente tuvo un trato muy violento con la Falange -incluso se vio obligado a abandonar España durante un tiempo-, había luchado contra el Frente Popular. El cardenal Goma y Tomás intentó convencer al episcopado francés de la santidad de la «Cruzada». El 15 de agosto de 1936, el cardenal Ilundain presidió una ceremonia oficial junto a Queipo. Las figuras religiosas menores adoptaron posturas muy violentas en su predicación. Bahamonde cita el sermón de un cura de Rota: «Hay que barrer toda esta podredumbre… Les advierto: ¡Todos a misa! ¡No admito excusas! Georges Bernanos declaró que la obligación de asistir a misa estaba respaldada, al menos en los primeros meses de la guerra, por graves amenazas. Hay que señalar, sin embargo, que algunos sacerdotes tuvieron la valentía de protestar contra las ejecuciones masivas, a riesgo de ser víctimas de paseos a su vez: Bahamonde cita el caso de un sacerdote de Carmona, asesinado por protestar contra los crímenes de la Falange.
La influencia de la Iglesia, en cualquier caso, iba a crecer constantemente. Una de las razones por las que varios dirigentes monárquicos se adhirieron al nuevo régimen -entre ellos Rodezno, que llegó a ser ministro de Justicia- fue, sin duda, la alianza del gobierno nacionalista con el Vaticano, acompañada de la supresión de las medidas laicas adoptadas por los republicanos: por ejemplo, se suprimió la legislación sobre el divorcio, y el decreto de 2 de marzo de 1938 sólo autorizaba el examen de las «solicitudes de medidas preventivas de separación de los cónyuges».
La medida que tuvo mayor efecto en este sentido fue el decreto del 3 de mayo del 38 que autorizaba el regreso de los jesuitas a España. Este gesto no se presentó como un favor a la Iglesia católica, sino como una reparación. Para el Gobierno, dos razones lo justifican: en primer lugar, se trata de una orden «eminentemente española» y es normal, en el momento de la recuperación de la «Hispanidad», que la Compañía de Jesús recupere sus derechos y bienes. Esto forma parte de la vuelta a la tradición. La otra razón es la «enorme contribución cultural» de los jesuitas al país. En un momento en que había que romper la influencia de los intelectuales marxistas, los jesuitas contribuirían naturalmente a hacer de España un país unido en el catolicismo. Su papel, en todo caso, sería discutido: Bahamonde los convirtió en «los instigadores más violentos de la represión».
La Iglesia estaba presente en todas partes en el nuevo Estado, en primer lugar en el ejército, donde se restablecieron las capellanías militares a finales de 1936; un decreto de mayo de 1937 completó la organización de la «asistencia espiritual católica en las unidades de guerra», bajo la dirección del cardenal-arzobispo de Toledo, delegado papal. El personal fue reclutado entre los sacerdotes movilizados.
La Iglesia y la educación
Pero fue en el campo de la educación donde más se dejó sentir la acción del clero, especialmente a partir de 1938, cuando Franco llamó a Sainz Rodríguez como ministro de Educación Nacional. Suñer, aunque devoto católico, dijo que el nuevo ministro era «el legislador más vaticanista que ha conocido España». El profesorado seglar era generalmente leal a la República: en varias ocasiones, el gobierno de Franco tuvo que cerrar institutos por falta de personal; en 1937, por ejemplo, se cerraron temporalmente los Institutos Nacionales de Santander, Mérida y Talavera: los locales solían ser ocupados por el ejército. Cuando el personal existía, sólo podía integrarse con mucho cuidado. Se consideró que los profesores que se mantuvieron en sus puestos por las comisiones de depuración necesitaban un nuevo liderazgo y formación. Por ello, se organizan cursos especiales para ellos en todas las capitales de provincia durante el verano. Durante la primera semana escucharán conferencias sobre la religión, la patria, el hombre y el maestro: durante la segunda semana las tesis tratadas se clasifican bajo los títulos: «Pedagogía de la religión», «Historia de la patria», «El niño», «La escuela». Los profesores encargados de las clases de religión son nombrados por el obispo. Los títulos de las lecciones son significativos: la primera estará dedicada a demostrar «la superioridad de la religión cristiana sobre las religiones de Oriente». Otra lección tratará sobre «la concepción católica del maestro, expresada en la encíclica de Pío XI». Las concesiones al modernismo que nos permiten hablar de «psicología» y «psicopatología» no deben hacernos olvidar la constante y esencial intervención de la Iglesia en la formación del escalar.
La enseñanza religiosa se hizo obligatoria en las escuelas primarias y secundarias. Sólo los «nativos del protectorado marroquí y de las colonias africanas» están exentos de ello, ya que no deben escandalizarse por un torpe proselitismo. En todos los demás lugares y para todos los demás, la enseñanza religiosa iba desde simples nociones de catecismo e historia sagrada en los primeros años hasta lecciones más complicadas que explicaban el dogma católico en sentido amplio. En el quinto año de la escuela secundaria, se termina con la «apologética».
Incluso fuera de estas lecciones, la religión está siempre presente. Un decreto del 37 de abril obliga a los profesores a colocar en sus aulas una imagen de la Virgen, «preferentemente bajo la muy española advocación de la Inmaculada Concepción», para que los alumnos, al entrar y salir del aula, la vean mientras intercambian con su profesor las frases rituales: «Ave María purísima, sin pecado concebida…». Además, una invocación particular se renueva cada día mientras dure la guerra. Por supuesto, según el legislador, se trata de una vuelta a las tradiciones del «espíritu popular». Pero en realidad es una orientación educativa bien definida, destinada a formar un ciudadano que sea al mismo tiempo un católico practicante.
A partir de la escuela primaria, según las instrucciones oficiales, «todo el ambiente escolar debe estar influenciado por la doctrina católica». Los actos puramente religiosos se multiplican: una orden de febrero del 38 da licencia para la fiesta de Santo Tomás de Aquino y organiza una ceremonia conmemorativa «para perpetuar en la mente de las generaciones de alumnos este modelo de santidad». Asistieron todas las autoridades académicas y los estudiantes estuvieron representados por la S.E.U. Asimismo, el «Santo Crucifijo» debía colocarse en los Institutos de Enseñanza Media y en las Universidades. Todo debe proclamar la transformación radical: la escuela laica es la de un «régimen soviético», la educación «nacional» debe ser cristiana y es la enseñanza de la «fraternidad social» proclamada por la Iglesia la que debe hacer desaparecer el «materialismo odioso». Se trata de una educación en profundidad que no se detiene en los bordes de la cáscara. No basta con que los niños asistan a misa en grupo, bajo la dirección de sus profesores. Las recomendaciones hechas a los inspectores de la enseñanza primaria recuerdan que la escuela es una institución que permite la «exaltación del espíritu religioso» y que es «educadora y formadora de buenos patriotas», y que la joven debe aprender «su elevada función en la familia y en el hogar».
De este modo, las formas de educación religiosa, cívica y patriótica están constantemente vinculadas. Para mantener esta atmósfera, se recomienda utilizar «canciones populares, himnos patrióticos y biografías», así como «leer los periódicos, comentando los acontecimientos actuales», lo cual es obviamente una concepción original del estudio de la historia. Y, como esta educación está dirigida a todos, el «Movimiento Nacional» se impartirá también en «clases para adultos».
El objetivo de todo esto es dar la idea de que la vida es «lucha, sacrificio, disciplina, lucha y austeridad».
Pero la disciplina prometida a todos debe imponerse a todos. La sociedad nacionalista es cristiana y jerárquica. El juramento de fidelidad, realizado de diversas formas, es un testimonio de ello. Así, los magistrados que toman posesión de su cargo prestan juramento de pie ante el «santo crucifijo». A la fórmula: «¿Juráis ante Dios y los Santos Evangelios una adhesión incondicional al Caudillo de España, rendir justicia honesta e imparcial, obedecer las leyes y disposiciones relativas al ejercicio de vuestro cargo sin otro móvil que el fiel cumplimiento de vuestro deber y el bien de España?
La fórmula de los juramentos de los académicos es más original e incluso más simbólica. Ante un escritorio con «un ejemplar de los Evangelios en la Vulgata» (tapa decorada con la señal de la cruz) y «un ejemplar del Quijote» (tapa decorada con el escudo de la Falange), el académico debe jurar «ante Dios y su ángel de la guarda» servir «siempre y lealmente a España, bajo la autoridad y el imperio de su tradición viva, de su catolicidad encarnada por el Romano Pontífice, y de su continuidad representada por el Caudillo».
Hispanidad
La fundación del Instituto Español tenía un doble objetivo: conservar la riqueza nacional y preservar y difundir la tradición. Aunque su presidente fue el gran músico Manuel de Falla, la lista de presidentes de la academia es indicativa de un estado de ánimo, ya que incluye a los más eminentes representantes de la opinión conservadora:
Pemartín, el Duque de Alba, el Conde de Romanones, Goicoechea. Con la fundación del Instituto, la protección de las artes pretendía restaurar el prestigio de España para que pronto se situara a la cabeza de todas las naciones de habla hispana. La «hispanidad» debe lograrse en la unión de España y los estados hispanoamericanos. Se aconseja a los estudiantes de la U.E. que se esfuercen por establecer vínculos con los de América Latina. De este modo, la vocación imperial, tema favorito de los falangistas, comenzó a hacerse realidad. Con este espíritu se fundó la Orden de Alfonso X el Sabio, destinada a premiar a los españoles «que se hayan distinguido en las ciencias, la enseñanza, las letras o las artes», y la «Orden Imperial de las Flechas Rojas», que, de forma más vaga, pretendía «premiar el mérito nacional». Por supuesto, una política así tenía sus peligros, sobre todo el de molestar a los aliados. Los jóvenes falangistas expresaron en voz alta su deseo de reconstituir una gran potencia ibérica, que no podía dejar de molestar a Portugal. Pero el gobierno nacionalista tuvo cuidado de limitar esos excesos de lenguaje.
Por tanto, es más un juego mental que una realidad viva que la España de Franco se presente como la sucesora de la España de los reyes católicos, de Carlos V y Felipe II. Todos los españoles deben estar convencidos de que si aceptan los sufrimientos y las dificultades de la guerra es para conseguir un gran ideal, para que España retome el lema de la monarquía: «Una, grande, libre». Mientras tanto, a falta de poder real, los nacionalistas tuvieron que conformarse con afirmaciones de principios y gestos simbólicos, como el restablecimiento de la Orden de Isabel la Católica, de la que el Jefe del Estado se convirtió en Gran Maestre. Estas condecoraciones, las ceremonias de conmemoración de aniversarios «gloriosos», la muerte de Calvo Sotelo, el levantamiento del 18 de julio, pretendían sobre todo mantener la voluntad de lucha del ejército nacional.
El ejército nacionalista
El espíritu de sacrificio y el valor militar de las tropas nacionalistas son indiscutibles. A veces los aliados italianos o alemanes cuestionan las decisiones del mando español o la insuficiente preparación de las tropas implicadas: nunca se quejan de falta de valor. Era necesario en una guerra cada vez más feroz. Según el general Walch, en 1938, la «duración media del servicio de un teniente graduado en la Academia Militar» era de 43 días. Sin embargo, los cuadros conservan su valor, porque se ha hecho un esfuerzo especial en este ámbito. El reclutamiento, la organización y el adiestramiento de las tropas se habían confiado al general Orgaz desde finales de 1936. Su primera tarea fue crear escuelas y cursos de formación para oficiales. Las academias militares se multiplicaron: había tres academias de infantería, una de caballería, una de intendencia y una de ingeniería [22]. El reclutamiento de especialistas fue más difícil: en enero de 1937 se movilizaron operadores de radio; luego se creó una escuela de aviación; se distribuyeron generosamente bonos de «vuelo» y «aeródromo».
Nunca se produciría una movilización general: todavía se podía encontrar a jóvenes vestidos de civil en la zona nacionalista. Al principio, es cierto que el gobierno dudó antes de incorporar al ejército a una masa de hombres políticamente indecisos, e incluso hostiles en ciertas regiones. La superioridad del ejército profesional parecía entonces suficiente para evitar la necesidad de movilización. En el momento de la gran batalla frente a Madrid, el ejército nacionalista apenas superaba los 250.000 hombres, gran parte de los cuales estaban formados por la legión extranjera y las tropas «moras». El reclutamiento marroquí seguiría siendo importante, facilitado por la flexibilidad del general Franco hacia los nativos. El Caudillo siempre tuvo cuidado de distinguir entre las leyes aplicables a la metrópoli y las creadas para la zona de la Rifa. Si tomó algunas medidas disciplinarias especiales para las tropas moras, como la prohibición de frecuentar los cabarets, también tomó medidas especiales de ayuda económica para los heridos y sus familias. Como antiguo soldado de la guerra del Rif, sabía cómo vincularse a sus tropas y elegir su guardia de honor. Nunca perdió de vista la necesidad de un gran reclutamiento militar en Marruecos y perdonó constantemente a los nacionalistas marroquíes a pesar de sus fuertes declaraciones de principios sobre la Nación y el Imperio.
Sin embargo, a partir de 1937, el ejército se reforzó. La formación de un ejército «rojo» capaz de luchar obligó a los nacionalistas a reunir nuevas tropas. En el momento de la batalla de Teruel, el ejército de Franco contaba con 600.000 hombres; desde finales de 1937, había completado la fusión de las tropas regulares y las milicias en una sola fuerza. Las nuevas milicias del Partido Único incluían 66 banderas de la Falange, 31 tercios de requetes y 36 batallones de diversas organizaciones políticas. El nuevo jefe de las milicias, el coronel Monasterio, uno de los jefes del ejército del sur, había tomado parte importante en los primeros combates. Así desaparecieron no sólo los partidos políticos, sino las posibilidades de que resucitaran algún día como fuerzas de combate.
El Partido, la Iglesia, el Ejército: son las tres fuerzas de la nueva España, los pilares del Estado nacional-sindicalista. Se trata de un Estado totalitario, que acaba con la oposición, dispone de un notable aparato policial e impone la obediencia de una poderosa «burocracia estatal».
Pero no es una potencia fascista. Del fascismo sólo ha conservado las formas, los marcos, la apelación al nacionalismo, un simple medio de desviar las mentes hacia sueños de grandeza y conquista, pues España, pobre antes de la guerra, arruinada después, sólo puede soñar con la grandeza sin esperar alcanzarla. En cuanto a los logros «sociales» -como los que existen en Italia y, sobre todo, en Alemania-, aquí prácticamente no existen. Las llamadas obras sociales son obras de caridad. Las condiciones de vida de los obreros y campesinos son tan malas como siempre. Ni siquiera se plantea la necesaria reforma agraria.
Y es que, en realidad, detrás de la dictadura de la Iglesia y del Ejército, detrás de la dictadura franquista, está la dominación de una clase, o más exactamente de una casta social. La España de Franco es la España de los grandes terratenientes, de la vieja aristocracia, la España de los oligarcas.
El Ejército y el Partido no son más que los instrumentos de su autoridad, y ejercen el poder con mayor rigor porque temían perderlo cuando la revolución levantó a la masa popular y tuvieron que luchar largo y tendido para ganarlo. A finales del 37, a pesar de los éxitos conseguidos, todavía no estaban seguros de la victoria.
Notas
[1] Decreto de 28 de julio de 1936.
[2] Véase Le Temps, 28 de julio de 1938.
[3] Según Le Temps del 2 de julio, se le reprocha haber declarado: «Un armisticio no parece inconcebible, y menos aún improbable».
[4] El general Martínez Anido, como gobernador de Cataluña, había dirigido en 1921 los golpes de sus pistoleros contra los cuadros de la C.N.T. También había sido el primer ministro de Gobernación del Directorio Militar de Prjmo de Rivera. Su pasado lo convirtió en el símbolo de la más feroz represión contra los trabajadores y los revolucionarios. Esto explica en parte los ataques de las Camisas vie jas.
[5] Tan pronto como una provincia fue subyugada, los consejos de guerra comenzaron a funcionar. Tras la caída de Cataluña, Le Temps del 15 de febrero de 1939 informó de las condenas a muerte de Ventura, antiguo presidente del tribunal revolucionario uruguayo (un barco que había servido de tribunal al principio de la guerra), que había condenado a muerte al general Goded; de Garrigo López, presidente del primer Comité Obrero de la General Motorl, y del sindicalista del automóvil Emilio Morales.
[6] Se tomaron medidas especiales con respecto al cuerpo diplomático, cuya situación en el extranjero era obviamente especial.
[7] Se especificarán las faltas que conducen al despido definitivo o a la suspensión temporal, a la destitución forzosa o a la prohibición de acceder a un puesto directivo.
[8] El comité de Sevilla está presidido por Carlos Pedro Quintana y el de A Coruña por Francisco de la Rocha.
[9] Se trata de una notable asociación de ideas de la que los autores nunca se cansarán, ya que se encuentra en todos los textos que rigen la literatura en la zona nacionalista. Como esta asombrosa organización de las bibliotecas, no una censura temporal, que podría explicarse por la guerra, sino la preparación de un control sistemático destinado a eliminar definitivamente la «literatura disolvente» de las bibliotecas públicas y los centros culturales. En cada distrito universitario se constituyó una comisión en la que figuraban «el rector o su delegado, un profesor de la facultad de filosofía o letras, un delegado del cuerpo de archiveros, bibliotecarios y arqueólogos», que eran los delegados de los académicos laicos, así como «un representante de la autoridad eclesiástica, uno de la autoridad militar, uno designado por la delegación de Cultura de la Falange y, por último, un padre de familia nombrado por la asociación católica de padres de familia». Corresponde a cada autoridad denunciar, entre las publicaciones consideradas peligrosas, las que representan una «depreciación de la religión católica», una falta de respeto «a la dignidad de nuestro glorioso ejército» y un «ataque a la unidad de la Patria». Más concretamente, se recomienda destruir directamente las obras «pornográficas y sin valor literario», revolucionarias, pero «sin contenido ideológico esencial». Las obras valiosas podrían conservarse, pero para evitar que caigan en manos de «lectores ingenuos», sólo deberían ser accesibles a los lectores con un permiso especial de la Comisión de Cultura.
[10] Durante la guerra, éste fue Juan Pujol, cuyas habilidades son ampliamente reconocidas.
[11] Un año con Queipo.
[12] Bahamonde (op. cit.) da cuenta de un conflicto muy grave que estalló en Badajoz. Comenzó como un simple incidente relacionado con la organización de uno de los muchos abonos lanzados por el régimen, pero degeneró en un verdadero enfrentamiento entre el gobernador militar Canizarès y el «civil» Díaz de Llano. El ejército y la Falange juntos finalmente impusieron su voluntad: el gobernador civil tuvo que inclinarse.
[13] Estatutos de la Falange Tradicionalista Española y Decreto de las J.O.N.S. de 4 de agosto de 1937.
[14] Los otros cinco fueron nombrados por el Consejo a propuesta del Caudillo.
[El decreto de 7 de octubre de 1937 que lo instituyó pretendía contribuir a «realizar el programa de la Falange».
[16] Para las viudas, siempre que tengan al menos un hijo.
[17] El servicio consiste en un mínimo de seis meses de servicio continuo o seis períodos sucesivos de al menos un mes.
[18] Véase Marcotte, L’Etat national-syndicaliste.
[19] El impuesto grava la venta de tabaco, las entradas a espectáculos, el consumo en cafés y restaurantes y la venta de perfumes.
[20] B. O. de 2 de enero de 1937.
[21] En particular, se debe proporcionar la siguiente información sobre la familia del tutor: valor moral, religioso y económico, indicación de recursos e informe médico.
[22] Véase el marco alemán en el capítulo II.
II.7: Teruel, punto de inflexión de la guerra
- Las condiciones de la ofensiva
- La batalla de Teruel
- La contraofensiva nacionalista
- La batalla de Aragón
- Generalización de la ofensiva
- El despido de Prieto
- Notas
En el transcurso del 37, se pudo observar una evolución política paralela en ambos campos. En Valencia, como en Burgos, el poder fuerte se impuso a los elementos dispersos, la autoridad regular a los partidarios del «movimiento». La evolución así iniciada parece irreversible. Un brutal retroceso político en la zona nacionalista tras la supresión de las camisas viejas no es más probable que en la España republicana tras los Días del Mal. Así, hemos vuelto a las condiciones de un tipo de guerra tradicional. Sin embargo, un examen de los acontecimientos ocurridos en el plano militar revela una evolución desfavorable para el gobierno valenciano.
Las condiciones de la ofensiva
No cabe duda de que la situación militar a finales de 1937 era muy preocupante para los republicanos. La impresión dominante, tras la caída del Norte, era de total impotencia. Todos los intentos de limitar el alcance de los éxitos nacionalistas acabaron por fracasar. Hubo, sin duda, un esfuerzo organizativo; Rojo contó con cinco cuerpos de ejército entrenados y preparados para la guerra. Pero su equipamiento seguía siendo insuficiente y, sobre todo, les faltaba confianza en sus medios. El fin de los combates en Asturias también liberaría a numerosas y bien entrenadas tropas nacionalistas.
Estos refuerzos alterarían profundamente el equilibrio de fuerzas en la parte del frente donde se emplearan. Franco contaba ahora con casi 600.000 hombres, de los que aproximadamente un tercio podía mantenerse en reserva. Las fuerzas navarras, que hasta entonces eran las únicas que conservaban su división original en brigadas, se reorganizaron en divisiones a partir del 9 de noviembre.
De los tres sectores que los nacionales podían elegir para lanzar una nueva ofensiva, dos estaban en manos de un pequeño número de tropas, el sector sur, todavía dirigido por Queipo, y el sector norte, comandado por Dávila. La mayor concentración de tropas estaba en los alrededores de Madrid. Por lo tanto, el estado mayor nacionalista tenía claro que, para ser definitivo, había que conseguir el éxito en este sector, que era el más importante con diferencia. Por primera vez desde Guadalajara, Franco sintió que podía dar un golpe en dirección a la capital. Sin embargo, no se trataba de una ofensiva frontal, que correría el riesgo de fracasar ante una defensa bien organizada y que, en cualquier caso, provocaría enormes pérdidas. Por lo tanto, era mejor volver al principio de una acción rotativa; la ofensiva debía ser lo más amplia posible para aprovechar al máximo la superioridad numérica y material de que disponían los nacionalistas. Se planeó una «maniobra de convergencia» sobre Alcalá de Henares. Según Díaz de Villegas, el cuerpo de ejército marroquí bajaría por el Henares, la C.T.V. avanzaría por el Tajuna y el cuerpo de ejército castellano por el Tajo. Esta vasta maniobra presupone, naturalmente, una preparación bastante larga; además, es poco probable que una concentración de tropas tan grande pase desapercibida…
El Estado Mayor republicano era consciente de que si permitía a los nacionalistas tomar de nuevo la iniciativa, se arriesgaba a la derrota. El gobierno republicano necesitaba absolutamente obtener un éxito que elevara la moral de sus partidarios y justificara su propia acción mediante una demostración de eficacia. A finales del 37 se produce la consolidación política de Negrín: sus amigos asumen la dirección de la UGT. Trasladó los ministerios y las administraciones centrales de Valencia a Barcelona. El presidente explicó las razones de esta transferencia, inimaginable a principios de año: «Era una vieja idea del gobierno anterior. La residencia del gobierno en Valencia había sido determinada por la necesidad de organizar el abastecimiento y las operaciones militares de los frentes central y oriental. El Gobierno está convencido de que la región de Levante mantendrá su entusiasmo. Las circunstancias económicas y estratégicas han exigido desde el primer día del Movimiento que la sede del gobierno esté en Barcelona. Las razones esgrimidas no son nuevas: si el traspaso no se había hecho antes, fue porque la fuerza de la C.N.T. y de los autonomistas dificultaba la instalación del gobierno central en Barcelona. Hoy, en su discurso, Negrín puede hablar de «relaciones cordiales con la Generalitat». En este sentido, podemos hablar de un fortalecimiento de la unidad en el campo republicano. Sin embargo, la unidad política sólo podía forjarse realmente mediante la victoria militar.
