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Del trabajo socializado al bienestar socializado – Estados en crisis: Gobernanza, resistencia y capitalismo precario (2016) – Jeff Shantz

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Del trabajo socializado al bienestar socializado

Para Marx, la principal alienación del capitalismo es el dominio de la cosa (mercancía, trabajo muerto, muerte) sobre la vida. Hoy, en el contexto del capitalismo precario, el problema de la vida misma está en el centro de los debates, sobre todo porque el bienestar, una vez realizado, ha sido derrotado (Negri 2008, 208). Bien, una forma particular de bienestar, el bienestar estatista gestionado a través de los auspicios de los Estados Planificadores, ha sido derrotado. Según Negri, «la asistencia social representaba una intervención del Estado en la vida; en un momento dado fue desmantelada por el neoliberalismo, pero también por sus impulsos burocráticos» (2008, 208). La gente quiere al Estado fuera de sus vidas (pero no quiere la retirada de sus prestaciones sociales de la forma viciosa, degradante y mezquina emprendida por los regímenes neoliberales). Para Negri, en lo que respecta al bienestar proporcionado por el Estado, «había experimentado un tipo de rechazo por parte de la gente» (2008, 208). Como sostiene Negri, «en resumen, el fin del bienestar no se debió sólo a la derrota de la clase obrera, sino también al agotamiento y la corrupción de los organismos burocráticos de la clase obrera y del Estado» (2008, 208).

Crucialmente, el fin del Estado de bienestar afirmó un espacio de autonomía común. Dejó un gran espacio «en la autonomía social de la multitud para la reconstrucción de lo común» (Negri 2008, 208). Sin embargo, cuando se enfrentan a esta oportunidad o espacio, las organizaciones de izquierda no saben cómo proceder. Para Negri, «la materialidad de la vida, la libertad de la pasión, no serán dominadas por nadie» (2008, 206). Los nuevos levantamientos afirman este deseo de no ser gobernados, de no ser regidos, de no ser dominados. Y su rechazo a la dominación se extiende no sólo contra los Estados y el capital, sino también contra los partidos tradicionales de la izquierda.

¿Bienestar socializado y socialismo?

La supervivencia humana siempre ha dependido de la ayuda mutua, la socialidad y los cuidados. Así, el cuidado está en el corazón del bienestar socializado (colectivo) y es la base de la vida del individuo. No hay, a pesar de la afirmación de Thatcher, y en contra de ella, ningún individuo, ninguna autonomía completa. La resistencia se funda como un procomún sobre la base de la afinidad y el afecto. La ayuda mutua, que los anarquistas siempre han planteado como la base de la resistencia, forma relaciones de lucha común. Frente a los discursos de seguridad y riesgo del Estado de crisis, las nuevas agrupaciones de afinidad afirman prácticas de cuidado comunitario y bienestar socializado. Plantean un procomún del cuidado. Esto incluye mejorar el estatus, como dice Lorey (2015, 91), de actividades de cuidado como el trabajo sexual, que tradicionalmente han incomodado a gran parte de la izquierda.

Tenemos en común la precariedad y, en lugar de huir unos de otros en busca de nuestra propia protección individual en el mercado capitalista, estamos llamados a cuidarnos unos a otros en nuestra vulnerabilidad compartida y reconocida. Esto también altera las separaciones capitalistas tradicionales entre producción y reproducción. El tiempo y el trabajo dedicados a la producción de plusvalía dejan a uno demasiado cansado o incapaz de dedicar tiempo a cuidar de sus comunidades una vez finalizada la jornada laboral capitalista, lo que se extiende de nuevo a las condiciones de precariedad, ya que los trabajadores asalariados tienen o buscan varios empleos o se ven obligados a dedicar tiempo extra a los desplazamientos de ida y vuelta a sus puestos de trabajo.vuelve a unir producción y reproducción.

Esta es la base de lo que algunos denominamos comunismo. En el comunismo creamos en común nuestros futuros colectivos. La ayuda mutua y el procomún del cuidado se posicionan frente a las formas policiales de seguridad basadas en la amenaza al Otro y la producción de identidades fóbicas (Ramadan y Shantz 2016).

Del trabajo socializado al bienestar socializado

Los modos de producción bajo los marcos posfordistas gestionados por el Estado de crisis se extienden más allá de las formas tradicionales de trabajo para abarcar una serie de actividades vitales. Los teóricos de este trabajo socializado se centran en las capacidades comunicativas, cognitivas, afectivas y su utilización flexible. Pensar, hablar, sentir. Este trabajo socializado incorpora, y explota, toda la personalidad en lugar de las tareas específicas relacionadas con el trabajo de los modelos de producción fordistas. Notablemente, esta producción socializada desborda los espacios y tiempos del trabajo asalariado (Lorey 2015, 75). Es un trabajo sin fin.