La batalla de Teruel
El estado mayor republicano se vio así obligado a tomar la ofensiva. El 8 de diciembre, el Consejo Supremo de Guerra aprobó la elección de Teruel como objetivo. Las posiciones parecían favorables para un ataque. El frente formaba un amplio bucle que se extendía alrededor de la ciudad, formando un saliente en las posiciones republicanas. Hacia el norte sigue la zona montañosa que domina la Alfambra y hace una brusca curva en dirección sureste-noroeste entre Teruel y Albarracín, al norte de la zona alta de los Montes Universales. Por lo tanto, los gobiernos ocupan posiciones que dominan la ciudad en ambos lados. Además, frente a las mediocres fuerzas de que disponían los nacionales aquí, como en todo el frente norte – 2.500 hombres para defender Teruel al inicio de la batalla – los republicanos debían comprometer fuerzas considerables, 40.000 hombres, en un sector de ataque de extensión muy limitada. Los tres cuerpos que componían el ejército de maniobra estarían apoyados por las tropas de Levante que habían mantenido el sector hasta entonces. El 22º Cuerpo, al mando de Ibarrola, debía atacar por el norte, el 20º, al mando de Menéndez, por el sureste, el 18º, al mando de Heredia, por el sur. El objetivo principal de la maniobra era establecer una unión, más allá de Teruel, entre las tropas del XVIII y del XXII Cuerpo, aislando así a los defensores de la ciudad y reduciendo al mismo tiempo el saliente.
La ofensiva comenzó el 15 de diciembre. Durante una semana, del 15 al 22, obtuvo grandes éxitos. Desde las primeras horas, quedó claro que la maniobra de envolvimiento estaba teniendo éxito: Campillo, que había resistido, y San-Blas cayeron. Sin embargo, aún quedaban importantes focos de resistencia en la retaguardia, que debían ser reducidos uno a uno. El día 18 cayó la Muela de Teruel, que dominaba la ciudad por el suroeste. Sus defensores, en retirada mientras combatían, se refugiaron en la ciudad, donde dos divisiones republicanas entraron el día 22. Los nacionales, al mando del coronel Rey d’Harcourt, se atrincheraron en los edificios del gobierno civil, el Banco de España, el hospital, el seminario y los conventos de Santa-Clara y Santa-Teresa. Se organizaron así dos frentes: uno exterior, más o menos regularizado, al oeste de una línea que iba desde el Muleton hacia San Bias y Rubiales, y otro en el interior de la ciudad, para reducir a los pocos miles de hombres que se habían refugiado allí. Las fuerzas republicanas no eran lo suficientemente numerosas para conquistar la ciudad y continuar el ataque en profundidad al mismo tiempo, y del 23 al 28 de diciembre hubo un periodo de estabilización.

Durante este tiempo, las tropas franquistas trajeron refuerzos, lo que les permitió resistir e incluso contraatacar. Sin duda tuvieron que elegir entre defender Teruel o preparar un ataque a Madrid. Franco decidió personalmente aceptar la batalla en el terreno elegido por su adversario [1]. Comenzó enviando en ayuda del sector amenazado tropas retiradas del frente de Aragón, desde donde podían llegar rápidamente: estaban allí el 17 de diciembre. A continuación, hizo que las divisiones del cuerpo gallego, al mando de Aranda, convergieran en la línea de batalla por la carretera de Zaragoza, y las del cuerpo castellano, al mando de Varela, por la carretera de Molina de Aragón. El personal nacionalista tenía entonces diez divisiones. Dávila fue puesto al frente de ellos, con la misión de entregar Teruel. En sí misma, esta afluencia de tropas ya era un éxito para los republicanos: con más suerte que en Brunete, habían obligado a los nacionales a cambiar sus planes y a abandonar la gran ofensiva contra Madrid, de la que no se volvería a hablar hasta el final de la guerra. La decepción fue grande entre los aliados de Franco, como atestigua la nota de Schwendemann: «La esperanza, antes de los sucesos de Teruel, de que Franco terminaría la guerra con una ofensiva de gran estilo, no estaba fundada» [2]. El 20 de diciembre, el conde Ciano pidió: «La ofensiva contra Guadalajara ha sido aplazada sine die por las vacilaciones del mando nacionalista y la ofensiva preventiva de los rojos.
El fracaso de la contraofensiva nacionalista justificó los temores de los generales italianos. A pesar de la acumulación de equipos, la superioridad de la fuerza aérea, la enorme densidad de la artillería[3] y la violencia de los asaltos, sólo se lograron algunos de los objetivos. Al principio, se obtuvieron algunos resultados: el 20º Cuerpo Republicano se retiró desordenadamente. Las tropas de Aranda avanzaron hacia Teruel y reconquistaron La Muela; dominaban la ciudad y estaban tan seguros de tomarla que la radio nacionalista anunció que estaba hecho. Sin embargo, a principios de enero, se había trazado una nueva línea de frente: ésta permanecería prácticamente inalterada durante un mes.
¿Cómo se explica este fracaso nacionalista? En primer lugar, por la magnitud y la determinación de la batalla. Para resistir, ambos bandos aportaron nuevas tropas y nuevos medios. La cifra de 180.000 combatientes que se ha propuesto es plausible: es la mayor concentración de hombres en una zona tan pequeña en el transcurso de la guerra. Pero la batalla fue también una batalla de equipos: la importancia de la artillería implicada era tal que los soldados de infantería tenían que esconderse y los refuerzos sólo llegaban por la noche. Las condiciones de combate se habían vuelto singularmente difíciles, tanto más cuanto que, en esta región del interior donde el clima es riguroso, el frío había hecho su aparición con especial rigor: los soldados debían ser relevados cada cuarto de hora y, a 20 grados bajo cero, los hombres atrincherados debían protegerse del frío, la nieve y el viento. En la nieve, todo se convertía en un objetivo y los ataques eran más raros: incluso los convoyes nocturnos tenían dificultades para llegar en el hielo: «Las zanjas estaban llenas de cadáveres de hierro»[4]. La superioridad aérea de los nacionales no pudo ser aprovechada al máximo, ya que el clima no siempre permitió que los aviones salieran. Ansaldo habló de «las mañanas en el nuevo aeródromo de Burgos» cuando «había que limpiar el fuselaje de una gruesa capa de hielo». Además, los republicanos también habían hecho un esfuerzo considerable, y el pequeño tamaño del frente permitía utilizar eficazmente el D.C.A. [5].
A pesar de estas difíciles condiciones, los nacionalistas continuaron sus ataques en la primera semana de enero. El 7 de enero, por fin volvió la calma. La continuación de la ofensiva ya no tendría sentido, pues los defensores de la ciudad habían capitulado: Teruel estaba totalmente en manos de los republicanos. La lucha fue larga y dura; uno tras otro, los edificios donde se refugiaban los franquistas fueron destruidos: el seminario fue incendiado y los gobiernos volaron el Banco de España. La esperanza de convertir Teruel en un nuevo Alcázar resultó inútil. Con los defensores aislados entre sí, el convento de Santa Clara no se rindió hasta el día 8, veinticuatro horas después de que Rey d’Harcourt capitulara con 1.500 hombres. Un comunicado oficial anuncia: «Teruel pertenece íntegramente a la República». Sin embargo, no fue un éxito extraordinario: el centro de la ciudad estaba en ruinas y se necesitarían quince días para eliminar a todos los francotiradores. La defensa había sido valiente, a pesar de lo que Queipo creía poder decir en Radio Sevilla sobre la «traición de un canalla» que había permitido por sí sola la caída de la ciudad. Pero este mismo enfado indica la importancia de la toma de Teruel para los republicanos. Fue la primera y única ciudad importante que pudieron retomar en el transcurso de la guerra. Si es inexacto decir, como hizo Rojo, que «Teruel cambió la faz de la guerra» [6], al menos se puede admitir que dio la impresión de que lo hizo. Al final de esta terrible batalla, el ejército republicano fue el vencedor. Tras los desalentadores comunicados que anunciaban sucesivamente la pérdida de Bilbao, Santander y Gijón, ¡por fin un comunicado de esperanza!
Pero esta victoria tiene sus límites. Se ha planteado la pregunta [7] -como en todos los éxitos republicanos- de si habría sido posible explotar mejor el éxito inicial. La respuesta es no: faltaban las reservas. Los republicanos eran, en total, menos numerosos que sus adversarios, mientras que, para compensar su inferioridad en armas y material, habrían necesitado al menos una superioridad numérica en hombres. Sólo lo consiguieron durante unos días, el tiempo que tardó el enemigo en traer refuerzos. En estas condiciones, ya era un éxito para el personal republicano haber conseguido mantener las posiciones conquistadas. Pero también fue por esta razón que Franco no podía descansar en una derrota que tenía buenas razones para creer que era sólo temporal. De hecho, los líderes republicanos no podían olvidar, en la euforia del éxito, que incluso aquí, un día, habían estado al borde del desastre: el día 29, sus líneas fueron rotas. Ese día en Teruel, como antes en Brunete, hubo un momento de pánico, para el que no se pudo dar una explicación razonable. Hubo que acudir a los refuerzos para restablecer la línea de batalla y evitar que las tropas de Aranda se unieran a las sitiadas de la ciudad [8].
La contraofensiva nacionalista
A partir del 15 de enero, el tiempo se volvió más suave y la superioridad aérea de los nacionales pudo volver a verse. Aranda preparó un ataque, no sobre Teruel, porque avanzar por la llanura era demasiado arriesgado, sino sobre las posiciones que la dominaban, sobre todo en el norte. Sus hombres lograron apoderarse de importantes puestos de observación, incluido el de Multon, lo que hizo que la posición de las fuerzas republicanas fuera aventurada. Esto les dio una base para las operaciones que ahora se moverían hacia el norte alrededor del río Alfambra.
Pero primero fue necesario romper los nuevos ataques republicanos, que duraron cinco días, del 25 al 30 de enero, y fueron infructuosos. Era entonces necesario concentrar las fuerzas al oeste del Alfambra para romper el frente republicano y desalojar a las tropas que mantenían sólidas posiciones en la Sierra Palomera: éste fue el punto de partida de la victoriosa ofensiva de diciembre. Pero el mando nacionalista era aún más ambicioso. Su plan consistía en desplazar el frente hacia el este, para invadir Teruel y las posiciones republicanas del norte. Finalmente, en el transcurso de las operaciones, previó una maniobra para rodear al 23º Cuerpo, que cubría este sector. El ataque se realizaría, por tanto, en los dos extremos del sistema nacionalista: al norte, bajo el mando de Yagüe, el cuerpo marroquí, apoyado por el navarro, avanzaría hacia Viver del Río. En el sur, el cuerpo gallego, reforzado por la 150ª división de Muñoz Grande, debía romper el frente en la zona montañosa entre Teruel y Celados y cruzar el Alfambra. El centro de la fuerza era el menos dotado, con la 1ª División del Coronel Monasterio.
El doble ataque tuvo lugar el 5 de febrero y logró un primer éxito. Las tropas de Yagüe rompieron el frente y lograron superar las posiciones republicanas hasta la Alfambra. Al sur, sin embargo, el avance de Aranda fue más lento. Sin duda se llegó al río y se ocupó a Celados. Pero el peligro inmediato para Teruel hizo que la defensa republicana se endureciera. La reaparición del mal tiempo volvió a frenar los combates y la ofensiva se detuvo hacia el 15 de febrero, obstaculizada por el viento y la lluvia. La maniobra de cerco no había tenido éxito, pero los nacionalistas habían mejorado mucho sus posiciones. El frente ofrecía ahora una línea casi continua entre Teruel y Belchite al sur del Ebro. Los republicanos fueron puestos a prueba por la batalla de desgaste que habían sostenido durante casi dos meses, y cuando los nacionalistas reanudaron la ofensiva el día 18, la defensa fue inmediatamente rota. Teruel fue invadida en gran parte por la vanguardia, que cortó la carretera de Sagonte por el este el día 20. Durante dos días más lucharon en Teruel. Pero el corazón ya no estaba en él. El 22 de febrero, los republicanos habían evacuado completamente la ciudad. La batalla había terminado.
Por mucho que la ocupación de Teruel hubiera contribuido por un momento a restablecer la confianza de los combatientes republicanos, su pérdida puede considerarse como un punto de inflexión muy grave en el curso de la guerra civil. Las dos partes habían luchado duramente por las ruinas; el exitoso golpe de estado se había convertido en una larga batalla, una batalla de destrucción en la que la superioridad material acabaría imponiéndose. Teruel puede haber sido, como dice Rojo, la «revelación de la grandeza moral» del luchador español. Pero el valor y la perseverancia de los hombres no bastan para conseguir la victoria: Teruel también lo demostró. El final de la batalla marcó en realidad el comienzo de una nueva fase de la guerra. Hasta entonces, se había logrado un cierto equilibrio en el plano militar. En Teruel, masas de hombres llevaban meses luchando entre sí sin conseguir ningún éxito decisivo, y de repente las líneas republicanas cedieron y la ofensiva nacional se desarrolló a una escala irresistible: el equilibrio de fuerzas se rompió definitivamente.
La batalla de Aragón
Sin embargo, en la zona republicana, la autoridad del gobierno de Negrín parecía haberse consolidado desde julio del 37. La C.N.T. no pensaba en una oposición política seria. La dirección de la UGT apoyó firmemente a Negrín. Pero el programa político del gobierno, basado en el imperativo de «derrotar primero a Franco», convirtió en una necesidad absoluta la obtención de victorias militares. La pérdida del Norte, que siguió de cerca su llegada al poder y que no pudo evitar ni retrasar, supuso un duro golpe para su prestigio. El desastre de Aragón le afectó aún más. A partir de entonces, la crisis militar y la crisis política se desarrollaron en paralelo, debilitando también a la España republicana.
Hay que admitir que el gobierno de Negrín tuvo poco tiempo antes de los primeros combates a gran escala para hacerse cargo de la organización de la guerra. Sin embargo, durante el año 37 se hizo un gran esfuerzo en el frente militar. La reorganización, iniciada a principios de año, permitió entrenar y armar a las tropas que dieron pruebas de su espíritu de lucha en Teruel y Belchite. Pero siempre faltaron reservas y los mejores elementos, apenas entrenados, fueron utilizados inmediatamente. Las ofensivas de Brunete y Belchite fueron costosas en vidas humanas. La batalla de desgaste de Teruel cansó y puso a prueba a los hombres, que se vieron obligados a luchar durante demasiados días sin ser relevados. Por último, la ralentización de la entrega de material de guerra extranjero tuvo un grave impacto en el equipamiento de las tropas. La España republicana sufrió el bloqueo, que sólo se interrumpió en septiembre de 1937. A partir de finales de año, y a pesar de las medidas adoptadas por las potencias occidentales, los barcos tuvieron que dirigirse a los puertos gubernamentales con gran riesgo. La única vía de paso seguía siendo la frontera francesa de los Pirineos, lo que explica la constante preocupación del gobierno por no quedar nunca aislado de Francia. Este fue uno de los argumentos esgrimidos por Negrín para explicar el traslado del gobierno a Barcelona. También fue uno de los argumentos que hizo que los ministros republicanos decidieran quedarse en la capital catalana cuando el territorio de la República fue cortado en dos por la ofensiva nacionalista.
Pero Cataluña sólo estaba protegida por una pequeña parte de las fuerzas republicanas. Por el contrario, la batalla de Teruel obligó a los nacionales a concentrar la mayoría de sus tropas a ambos lados de la ciudad y, más al norte, desde el Maeztrazgo hasta el Ebro. Si los planes del Caudillo se habían desbaratado, y si ya no era cuestión de lanzar una gran ofensiva sobre Madrid para ganar la decisión, por otro lado, la concentración de tropas en el frente de Aragón, tras la victoria de Teruel, ponía a disposición del mando nacionalista una masa de maniobra indiscutiblemente superior: tres cuerpos de ejército frente al 12º cuerpo republicano solo.
Con la ofensiva de Aragón en particular, la guerra cambió de rumbo. Fue el final de la guerra de posición: la batalla de la ruptura fue seguida inmediatamente por una ofensiva general. Y en esta nueva guerra de movimientos, las tropas motorizadas y los blindados, lanzados masivamente hacia delante, iban a desempeñar un papel decisivo.
El ataque comenzó el 9 de marzo de 1938. El terreno era el de la batalla ampliamente abierta de Belchite, una región favorable a una ofensiva a gran escala, ya que no presentaba obstáculos reales en un amplio radio y se prestaba admirablemente al uso de tanques y a vastas maniobras. Franco concentró allí un número considerable de tropas. El cuerpo gallego, en el sur, debía atacar en dirección a Montalbán, el Corpo truppe volontarie en la zona de Llanos hacia Alcañiz. El Cuerpo Marroquí, en el norte, operaría sobre Belchite y apuntaría a la orilla derecha del Ebro, hacia Caspe. El objetivo de la ofensiva dirigida por Aranda era romper la línea que mantenía el XII Cuerpo republicano para llegar a Guadalupe en una línea Caspe-Alcañiz. Esto crearía una enorme bolsa en el frente republicano, empujando al ejército del Este al norte del Ebro y amenazando a las fuerzas concentradas alrededor de Teruel con un rebasamiento en su flanco derecho. La ocupación de las posiciones objetivo al sur y al sureste de Montalbán permitiría también a las fuerzas franquistas controlar las salidas de la región montañosa del Maeztrazgo: más allá de la línea Caspe-Alcañiz, el Estado Mayor nacional apuntaba de hecho al Mediterráneo y buscaba cortar la España republicana en dos.
El ataque nacionalista no fue, estrictamente hablando, una sorpresa, pero encontró a las fuerzas republicanas en plena reorganización. El 18º Cuerpo, que estaba en la reserva, ni siquiera pudo intervenir: por primera vez desde el comienzo de la guerra, la línea del frente se derrumbó, sin comparación con el pánico local que a menudo había marcado tales operaciones. Las columnas motorizadas italianas y marroquíes avanzaron sin encontrar mucha resistencia. Las tropas republicanas más fuertes se retiraron al norte del Ebro. Los demás no eran más que una masa de fugitivos sin ningún apoyo; mal equipados y mal armados, no podrían resistir una operación de esta envergadura. El 21º Cuerpo, que inicialmente había contenido a los gallegos, tuvo que retroceder ante la amenaza al norte de su posición. Una vasta zona quedaba ahora expuesta, sin defensa, al avance del enemigo: «El 15 de marzo -escribió Rojo- en el vasto espacio que va de Caspe a Calanda, no quedaba ni una sola unidad organizada, ya no había ningún enlace entre los ejércitos del este y de maniobra, y un frente de sesenta kilómetros estaba completamente abierto a la invasión hasta la costa. En seis días, el C.T.V. cruzó la mitad del camino hasta el Mediterráneo.

Es difícil, en estas condiciones, entender la interrupción de esta ofensiva relámpago, que se ralentizó entre el 16 y el 21 de marzo. Los comunicados oficiales y el optimismo de Ciano sólo pueden explicar el «parón en las posiciones conquistadas» por la necesidad de «permitir a los nacionales apoyar a los italianos». En realidad, los nacionalistas fueron los primeros sorprendidos por la magnitud de su éxito. Las tropas», señaló Ciano el 14 de marzo, «están avanzando con una velocidad inesperada. Pero después de cinco días de un avance relámpago, el ritmo de las columnas motorizadas tuvo que reducirse. Las reservas fueron insuficientes para explotar los primeros éxitos de inmediato y hubo que esperar a la llegada de los navarros para reemprender la marcha. El Estado Mayor republicano aprovechó para reagrupar algunas unidades que utilizó en misiones de sacrificio, hostigamiento y tácticas de retraso: el 20 de marzo consiguió reconstituir un frente, frágil sin duda, pero continuo. En el poco tiempo que permitía la pausa nacionalista, a los gobiernos les tocaba traer todos los refuerzos posibles para «sellar la brecha» y, sobre todo, para defender a Cataluña. Prieto dijo en el Consejo de Ministros: «Si los rebeldes llegan al Mediterráneo, cuatro quintas partes del ejército estarán en la zona sur». Entre el 15 de marzo y el 15 de abril, cuando los nacionales llegaron al mar en Vinaroz, el cuartel general de Barcelona trató de desplazar el mayor número posible de tropas por la carretera de la costa hasta Tortosa. Esto explica la feroz resistencia republicana, primero en la línea Caspe-Alcañiz y luego, una vez rota, frente a Tortosa. Pero, al final, esta resistencia era -y sólo podía ser- esporádica.
Las consecuencias de la primera ofensiva nacionalista fueron muy graves: la desorganización que había provocado no podía superarse en pocos días. Además, la reanudación de la ofensiva no lo permitiría. La confusión entre los republicanos era tal que se desconocían las posiciones exactas de los franquistas. Dos oficiales de brigada fueron sorprendidos en Gandesa, cuya caída desconocían. Los restos de varias unidades se volcaron en la orilla derecha del Ebro, donde también llegaron refuerzos de la zona central. Quizás por primera vez, ante una debacle de tal magnitud, algunos pensaron que el conflicto terminaría pronto. Los oficiales generales tuvieron que ir al frente para intentar recuperar el control de las tropas e improvisar una defensa lo mejor posible.
Generalización de la ofensiva
Pero fue sobre todo la generalización de la ofensiva lo que dio a la derrota de Aragón su carácter desastroso. Tras el ataque a Caspe, seis cuerpos de ejército nacionalistas se enfrentaron. En el norte, el objetivo era impedir que los cuerpos republicanos 10º y 11º, posicionados desde el Ebro hasta los Pirineos, acudieran en ayuda de las fuerzas dispersas y derrotadas al sur del río. El éxito nacional se decidió por un ataque sorpresa del cuerpo marroquí, que cruzó repentinamente el río que había estado siguiendo hasta entonces: los cuerpos republicanos 10º y 11º sufrieron una suerte similar a la del 12º unos días antes, aunque el terreno era menos favorable para las maniobras generales. También en este caso, la resistencia fue prácticamente nula. La única oposición seria en diez días fue la que los nacionalistas encontraron frente a Lérida, que cayó el 3 de abril. El frente se estabilizó en este sector. Pero mientras tanto, la ofensiva se generalizó a ambos lados del río, con los cuerpos de Aragón, Marruecos y el recién formado Urgel. Los republicanos sólo se reconstituirían en una línea que iba desde el Ebro hasta los Pirineos, pasando por el Segre y la Noguera, defensas naturales tras las que pudieron replegarse los restos de los dos cuerpos de ejército derrotados. Rojo menciona en particular a la 43ª división del coronel Beltrán, que, aislada nada más romperse el frente, libró una batalla dilatoria de tres meses aferrándose a las estribaciones de los Pirineos, antes de ser internada en Francia, adonde pasó con la mayor parte de su equipo. Pero una resistencia aislada de este tipo sólo podía retrasar el avance nacionalista sin detenerlo, sobre todo porque Franco había decidido atacar el sur y librar la batalla en el Levante, donde los tres cuerpos llegaban al Mediterráneo. En el cuartel general de Franco se planteó la cuestión de si había que hacer un nuevo esfuerzo contra Cataluña, que estaba en manos de tropas muy bien probadas, o si había que intentar aplastar al enemigo atacando al ejército de maniobra republicano, cuyas líneas se habían reducido peligrosamente. La segunda solución fue la elegida.
En realidad, ésta fue la operación más difícil: la zona montañosa desde el Maeztrazgo hasta el mar, los escarpes de la Sierra de Javalambre, que se elevaban a 1.500 y 2.000 metros, y, en menor medida, la Sierra de Espadán, entre Castellón y Valencia, facilitaban singularmente la defensa. Los gobiernos, además, fortificaron una línea desde Viver hasta Segorbe. Sus tropas aquí son más frescas. Contra ellos, y en un espacio mucho más reducido, será necesario concentrar muchos más hombres y equipos que en la primera parte de la ofensiva. Mientras el Cuerpo Marroquí cubría el sector del Ebro hasta el delta, las tropas navarras y gallegas al mando de Aranda se reconvirtieron al sur y avanzaron por la costa, ocupando Castellón sin dificultad el 16 de junio, mientras Varela disponía del Cuerpo Castellano y de la C.T.V., cuyos elementos motorizados volverían a jugar un papel decisivo. Se trataba de una nueva batalla de ruptura; las fuerzas concentradas por los republicanos para salvar Valencia eran las últimas disponibles para Miaja, que fue nombrado comandante de la zona Centro-Sur. No había más reservas.
Los únicos refuerzos, por muy necesarios que fueran, sólo podían tomarse del ejército del Centro, que se arriesgaría a vaciar peligrosamente la defensa de Madrid por primera vez. Franco esperaba que la próxima caída de Valencia, la tercera ciudad de España y ayer sede del gobierno, fuera un éxito al menos tan importante en términos de prestigio como la conquista del Levante, que privaría a la zona Centro-Sur, donde la situación alimentaria ya era precaria, de una región esencial para su abastecimiento. Pero las dificultades de la operación requirieron dos meses de preparación; la «Batalla del Levante» no comenzó hasta el verano. El 15 de julio se puso en marcha con medios materiales a gran escala en ambos lados de Teruel. El 13º y el 17º Cuerpo republicano tuvieron que retirarse; los ejércitos de Varela y Aranda unieron sus fuerzas y alcanzaron la línea Viver-Segorbe. Del 20 al 23, tras intensos preparativos de artillería, se sucedieron los ataques de tanques e infantería contra la línea fortificada. Pero al final, la ofensiva fracasó.
Entre mayo y julio, consciente del peligro que corría la zona sur, el Estado Mayor republicano reagrupó las tropas y lanzó el contraataque del Ebro, que obligó al Estado Mayor nacional a aflojar su control sobre el Levante. Valencia se salvó temporalmente. Sin embargo, desde julio de 1938, la situación militar de los republicanos se había deteriorado considerablemente. Perdido Aragón, la defensa del Maeztrazgo seguía siendo precaria. La superioridad material de los nacionalistas y la capacidad de su mando para hacer la guerra con los medios modernos a su disposición quedaron definitivamente demostradas. Por último, la división de la España republicana en dos zonas fue muy grave, no sólo porque dificultaba una estrategia de conjunto, sino porque socavaba los propios cimientos del régimen político impuesto por el gobierno de Negrín, que se vio obligado a delegar sus competencias en gran parte del territorio en las autoridades militares. Separadas, las dos zonas evolucionarían políticamente de forma diferente y la zona Centro-Sur escaparía pronto a la influencia directa del gobierno. Mientras tanto, el desastre de Aragón tuvo una consecuencia política directa: una crisis dentro del propio gobierno.
El despido de Prieto
La salida de Prieto del Ministerio de Defensa Nacional fue el acontecimiento político más importante ocurrido en la zona republicana desde la caída de Largo Caballero. La nota discordante en la relativa calma política y el ambiente de «unión sagrada» que siguió a los acontecimientos de la primavera del 37.
Su importancia radica, en primer lugar, en la personalidad del ministro. Prieto era muy conocido en el extranjero, y muchos lo consideraban el hombre de Inglaterra. Este socialista gozaba de la confianza de los republicanos e incluso de un cierto respeto en la zona nacionalista, donde algunos historiadores llegaron a considerarlo el único político válido en la zona «roja». Durante mucho tiempo fue considerado el «hombre fuerte» del gobierno de Negrín. Conocemos la vieja amistad que le une al presidente, cuya candidatura promovió durante la crisis. Incluso se creía que gobernaría con su nombre. De hecho, Negrín se tomó en serio su tarea, decidiendo él mismo todas las cuestiones esenciales, sin eludir ninguna responsabilidad. Y muy pronto, los dos hombres encontraron puntos de divergencia: no tenían ni la misma concepción de la conducción de la guerra ni, sobre todo, las mismas perspectivas, las mismas esperanzas de un resultado exitoso del conflicto. Su controversia de posguerra también revela una fuerte hostilidad personal: aunque la situación no había llegado a ese punto en marzo de 1938, su relación se había deteriorado lo suficiente como para que Prieto fuera eliminado del puesto clave que había ocupado desde la formación del «gobierno de la victoria».
La tesis de Negrín es que, dada la gravedad de la situación militar tras la caída de Teruel y el desastre de Aragón, tuvo que reforzar el ejecutivo para acentuar el esfuerzo y la voluntad de guerra. Sin embargo, a sus ojos, el pesimismo de Prieto no lo hacía apto para ejercer las funciones de Ministro de Defensa Nacional en estas circunstancias. ¿Cómo podía confiar la dirección de la guerra a un hombre que no creía en la victoria? Precisamente para reforzar el ejecutivo, Negrín no confió la cartera de Defensa a otra personalidad, sino que la asumió él mismo, compaginándola con la Presidencia.
Aunque Negrín afirmó que en marzo había un conflicto en el Gobierno y que éste se debía al pesimismo de Prieto, éste se limitó a señalar que sus sentimientos no habían cambiado y que eran conocidos por todos, incluido Negrín, que no había dudado en nombrarle ministro de Defensa Nacional el año anterior. De hecho, cuando Prieto dejó el Ministerio en marzo de 1938, lo que había cambiado no eran sus opiniones sobre las perspectivas de victoria militar, sino la situación militar en la España republicana. La pérdida del Norte y el desastre de Aragón llevaron a opciones políticas basadas en el dilema de la resistencia o la negociación. Pero Prieto afirma que ese no fue el motivo de su eliminación.
Aunque Negrín afirmó que en marzo había un conflicto en el Gobierno y que éste se debía al pesimismo de Prieto, éste se limitó a señalar que sus sentimientos no habían cambiado y que eran conocidos por todos, incluido Negrín, que no había dudado en nombrarle ministro de Defensa Nacional el año anterior. De hecho, cuando Prieto dejó el Ministerio en marzo de 1938, lo que había cambiado no eran sus opiniones sobre las perspectivas de victoria militar, sino la situación militar en la España republicana. La pérdida del Norte y el desastre de Aragón llevaron a opciones políticas basadas en el dilema de la resistencia o la negociación. Pero Prieto afirma que ese no fue el motivo de su eliminación.
Para él, la responsabilidad de la crisis es de los comunistas: fueron ellos los que exigieron su salida. Su deseo de eliminarlo era la única causa real. Según él, sólo hay un conflicto, el que existe entre él y el partido comunista: los ministros comunistas Uribe y Hernández intentaron asociarlo a una dirección socialista-comunista «fraccionada» del gobierno, y su negativa los determinó a combatirlo. No cabe duda de que fueron los ataques públicos de la Pasionaria, seguidos de los artículos de Hernández por Juan Ventura en La Vanguardia y Frenie raja, los que provocaron la crisis, la protesta de Prieto ante Negrín por esta ruptura de la solidaridad ministerial, y luego la remodelación y exclusión de Prieto. Pero, como repitió enérgicamente, Prieto no dimitió, fue destituido.
Queda por ver si, como él afirma, la decisión de destituirlo fue impuesta al presidente por el Partido Comunista. No cabe duda de que los dirigentes del PC, en la medida de su influencia, que era grande, presionaron para su destitución. Durante mucho tiempo fue uno de sus más valiosos aliados; en la lucha contra Largo Caballero, en el gobierno de Negrín durante muchos meses, estuvieron a su lado porque era un hombre de orden cuyos puntos de vista coincidían con los suyos, porque era el único político capaz de ganarse la simpatía activa de las potencias occidentales, porque era, en fin, un decidido partidario de la unidad socialista-comunista [9]. Ahora resulta que este aliado se niega a convertirse en un instrumento. En el gobierno, rechazó la alianza que se le propuso. Como ministro de Defensa Nacional, se irritó por la injerencia de los técnicos rusos y no dudó en atacar directamente al Partido Comunista y su influencia en ciertos sectores[10], mostrando deliberadamente su intención de doblegarlo también a la férrea disciplina que tanto había exigido. Prieto no lo niega: al contrario, desarrolla ampliamente el relato de todas las escaramuzas que le enfrentaron a los comunistas y a los asesores rusos [11]. Sin embargo, deja en la sombra las razones de un cambio de opinión que difícilmente puede admitir, ya que se vería obligado a reconocer al mismo tiempo su larga alianza con el PC. Los motivos de Prieto son claros: están ligados a la evolución de los acontecimientos políticos y militares desde la constitución del gobierno que patrocinó. Para él, el apoyo comunista era indispensable para la restauración del Estado, al igual que el apoyo de Largo Caballero en los primeros tiempos. Una vez restaurado el Estado, el control comunista sobre el ejército y la policía parecía peligroso en muchos aspectos. Internamente, fue testigo de la deserción de muchos de sus seguidores: después de la fracción de la izquierda que siguió a Álvarez del Vayo, una importante fracción de la derecha, atraída por él a la coalición antifascista, parecía, detrás de Negrín, identificarse en todos los sentidos con el «aliado» comunista cuyo poder constituía, como hemos visto, un «Estado dentro del Estado». Externamente, parece que se sintió muy decepcionado por la actitud de los comunistas y los consejos de prudencia de los rusos tras el bombardeo de Almería[12]; sin duda, en esta ocasión perdió parte de sus ilusiones al darse cuenta de los límites de la ayuda rusa. A partir de entonces, prestó cada vez más atención a la actitud de Londres y París, que claramente no estaba al mismo nivel que la de Moscú. Es cierto que Prieto no era tan «hombre de Inglaterra» como se ha dicho, pero sin duda era el hombre de una paz negociada en la que Inglaterra podía ser el agente. Ya en mayo de 1937, intentó ponerse en contacto con los franquistas para estudiar las posibilidades de negociación[13]. Unos meses después, aprovechando el intercambio de presos que permitió a Fernández Cuesta ser liberado y acudir a Franco, mantuvo varias reuniones con el líder falangista sobre este tema. Cuando el antiguo preso se convirtió en ministro en Burgos, intentó reanudar el contacto con él[14]. Sin embargo, la fuerte posición de los comunistas en el Estado republicano, ya sea frente a Franco o a Londres, fue un obstáculo para las negociaciones.
Tras el desastre de Aragón, Negrín quería sobre todo endurecer la resistencia. Prieto, en cambio, sólo creía en la negociación. Es probable que Negrín no tuviera que ceder a la presión de los comunistas: la lógica de su política imponía la salida de Prieto, que se había convertido, al mismo tiempo, en su adversario y en el del PC.
¿La ampliación de la base gubernamental, con la vuelta de los representantes sindicales al gobierno, permitiría reforzar su autoridad, como han afirmado los amigos de Negrín, a pesar de la salida de Prieto [15]? Es dudoso, porque se produjo en el mismo momento en que los nacionalistas llegaron al Mediterráneo y cortaron el territorio de la República en dos. Fue por teléfono que Negrín tuvo que confiar al general Miaja la responsabilidad del poder político y militar en la zona Centro-Sur: la coalición política en el poder contaba cada vez más con el consentimiento y la colaboración de los jefes del Ejército que pronto se alzarían contra ella.
De momento, a pesar del desastre de Aragón, Negrín optó por resistir. Álvarez del Vayo, su mano derecha, afirma: «Gracias a la energía y la entereza mostrada por el Presidente durante esos días de angustia, las consecuencias del desastre se redujeron considerablemente. Y añadió este homenaje a quien había sido su fiel lugarteniente: «No podemos quitarle al doctor Negrín el mérito de haber salvado la situación en 1938 y de haber hecho posible que la guerra continuara un año más. En abril de 1938, Negrín y Del Vayo creían que el mero hecho de «aguantar» todavía daba a la República una oportunidad de ganar. Ambos creían que la guerra europea estaba cerca y que podía salvar a España. Eso sí, con una condición: que el abandono de la República no se consumara de antemano.
Notas
[1] Siempre estuvo en el carácter de Franco negarse a admitir una derrota que dañara su prestigio. En Teruel, como después en el Ebro, se comprometió de lleno, aunque sólo se tratara de reparar un fallo local. Su prudencia, por otra parte, le impidió lanzar una operación a gran escala en cualquier lugar, cuando el frente estaba amenazado en otros lugares.
[2] Archivos de la Wilhelmstrasse, 28 de enero del 38.
[3] Aranda tenía 300 baterías.
[4] Detalles tomados de Rojo y de artículos de prensa, especialmente de Le Temps.
[5] Galland informa de la primera aparición del cañón cuádruple de 20 mm en el frente de Teruel.
[6] Le Temps, 6 de enero de 1938.
[7] Véanse al respecto las críticas que emanan de los círculos dirigentes del Movimiento Libertario, en particular el documento firmado por Mariano Vázquez titulado Crítica a la toma de Teruel, citado por Peirats.
[8] Rojo señala que durante cuatro horas, el 31 de diciembre, Teruel estuvo efectivamente perdida para los republicanos.
[9] Después de la guerra, Prieto trató de ocultar esta embarazosa alianza. Siempre minimizó su propio papel, exagerando el del PC y culpando a los comunistas de responsabilidades que en realidad había compartido con ellos. Por ejemplo, muchos autores culparán al comunista Lister de la represión contra las comunidades aragonesas, cuando lo cierto es que Lister actuaba por orden de su ministro.
[10] Véanse los panfletos polémicos de Prieto. Fueron ellos los que, según él, impidieron que el Ciscar saliera del Norte y, por tanto, fueron los responsables de la desobediencia que llevó a la pérdida de este buque de guerra. Es, según él, por encima de su cabeza, que los técnicos rusos llegan a un acuerdo con Uribarri, el jefe del S.I.M. También se extiende en sus rencillas con el comandante Durán, comunista, jefe del S.I.M. en Madrid y protegido por los técnicos rusos. El incidente de Antón también es muy significativo. Este miembro del Buró Político, presumiblemente amante de la Pasionaria, ocupó importantes cargos en el Comisariado de Madrid. Sin embargo, pertenecía a una clase movilizada y, como tal, debería haber salido de las oficinas para ser destinado a una unidad de combate. El PP pidió una medida excepcional para él y Prieto se negó. Es interesante señalar, siempre según Prieto, que al final fueron los comunistas quienes tuvieron la última palabra: Antón nunca fue asignado a una unidad de combate.
[En este contexto hay que situar las medidas tomadas por Prieto tras la caída del Norte: limitar el número y el papel de los comisarios, prohibir a los oficiales y unidades del ejército popular participar en manifestaciones políticas sin su autorización, etc.
[12] Véase el capítulo VIII.
[13] Véase en los archivos de la Wilhelmstrasse un informe de Faupel sobre un encuentro con Franco: según éste, Prieto, durante las Jornadas de Mayo, se puso en contacto con Blum para buscar la mediación americana. Según Stöhrer, en una nota fechada el 3 de diciembre, Prieto intentó ponerse en contacto con el comandante de Irún a través de uno de sus secretarios.
[14] Véase Palabras al viento, pp. 233-238. Prieto afirma que el intercambio entre Fernández Cuesta y el republicano Justino Azcarate fue propuesto por Giral y que él se opuso personalmente. Al final, sólo accedió porque contaba con la influencia que Fernández Cuesta, al ser liberado, podría ejercer en el bando franquista para una negociación. Fue tras su salida del Gobierno cuando intentó reanudar los contactos con el líder falangista. Se rindió tras una reunión con Negrín, que se negó a «cubrirlo».
[15] En aras del equilibrio parlamentario, junto con Prieto, Negrín destituyó al ministro comunista que había estado en el origen de los incidentes: Jesús Hernández se convirtió en subcomisario general del Ejército del Centro. Los opositores al presidente señalaron que, de hecho, se trataba de un cargo más importante que el de ministro; las apariencias, al menos, se salvaron. Por otra parte, es imposible seguir a los amigos de Negrín cuando atribuyen gran importancia a la entrada en el gobierno de delegados de la C.N.T. y de la U.G.T. De hecho, González Peña de la UGT y Segundo Blanco de la C.N.T. eran considerados en sus organizaciones como «hombres de Negrín». Su entrada en el gobierno no puede interpretarse como un respaldo a la política de Negrín por parte de las organizaciones centrales: simplemente formaliza su sumisión.
II.8: El abandono de la República
La puesta en marcha del plan de no intervención el 19 de abril, a pesar de un considerable retraso, hizo concebir grandes esperanzas a los gobiernos occidentales; por primera vez, la cooperación efectiva parecía estar a punto de establecerse y de aportar una solución al problema planteado por la internacionalización de la guerra; por primera vez, el control iba a funcionar, lo que permitiría al menos localizar el conflicto. Por supuesto, si hubiera sido posible obtener una aplicación leal del control por parte de todos los implicados, se habrían podido superar las dificultades inherentes a cualquier cooperación internacional. Sin embargo, desde los primeros días, la falta de voluntad de las potencias del Eje fue sorprendentemente evidente. Sólo habían aceptado el control, tras alargar las conversaciones, con la esperanza de que la guerra terminara rápidamente. Después de Guadalajara, la prolongación de la guerra puso en tela de juicio todo el sistema laboriosamente elaborado por el Comité de Londres. Aunque ningún incidente grave perturbó el control terrestre, por lo demás muy laxo, la vigilancia marítima dio lugar a violentas disputas.
El asunto «Deutschland»
Incluso antes de la implantación del sistema de control, ya se habían producido varios incidentes y se abordaron barcos ingleses y franceses. Pero las únicas consecuencias fueron notas de protesta de los gobiernos afectados [1]. El asunto de Deutschland iba a adquirir una dimensión diferente.
Las potencias que iban a participar en el control enviaron buques de guerra al Mediterráneo. Repostaron en puertos españoles amigos. Por ejemplo, la base naval de Ibiza, en las Islas Baleares, sirvió de punto de escala para los buques de guerra alemanes. Tras varios incidentes en mayo del 37, el crucero alemán Deutschland recibió un impacto bastante grave durante un ataque de la aviación republicana a Ibiza, con el resultado de muertos y heridos. El gobierno de Berlín reaccionó enérgicamente: no se contentó con una nota a las potencias controladoras, sino que quiso aprovechar la ocasión para hacer una demostración de fuerza.
La acción naval alemana en los primeros meses de la guerra civil podría haber provocado un conflicto general; pero a principios del verano del 37 los ánimos estaban relajados. Gran Bretaña y Francia ya habían hecho suficientes concesiones; ya no creían que una guerra mundial fuera inminente.
El 31 de mayo, tres buques de guerra alemanes, el acorazado Admiral-Scheer y dos torpederos, bombardean el puerto de Almería por orden de Berlín. Este cañonazo se presentó como una simple operación de represalia. Pero no había ningún punto en común entre ambos acontecimientos: por un lado, un bombardeo realizado dentro de una zona de guerra en territorio enemigo, por otro, una operación espectacular llevada a cabo voluntariamente por una potencia neutral y que adopta la forma más impactante, la de un ataque a una ciudad mal defendida. De hecho, fue una verdadera agresión cometida por una de las grandes potencias encargadas del control marítimo.
Era de esperar reacciones violentas, tanto de los republicanos españoles como de las democracias occidentales. El tono de la prensa aumentó. En Valencia, el Consejo de Ministros de la República Española escuchó a Prieto, Ministro de Defensa, proponer que la flota alemana en el Mediterráneo fuera atacada con aviones de bombardeo. Tal respuesta significaría la guerra contra Alemania. Prieto lo sabe, pero espera que se produzca una guerra europea, que cree que es la única forma de salvar a España. Sin embargo, la mayoría de los miembros del gobierno republicano [2] se negaron a asumir la responsabilidad de dicho conflicto. Al final, Francia e Inglaterra se negaron a reaccionar positivamente, por lo que la provocación alemana quedó sin respuesta. Mejor aún, fueron los alemanes y los italianos los que expresaron su indignación; sus representantes en el Comité de Londres se fueron de rositas. Regresaron a principios de junio.
Tras el bombardeo del Deutschland vino el asunto del Leipzig, atacado, según el gobierno alemán, por un submarino. Alemania e Italia propusieron una manifestación conjunta contra Valencia por parte de los países controladores. Francia y Gran Bretaña acordaron pedir a las dos partes españolas que respetaran los buques de guerra, pero se negaron a unirse a la acción militar, alegando que era imposible identificar al agresor del Leipzig. A su vez, propusieron el envío de una comisión de investigación, pero fueron recibidos con justa indignación por Berlín y Roma; los delegados del Eje constataron la imposibilidad de una vigilancia marítima eficaz y decidieron el 23 de junio abandonarla definitivamente.
En estas condiciones, cualquier control de la tierra resultaba absurdo. El 10 de julio, Portugal, en asociación con los países del Eje, decidió suprimir «las facilidades concedidas para el control de las fronteras». Francia, desesperada, hizo lo mismo el 10 de julio. ¡El plan de control que los poderes del Comité de Londres habían tardado siete meses y medio en elaborar habría vivido exactamente un mes y medio! Mientras tanto, el gobierno de Blum había caído, al ver el fracaso de su política exterior.
El Comité de No Intervención seguía existiendo, pero había perdido la poca autoridad que tenía. Esos dos meses fueron el único momento en casi tres años de guerra en que desempeñó un papel algo efectivo. Su fracaso es una nueva derrota para las democracias occidentales. Frente a los hombres que se enorgullecen de practicar únicamente la «ley fascista de los hechos consumados» [3], han demostrado una vez más, con su abandono, que están dispuestos a pagar cualquier precio para mantener la paz…
Piratería en el Mediterráneo
El verano del 37 estuvo marcado por una nueva serie de incidentes marítimos, ataques a buques mercantes y de guerra españoles o neutrales en alta mar por parte de la aviación y luego de los submarinos. En agosto de 1937, las relaciones internacionales volvieron a ser tensas debido al aumento de estos actos de piratería. Un vistazo a las columnas de los periódicos revela una nueva información de este tipo casi todos los días. El 6 de agosto el petrolero británico British Corporal y el vapor francés Djebel Amour fueron bombardeados por la aviación. El 11 de agosto, un ataque a un buque de guerra británico, el destructor Foxhound, cerca de la costa norte de España. El 13 de agosto el danés Edith fue hundido. El 15 de agosto, el petrolero panameño George Mac Night fue incendiado por un buque de guerra. Al mismo tiempo, los barcos del gobierno español (como el Ciudad de Cádiz, hundido el 16 de agosto) fueron atacados y torpedeados por submarinos de «nacionalidad desconocida» en todo el Mediterráneo e incluso en los Dardanelos.
¿De dónde vienen estos ataques? Los dos gobiernos españoles se culpan mutuamente. De hecho, la mayoría de las víctimas eran buques del gobierno español o buques neutrales, especialmente soviéticos, pertenecientes a potencias favorables a la República Española; algunos de ellos transportaban material destinado a la España republicana. Parte de la prensa, especialmente los periódicos ingleses, señalaron rápidamente al agresor. Los aviones que atacaron los barcos neutrales resultaron ser aviones franquistas, a pesar de las vehementes protestas del personal nacionalista, y probablemente también los submarinos; en su momento, incluso se habló de la nacionalidad italiana de algunos de los atacantes. Esta hipótesis fue confirmada posteriormente por las memorias del Conde Ciano. Declaró sin pestañear que los autores de estos actos de agresión eran buques de guerra italianos, estuvieran o no bajo bandera franquista. El 31 de agosto, Ciano hizo un balance provisional: «Cuatro barcos rusos o rojos hundidos, uno griego capturado, uno español bombardeado y obligado a refugiarse en un puerto francés.
El objetivo era bloquear a la España republicana por mar; el propio Franco lo explicó cuando declaró que «detener el transporte de armas en el Mediterráneo y oponerse a la descarga en los puertos rojos era, para las naciones interesadas en ver el fin de la guerra, el medio más eficaz de acortarla [4]». 4] De hecho, fue una nueva forma de guerra racial en medio de la paz. Por muy tolerantes que sean las potencias occidentales, es difícil que no reaccionen.
«Gran orquestación franco-rusa-británica; motivo: la piratería en el Mediterráneo. Responsabilidad: fascista. «Mientras Ciano escribía estas líneas, la opinión internacional parecía efectivamente conmovida. La causa fue un nuevo incidente marítimo: el intento de torpedeo por un submarino de «nacionalidad desconocida» del destructor británico Havoc. En realidad, se trataba de una nueva acción italiana, cuyo origen indicó Ciano: «El golpe vino de Iride».
Esta vez, parece que Londres ya no está dispuesto a conformarse con protestas platónicas. La tensión creció entre Inglaterra e Italia. El gobierno francés también quiso mostrar más firmeza y decidió que sus cargueros fueran escoltados por buques de guerra hasta el Mediterráneo. Los líderes fascistas se vieron sacudidos por esto por primera vez. He conseguido», dice Ciano, «que se posponga el envío de refuerzos a España. Y señaló el 4 de septiembre: «He ordenado a Cavagnari[5] que suspenda toda acción naval hasta nuevo aviso». Así, la primera reacción firme de los gobiernos occidentales fue suficiente para detener la peligrosa política italiana, y ello a pesar de la presión ejercida sobre Roma por la España nacionalista. «Franco dice que el bloqueo será decisivo si dura todo septiembre. Eso es cierto; sin embargo, debemos suspenderlo». ¿Podría haber una declaración más clara de la voluntad de Italia de no participar en una guerra europea en este momento y en estas condiciones?
Sin embargo, ni el Gobierno francés, donde la influencia socialista había disminuido, ni el Gobierno británico, presidido ahora por Chamberlain,[6] estaban dispuestos a ir demasiado lejos. Se contentaron con presentar al Comité de Londres un proyecto de conferencia que se celebraría en Nyon el 10 de septiembre; las potencias invitadas serían todos los Estados ribereños del Mediterráneo y del Mar Negro [7], más Alemania, menos las dos Españas. El objetivo oficial era debatir las formas de detener la piratería en el Mediterráneo. Pero en una conferencia de este tipo, el procedimiento importa tanto como los temas. La pregunta clave es si Italia participará en las discusiones de buena gana y si será una parte acusada. El Gobierno ruso aprovechó la situación para preparar una nota extremadamente violenta contra el Gobierno fascista. Fue una verdadera acusación. El motivo aducido fue el torpedeo de un barco ruso por el que los soviéticos exigían reparaciones. Italia se negó a participar; Alemania y Albania adoptaron una posición similar. Los líderes de estos países dijeron que si la conferencia fracasaba, la URSS sería la única responsable.
Sin embargo, la reunión se abrió según lo previsto. ¿Fue un éxito? Los estados occidentales lo dijeron. Su prensa celebró el acuerdo de Nyon como una revancha diplomática tras la larga serie de fracasos de los meses anteriores. La decisión de «confiar a las flotas francesa y británica la lucha contra la piratería» parecía anunciar un cambio radical de actitud hacia Italia, y una nueva postura en el conflicto español. El Duce, al conocer estas decisiones, «montó en cólera». Pero no hay que fiarse demasiado de la cólera de Mussolini, ya que era propenso a reaccionar brutalmente ante una primera impresión. Si los occidentales adoptaron una posición enérgica en Nyon, fue principalmente para tener una base para las negociaciones. Los italianos se mostraron inmediatamente satisfechos de que la URSS quedara excluida del control.
Además, los gobiernos británico y francés buscaron la participación de la propia Italia en el acuerdo. Tal vez al dirigirse a Italia en lugar de a Alemania, esperaban enfrentar a las dos potencias; esto es un malentendido de una alianza basada en intereses complementarios y una necesidad mutua de seguridad: Italia podría participar en el control del Mediterráneo sin debilitar el eje Roma-Berlín. Cuando se le pidió, Italia puso una condición: igualdad con Francia e Inglaterra en el control. «En sus memorias, Ciano escribió: «Pasamos de ser lanzadores de torpedos a ser policías del Mediterráneo, mientras los rusos, hundidos hasta el fondo, quedaban excluidos del control.
Ni la piratería italiana ni el bombardeo de Almería consiguieron que Occidente se decidiera finalmente a hacer un gesto a favor de la República Española. El aislamiento político de Rusia, ya marcado por las discusiones de Londres, se acentuó aún más; ésta fue sin duda una de las razones del giro diplomático que dio Stalin, convencido de que no tenía nada que esperar de las democracias occidentales. Este fue el resultado de la política pacifista de Gran Bretaña.
El triunfo de la política de Chamberlain
La política inglesa desde el estallido de la Guerra Civil ha sido poco favorable al gobierno republicano. Edén, al igual que Balduino, no ha mostrado comprensión por las exigencias del embajador Azcarate. Al menos el gobierno británico respetó las formas de la más estricta neutralidad. Pero los conservadores británicos no simpatizaban más que los franquistas con los que todavía consideraban «rojos». Al principio, se ocuparon principalmente de controlar los daños mediando en una paz de compromiso. Dado que esta paz sólo podía garantizarse mediante un acuerdo internacional, o más exactamente mediante un acuerdo mediterráneo, el objetivo de la diplomacia británica era asegurar la paz en el Mediterráneo manteniendo el statu quo.
Estos puntos de vista no se oponían en absoluto a los de Franco, quien, frente a sus aliados italianos, llegó a hacer imperativo el mantenimiento de la integridad del territorio español. Desde finales de 1936, las conversaciones Ciano-Drummond dejaron claro que no se haría nada para cambiar la situación existente en el Mediterráneo. Sin duda, la crisis provocada por la piratería en el Mediterráneo interrumpió las relaciones anglo-italianas. Pero se reanudaron en noviembre del 37, por iniciativa del primer ministro británico Chamberlain. El 16 de noviembre, el gobierno británico decidió, para «proteger sus intereses», reconocer de facto al gobierno de Burgos.
Por ello, envió un representante a la España nacionalista, Robert Hodgson, que en realidad actuó como embajador; asimismo, los «agentes» instalados en las ciudades españolas eran en realidad cónsules. Franco estuvo representado en Gran Bretaña por una de las figuras más importantes del régimen, el duque de Alba, que llegó a Londres el 22 de noviembre. Este intercambio de plenipotenciarios anunciaba un acercamiento, ya en marcha en el ámbito comercial, entre Inglaterra y la España nacionalista. La conquista del Norte, donde los ingleses tenían grandes intereses, fue sin duda el factor determinante de esta evolución. Hodgson pronto tuvo una influencia real en Burgos, y los esfuerzos para alcanzar una paz de compromiso estaban dirigidos a garantizar la victoria de Franco en las condiciones menos violentas posibles.
Pero aquí comienzan las diferencias entre los líderes británicos. Mientras todos ellos consideraban la victoria de Franco inevitable y, al fin y al cabo, útil, había una minoría dentro del gobierno, cuyo representante más influyente era Anthony. Eden, pensar que un acuerdo con el fascismo en el Mediterráneo era un engaño. La aplicación de un acuerdo diplomático entre Inglaterra e Italia presupone la eliminación de esta minoría. Tras una reunión entre Grandi, el embajador italiano en Londres, Eden y Chamberlain, la oposición entre ambos se hizo evidente, especialmente en la cuestión de los voluntarios extranjeros en España. Eden tuvo que dimitir, lo que fue acogido por los diplomáticos del Eje como una victoria. La política británica acababa de dar un giro definitivo: el conde Ciano y Lord Perth, encargado de negocios británico en Roma, preparaban un acuerdo entre Inglaterra e Italia. Ciano quería evitar dificultades al gobierno de Chamberlain, por lo que estaba dispuesto a hacer concesiones. El acuerdo se alcanzó a finales del 37 a pesar de los nuevos incidentes en el Mediterráneo. Pero para que el acuerdo se aplicara, el otro tenía que terminar. A principios de 1938, el desastre republicano en Aragón parecía responder a estas opiniones.
Las últimas vacilaciones francesas
El gobierno de Barcelona aún no había renunciado a toda esperanza ni a la ayuda exterior. El apoyo francés era todavía concebible, especialmente en marzo de 1938, cuando Blum volvió al gobierno. Según Negrín, Blum, incluso antes de hacerse cargo del Ministerio, le pidió que fuera a París para discutir con ciertas personalidades francesas las modalidades de ayuda material. Negrín hizo el viaje y se reunió con Blum, Daladier y Paul-Boncour. Entonces se llegó a un acuerdo sobre el suministro de armas.
De hecho, el segundo gobierno de Blum consideró, en el momento de la campaña de Aragón, ir más allá con la intervención. Ante el colapso republicano, cuando se podía esperar un avance general de los nacionalistas en Cataluña, se habló muy seriamente en Francia de una intervención militar que hubiera supuesto la ocupación de esta provincia española. Sin duda, el gobierno francés esperaba contar con una prenda para la negociación política. Según el propio Blum, los ministros preveían una rápida expedición de unidades mecánicas[8]. Pero en la reunión del Consejo de Defensa Nacional, los militares franceses declararon que no podían actuar sin una orden de movilización. Tampoco hay duda de que una medida de este tipo supondría un grave riesgo de desencadenar un conflicto europeo. Si Francia enviara «in articulo motoris hombres y equipo aéreo, intervendríamos con fuerza», dijo Ciano.
Así, Blum se encontró por segunda vez ante la alternativa de la paz o la guerra. Cuando el agregado militar en Madrid, Morell [9], fue consultado por el Presidente del Consejo sobre la posibilidad de una acción militar, respondió: «Sólo tengo una palabra que decirle: un rey francés haría la guerra». Pero, dice Blum, «no era el rey de Francia».
Al renunciar por segunda vez a la intervención directa, el gobierno francés renunció, en marzo de 1938, a la defensa efectiva del gobierno republicano español. El envío de armas francesas y la libertad de paso concedida a los envíos de material extranjero ya no fueron suficientes para cambiar el curso de los acontecimientos. El gobierno de Blum fue sustituido en abril por un ministerio de Daladier, que incluía a Georges Bonnet, partidario de un acuerdo con las potencias del Eje. Francia, por su parte, se preparó para abandonar el gobierno de Barcelona. Sin embargo, era necesario mantener las apariencias, demostrar que un acuerdo internacional permitiría devolver al conflicto su carácter propiamente español, y llegar por fin a un acuerdo sobre la retirada de los voluntarios, de la que se había hablado en vano desde el inicio del Comité de Londres.
El Plan de Londres
Durante el verano de 1937, el gobierno británico intentó reanudar las conversaciones sobre este tema. El 14 de julio se comunicó a las potencias interesadas un plan que incluía cuatro puntos:
Reanudación del control según un nuevo sistema: instalación de agentes neutrales en los puertos españoles para llevar a cabo el control anteriormente confiado a la marina, y restablecimiento del control terrestre.
Como es necesario que ambas partes se comprometan también a permitir la actuación de los observadores neutrales, se reconocerá a ambos el derecho de beligerancia.
La retirada de los extranjeros se llevará a cabo por ambas partes, bajo el control de la Comisión.
Estas operaciones se llevarán a cabo en el siguiente orden: instalación de funcionarios internacionales en los puertos españoles, retirada de voluntarios, reconocimiento del derecho de beligerancia.
De este modo, el problema de la retirada de los voluntarios y el de los derechos de beligerancia estaban vinculados, tal como Italia y Alemania venían exigiendo desde 1936. Pero lo que habría sido un grave problema jurídico al principio del conflicto tenía un interés y un alcance limitados en julio de 1937. Que las potencias del Eje volvieran a considerar necesario alargar las conversaciones -el plan británico era sólo una «base de negociación»- era bastante normal. Pero, ¿por qué el Gobierno francés se deja llevar de discusión en discusión durante meses y años? La guerra civil comenzó en julio de 1936, el plan de control inglés se presentó un año después; y el 9 de noviembre de 1938, en un artículo en Le Populaire, Blum volvió a plantear la pregunta: «¿Debe aplicarse el plan de Londres?
El plan de Londres nunca se llevó a cabo, principalmente por la oposición rusa a cualquier forma de reconocimiento del gobierno de Burgos, posición que la URSS confirmó en la reunión del Comité de Londres a finales de octubre del 37. Italia, Portugal y Alemania aprovecharon para declarar que no podían votar a favor de la resolución hasta que se lograra la unanimidad.
Las potencias del Eje, sin embargo, se mantuvieron fieles a su actitud del principio e intentaron reiniciar las conversaciones. El gobierno alemán propuso un compromiso: «un gesto simbólico» consistente en la retirada de un determinado número de voluntarios de ambos bandos. El carácter platónico de esta propuesta no despertó mucho entusiasmo en su momento: las conversaciones volvieron a estancarse.
Sin embargo, en el transcurso del verano del 38, se produjo un giro. Los delegados del Comité acordaron preparar la aplicación del plan británico. Inglaterra estaba satisfecha: «La política de no intervención ha logrado su objetivo», declaró Chamberlain [10], mientras que Butler anunciaba en la Cámara de los Comunes: «La fecha en la que se restablecerá el sistema de vigilancia y se pondrá en marcha el sistema de control naval, en su nueva forma, será la fecha en la que la Comisión Internacional para la Supervisión de la Retirada de Voluntarios estará lista para comenzar la enumeración» [11].
El nuevo hecho sigue siendo la unanimidad alcanzada en el Comité de Londres. Esto se debió principalmente a la evolución de la política rusa. Moscú se adhiere ahora al proyecto de control naval. La explicación de este cambio la da en parte el embajador alemán en Moscú, Schulemburg: «El gobierno soviético considera bastante improbable una victoria roja y, por tanto, cree que es mejor preparar a la opinión pública para una paz negociada» [12]. Esta explicación es probablemente sólo parcial. Es cierto que las derrotas republicanas debieron llevar a la URSS a adoptar una política cada vez más cautelosa; pero es probable que el retroceso formara parte de la política rusa en su conjunto. Fue el punto de partida de un desarrollo que conduciría, un año después de la «caída» de España, a la firma del Pacto germano-soviético. Mientras tanto, la prolongación de la guerra redujo la amenaza de un conflicto en Europa Central. Teniendo en cuenta estos peligros futuros, la URSS no quiso separarse abiertamente de las democracias occidentales, con las que tenía intereses comunes.
La retirada de voluntarios
En cualquier caso, el 5 de julio se llegó a un acuerdo en el Comité de Londres sobre el plan de retirada de los voluntarios: tal y como pedía Alemania, se reconocería la beligerancia para ambas partes en cuanto se pudieran retirar 10.000 hombres de cada lado. Dos comisiones están listas. El primero debe encontrar los medios para contar los voluntarios aún distribuidos en las dos Españas. Se pidió al secretario del Comité, Hemming, que obtuviera el acuerdo de las autoridades españolas. Pero la clara hostilidad de Franco [13] le impidió cumplir su misión.
La segunda comisión, mucho más activa, se instaló en Toulouse en agosto. Era la «Comisión de Intercambio de Prisioneros», presidida por el Mariscal de Campo Chetwood. Contribuyó a la organización de numerosos intercambios, y es probable que Chetwood y sus colaboradores, Cowan en la zona republicana y Mosley en la zona nacionalista, contribuyeran eficazmente a preparar el final del conflicto.
Por otro lado, la evacuación de los extranjeros que luchaban en España fue una comedia diplomática por ambas partes. Se llevó a cabo sin ningún tipo de control, pero en medio de ceremonias, desfiles y despedidas patéticas. Negrín se dirige a los combatientes internacionales. Los miembros de la C.T.V. evacuados de España recibieron una sonora bienvenida a su llegada a Nápoles; pero las tropas evacuadas eran en realidad sólo heridos y enfermos, o al menos hombres cansados que, en el lado italiano, serían inmediatamente sustituidos por tropas frescas.
Nadie se engañó: alemanes e italianos acusaron a los republicanos de haber tomado medidas para «camuflar» a sus voluntarios, y Weizsacker pudo escribir :
De hecho, no se produjo ninguna evacuación de voluntarios rojos, se diga lo que se diga. Sólo los heridos franceses fueron atendidos por Francia» [14]. Los portavoces del Eje contrastaron este incumplimiento de los compromisos con la actitud italiana. Es cierto que se evacuó a un cierto número de italianos, 11.000 al parecer, pero hay que decir exactamente en qué condiciones. Según una nota de la Wilhemstrasse, Berti, el comandante en jefe italiano, dio a elegir a Franco entre tres propuestas: el envío de dos o tres nuevas divisiones, el envío de 10.000 hombres para compensar las pérdidas, o una retirada parcial o total de los italianos, medida esta última que era posible al haberse reforzado la capacidad militar del ejército de Franco. Pero ni a Franco ni a Mussolini les gustaba la retirada total, así que decidieron una medida que no podía debilitar el potencial bélico nacionalista: la salida de parte de la infantería se compensaría con el refuerzo de tropas especializadas y de la aviación. Sólo después de este acuerdo se llevaría a cabo una evacuación «ficticia». Los alemanes, que no habían participado en estas negociaciones, por el contrario, desde julio de 1938, habían reconstituido completamente la legión Cóndor.
Así terminaron las discusiones sobre los voluntarios. El Comité de No Intervención seguía existiendo, pero no tenía ninguna función. Su trigésima y última reunión se celebró el 19 de mayo de 1939, tras el final del conflicto. Al comprobar su inutilidad, procedió a disolverse.
Múnich y España: los españoles ante la crisis europea
La condena de la España republicana, aceptada desde el verano de 1938 por Francia y Rusia, fue definitiva después de Munich. En aquel momento, Negrín y Del Vayo, como Prieto en la época de Almería, creían que la guerra europea era inevitable y que era la única posibilidad de victoria para la República. Sin embargo, si la posición diplomática de la República Española se debilitaba, las posibilidades de un conflicto internacional aumentaban considerablemente.
El Anschluss fue el preludio de las grandes anexiones hitlerianas. Luego vinieron las reivindicaciones sobre los territorios checoslovacos de los Sudetes. Sin duda, Italia estaba mal preparada para la guerra y debilitada por la aventura española. Pero su alianza con Alemania era más fuerte que nunca. Por otro lado, Francia e Inglaterra se habían acercado y garantizaban las fronteras de Checoslovaquia. La situación política en Europa es tan tensa que la cuestión española ha desaparecido de la agenda internacional.
Sin embargo, si la guerra estallaba, el gobierno de Negrín estaba decidido a tomar una posición inmediata y forzar la mano de Francia e Inglaterra, poniéndose de su lado y declarando la guerra a Alemania e Italia, cuyas tropas ocupaban parte de su territorio. La República tuvo que revertir una situación cada vez más desfavorable. El abandono político de las grandes potencias provocó un cambio en la actitud de los estados más pequeños, que naturalmente se volvieron hacia el más fuerte. Hasta entonces, el grupo Alemania-Italia-Portugal había estado aislado y en minoría en el Comité de No Intervención; en enero de 1938, Hungría, Austria y Albania, futuras víctimas de las ambiciones fascistas, apoyaron su posición. Once Estados reconocieron entonces el régimen del general Franco de hecho o de derecho [15].
Los republicanos quieren convencer a Occidente de que no son una fuerza revolucionaria peligrosa y que el periodo de anarquía ha terminado. El gobierno de Negrín simboliza el mantenimiento de la autoridad; ya no hay oposición desde la salida de Prieto. El propio Negrín ostenta las responsabilidades esenciales en el Estado: no sólo será presidente del Consejo, sino también ministro de Asuntos Exteriores, de Defensa Nacional y de Interior. Sus amigos querían compararlo con Clemenceau, y sin duda había un deseo similar de identificarse con el país en guerra. La autoridad y la unidad nacionales se afirmaron a costa de las tendencias autonomistas vascas y catalanas; en agosto de 1938, la dimisión del ministro catalán Ayguade y del vasco Irujo, que fueron sustituidos por Moix Regas del P.S.U.C. y el socialista Bilbao Hospitalet, significó el fortalecimiento del poder central, a pesar de las protestas oficiales.
Asimismo, la política de tolerancia religiosa practicada por Negrín se inspiró en el deseo de ganarse las simpatías del mundo occidental. Irujo, mientras fue ministro, luchó por conseguir el libre ejercicio de la religión; hizo que se aceptara con bastante rapidez que «la denuncia de los sacerdotes por el solo hecho de ejercer el sacerdocio» [17] fuera considerada un delito. Se autorizaron las misas privadas y el 15 de agosto del 37, en Valencia, se celebró la primera misa oficial en el edificio de la Delegación Vasca. Por supuesto, esto no significaba que la Iglesia Católica hubiera recuperado sus prerrogativas: el primer entierro religioso autorizado públicamente se consideró una prueba sorprendente de la tolerancia del gobierno. Pero medidas menos espectaculares fueron más eficaces. Por ejemplo, la decisión de Negrín de «eximir los objetos religiosos de las reglas generales de requisición de metales preciosos» y, sobre todo, las medidas del 38, que eximían a los sacerdotes del servicio armado y los colocaban en los servicios de sanidad y caridad, y les autorizaban a entrar en las cárceles para ejercer su ministerio, especialmente con los condenados a muerte. Todas estas decisiones tienden a tranquilizar al extranjero. Es posible llevarse bien con un régimen así, ayudarle a ganar o al menos salvar lo esencial mediante un compromiso honorable.
Así, la crisis checa despierta grandes esperanzas entre los republicanos. En caso de conflicto, la España de Franco pronto se encontraría en una situación militar insostenible. Los nacionalistas no tenían suficientes reservas para mantener un frente adicional. Según el agregado militar en San Sebastián, Von Funck, el propio Franco declaró que «nunca había tenido reservas, y que cada vez que los rojos atacaban, había que parar la ofensiva para poder hacer frente» [18]. Los Pirineos eran una defensa natural, pero Franco sabía que no era suficiente. Envió a miles de prisioneros a las fronteras del norte y del sur para preparar las fortificaciones. Por otro lado, su ejército seguía dependiendo de los suministros de Italia y Alemania. El cese de los envíos de municiones durante la crisis checa ya puso a sus tropas en una situación difícil. Sin duda, en el caso de un conflicto europeo, habría que considerar el colapso de la España nacionalista a corto plazo. Incluso los partidarios de Franco lo sabían, y los alemanes pensaron que el Caudillo se vería entonces «reducido a retirarse y confiar a una personalidad más moderada la tarea de liquidar la guerra civil» [19].
19] Franco no recibió ni ánimos ni promesas de sus aliados; ni siquiera fue informado de la evolución política por el gobierno alemán. El estado mayor nacionalista estaba cada vez más preocupado. El cuartel general de Franco está muy deprimido», dice Stöhrer, «y no oculta su descontento con nosotros. 20] Este descontento estaba vinculado a las manifestaciones malhumoradas contra Suñer, que hicieron temer un resurgimiento de la oposición en la zona nacionalista. Para lograr su victoria, Franco debía asegurarse absolutamente la neutralidad de las grandes potencias, especialmente de Francia, en caso de conflagración europea.
La neutralidad de Franco en la crisis checa
Del 18 al 28 de septiembre, las gestiones diplomáticas de la España nacionalista se dirigieron a conseguir que las potencias occidentales aceptasen, primero, separar el asunto español de la amenazante guerra europea y, después, considerar la neutralidad del gobierno nacionalista, lo que equivaldría a una negativa definitiva por su parte a apoyar a la República española.
Pero la posición de las potencias occidentales es frágil. Su frente no estaba unido. El gobierno de Chamberlain sólo recurriría a la guerra contra el Eje en última instancia. La ayuda rusa a Checoslovaquia era problemática. Por lo tanto, Francia quedaría bastante aislada en caso de guerra y tendría que despejar sus fronteras orientales para lanzar el doble ataque previsto de Cataluña y Marruecos contra la España nacionalista. El Estado Mayor francés preferiría sin duda no tener que luchar contra otro adversario. Así, cuando Jordana y Franco se comprometieron a respetar la más estricta neutralidad en caso de conflicto europeo, los gobiernos británico y francés se complacieron en registrar las promesas hechas directamente por el Caudillo y transmitidas a París y Londres por los Quinones de Léon y el Duque de Alba.
Quedaba por conseguir que esta proclamación de neutralidad fuera aceptada por las potencias centrales, y éste era el punto más difícil. La diplomacia de Franco demostró una gran habilidad en este asunto. En primer lugar, dejó traslucir deliberadamente su temor a una guerra que podría perjudicarle; después, lamentó que sus aliados le dejaran ignorar la evolución de la situación política. En este punto, además, Franco no tuvo dificultad en encontrar motivos para quejarse.
En realidad, Franco no temía que se descuidara a España, sino que se ocupara demasiado de ella en negociaciones en las que no estuviera representado; no era imposible que las Potencias Centrales abandonaran a su aliado español, o que Alemania tuviera sus fuerzas en España y el Mediterráneo disponibles para la acción militar en caso de guerra. La llegada del Deutschland a Vigo, así como la presencia de los italianos en Mallorca, podrían inspirar legítimamente temores en este sentido. Por último, la crisis política europea, al dar esperanzas al campo republicano, podría provocar disturbios, o incluso verdaderas revueltas, en las zonas nacionalistas.
Estos temores permiten comprender la postura neutralista del gobierno de Burgos. Los dirigentes alemanes ya habían sido advertidos de ello el 26 de septiembre y el 27 Jordana informó oficialmente a los embajadores alemanes e italianos de esta decisión. Se trataba, sin duda, de una cuestión de neutralidad benévola. Pero el hecho es que Franco había presentado a sus aliados un hecho consumado. Quería que le aprobaran, pero no les informó hasta después de tomar su decisión.
¿Cómo puede sorprendernos, entonces, la brutal reacción de la diplomacia germano-italiana? Los italianos, en particular, estaban de enhorabuena; sus dirigentes consideraban que los sacrificios hechos por la causa nacionalista debían ser ahora devueltos: «Nuestros muertos deben estar en sus tumbas», escribió Ciano. Los alemanes se mostraron más reservados, pero no por ello se mostraron menos sorprendidos por las prisas de los españoles en declararse neutrales; consideraban este gesto prematuro, por no decir otra cosa. Los italianos y los alemanes también estaban preocupados por el destino de sus tropas que luchaban en España en caso de guerra. Sin duda, Jordana declaró que estas tropas serían consideradas y tratadas como soldados españoles. Pero, ¿podía Francia, en guerra con Alemania, tolerar la presencia de soldados enemigos en un país supuestamente neutral? El reflejo inmediato de Ciano, al conocer la noticia de la neutralidad española, fue prever la evacuación inmediata de las tropas italianas.
A pesar de las precauciones tomadas por el gobierno nacionalista, es evidente que un conflicto europeo pondrá en cuestión todos los éxitos conseguidos hasta ahora. Y los representantes de las dos Españas eran muy conscientes de que su destino estaba más allá de sus fronteras.
Una vez más, la retirada de las potencias occidentales decidiría el destino de España. En agosto-septiembre de 1936, la comedia de la no intervención había jugado a favor de los Estados fascistas; en septiembre de 1938, la rendición de Múnich no sólo entregó Checoslovaquia a Hitler, sino que arruinó definitivamente la última esperanza de la democracia española: «Este amanecer de paz hace sonar la campana de muerte de la tiranía roja. El esfuerzo de nuestros ejércitos pronto conducirá a una paz victoriosa» [21].
A partir de ese momento, de hecho, la primera preocupación de las grandes potencias fue liquidar la guerra de España. Los vencedores de Múnich se dieron cuenta de que, en caso de conflicto general, la España nacionalista sería un mero lastre para ellos si la guerra civil continuaba. Occidente no estaba demasiado descontento con la actitud de Franco en el momento de la crisis de Múnich. Rusia ha renunciado definitivamente al juego. La propia Francia, tranquilizada por la postura del Caudillo, pensó en establecer relaciones diplomáticas con los nacionalistas. A principios de 1939, se pide a Léon Bérard que negocie un reconocimiento de facto del gobierno de Burgos. A pesar de su conocida simpatía por los nacionalistas, se encontró con una evidente falta de voluntad; Franco exigió el reconocimiento de iure, pidió a los franceses la entrega de los bienes españoles en Francia, el material de guerra, el oro del Banco de España, etc.
Sin embargo, al final de la guerra civil, la misión de Pétain reanudó unas relaciones aparentemente cordiales, y todas las exigencias del gobierno de Franco fueron finalmente aceptadas.
A partir de octubre de 1938, la única cuestión que se planteó fue cómo se aseguraría definitivamente la victoria de Franco. Stôhrer explicó cómo «una intervención de las potencias» podría llevar a «los elementos moderados de los rojos a deponer las armas» [22], lo que parecía anunciar, a pocos meses de distancia, la acción de la junta de Casado, que liquidaría las posiciones republicanas.
El proyecto del Stôhrer excluía a los comunistas de las negociaciones y parecía excluir a Negrín. Sin embargo, no cerró la puerta a una solución pacífica del conflicto. En un discurso de trece puntos, expuso las condiciones para un compromiso entre las dos partes. El 1 de octubre de 1938, en un discurso ante las Cortes, aceptó el principio de la mediación. Unos días después, admitió que un plebiscito podría ser una solución. Pero, ¿podría encontrarse realmente «un compromiso aceptable para todos los españoles»? La sola palabra mediación o compromiso provocó una reacción violenta de muchos dirigentes de la España nacionalista. Franco, cada vez que hablaba del tema, era formal: no se trataba de obtener otra cosa que una capitulación. Y el Diario Vasco de San Sebastián tiene esta fórmula gráfica, pero que expone claramente el pensamiento de Franco: «No queremos la tregua del diablo, queremos la paz de la Conquista» [23].
Notas
[1] Sólo el 1 de abril de 1937, Le Temps constató el abordaje del Magdalena y del Cap Falcon por parte de los barcos franquistas, sin que el gobierno francés reaccionara más que con una protesta platónica.
[2] Entre los cuales, según Prieto, estaban los ministros comunistas.
[3] Memorias de guerra del Conde Ciano.
[4] Archivos de la Wilhelmstrasse.
[5] Ministro de Marina italiano.
[6] Chamberlain sucedió a Baldwin el 28 de mayo de 1987 tras la crisis dinástica inglesa provocada por el matrimonio de Eduardo VIII.
[7] Para incluir a la U.S.S.R.
[8] Las declaraciones de Blum a la Comisión de Investigación.
[9] A pesar de sus opiniones de Action Française, fue, por preocupación por la seguridad francesa, uno de los más fieles partidarios de la España republicana.
[10] Citado en Le Temps del 4 de julio.
[11] Cf. Le Temps del 1 de julio.
[12] Nota del 5 de julio de 1938. Archivos secretos de la Wilhemstrasse.
[13] Hasta el 8 de octubre de 1938, Hemming no pudo ir a Burgos, acompañado por el vicealmirante Vaterhouse y el capitán Mackey Hodge.
[14] Archivos de la Wilhemstrasse.
[15] Estos fueron: Alemania, Italia, Portugal, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Albania, el Vaticano, Japón, Manchukuo, Austria y Hungría.
[16] El pretexto para ello fue el desacuerdo sobre los decretos que regulaban la industria de la guerra y la administración de justicia.
[17] Véase el artículo de Garrido en El Socialista,
[18] Archivos de la Wilhemstrasse.
[19] Ibid.
[20] Ibid.
[21] Discurso de Franco en Burgos durante el Día del Caudillo (1 de octubre del 38).
[22] Archivos secretos de la Wilhemstrasse.
[23] Citado en Le Temps, 13 de octubre de 1938.
II.9: La batalla del Ebro y la campaña de Cataluña
- La ofensiva, una necesidad política
- El paso del Ebro
- La batalla de desgaste
- Cataluña antes del atentado
- La pérdida de Barcelona
- El vuelo a la frontera
- La capitulación de Menorca
- El gobierno de Negrín ante el problema de la paz
- Notas
La ofensiva, una necesidad política
El abandono definitivo de la República coincidió con la caída del segundo gobierno de Blum; en ese momento, la victoria de los nacionalistas en Aragón, Cataluña desgajada de la República, dio la impresión de que en cualquier momento podía producirse un colapso, rompiendo el frente republicano. Sin duda, la ofensiva hacia Valencia se había frenado en las líneas de Viver; pero después de un gran esfuerzo militar siempre hay un periodo de reagrupación y reajuste. Además, los ataques a Viver no cesaron hasta el 23 de julio, manteniendo en vilo a las cansadas tropas gubernamentales, debilitadas moralmente por la retirada y por la certeza de que ahora luchaban en su última línea de defensa. La ruptura con Cataluña impidió que cualquier ayuda material procedente de la frontera francesa llegara al sector Centro-Sur: permitir que la batalla comenzara en estas condiciones podría ser desastroso.
Fue entonces cuando, para salvar Valencia, y en un último esfuerzo por reagrupar a las fuerzas republicanas, el Estado Mayor del Gobierno intentó recuperar la iniciativa. Se trata de la ofensiva del Ebro, cuyo lanzamiento sorprendió no sólo a los españoles sino también a las potencias extranjeras, que ya no esperaban ninguna acción republicana a gran escala.
Rojo señaló que se había hecho «necesario un esfuerzo gigantesco tanto militar como internacionalmente». Desde principios de 1938, la tensión entre las potencias occidentales y Alemania había vuelto a aumentar. El Anschluss, la primera anexión del hitlerismo, anunciaba nuevas reivindicaciones. La guerra europea se estaba preparando en Europa Central. Al mismo tiempo, el gobierno de Negrín volvió a ver la posibilidad de internacionalizar el conflicto. Todavía tenía que demostrar a Europa y al mundo que los reveses sufridos no habían hecho flaquear la voluntad de lucha de los republicanos, que la moral de las tropas y de la población seguía siendo sólida, en definitiva, que el movimiento que había despertado al pueblo español en 1936 había sido capaz de resistir el tiempo y las pruebas de la guerra. Tal vez Negrín también quería demostrar que el final del conflicto aún estaba lejos y que los adversarios debían aceptar un compromiso. La ofensiva del Ebro fue, por tanto, una operación tanto política como militar.
Pero, ¿por qué elegir el sector del Ebro, que, al requerir cruzar el río por un punto difícil, presentaba un peligro adicional? Para salvar Valencia, en realidad sólo había dos caminos: o bien un contraataque directo al norte de Sagonte, que permitiría recuperar parte del terreno perdido en los meses anteriores y despejar la capital levantina (pero esta operación se vería seriamente comprometida de entrada por el cansancio de las tropas implicadas, la falta de reservas y las importantes pérdidas ya sufridas en los frentes de Madrid, Extremadura y Andalucía); o bien una acción a gran escala en otro sector esencial, que impidiera la reanudación de la ofensiva nacionalista sobre Valencia. Obligar a las tropas de Franco a desviarse del Levante hacia Cataluña fue el primer objetivo propuesto por el Estado Mayor republicano.
Las fuerzas que iban a participar en el ataque se habían reagrupado en la zona norte; seguían siendo fuertes, admirablemente preparadas para la acción sorpresa que habría que llevar a cabo primero para cruzar el río. Algunos problemas eran evidentemente difíciles de resolver, especialmente la necesidad de hacer pasar material pesado a través del Ebro para lograr el segundo objetivo, una ruptura del frente nacionalista que permitiera la reconquista de parte de la costa mediterránea: sólo un éxito total podría convencer a la opinión pública de que el ejército republicano era todavía capaz de vencer. Pero si la operación fallaba al principio, este fracaso corría el riesgo de convertirse en un desastre. El Estado Mayor había asumido ciertamente un riesgo, pero era un riesgo calculado. Ya no era posible permanecer pasivo: una victoria completa era impensable, dada la relación de fuerzas, pero un éxito local era necesario y posible.
El paso del Ebro
El punto en el que se iba a lanzar la ofensiva ya se había fijado en junio. El general Rojo indicó que las inicialmente vastas ambiciones del Estado Mayor se habían limitado al siguiente objetivo: forzar el paso del Ebro a ambos lados del bucle, ocupar las alturas del sur y avanzar en profundidad.
Esta acción principal, aunque de alcance limitado, se completaría con dos operaciones complementarias, una hacia el oeste en el eje Fayón-Mequinenza, destinada a cortar las comunicaciones de Franco y dificultar la llegada de refuerzos, y otra hacia la costa, que sólo representaría una distracción. En general, las ambiciones del gobierno eran más bien modestas, aunque las fuerzas puestas en acción eran grandes: el ejército del Ebro, reforzado por varias divisiones tomadas del ejército del Este [1]. Pero el tiempo necesario para concentrar a los hombres y las armas, para montar las embarcaciones que permitirían los primeros cruces, y la llegada de los elementos de los puentes que se lanzarían sobre el río, obligaron a retrasar el inicio de la ofensiva. Todo esto se prolongaría durante unos cincuenta días. A pesar de todo, el efecto sorpresa obtenido fue casi total.
Durante la noche del 24 al 25 de julio, los barcos se colocaron discretamente. El ataque de pequeños grupos de asalto encargados de una misión «comando» correspondía tanto a los medios como al mejor uso de los combatientes republicanos. El éxito fue casi total, aunque los servicios técnicos resultaron, como casi siempre en el ejército republicano, insuficientes; así, las transmisiones entre el cuartel general, situado a pocos kilómetros del río, y el 5º cuerpo se cortaron en las primeras horas del ataque.
Las noticias del ataque durante la noche fueron buenas: se pudieron establecer cabezas de puente; se colocaron pasarelas y puentes y se comenzó a cruzar el río al amanecer en dos puntos. Empujando por un lado hacia Villalba, por otro hacia Gandesa y Corbera, las dos ramas de la ofensiva republicana tendían a cerrarse en una bolsa que ocupaba el fondo del bucle, cuyo centro era Mora deI Ebro. Para el día 26, Corbera estaba ocupada y se alcanzaron las afueras de Villalba y Gandesa. La bolsa de Mora del Ebro se despejó en pocos días. La cabeza de puente en el bucle del Ebro tenía ahora unos 20 kilómetros de profundidad y 30 kilómetros de ancho. Al norte, el paso de la 42ª división permitió establecer una cabeza de puente secundaria entre Fayón y Mequmenza, lo que dificultó la llegada de los refuerzos franquistas. En total, 50.000 hombres cruzaron el Ebro, a pesar de la inmediata y violenta reacción de la aviación nacional.

Pero, una vez más, la ventaja obtenida fue limitada, ya que no había forma de aprovechar este éxito: la concentración de tropas era insuficiente, faltaban reservas y, tras cinco días de duros combates, los hombres que participaban en la batalla estaban cansados. A pesar de los continuos esfuerzos, ni Villalba ni Gandesa pudieron ser ocupadas. Los nacionalistas, replegados en los pueblos, resistieron. En cuanto se encontraron frente a una gran concentración de fuego, los republicanos se vieron obligados a detener sus ataques. En las primeras horas de la batalla, el equipo pesado era escaso, especialmente el blindaje. Para cuando los tanques de 24 toneladas pudieron pasar, ya habían llegado los suministros de ayuda nacionalistas.
Para el día 25, la superioridad aérea de los nacionalistas se hizo evidente. Los bombardeos y ametrallamientos [2] causaron daños considerables a los convoyes que cruzaban el Ebro. Sin duda seguían llegando refuerzos, ya que las travesías nocturnas no podían interrumpirse eficazmente; pero los primeros puentes fueron destruidos tanto por la acción de los bombarderos como por la apertura de los diques que retenían las aguas de los afluentes pirenaicos del Ebro. La situación de las tropas republicanas en la cabeza de puente estaba constantemente amenazada.
La batalla de desgaste
A partir del 1 de agosto comenzó la verdadera batalla; los nacionalistas intentaron obstinadamente empujar a sus adversarios más allá del río; los republicanos estaban decididos a resistir. Los combates así iniciados duraron hasta el 15 de noviembre; las fuerzas gubernamentales demostraron, como lo habían hecho en Teruel, que eran capaces de tenacidad en las circunstancias más difíciles.
Pero el Ejército del Ebro tuvo que librar una batalla de desgaste, una batalla material: por muy valientes que fueran, no podían salir victoriosos de tal enfrentamiento. Es, dice Rojo, «la lucha de la abundancia contra la pobreza». La prolongación de los combates sólo tenía un objetivo: dar la idea en el extranjero de que aún existía un equilibrio de poder en España, en un momento en el que estallaba la crisis de las checas en Europa.
Fue entonces cuando se produjo la reconciliación europea en Múnich y se desvanecieron las esperanzas de una intervención extranjera. A partir de ese momento, la batalla en el Ebro se volvió no sólo inútil, sino peligrosa para los republicanos: «La pérdida de Cataluña -escribió Ulibarri- se decidió en el Ebro. Sin duda, una retirada a la orilla izquierda en los primeros días de agosto habría evitado un fracaso más grave y las enormes pérdidas sufridas por los republicanos posteriormente. Pero el respiro dado a los ejércitos del Centro habría sido demasiado breve y, sobre todo, el abandono de la cabeza de puente habría provocado, después de la proclamación de la victoria, una reacción catastrófica para la moral del ejército y la retaguardia.
Así que, a pesar de las considerables fuerzas puestas en marcha por el bando nacional, el personal de Barcelona se resistió obstinadamente. Quizás el mando republicano estaba más dispuesto a aceptar una guerra defensiva que unas maniobras a gran escala: las tropas que mantenían la cabeza de puente habían obtenido ciertas ventajas; la posesión de los principales observatorios de la región reforzaba singularmente su posición. Los éxitos que habían conseguido en los primeros días, la confusión y las vacilaciones que habían visto en su adversario, aumentaron su valor y su tenacidad.
Al principio de la ofensiva se enfrentaron a fuerzas relativamente pequeñas. Así, a excepción del sector de Amposta, toda la zona de ataque estaba protegida por la 50ª división en solitario. El personal nacionalista confiaba principalmente en la protección natural que ofrecía el río y en la habitual lentitud de las operaciones gubernamentales. En estos dos puntos, se equivocó. Si, en los primeros momentos de la ofensiva, algunos oficiales franquistas se mostraron optimistas, a partir del amanecer del día 25 el tono de los comunicados cambió; las noticias pasaron a ser francamente malas. A pesar de la masa de material lanzada rápidamente a la batalla, toda la artillería disponible, toda la fuerza aérea, pasaron ocho días antes de que se restablecieran las «condiciones normales de batalla» y se estabilizara el frente.
Siete divisiones [3] fueron puestas sucesivamente a disposición del cuerpo de ejército marroquí para restablecer la situación. El general Franco se vio obligado a retirar tropas del Levante, e incluso de otros sectores del frente central, y dirigirlas hacia el Ebro. Como en Teruel, aceptó luchar en el terreno elegido por sus adversarios. Pero aceptó este reto porque estaba seguro de su superioridad material, que cada día era más evidente. En un frente tan estrecho, la victoria sólo podía lograrse aplastando al enemigo con el fuego de la artillería y la aviación. Franco creía que esto era ya posible.
Los republicanos, a su vez, resistieron y enviaron refuerzos. Y durante semanas los dos adversarios persistirían, aportando nuevos recursos, nuevas tropas, hasta que las terribles pérdidas sufridas por ambos bandos obligaron a uno de los combatientes a abandonar el campo. La batalla del Ebro fue aún más sangrienta que la de Teruel. También se convirtió en una batalla de aniquilación; pero esta vez la lucha sería decisiva.
Al principio, la contraofensiva nacionalista se desarrolló favorablemente. La cabeza de puente de Fayon fue reducida; la concentración de tropas y sobre todo de artillería, la «extraordinaria densidad de fuego» permitió una rápida victoria: la 42ª división republicana fue prácticamente aniquilada.
Pero esto sólo fue un éxito local. La batalla decisiva debía tener lugar en torno a la cabeza de puente de Gandesa. Los nacionales sufrieron allí su primer fracaso: el ataque lanzado antes del 10 de agosto contra la Sierra de Pandols encontró una feroz resistencia, «como no se había visto en toda la guerra», dijo Aznar; prácticamente no se consiguió ningún avance. En agosto y septiembre, los ataques se sucedieron, apenas interrumpidos por periodos de calma, que permitieron a las tropas, que sufrieron grandes pérdidas cada vez, reorganizarse. Hubo cuatro ofensivas hasta octubre. En sentido estricto, no se trataba de grandes acciones militares, sino de operaciones localizadas en torno a algunos puntos tomados y retomados por los adversarios. Más que en Teruel, donde la dureza de los combates se debió en gran medida a las condiciones climáticas, la batalla del Ebro, por su duración, su dureza y su obstinación, recuerda a los combates de la Primera Guerra Mundial. Era el Verdún español.
Pero los adversarios no podían soportar indefinidamente un ritmo de destrucción casi ininterrumpido. Las enormes pérdidas en hombres y material condujeron finalmente al agotamiento de la masa de maniobra republicana. A finales de octubre, las reservas eran insuficientes. En el lado nacional, en cambio, se pudieron preparar refuerzos; se formó un nuevo cuerpo de ejército, el del Maestrazgo: confiado al general García Valino, comprendía cinco divisiones.
El 24 de octubre, la Instrucción General 44 enviada a los nacionales les ordenó «reducir la bolsa formada en el Ebro». De hecho, el ataque no comenzó realmente hasta el 1 de noviembre. La escalada de las posiciones republicanas en la Sierra de Caballs se logró por sorpresa. Del 1 al 8 de noviembre se ocupó toda la parte sureste de la cabeza de puente hasta Mora del Ebro. La segunda fase de la ofensiva terminó el 15 de noviembre. Los gobiernos habían perdido todo el terreno ganado desde el comienzo de los combates. Es cierto que el ejército republicano había demostrado que era capaz de luchar y resistir, a pesar de su inferioridad material, pero las pérdidas sufridas, quizás 100.000 hombres muertos, heridos o hechos prisioneros [4], lo habían desangrado y habían preparado sin duda su derrota.
Sin duda, el frente se estabilizó después del 15 de noviembre. Por otro lado, la ofensiva lanzada en Extremadura hacia Cabeza del Buey y Almadén, ofensiva que había progresado rápidamente durante el mes de agosto, fue finalmente detenida por los republicanos, gracias al apoyo de las tropas levantinas. La batalla del Ebro, al atraer a las mejores fuerzas nacionalistas, dio un respiro a la zona central; Miaja aprovechó para reorganizar sus tropas.
Pero desde la victoria aragonesa de Franco, la España republicana estaba dividida. Las tropas de Cataluña no habían tenido tregua, estaban agotadas por los combates que habían tenido que sostener. Necesitarían un largo período de calma y refuerzos en armas para poder presentar un frente unido y sólido a una vasta ofensiva nacionalista, lo que no se les concedería. El cansancio de la guerra se hizo más y más evidente a medida que los fracasos militares continuaban. Los éxitos obtenidos en el Ebro en julio levantaron la moral de la retaguardia durante un tiempo, pero desde entonces, el terreno conquistado había sido recuperado por las fuerzas franquistas. La esperanza del apoyo externo terminó con Múnich. La tesis de Prieto: «Europa nos ha traicionado», es aceptada por muchos.
Para Cataluña, que había sido la cuna de la revolución anarquista y el escenario de las Jornadas de Mayo, la «traición» de Europa parecía ser la condena de la política de Negrín. La revolución había sido abandonada y Europa apostaba ahora por Franco.
Por primera vez, en Cataluña, la parte trasera iba a ceder. Convertir al Barcelona en un nuevo Madrid ya es imposible. Las condiciones ya no son las de 1936. Tampoco la fe.
Cataluña antes del atentado
¿Podemos decir al menos que el gobierno ha recuperado en autoridad lo que ha perdido en popularidad? Eso mismo es discutible. El partido socialista está profundamente dividido, a pesar de la aparente reconciliación entre sus distintas tendencias. El auge comunista ha cristalizado la hostilidad de los demás partidos contra este socio demasiado invasivo. El ejército nunca ha dejado de estar influenciado por la política.
Por otro lado, la falta de productos de importación, la paralización progresiva del comercio, como consecuencia del bloqueo, la falta de dinero, la falta de voluntad de los países extranjeros, fueron paralizando la vida en Cataluña. En un momento en que la industria de guerra debería desarrollarse al máximo, la producción se ralentiza: no hay suficientes materias primas. La producción agrícola también disminuía; muchos agricultores estaban en el frente, otros no entregaban sus productos. En noviembre, ante las dificultades que podía acarrear un tercer invierno de guerra, el gobierno creó un «Comité de Regulación del Abastecimiento», bajo la presidencia del Ministro de Defensa Nacional, que debía coordinar «todas las actividades relativas a la producción y venta de artículos de primera necesidad». En realidad, se trataba de organizar la distribución de alimentos, dando prioridad a los combatientes, luego a las fuerzas armadas en la retaguardia y, por último, a la población civil, empezando por los niños, los enfermos y los trabajadores de las industrias de guerra. Pero esta organización pronto se encontró con dificultades insuperables.
Hay que añadir que en toda Cataluña, y particularmente en Barcelona, los partidarios de Franco siguieron siendo numerosos y activos. Con el colapso de Cataluña, esta quinta columna se manifestaría especialmente en las últimas horas de la defensa de Barcelona. Finalmente, la moral de la retaguardia se vio minada por los incesantes bombardeos sobre la capital catalana. Todo contribuyó a preparar la derrota de la República en Cataluña.
Los cuerpos del ejército de Franco [5] se desplegaron a lo largo de un frente que seguía el Ebro hasta la confluencia del Segre y luego subía hacia los Pirineos, a lo largo del Segre y del Noguera, estando las poblaciones de esta línea de frente, Lérida, Balaguer y Tremp, en manos de los nacionales.
La pérdida de Barcelona
El 23 de diciembre comenzó la ofensiva sobre Cataluña. En principio, las fuerzas republicanas seguían formadas por dos ejércitos; en el norte, desde la frontera francesa, el Ejército del Este [6]; en el sur, el Ejército del Ebro. La inferioridad en hombres y material era tal que, tras la batalla del Ebro, los republicanos eran ya casi incapaces de llevar a cabo ninguna acción ofensiva. Según Ulibarri, a cada brigada le faltaban entre 600 y 1.000 hombres de los 3.600 que se necesitarían para una dotación completa. En total, el mando republicano podía poner 90.000 hombres en línea, pero no tenía reservas.
Fueron los cuerpos 11 y 12 del ejército del Este los que soportarían todo el peso del ataque. Un doble asalto nacionalista condujo a la ruptura del frente del Segre. Tras una débil preparación artillera, un ataque de los blindados italianos provocó una estampida; la 16ª división, puesta en reserva, se retiró en lugar de defender sus posiciones. La brecha así creada dificultó un contraataque a gran escala. El intento realizado el 25 de diciembre se saldó con un fracaso casi total; su único resultado fue frenar un poco el avance de la C.T.V. y de los navarros. Finalmente, para intentar una nueva acción ofensiva, el Ejército del Ebro tuvo que ser reforzado con contingentes del Ejército del Este. Y fue otro fracaso.

La campaña de Cataluña (enero-febrero de 1939)
Los combates llevaban ya diez días. En el ejército republicano, era prácticamente imposible dar relevo a las unidades de combate. El cansancio y la sensación de impotencia se sumaban a la inferioridad material. Los aviones de combate ya ni siquiera intentaron obstaculizar las incursiones de los nacionalistas y sólo aparecieron después de la batalla; los habitantes de Barcelona los apodaron el Arco de Iris. La moral de las tropas, especialmente la de los nuevos reclutas, caía cada día. El colapso se produjo en los primeros días de enero. Mientras el ataque italiano se traduce en un avance sobre Borjas Blancas, los cuerpos nacionalistas de Aragón y Maestrazgo avanzan rápidamente en la zona de Tremp, amenazando con aislar a las fuerzas republicanas instaladas frente a Lérida. Todas las centrales de la zona de Lérida, las más importantes de España, cayeron en manos de las fuerzas de Franco. El cuartel general de Barcelona dio la orden de retirada. La línea de batalla se rompió literalmente; la ofensiva nacionalista se generalizó; los seis cuerpos de ejército se desplegaron utilizando blindaje. A partir del 6 de enero, no se trataba de reacciones ofensivas: «Sólo se trataba de defenderse», dijo Rojo. En realidad, se trataba sobre todo de saber cuánto tiempo podrían resistir los republicanos, de evitar el cerco y el aislamiento, de proteger las carreteras que conducían a la frontera pirenaica. Los nacionalistas ni siquiera necesitaron entablar una batalla de ruptura como habían hecho anteriormente: con seis cuerpos de ejército, ya eran muy superiores en número a las fuerzas reunidas por los siete cuerpos de ejército republicanos; demostraron una superioridad material cada vez más abrumadora. La artillería republicana, según Rojo, se redujo a una sexta parte de la artillería enemiga. Faltaba armamento individual: 60.000 fusiles, insuficientes para armar a todos los combatientes.
Es cierto que todavía es posible un esfuerzo; el gobierno de Barcelona lo ha intentado decidiendo movilizar a todos los hombres en edad de combatir; pero esta movilización, aunque se hubiera llevado a cabo, apenas habría cambiado la situación, ya que no hay armas que repartir. Y esta movilización masiva adquirió a menudo un aspecto absurdo: con el pretexto de llevar al frente tropas que ni siquiera sería posible utilizar, se movilizó a los bomberos de Barcelona, una ciudad que era bombardeada a diario y que sufría hasta cinco o seis alertas diarias. Entre el 20 y el 26 de enero, la vida en la ciudad estaba completamente desorganizada.
De hecho, la batalla por la ciudad estaba perdida de antemano. El Ejército del Ebro, profundamente comprometido con el sur, tuvo que abandonar el triángulo sur defendido por Tarragona para evitar el cerco; la pérdida de esta ciudad anunciaba el colapso del frente. La pérdida de Tarragona anunció el colapso del frente, y aumentó el enorme desorden al provocar el desplazamiento hacia el norte de una multitud de refugiados, que atascarían las carreteras de Cataluña. Ya se amontonaban en Barcelona, durmiendo en los andenes del metro, que servían a la vez de refugios y dormitorios.
Sin duda, los jefes militares, los comisarios y los representantes de los partidos y los sindicatos seguían pensando el 24 de enero en apoyar una larga defensa. Se ha realizado un considerable esfuerzo propagandístico. Por todas partes se desplegaron pancartas y se colocaron carteles: «Cataluña está en peligro. ¡Ganemos esta batalla y ganaremos la guerra! Para ganar esta batalla, primero hay que poder librarla. Las fuerzas encargadas de defender la plaza eran notoriamente inadecuadas. El coronel Romero apenas disponía de unos pocos miles de hombres, procedentes de batallones de retaguardia de dudosa valía o de tropas en retirada desde el inicio de la ofensiva nacionalista, de las que no se podía esperar una alta moral. Además, los guardias de asalto abandonarían el frente en la mañana del 21 de enero.
Finalmente, la población de la ciudad no estaba preparada para una verdadera resistencia. Sin mencionar a los que estaban a favor del franquismo, la gran mayoría de los habitantes estaban claramente cansados y ya no creían en la victoria que tanto habían esperado. La supervivencia se ha convertido en el principal problema de Barcelona. Todo escasea; no hay carbón ni electricidad. Las tiendas están vacías; incluso en el mercado negro hay una escasez generalizada. Las distribuciones del gobierno son demasiado bajas e irregulares. Los mercados ya no están abastecidos; el azúcar ha sido sustituido por la sacarina; apenas queda aceite. Sólo el pan no falta, excepto durante los tres días que preceden a la toma de la ciudad, pero 300 gramos de un pan gris no calman el hambre. El aspecto desolado de la ciudad, en contraste con la alegría y el colorido de los primeros días de la revolución en las Ramblas, nos permite medir la distancia recorrida. Los lugares de ocio cerraron sus puertas, primero los cabarets y los salones de baile, luego, a partir del 14 de enero, los teatros, los cines e incluso los cafés, donde la gente solía acudir a comer. Las últimas tiendas corrieron sus cortinas de hierro. Barcelona, cuarenta y ocho horas antes de la entrada del enemigo», dice Rojo, «parecía una ciudad muerta.
La última línea de defensa que protege la ciudad es la cordillera del Tibidabo. No se defendió seriamente. El día 23 se rompió el frente del Llobregat. En tres días, las negativas a obedecer y las deserciones se multiplicaron. En la mañana del 26 se produjo una derrota casi total; la heroica devoción de algunos grupos [7], que fueron masacrados en el acto, fue completamente inútil. Los distritos portuarios fueron bombardeados por la aviación, la artillería y la marina franquistas. Las tropas de Solchaga y Yagüe convergieron en la ciudad y ocuparon los cuarteles militares de las afueras. A primera hora de la tarde, los tanques llegaron al puerto. Por la tarde, toda la resistencia había cesado. La ocupación de la ciudad en sí sólo les costó a los franquistas una muerte.
Los últimos defensores de la capital se retiraron, ansiosos sobre todo de no ser invadidos por el norte. Desde el 23 de enero, el presidente Negrín y su gobierno, las embajadas y los departamentos ministeriales habían abandonado Barcelona. Sin embargo, no todo pudo ser evacuado; algunos de los archivos fueron destruidos. Y cuando los nacionalistas entraron en la ciudad, no la encontraron vacía de sus habitantes. Muchos, como el ex secretario del municipio, prefirieron esperar a los vencedores. El nuevo alcalde de la ciudad, Miguel Mateu Pla, presidente de la empresa Hispano-Suiza, podrá restablecer rápidamente los servicios esenciales. Lo más difícil sería reorganizar los suministros.
La pérdida de Barcelona no tenía una enorme importancia estratégica para los republicanos, pero la rendición incondicional de la capital de Cataluña tendría un efecto decisivo en la moral de la población de toda la zona republicana. La agonía de la República comenzó ese día.
El vuelo a la frontera
El derrumbe del frente, los rumores que circulan y que acompañan a cualquier catástrofe, han lanzado a las carreteras una multitud de refugiados que se dirigen desordenadamente hacia todos los pasos de la frontera francesa. Según Le Temps del 6 de febrero, 100.000 personas ya lo habían cruzado. Rojo calcula que todavía hay unas 100.000 personas que se apresuran a acudir a las aduanas. «Es un caos», dice. Entre la población civil que huía del avance franquista, una multitud miserable con unos pocos equipajes, se encontraban miles de soldados que habían abandonado la zona de combate; éstos aumentaron el pánico difundiendo los rumores más inverosímiles. Los hombres armados se apoderaron por la fuerza de los coches, que abandonaron en la frontera. Ya no hay orden, ni policía, sólo una gran anarquía. Es el caos de la derrota y la desesperación. ¿Y por qué no debería huir la multitud? Desde finales de enero, no pasa un día sin que se informe del paso a Francia de algunas figuras políticas, Giral, Caballero, Araquistain. Estas cosas se saben e incluso, en el pánico general, se amplifican desproporcionadamente.
Ante la masa de fugitivos, las autoridades francesas se vieron desbordadas. Al principio, dejaron entrar a los refugiados; pero muy rápidamente, se hizo imposible controlar y distribuir estas decenas de miles de fugitivos en el país. El 30 de enero, las autoridades francesas decidieron dejar de admitir por el momento a los hombres sanos y conceder asilo sólo a mujeres y niños. Los hombres que ya habían cruzado la frontera y aún no habían sido dirigidos a ningún punto del territorio fueron agrupados en un campo de concentración, en Argelès, en los Pirineos Orientales, En ese momento, esta decisión produjo un nuevo pánico entre los españoles que esperaban en los puestos de Perthus y Boulou. Algunos de los fugitivos huyeron a Cataluña, que todavía estaba libre. Otros intentaron entrar en Francia de forma clandestina, y muchos lo consiguieron, a pesar de la presencia de tropas senegalesas encargadas de la vigilancia; esta situación no hizo más que complicar la tarea de las autoridades francesas. Del 5 al 9 de febrero, la frontera volvió a estar oficialmente abierta a los soldados españoles. Rojo prometió que el paso fronterizo sería ordenado.
Y en efecto, si no se pudo evitar la estampida de ciertos elementos, hay que señalar, porque es un logro que atestigua, en medio de la anarquía general, el valor definitivo de estas tropas, que los últimos contingentes armados que cruzaron la frontera lo hicieron en buen orden; Los periodistas franceses constataron que su moral había mejorado y que no parecían una tropa derrotada. Entre ellos, 700 de los últimos internacionales, que habían permanecido en Cataluña hasta el último momento, no cruzaron la frontera hasta el 7 de febrero.
Según los acuerdos establecidos con el Estado Mayor Republicano, en cuanto los hombres cruzaron la frontera, ya no fueron considerados como soldados, sino como refugiados; fueron desarmados, sometidos a un registro sumario e inmediatamente dirigidos a los centros de reagrupación, el principal de los cuales seguía siendo Argelès. Ésta pronto resultó insuficiente para acoger a todo el mundo; hubo que crear otra, no muy lejos de allí, en Saint-Cyprien.
El material de guerra fue confiscado por el gobierno francés; si algunos dirigentes españoles habían tenido la ilusión de poder transportar este material a la zona central, se vieron obligados a afrontar los hechos: la zona central, si continuaba la lucha, lo haría con sus propias fuerzas.
En los últimos días, los líderes de la República también cruzaron la frontera. El presidente Azaña llegó a Francia la mañana del 5 de febrero, tres días antes que los últimos miembros del Gobierno y el propio Negrín. Pero ya, entre el Presidente de la República y el Jefe del Gobierno, aparecían diferencias sobre la actitud a adoptar tras la pérdida de Cataluña.
Negrín y su personal intentaron mantener cierto orden y disciplina. Pudieron pensar en mantener cierta resistencia en el extremo norte del país, alrededor de Girona y Figueras, apoyándose en la frontera francesa. Pero es difícil imaginar que un frente regular pueda ser sostenido por tropas que se desmoronan cada día. El servicio de inteligencia había dejado de funcionar; el avance de las tropas nacionalistas, si pudo ser contenido en el sector montañoso, no había cesado en la costa; el propio mando no parecía estar a la altura de las circunstancias: había tenido que ser remodelado en los últimos días: el general Jurado sustituyó a Sarabia al frente de lo que quedaba del grupo de ejército. A pesar de todos sus esfuerzos por mantener la disciplina, el Estado Mayor no pudo evitar el pánico localizado; los carabinieri y las unidades de las fuerzas de seguridad, incorporadas al ejército, habían dado la señal para la estampida. Las medidas tomadas en Figueras para tratar de reorganizar las tropas en retirada sólo fueron paliativos muy inadecuados. Los bombardeos aéreos y el temor a un desembarco nacional en la retaguardia hacían impracticable cualquier organización defensiva. Los consejos de ministros que Negrín celebraba en Figueras carecían de sentido: ¿de qué servían las decisiones que no se podían llevar a cabo? Lo que ha desaparecido o se ha vuelto inservible no es el gobierno, sino los órganos gubernamentales y ejecutivos. Las pequeñas ciudades de Figueras y Girona no pueden albergarlos, ni siquiera hay espacio para instalar oficinas; la llegada de las comitivas de coches oficiales sólo paraliza el tráfico. Muchos funcionarios de Barcelona, que ya no confiaban en el resultado de la guerra, no esperaron la orden del gobierno para cruzar la frontera. En resumen, si todavía había un gobierno, ya no había un Estado.
El 8 de febrero, el personal se trasladó a Le Perthus y el 9 Rojo cruzó a territorio francés en Le Boulou. Ese mismo día, a las 13.50 horas, las tropas de Franco llegaron a la frontera de Perthus. Las últimas tropas republicanas organizadas cruzaron a Francia los días 9 y 10 de febrero. Ya no hay ejército catalán.
La capitulación de Menorca
Al mismo tiempo, la capitulación de Menorca trajo un nuevo elemento a la palestra, la mediación inglesa.
La isla estaba completamente aislada desde que se hizo patente la superioridad marítima de la España nacionalista. El 8 de febrero, el crucero inglés Devonshire llevó a Port-Mahon a un representante de Franco, el coronel San Luis. Se produjo un primer encuentro entre el gobernador de Menorca, González Ubieta, y el capitán del Devonshire, Muirhead-Gould. Ubieta acepta preparar los términos de una rendición con el Coronel San Luis. Durante dos reuniones, a las que asistió el comandante del Devonshire, las dos partes acordaron que se preservaría la vida de los oficiales y funcionarios republicanos y que se aseguraría la evacuación de los que quisieran escapar de la dominación franquista. El Devonshire se hizo cargo de 300 hombres, 100 mujeres y 50 niños.
Sin embargo, todo estuvo a punto de fracasar en el último momento, tras un bombardeo nacionalista que tuvo lugar el 9 de febrero, después de los acuerdos de Port-Mahon. Se pensó que era una traición por parte de los nacionalistas. La base de Franco en Palma describió el bombardeo como un «error». Esto es dudoso: la base de Palma, a pesar de su mando español, estaba controlada por los italianos, que eran hostiles a cualquier acuerdo alcanzado bajo los auspicios británicos. Es cierto que la radio británica negó que el gobierno británico hubiera participado en ningún acuerdo y afirmó que el comandante de Devonshire había actuado por iniciativa propia; Jordana, por su parte, dijo al embajador alemán que no había habido ningún acuerdo anglo-español sobre Menorca. Pero estas son afirmaciones diplomáticas. Obviamente, Inglaterra no se jactaba de una intervención que podía considerarse injerencia en los asuntos españoles; y la alianza de Franco con Alemania era demasiado importante para los gobiernos de esos países como para que se disgustaran abiertamente.
Pero los acuerdos de Menorca fueron significativos: tras la caída de Cataluña, había que plantearse el fin de la guerra.
El gobierno de Negrín ante el problema de la paz
En medio de la catástrofe, surgió este problema esencial, que era un problema político. El 1 de febrero, las Cortes, o lo que quedaba de ellas, se reunieron en Figueras. Negrín contempló claramente ante ellos la posibilidad de restablecer la paz. Pero con un ejército derrotado y un Estado en decadencia, ya no era posible negociar entre partes iguales. A pesar de su moderación, los trece puntos que Negrín había convertido en su programa mínimo en el 38 estaban ya desfasados. Negrín contempla ahora sólo tres puntos como condiciones para la paz: la garantía de la independencia y la integridad nacional; la garantía de la libertad del pueblo español para elegir su destino; la garantía de que una política de autoridad pondrá fin a la persecución después de la guerra.
Es obvio que será difícil obtener satisfacción sobre el segundo punto en una negociación. Y Negrín no parece querer limitarse a la mera exposición de estas condiciones. Por primera vez, la mediación inglesa fue prevista oficialmente por el gobierno republicano. Del Vayo informó de que se había celebrado una reunión en Agullana entre el encargado de negocios británico Stevenson, el embajador francés Jules Henry, Negrín y él mismo. Durante esta reunión, Negrín explicó lo que significaban para él las tres garantías. El primero se refería a «la evacuación de todos los elementos extranjeros del territorio español»; el segundo significaba que «el pueblo español determinaría libremente su régimen político, y sin ninguna presión extranjera». Del Vayo explicó que era improbable que Franco aceptara estas dos propuestas; Negrín admitió que podrían abandonarse en el curso de las negociaciones: aunque el gobierno de Burgos las aprobara en principio, sería improbable que se respetaran después. Sólo quedaba la tercera condición, que Del Vayo expresó con esta concisa fórmula: «Sin represalias». Era difícil ser más conciliador.
Rojo parece confirmar lo que dice Del Vayo cuando habla de acabar con la guerra de la forma más digna y salvar al mayor número de personas posible. Pero ya hay una palabra en el texto de Rojo que subraya el incipiente desacuerdo entre el ejército y el presidente del Consejo; el general habla, en efecto, de una fórmula política a encontrar. Se puede considerar que aceptará preparar la capitulación eliminando a los que son un obstáculo para la paz. Negrín, en cambio, pretendía negociar de gobierno a gobierno, lo que Franco nunca aceptaría. En caso de que la negociación no prosperara, Negrín dio la orden de resistir. «¿Con qué vamos a resistir? ¿Por qué vamos a resistir?», preguntó Rojo.
Para muchos soldados, la guerra había terminado. Le Temps del 9 de febrero informaba de la elección hecha por los oficiales de la casa militar de Azaña: habían decidido unirse a la España nacionalista. El acuerdo era imposible entre los jefes militares, que eran conscientes de la derrota, y el gobierno, que seguía considerando la resistencia.
Notas
[1] El Ejército del Ebro, que debía encargarse del ataque esencial, estaba formado por los cuerpos de Lister (5º), Taguena (15º) y Vega (12º). Los contingentes del ejército del Este incluían las divisiones 27, 60 y 43.
[2] Rojo señala que sólo el 31 de julio aparecieron 200 aviones de bombardeo y 96 cazas.
[3] La 13ª División (Barrón), la 84ª (Galera), la 8ª (Delgado Serrano), la 152ª (Rada), la 4ª de Navarra (Alonso Vega), la 102ª (Castejón) y la 74ª (Arias). Alrededor de la cabeza de puente principal se agruparon las divisiones 82ª y 102ª, al mando de Delgado Serrano, la 13ª y 74ª, al mando de Barron, la 4ª y 84ª. La 105ª división mantuvo el frente hasta la desembocadura del Ebro.
[4] Esta es la cifra que dan los franquistas.
[5] Marroquíes, navarros, italianos, aragoneses, del Maestrazgo y de Urgel.
[6] Su sede está en Solsone. Comprendía los cuerpos 10, 11 y 18. El Ejército del Ebro está formado por los cuerpos 13, 15 y 24.
[7] El 125º batallón de ametralladoras, la 151ª brigada mixta.
II.10: La junta de Casado y la liquidación de la República
- El gobierno de Negrín en Francia
- El regreso del gobierno a España
- ¿Una nueva guerra civil?
- La junta de Casado
- El fracaso de las negociaciones para una paz honorable
- Notas
Como meses antes en las ciudades derrotadas de Málaga, Bilbao y Barcelona, la caída de Cataluña despertó la oposición, el odio y los celos. Los partidarios de la resistencia y de la capitulación se enfrentaron. Se pelean por los medios para huir. Se acusan mutuamente de querer masacres inútiles o de buscar la traición. Los oficiales republicanos esperan que los del bando contrario les muestren cierta indulgencia y piensen en las posibilidades de una capitulación honorable. Los agentes de los extranjeros, los de la quinta columna intrigan. Por fin comienza la lucha entre los que todavía hablan de resistencia y los que quieren la paz inmediata.
Ningún período de la guerra civil ha producido una literatura más abundante y más discutible, memorias, acusaciones, polémicas y alegatos. Paradójicamente, la labor del historiador se ve complicada por la abundancia de material que, obviamente, está destinado a él. Muchos testigos parecen estar pensando sobre todo en salvar sus vidas y sus futuras carreras políticas.
El gobierno de Negrín en Francia
A partir de ahora, el destino del territorio republicano no se discutió en España, sino en Francia, en el consulado español de Toulouse, donde el gobierno de Negrín había encontrado asilo tras la derrota en Cataluña. El presidente Azaña, al igual que su entorno, ya no creía que la lucha pudiera prolongarse, y Negrín intentó en vano convencerle de que su deber era volver a España con él. La ausencia del gobierno fue un factor desmoralizador importante. Y estas interminables conciliaciones acentuaron la convicción en la zona republicana de que todo estaba perdido. De hecho, la situación se agravaba día a día; los incesantes bombardeos aterrorizaban a las poblaciones urbanas; las dificultades de abastecimiento se volvían trágicas. Muchas personas buscan desesperadamente la manera de salir de la trampa de la zona Centro-Sur. El problema de la evacuación estaba en la agenda del gobierno; Negrín le dedicó parte de su tiempo en Toulouse. México ofreció acoger a 30.000 familias. Lord Halifax promete ayuda británica para evacuar a los refugiados amenazados. La empresa Midatlantic firma un contrato de alquiler de las 150.000 toneladas de su flota de transporte. Dos comisiones gubernamentales trabajaron continuamente en ambos aspectos del problema: los medios de transporte y las personas que debían ser evacuadas.
Sin embargo, no es la evacuación lo que el gobierno de Negrín considera la tarea más urgente. En las dramáticas reuniones del gabinete en Toulouse, el presidente, Del Vayo y los comunistas hicieron prevalecer su punto de vista: con o sin Azaña, el gobierno volvería a España para dirigir la «resistencia al exceso». ¿Por qué esta decisión?
Sin duda, según Segundo Blanco, «el Gobierno hace lo que puede, ni más ni menos». Franco, de hecho, no quería negociar con él. Se negó a negociar sobre la base de los tres puntos de Negrín. Lo único que queda por hacer es resistir. Sólo esto puede hacer que los nacionalistas moderen sus exigencias y lleguen a un acuerdo, como desean firmemente los británicos. La resistencia era la única forma de evitar la rendición incondicional. Esto es lo que intenta demostrar Álvarez del Vayo. Para él, Negrín y sus amigos obviamente ya no creían en una victoria militar en un futuro próximo, sino que creían que las fuerzas armadas de la zona centro-sur eran suficientes para prolongar la resistencia durante unos meses; incluso si caía Madrid, las tropas republicanas podrían resistir durante mucho tiempo en el sector montañoso del sureste. Ahora, según ellos, la guerra, desde Munich, es inevitable en Europa. Todavía podría salvar a la República dándole aliados.
Suponiendo que esta tesis sea correcta [1], queda lo más difícil: convencer a los propios españoles de la posibilidad y necesidad de la resistencia. Los ministros presentes en Toulouse aceptaron regresar, excepto Giral. Pero Azaña se quedó en París, respondiendo a Álvarez del Vayo: «Nadie cree en nuestra capacidad de resistencia y los que menos creen en ella son nuestros propios generales. Dimitió el 2 de marzo. Su sucesor «legítimo», Martínez Barrio, presidente de las Cortes, tampoco dio a Negrín la garantía legal de la presidencia y se negó a volver a España.
El regreso del gobierno a España
Nada más llegar al aeródromo de Los Llanos, Negrín convocó una reunión con los jefes militares. Esta conferencia le hizo darse cuenta de las dificultades de la misión que se había propuesto. Tras su presentación, todos los jefes militares, a excepción de Miaja, declararon que la resistencia ya no era posible; era necesario negociar para evitar el desastre. Además de la desmoralización de la retaguardia y de los soldados, Negrín vio un nuevo obstáculo a su política, el derrotismo de los jefes del ejército, expresado durante varias semanas a través de las iniciativas políticas del jefe del ejército del Centro, el coronel Casado.
Oficial republicano de larga data y ex comandante de la guardia presidencial, Casado es uno de los soldados profesionales que componían el personal de Largo Caballero. Se le consideraba un hombre de izquierdas, tenía relaciones con algunos socialistas y anarquistas, pero seguía siendo un oficial, convencido de la importancia de su «misión como soldado», convencido de que era «respetado en el campo enemigo» [2]. Era muy hostil al partido comunista y consideraba que era «el exceso de mandos comunistas» lo que había llevado a las democracias occidentales a abandonar la República. Como militar, consideraba imposible la resistencia. Sin embargo, Franco no negociaría mientras Negrín, Del Vayo y los comunistas dominaran la República. Había que eliminarlos para conseguir una paz honorable [3]. Casado estaba convencido de que los partidarios de la negociación contarían con el apoyo británico una vez desaparecida la influencia comunista. Era necesario, le dijo a Negrín, conseguir el regreso de Azaña y formar un nuevo gobierno de republicanos y socialistas, excluyendo al PC.
De hecho, para entonces ya llevaba varias semanas haciendo contactos políticos con vistas a derrocar al gobierno. Entre los anarquistas, se le relacionó con Cipriano Mera [4], que mandaba un cuerpo de ejército bajo su mando, y con García Pradas, cuya hostilidad al PC nunca había sido negada. Es cierto que la C.N.T. siguió apoyando a Negrín, cuyo portavoz Segundo Blanco estaba dentro del movimiento libertario. Pero la hostilidad de la F.A.I. se impuso en una reunión del comité de enlace C.N.T.-F.A.I.-Juventud Liberal, que el 25 de febrero pidió la formación de «un nuevo gobierno o una Junta de Defensa». Entre los socialistas, el amigo de Caballero, Wenceslao Carrillo, también conocía los planes del coronel y los aprobaba. Reunió a sus amigos en Madrid para intentar arrebatar el liderazgo del P.S. y de la U.G.T. a los partidarios de Negrín que habían permanecido cerca de él en Francia; tras su regreso, multiplicó sus ataques contra González Peña. Otro socialista vino a apoyar el movimiento casadista: Julián Besteiro no era ni un militante ni un hombre de acción, sino la encarnación del socialismo republicano, clasificado en la extrema derecha del partido socialista, este académico no había desempeñado ningún papel importante desde el inicio de la guerra. Se le consideraba un hombre de compromiso ya que Azaña le había pedido que buscara en Londres las bases para una mediación inglesa. Era una personalidad «bien considerada» en Londres y París.
Por último, Casado se puso ciertamente en contacto con diplomáticos extranjeros, especialmente británicos. Domínguez dice [5] que estuvo en contacto frecuente con Cowan, quien se dice que fue el verdadero instigador del complot, llegando a aconsejar al coronel en la elección de sus colaboradores. Hidalgo de Cisneros contó a Del Vayo que el coronel le habló en voz baja de las promesas inglesas [6]…
El gobierno de Negrín es consciente de la situación y de los peligros que conlleva. Intenta convencer o intimidar a sus oponentes visiblemente indecisos. Detrás de Negrín está el considerable poder del PC, sus unidades militares, su policía paralela. Pero los anarquistas quieren extraer concesiones de Negrín, para convencerle de que comparta ciertas responsabilidades con ellos. Según ellos, el gobierno que reside «en algún lugar de la zona republicana» se reduce de hecho al triunvirato Negrín-Del Vayo-Uribe. Consideraron que el nombramiento del jefe del S.I.M., Garcés, como jefe de la comisión que debía seleccionar a las personas que debían ser evacuadas, era una provocación por su parte; insistieron en que la dirección de las operaciones de evacuación no debía quedar «en manos de Negrín y Vayo», y expresaron el temor de que los altos cargos fueran evacuados primero. El 3 de marzo aún mantenían la esperanza de participar en la organización de la evacuación y propusieron a uno de los suyos, González Entrialgo, para el imprescindible puesto de comandante de la base naval de Cartagena. En repetidas ocasiones le dijeron a Negrín que no podían permitir que el poder comunista aumentara mediante la asignación de nuevos mandos. Sin embargo, el 2 de marzo, Negrín hizo su elección y el Consejo de Ministros ratificó una serie de ascensos y traslados en el alto mando. Casado fue nombrado general, pero fue sustituido al frente del Ejército del Centro por el comunista Modeste, también ascendido a general. Miaja [7] recibió una jubilación honorífica con el título de inspector general del ejército; la creación de «unidades móviles de choque», destinadas a renovar los métodos de combate, fue acompañada de ascensos de oficiales comunistas: Lister, Galán y Márquez fueron nombrados coroneles. Finalmente, fueron los comunistas los que recibieron el mando de los puertos, Vega en Alicante, Tagueña en Murcia y, sobre todo, Francisco «Paco» Galán en Cartagena, un puesto codiciado entre todos los demás, que le dio el mando sobre lo que quedaba de la flota.
A los que le acusaron de haber dado un verdadero golpe de Estado y de haber entregado el poder a los comunistas, Negrín respondió que, puesto que el gobierno había decidido la resistencia, era su deber colocar a los partidarios de la resistencia en puestos de mando. La preponderancia de los comunistas es sólo un reflejo de su total adhesión a la política de Negrín. Pero para los opositores al gobierno, las medidas adoptadas sólo tenían un significado: el partido comunista tenía ahora el control exclusivo de la evacuación y el poder único.
¿Una nueva guerra civil?
Las remodelaciones del gobierno no fueron bien recibidas. No sólo los técnicos militares, sino también los cuadros del partido y de los sindicatos y gran parte de la población vieron en ello la toma de posesión de un partido cuyo comportamiento había suscitado muchos odios y resentimientos. Fue una oportunidad inesperada para los conspiradores, que demostraron así su oposición tanto a un golpe de Estado comunista como a la prolongación inútil de la guerra, sus masacres y su miseria. La creciente irritación contra este gobierno de los vencidos después de tres años de guerra civil, provocará una explosión de ira contra Negrín.
Los anarquistas y los socialistas de izquierda que tuvieron que renunciar a sus ambiciones revolucionarias se vengaron finalmente del «partido del orden». Los altos funcionarios y los oficiales de carrera se apresuraron a aprovechar la oportunidad de una paz «honorable». Querían un compromiso en el que Franco reconociera su posición en la jerarquía social. Los líderes de los partidos y los sindicatos querían tener la seguridad de que podrían salir del país. La masa de la población, que ya no creía en nada, se volvió contra los que querían acumular ahora sufrimientos inútiles, contra los privilegiados del nuevo poder; no tenía más que un deseo, terminar la guerra lo más rápidamente posible; esperaba vagamente que Franco se mostrara tanto más inclinado a la clemencia si los comunistas habían sido eliminados. Los agentes de Franco, cada día más numerosos, agitan la discordia.
Fue en Cartagena donde estallaron los primeros problemas, en total confusión. El almirante Buiza ya había informado a Negrín de que la flota abandonaría el país si no se decidía a negociar. A pesar de un viaje especial de Paulino Gómez, el Ministro del Interior, para preparar el terreno, el nombramiento de Galán desató el fuego. Una parte de la guarnición se levantó bajo el liderazgo del jefe de artillería, el coronel Armentia, y se opuso a la instalación del nuevo comandante. Los falangistas, mezclados con los insurgentes, se apoderaron de la radio y difundieron noticias falsas. La flota zarpó para evitar caer en sus manos. Sin embargo, la insurrección fracasa. El coronel Armentia, después de haber dudado durante mucho tiempo, se rindió y luego se suicidó. La 10ª división, al mando del comunista Frutos, marcha sobre Cartagena; en pocas horas, al frente de la 11ª brigada, el comunista Rodríguez ha roto la insurrección. Pero la flota no regresó, decidiendo finalmente, por orden del Almirantazgo francés, dirigirse a Bizerta, donde las tripulaciones fueron internadas: así desapareció uno de los medios de evacuación. El gobierno parece haber entrado en pánico: Hernández, el comisario general, habría dirigido la respuesta por iniciativa propia.
En Madrid, sin embargo, la situación empeoró de repente. Casado se decidió: advertido por Gómez Ossorio, gobernador de Madrid, del contenido de los decretos, se puso inmediatamente en contacto con los partidos para formar una Comisión de Defensa en la que él mismo representaría a los militares. Menéndez, en el Levante, coincidió con él, al igual que Matallana. Miaja se unió al movimiento y aportó su prestigio. García Pradas redactó el manifiesto de los rebeldes. Pedrero, del S.I.M., y el socialista Girauta, director de la Sûreté, forman parte de la trama. Mera aportó el IV Cuerpo y el socialista Francisco Castro una brigada de carabineros. Casi todos los oficiales de Asaltos se reunieron.
La junta de Casado
Reunidos en los sótanos del Ministerio de Finanzas, los conspiradores pasaron la noche del día 5 esperando el golpe. La 70ª brigada, comandada por el anarquista Bernahe López, ocupó los puntos estratégicos de la capital. Cuando sus hombres han completado su movimiento, la radio lanza la proclamación de la Junta. Besteiro habla primero para pedir al gobierno de Negrín que se retire: «El ejército de la República, con indiscutible autoridad, toma en sus manos la solución de un gravísimo problema, esencialmente militar.» Criticando la política de Negrín, le acusa de buscar sólo ganar tiempo, con «la morbosa creencia de que la creciente complicación de los acontecimientos internacionales conducirá a una catástrofe de proporciones universales». Pidió a todos los españoles que apoyaran «al gobierno legítimo de la República, que por el momento no es otro que el ejército». A su vez, Casado se dirige a los españoles «más allá de las trincheras». Ofrece una opción: «O la paz para España o la lucha a muerte». Mera dice que la «misión» de la Junta es conseguir «una paz honorable, basada en la justicia y la fraternidad». Entonces se anunció la composición de la Junta: el general Miaja la presidía, Besteiro era consejero de Asuntos Exteriores, Casado de Defensa, Carrillo de Gobernación, Eduardo Val de Comunicaciones: otro anarquista, González Marín, superviviente de la Junta del 37, Antonio Pérez de la U.G.T., y los republicanos San Andrés y José del Río completaban la formación, de la que fue nombrado secretario el «sindicalista» Sánchez Requena. Se incluyeron todos los sindicatos y partidos del Frente Popular, excepto el P.C.
El gobierno de Negrín, que se encontraba en Elda, totalmente aislado, protegido por un destacamento de 80 soldados dirigidos por oficiales comunistas, inició el día 5 una discusión que duraría hasta la noche del día 6. Sobre el papel, todavía disponía de medios considerables: tres de los cuatro cuerpos de ejército del Centro estaban comandados por comunistas: Barceló, Bueno y Ortega. Asimismo, en Levante, disponía de tres cuerpos para oponerse a Menéndez, en Extremadura de tres divisiones, y en todas las unidades, de oficiales comunistas. A pesar de ello, Negrín no intentó resistirse; hizo un solemne llamamiento a Casado para evitar el derramamiento de sangre y se ofreció a nombrar delegados para «resolver todas las diferencias». Casado respondió amenazando con hacer fusilar a todos los miembros del Gobierno si el general Matallana, retenido en Elda, no era liberado en tres horas. Al mismo tiempo que los oficiales comunistas se alzaban en armas en Madrid contra la Junta, el gobierno abandonaba España. Negrín y Del Vayo vuelan a Francia. Con ellos se fueron los dirigentes comunistas, los políticos como la Pasionaria y Uribe, los militares como Lister, Modesto, Hidalgo de Cisneros, Núñez Maza. Pero la huida del gobierno no impidió el derramamiento de sangre que parecía querer evitar.
En Madrid, el comandante Ascanio, al frente del II Cuerpo (había sustituido a Bueno, que estaba enfermo), se comprometió a cortar la capital del resto de la zona republicana por el norte. Comenzó entonces una lucha triangular, en la que los franquistas se aprovecharon de la situación, los comunistas y los casadistas se acusaron mutuamente, y parece que con razón, de abandonar el frente para ajustar sus cuentas.
El día 7, Barceló tomó el cuartel general de Casado, donde fue atacado por Mera. El día 10, el coronel Ortega, sospechoso a ojos de la Junta, se rindió a las tropas de Casado. Tras su mediación, comenzaron las negociaciones entre el PP, representado por Diéguez, y Casado. El PC exigió que se garantizara la libertad de sus militantes y de su prensa, y la entrada de un comunista en la Junta. Casado aceptó en principio no tomar represalias, pero mandó fusilar al teniente coronel Barceló [8] y al comisario comunista Conesu, a quienes culpó de la ejecución, tras la toma de su cuartel general, de varios oficiales, entre ellos los coroneles Gazolo y Otero. El día 12, una octavilla del PC llamaba a poner fin a los combates fratricidas: «No sólo abandonamos toda resistencia al poder constituido, sino que los comunistas, en el frente, en la retaguardia, en sus puestos de trabajo y en la lucha, seguirán dando el ejemplo de su abnegación y su sacrificio, de su heroísmo y su disciplina.
Esa semana de guerra civil dejó 2.000 muertos. Sin embargo, los únicos combates reales tuvieron lugar en los alrededores de Madrid. En Levante, las tropas leales a Menéndez tuvieron algunas escaramuzas con las tropas acorazadas del comandante Sendín, que estaban dispuestas a cortar las comunicaciones con Madrid. Pero la 45ª División, bajo órdenes de la Junta, ocupó los locales del PC y detuvo a sus dirigentes. El republicano Julio Just negoció el acuerdo entre casadistas y comunistas. En Extremadura, los comunistas Teral y Martínez Cartón se quedaron mirando; los únicos incidentes graves tuvieron lugar en Ciudal Real, donde el gobernador Antona disparó un cañón contra un edificio del PC e hizo detener a Mangada, a pesar de su pertenencia a la Junta.
En resumen, no hay pruebas de que el PC quiera deshacerse de la junta de Casado. Sólo las unidades comandadas por Ascanio atacaron a las tropas casadistas. En otros lugares, los cuerpos dirigidos por los comunistas se contentaron con defenderse. Las iniciativas de Castro Delgado y Jesús Hernández en Valencia no surtieron efecto. La salida del cuartel general comunista el 6 de marzo demostró que el PC se había rendido y que también consideraba inevitable la derrota. Togliatti, Checa y Claudin, de la J.S.U., que permanecieron en España después del día 6, fueron detenidos y luego liberados por orden del general Hernández Sarabia. Parece que no tenían otra misión que asegurar la evacuación de los cuadros; un grupo de unos cincuenta militantes despegó el 25 de marzo de un pequeño aeródromo cercano a Cartagena [9].
El fracaso de las negociaciones para una paz honorable
Esta «guerra civil» había tenido al menos un resultado, el de comprometer definitivamente la consecución del objetivo común a ambas partes: los amigos de Negrín pudieron señalar que la Junta de Casado sólo había asumido la política del Presidente, menos las posibilidades de conseguirla, ya que había renunciado al chantaje de prolongar los combates. Los partidarios de Casado replicarían que fue el levantamiento comunista el que asestó un golpe mortal a las escasas posibilidades de resistencia. En cualquier caso, es un hecho que ya no es posible.
En cualquier caso, con las luchas internas resueltas, la Junta tiene vía libre para negociar. Propone hacerlo sobre las siguientes bases:
Afirmación de la integridad y la soberanía nacionales.
Respeto a todos los combatientes cuyos motivos eran «sinceros» y «honorables».
Garantizar que no habrá represalias fuera de los juicios ordinarios y que los delitos políticos se distinguirán de los de derecho común.
El respeto a la vida y a la libertad de los soldados y comisarios de la milicia que no hayan cometido ningún acto delictivo.
Respeto por la vida, la libertad y la carrera de los soldados profesionales.
Las mismas garantías para los funcionarios.
Veinticinco días de gracia para quien quiera salir libremente de España.
No hay soldados italianos ni marroquíes en la antigua zona republicana.
No cabe duda de que se trata de reclamaciones exorbitantes en las circunstancias en que se hacen. La parte más fuerte del documento es la exigencia de una garantía para los militares y funcionarios: se trata de sellar así, por encima de los combates, la reconciliación entre adversarios de la misma clase. Pero, en general, la Junta sólo pudo ir de desilusión en desilusión. Quiere negociaciones: Franco quiere una capitulación. Quería un tratado: Franco no quiso firmar nada. Y esta fue la primera afrenta: el plenipotenciario de Franco era un oficial «republicano» del ejército del Centro, subordinado de Casado (que pensó por un momento en mandarlo a fusilar), el coronel Cendaños; conocía el texto del memorándum antes de que Casado se lo entregara… Segunda afrenta: Franco se negó a negociar con Casado y Matallana; sólo preveía la rendición y exigía a los oficiales de menor rango que trataran con él. Casado se inclinó y nombró a dos oficiales de estado mayor, el comandante Leopoldo Ortega y el teniente coronel Antonio Garijo, que habían estado adscritos a Miaja durante muchos años (pero a quienes Franco recompensaría más tarde «por los servicios prestados» a la causa nacional). 23 de marzo: los dos plenipotenciarios están en Burgos. Sus propuestas ni siquiera se discutieron. Franco quería que la fuerza aérea se rindiera el 25 y el resto del ejército el 27. Sus representantes, los coroneles Ungria, director de seguridad, y Vittoria, hicieron algunas promesas verbales: aplicación del código de justicia, ausencia de represalias «políticas», posibilidad de que algunos abandonen el país.
Las reacciones de la Junta fueron violentas: Carrillo dice que los republicanos no pueden aceptar nada si no hay un texto escrito. Bestelro replicó: «No he venido aquí para continuar la guerra. Y Carrillo: «Tampoco he venido a traicionar».
El día 25, Ortega y Garijo, de vuelta en Burgos, esperaban convencer a sus interlocutores de que la Junta no podía ir más allá. Pero una orden de Franco interrumpió las negociaciones: la fuerza aérea no se había rendido como él había pedido. La Junta estaba desesperada; algunos anarquistas querían resistir; los militares se oponían. Casado creía que podía evacuar Madrid en tres días. El día 26, la Junta anunció a Franco que la fuerza aérea se rendiría el 27 y pidió que se fijara una fecha para la rendición. La lacónica respuesta de Franco no admitía réplica: las tropas nacionalistas iban a atacar; las tropas republicanas tendrían que desplegar «la bandera blanca», realizar una «rendición espontánea», siguiendo en lo posible «las instrucciones dadas» por los enviados nacionales; los soldados se agruparían en brigadas tras abandonar las armas…
Para este tipo de capitulación, no es necesario un gobierno. La Junta, además, ya no es un gobierno. El Estado republicano se había disuelto: no se había encontrado ningún policía que obedeciera la orden de detener en Madrid al falangista Valdés, que había sido liberado a principios de marzo. En las horas siguientes, los concejales sólo tuvieron que intentar llevar a cabo la evacuación de la forma más rápida y completa posible. «Nuestra preocupación», declaró la Junta en la noche del 26 al 27, fue «la evacuación de los ciudadanos de la zona republicana que deben salir». Se pidió a los gobernadores que dieran salvoconductos a todos los ciudadanos amenazados. La Junta pide barcos en el extranjero, especialmente en Londres y París.
Pero la descomposición estaba demasiado avanzada para poder realizar esta última operación. Los barcos retenidos por Negrín no vinieron, bajo el pretexto de que no habían sido pagados por adelantado, y el Midatlantic entregó su contrato a Burgos. Londres y París no hicieron nada. Mientras 45.000 personas se agolpan en Alicante, sólo saldrá un barco francés con 40 pasajeros.
Ya no hay ejército ni autoridad. Del 27 al 30 de marzo, se produjo una loca carrera hacia el mar de todos los que se habían quedado hasta el último momento para intentar escapar del enemigo.
La Junta celebró su última reunión en la noche del 27: todo había terminado. Carrillo y otros consejeros partieron hacia Valencia durante la noche. Casado, que quería dirigir la evacuación de Madrid durante los días siguientes, se adelantó finalmente en avión. Bandas de jóvenes llevaban insignias nacionalistas y coreaban el nombre de Franco en las calles. La autoridad que quedaba en la España republicana se esforzó por asegurar el traspaso pacífico del poder: en Valencia, por ejemplo, los concejales se ocuparon de un representante de la quinta columna. Casado anunció este acuerdo por radio en un intento de conseguir la calma. El 29 por la noche, el general Miaja abandonó España. Casado y el resto de asesores que le rodeaban ocuparon sus puestos, tras largas discusiones, en el buque de guerra británico Galatea. Los nacionalistas no intentaron detenerlos. Pero detuvieron a Besteiro, que se había quedado en Madrid, y a Sánchez Requena, en Valencia. Aquí y allá, algunos cientos de combatientes murieron o dieron su vida. Cientos de miles de personas abandonaron el frente, pero la mayoría fue finalmente tomada. El dominio de Franco se extiende a toda España. La Guerra Civil ha terminado.
Notas
[1] El razonamiento de Negrín y Álvarez del Vayo parece justificado a posteriori por el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. En febrero, sin embargo, sólo se apoya en frágiles hipótesis. Incluso en caso de guerra, no había pruebas de que los países occidentales pudieran o incluso quisieran proporcionar una ayuda real a la República. Además, los dirigentes españoles contaban con que la URSS estaría en el campo «democrático»: el pacto germano-soviético habría arruinado estas esperanzas. La coyuntura internacional que Negrín y Del Vayo esperaban que les salvara no se materializó hasta 1942. Para seguir a Del Vayo, habría que admitir que la República hubiera podido resistir, o que los comunistas españoles, a diferencia de todos los demás, hubieran aceptado, de 1939 a 1942, unirse al campo de las «democracias» sin tener en cuenta el Pacto…
[2] Casado, Los últimos días de Madrid.
[3] «Negrín terminó diciendo que había fracasado en sus esfuerzos por la paz y que, por lo tanto, no había nada que hacer más que resistir. No se le ocurrió decirnos que, al haber fracasado, había decidido dimitir para que se formara un gobierno que pudiera conseguir lo que él no había conseguido. (Los últimos días de Madrid, p. 119.)
[4] El 16 de febrero ya se había celebrado en Madrid una reunión del Comité de Enlace dedicada al asunto Mera, y sus compañeros le reprocharon que se vinculara a Casado, que se arriesgara a una «acción precipitada» o a un «paso en falso» (Peirats, op. cit. T. III p. 358).
[5] Domínguez, Los vencedores de Negrín.
[6] Álvarez del Vayo, La guerra empezo . , p. 307.
[7] Este último acababa de revelarse como partidario de la negociación.
[8] Eduardo Barceló Llacuri, oficial de carrera, formaba parte del núcleo de oficiales de los gabinetes ministeriales que trabajaban en agosto del 36 en el Ministerio de la Guerra. Fue el comandante de las tropas frente al Alcázar, y más tarde fue uno de los líderes del 5º Regimiento. Los comunistas no son los únicos que lo presentan como un hombre honesto. Peirats recuerda, sin embargo, que como comandante de la 14ª brigada Fue acusado por el comandante de la división del asesinato de dos de sus soldados. Fue acusado de estos hechos y encarcelado en Barcelona, pero fue liberado por la intervención de Cordón.
[9] Castro y Hernández parecen haber luchado en su momento contra la actitud de rendición de su dirección y en particular contra la huida de la Pasionaria. Esto nunca se discutió en Moscú: ellos tenían el apoyo de José Díaz, pero la Pasionaria tenía el de Stalin. Ambas partes testifican que los comunistas esperaban el movimiento de Casado y estaban preparados para ello. Según Hernández, Togliatti pensó que el levantamiento sería sofocado en media hora. Dieguez, según Vanni, dijo que los comunistas podrían haber aplastado a la Junta y afirmó que la orden de liquidación final fue presentada el 12 de marzo por Rita Montagnana, la esposa de Togliatti. En cualquier caso, parece que la URSS no tenía ningún interés en que se prolongara una batalla perdida, que dificultaba su ya tímido acercamiento a Alemania, y que el PC, Parece que a la URSS no le interesaba prolongar una batalla perdida que obstaculizaba su ya tímido acercamiento a Alemania, y que el PC, que en realidad era partidario de detener la guerra, tenía la habilidad de utilizar, sin provocar, la reacción espontánea de los comunistas madrileños; es posible pensar, sin embargo, que a la dirección del Partido también le preocupaba no «arriesgarse a perder» dirigentes -como escribe modestamente Ferrara, biógrafo de Togliatti-.
II.11: Epílogo
- Exilio
- España después de la guerra
Es imposible dar el número exacto de refugiados que salieron de la zona central en la segunda quincena de marzo hacia Francia y el norte de África. En su acusación a Casado, Álvarez del Vayo dice que sólo salieron 2.000, cuando deberían haber podido hacerlo 30.000, pero su argumento se basa en el supuesto de que el gobierno de Negrín tenía mayor autoridad que la Junta de Casado, lo cual es dudoso. La ayuda que necesitaban los republicanos debería haber sido rápida y masiva; los gobiernos británico y francés no respondieron como se esperaba a los llamamientos de Madrid. El gobierno francés en particular, que ya había acogido a los refugiados vascos y catalanes, se mostraba ahora muy reacio: pocos barcos franceses se rendirían al llamamiento de los republicanos; muchos hombres tendrían que huir en el último momento utilizando medios improvisados.
Exilio
Para todos estos refugiados, comienza el terrible calvario del exilio. En el norte de África y en Francia, fueron internados en campos donde experimentaron condiciones materiales y morales muy duras mientras esperaban ser acogidos por un país extranjero o que se les permitiera permanecer en Francia. Sin entusiasmo y sin elegancia, las autoridades francesas concedieron, sin embargo, el asilo que pedían los republicanos derrotados. No discriminaron políticamente. Pero la guerra de 1939 devolvió a una buena parte de estos refugiados a los campos. Y el gobierno de Pétain aceptó entregarlos a Alemania: varios miles de españoles [1] fueron deportados a los «campos de exterminio». Otros, muchos de ellos, especialmente en el suroeste, participaron en la resistencia de los «maquisards» franceses.
Estados Unidos, cuya población condenaba mayoritariamente el franquismo, aceptó sin embargo un contingente muy reducido de refugiados.
Por su parte, la URSS reservó una dolorosa decepción a sus partidarios españoles. Es cierto que el Gobierno ruso aceptó acoger a un gran número de ellos, pero mientras ofrecía a algunos de los dirigentes del PC español unas condiciones de vida privilegiadas, los demás, colocados en unas condiciones de vida nuevas, en un país ajeno en lengua y espíritu, iban a encontrarse en grandes dificultades. No sólo no encontraron en la Rusia del 39 el paraíso prometido por sus dirigentes, sino que a menudo se vieron dispersados, aislados y sometidos a condiciones de trabajo aún más difíciles por el clima, difícil de soportar para los mediterráneos. Los testimonios que tenemos sobre su destino pueden ser sospechosos de parcialidad, ya que proceden de antiguos comunistas que rompieron con su partido; sin embargo, nos hacen comprender el desencanto que, para algunos, se convirtió en hostilidad sistemática y dio nuevo pábulo a las rencillas del exilio.
Estas recepciones difíciles, interesadas o malintencionadas, no hacen más que poner de manifiesto la buena voluntad y la generosidad del gobierno mexicano, que abrió libremente sus fronteras a todos los que deseaban encontrar refugio en el país[2].
Con el exilio llega la era de la controversia. Por supuesto, los partidos republicanos hace tiempo que dejaron de intentar ocultar sus desacuerdos. Al menos pretendieron, mientras duró la guerra, creer en la unidad en la lucha contra un adversario común, el franquismo. Con la derrota, este vínculo desapareció. Por el contrario, los políticos y los militares se encontraron ante un desastre que tuvieron que explicar. Era el momento de las justificaciones. La censura y el deseo de evitar que el adversario explotara las disensiones en el campo republicano habían ocultado muchas diferencias al público en general; pero la derrota hizo desaparecer tales escrúpulos y las discusiones se volvieron agrias entre los aliados de la víspera dentro de los propios partidos, que experimentaron escisiones más o menos profundas, más o menos duraderas en la emigración.
Las rencillas entre los emigrantes fueron siempre dolorosas; al menos aquí se explicaban por la persistencia de las ilusiones sobre las «democracias» entre la mayoría de los dirigentes políticos en el exilio, y la esperanza albergada durante años de que el régimen de Franco se derrumbara desde el exterior. Por supuesto, ni la actividad política de los «gobiernos en el exilio», ni siquiera las guerrillas que continuaron o aparecieron varios años después del final de la guerra civil, justificaban su confianza en el «futuro de la emigración»; pero todos sabían que, tras la guerra mundial, las potencias occidentales podían, si lo deseaban, derrocar a Franco, para quien la victoria militar sólo había sido el principio de graves dificultades económicas y políticas…
España después de la guerra
En cualquier caso, en marzo de 1939, todo lo que quedaba de la zona republicana fue ocupado en ocho días. Franco había anunciado una ofensiva para el 26 de marzo, pero ya no tenía una fuerza organizada al frente. Ya no era una batalla, sino una simple ocupación de posiciones abandonadas. Los nacionalistas podrían haber entrado en Madrid inmediatamente. Esperaron unas horas para dar más solemnidad a la toma de posesión de la ciudad. Fue en Madrid, símbolo de la resistencia republicana y capital recuperada de España, donde tuvo lugar el desfile de la victoria en la Avenida de la Castellana. Se rinde homenaje a los aliados italianos y alemanes, cuyas tropas se colocan a la cabeza del desfile. En todos los demás lugares la ocupación continuó sin dificultad, entre vítores y ceremonias religiosas.
El Caudillo no hizo los gestos de reconciliación que algunos en el campo contrario esperaban de él: la represión no cesó con su victoria. Por el contrario, la aplicación de la ley de responsabilidad política y la instalación de consejos de guerra en toda la antigua zona republicana reforzaron las medidas de reacción. Las detenciones y condenas se multiplicaron. Fue, según Ciano, «una purga seria y muy rigurosa». El moderantismo no se consideró un atenuante; el propio Besteiro, que había querido librar a España de esta violencia, fue condenado a treinta años de cárcel [3]. Decenas de miles de presos darían testimonio del poder del Nuevo Estado a lo largo de los años. El ejército, la policía y las milicias falangistas aseguraron la estabilidad de un régimen «fuerte». Se inculcó a todos el odio a la «revolución roja» e incluso a un sistema liberal condenado por la Iglesia. Si algunos falangistas todavía esperan que un día triunfe el régimen nacionalsocialista, lo que tal vez significaría un progreso social, si algunos «liberales», por hostilidad al régimen, llegan a desear el advenimiento de la monarquía, que todo indica que conservaría un carácter absolutista, los verdaderos ganadores -y esto está cada día más claro- son el Ejército y la Iglesia. La Acción Católica pronto recuperó todo su poder: después de haberse contentado con apoyar el sistema desde fuera, aceptó participar en el gobierno. Es cierto que se habló repetidamente de liberalizar el régimen, que las fronteras se abrieron más libremente, que algunos exiliados políticos pudieron regresar. Pero, en esencia, el sistema no cambia. Pues este régimen, nacido del más puro conservadurismo político, no ha sido capaz de resolver sus problemas económicos.
Endeudada y empobrecida, España perdió parte del ganado que la había enriquecido durante la guerra. En comparación con las cifras de 1935, en 1939 sólo había un 60% de caballos, un 72% de mulos y un 73% de bovinos. En cuanto a los cultivos, el descenso de la producción, calculado en los mismos años, es de aproximadamente un 30% en el caso del trigo, un 35% en el de la cebada, el tabaco y las aceitunas [4], y un 65% en el de la remolacha; si la producción de maíz ha aumentado, es porque ha sido un año excepcionalmente bueno. En la producción esencial, el descenso es evidente y se corresponde con una disminución de las superficies cultivadas [5]. A pesar del esfuerzo realizado por ambas partes en favor de la industria, la producción también ha disminuido, especialmente en el sector textil. Incluso la producción minera cayó en el caso del hierro, el cobre, el plomo y el zinc [6]. La aparente prosperidad de la España nacionalista se esfumó cuando el gobierno de Franco tuvo que hacerse cargo de las regiones superpobladas y mal abastecidas de Barcelona, Madrid y Levante. En cuanto cayó Barcelona, comenzaron las dificultades de abastecimiento: el pan blanco de los años de guerra fue sustituido por el pan gris.
España tendría que abastecerse parcialmente en el exterior. Pero, ¿cómo viviría este país agrícola? Así que el régimen de Franco pretendía practicar la autarquía, como la URSS o Alemania. Sin embargo, lo que es posible, con grandes sacrificios, para las grandes potencias no es posible en el siglo XX para un país subdesarrollado como España.
A pesar de las privaciones impuestas, del mantenimiento de un nivel de vida extremadamente bajo, de la intensa propaganda sobre la «patria española» y el Imperio Ibérico, el gobierno del general Franco pronto sólo tuvo dos opciones: seguir a Alemania e Italia, atando el destino de España a los suyos, o intentar ganarse la amistad de algunas potencias occidentales, especialmente de Gran Bretaña. Por un lado, el reconocimiento de la ayuda recibida durante la guerra civil, la ideología común y posiblemente la satisfacción de ciertas ambiciones políticas; por otro, la necesidad de paz, la influencia anglófila de Portugal.
Los compromisos de Franco al final del conflicto parecen demostrar que eligió una alianza con el fascismo y el nazismo. Su adhesión al Pacto Antikomintern era una garantía de ello. El lugar que ocupó Suñer en la política exterior española parece, a pesar de las reservas que los alemanes pudieran tener sobre él, una prueba de la propia orientación germanófila de la política de Franco. Sin embargo, desde el día siguiente a la Guerra Civil, se produjeron incidentes que permitieron medir los límites que el Caudillo pretendía imponer a sus compromisos internacionales. Se intentó en vano organizar una reunión Goering-Franco, y el fracaso de este proyecto provocó la primera tensión entre los dos países el mismo día después de la victoria conjunta. Más tarde, el encuentro entre Franco y Hitler, tras la victoria alemana en Francia, sería una nueva decepción para el canciller nazi. Probablemente las opiniones de Suñer no habían cambiado y España seguía siendo partidaria de una victoria alemana; pero el envío de la Legión Azul al Frente Oriental [7] fue el único signo positivo de esta adhesión. Los esfuerzos realizados para desvincular a Portugal de la alianza inglesa fueron en vano y la pérdida de influencia de Suñer fue un indicio de cambio. Ciertamente, los españoles pueden considerar que Franco había hecho un favor a su país, tras una agotadora Guerra Civil, al mantenerlo al margen del conflicto mundial. Pero el objetivo era probablemente sólo la estabilidad del régimen, que finalmente se salvó tras la guerra gracias a la protección del vencedor estadounidense.
En cualquier caso, España se habría agotado, ganara quien ganara. Los ingenuos pueden sorprenderse de que después de una guerra civil librada bajo la bandera de la «renovación», la «patria» y la «independencia nacional», España se encuentre más arcaica y aún más dependiente de los demás que antes, de cara al mundo del siglo XXI. Sólo el ejército ha recuperado parte de su retraso gracias a la intervención extranjera, pero eso no impide que siga siendo inadecuado para la guerra moderna. España había retrocedido a su pasado por voluntad de la oligarquía, con la complicidad de las potencias extranjeras.
Ciano, en sus Memorias, escribe: «Señalando el atlas abierto en la página de España, Mussolini dijo: ‘Ha estado abierto así durante tres años; ahora es suficiente. Pero ya sé que debo abrirlo en otra página. El ensayo general realizado en los campos de batalla españoles termina justo cuando la guerra mundial está a punto de comenzar; Hitler ocupa Checoslovaquia; Mussolini está a punto de atacar Albania. Pronto, el pacto Hitler-Stalin y el ataque a Polonia preludian seis años de guerra mundial; la caída de Mussolini, el hundimiento de la Alemania de Hitler, nuevas explosiones revolucionarias de un país, de un continente a otro… Veinte años después, el Caudillo sigue construyendo monumentos a su gloria.
Notas
[1] En particular, el ex presidente Largo Caballero.
[2] La mayoría de los países latinoamericanos de habla hispana se beneficiaron enormemente de la contribución intelectual y cultural de los republicanos españoles, que ocuparon su lugar en empresas, periódicos y universidades. Véase el capítulo de Aldo Garosci sobre los intelectuales en la emigración.
[3] Sólo los miembros de la Junta, Besteiro y Arino, decidieron quedarse en Madrid. Este gesto puede explicarse probablemente tanto por un sentimiento de generosidad como por la esperanza de que, una vez pasadas las primeras turbulencias, pudiera producirse una reconciliación.
[4] Trigo: 1935: 41.000; 1939: 28.699. Cebada: 22.320 y 14.180. Aceitunas: 18.475 y 11.502 (en miles de quintales).
[5] En cuanto a los cereales, pasaron de 8.288.000 a 6.526.000 hectáreas.
[6] Las únicas excepciones fueron el manganeso y el wolframio.
[7] Bajo la dirección del general Muñoz Grande, uno de los leales a Franco.