Se trata de un entrelazamiento de la producción con la socialidad en el que tanto el trabajo como la vida social se vuelven bastante precarios (Lorey 2015, 75). El trabajo como trabajo de servicio incorpora la comunicación y el efecto (simpatía, empatía, etc.). Este trabajo trae a toda la persona al proceso capitalista de producción (Lorey 2015, 83). Y, de importancia fundamental, el proceso capitalista de producción ahora circula socialmente. Y las subjetividades y socialidades emergen en este proceso de producción (Lorey 2015, 84).

El trabajo socializado difumina las fronteras entre lo privado y lo público. Surgen nuevas esferas públicas y la producción se hace social. Todas las experiencias humanas pasan a formar parte del proceso de producción.

La forma hegemónica de trabajo consume a la persona en su totalidad, en lugar de actos específicos y limitados. Es afectivo, basado en formas de socialidad (cuidado, comunicación, etc.). Por eso cobran importancia las cuestiones de autogobierno y subjetividad en relación con la inseguridad. Pero también por eso cobran importancia las formas de trabajo socializado.

Por un lado, el autogobierno sirve para hacer que las personas sean gobernables o incluso serviles, como ha señalado Heidi Rimke (2003). El desmantelamiento impulsado por la crisis de los sistemas colectivos de bienestar (no sólo los estatistas) va unido a un impulso de valorización del mercado para privatizar (e individualizar) el bienestar y la gestión de riesgos:

La nueva calidad de la inseguridad surge no sólo a través de la erosión de los derechos de los trabajadores, la reestructuración de los sistemas sociales, sanitarios y educativos, hasta la prevención auto-responsable de la enfermedad y la pérdida de salarios y pensiones. En consecuencia, un autogobierno individualizado neoliberal y la auto-responsabilidad se enfrentan en parte con la precariedad existencial de una manera nueva. (2015, 89)

La idea de que una vida mejor es una cuestión de responsabilidad individual y no de acción comunitaria es ilusoria. Sin embargo, en condiciones de crisis, las personas se ven obligadas a competir con otras para asegurarse a sí mismas y a su esfera social. Esto socava aún más la acción comunitaria y refuerza los planteamientos individualistas en una forma de darwinismo social gestionado por el Estado.

La política (bajo el neoliberalismo) ha querido retirarse de las cosas de la vida, porque los capitalistas insinuaron que sospechaban que carecían de dinero para gestionar las cosas de la vida (de ahí la austeridad y demás) (Negri 2008, 207).

Un bebé es, para Negri, el comienzo de lo común «porque pone a toda la sociedad a trabajar a su alrededor. El niño expósito siempre ha sido una figura muy hermosa desde este punto de vista» (2008, 207). Se trata de una encarnación del trabajo compartido en la creación y el sustento, el florecimiento de la vida. Bajo el capitalismo, sin embargo, incluso esto está en peligro, ya que el trabajo del cuidado de los niños se privatiza y carece de apoyo, y típicamente en líneas de dominación de género.
Negri afirma: «El dinero que invertimos en la vida se queda en el cuerpo de los niños que hacemos» (2008, 207). Sin embargo, en las relaciones capitalistas esto se vuelve incierto, un punto de lucha.

Negri ha argumentado que los movimientos del trabajador socializado romperían con la actitud defensiva ante la reestructuración para desafiar el control directivo de la sociedad por parte del Estado en crisis (véase Dyer-Witheford 1999, 83). Los movimientos del trabajador socializado «están informados por una ética que ‘hace hincapié en las conexiones del trabajo social y destaca la importancia de la cooperación social’, y expresan, de forma difusa pero inconfundible, una aspiración a que ‘la producción cooperativa pueda ser dirigida desde la base, la globalidad de la economía postindustrial pueda ser asumida por los sujetos sociales'» (Dyer-Witheford 1999, 83). Los aspectos clave de los movimientos del trabajador socializado incluyen el énfasis en la autonomía y la construcción de estructuras sociales alternativas (Hardt 1996).

Las nuevas subjetividades surgidas de la transición al posfordismo, «lejos de aceptar pasivamente el terreno de la flexibilidad productiva, se apropiaron del terreno social como espacio de lucha y autovalorización» (Vercellone 1996, 84). Y plantean estrategias y tácticas basadas en sus propias necesidades más que en nociones preestablecidas de comportamiento. Como sugiere Michael Hardt:

La autovalorización era un concepto principal que circulaba en los movimientos, referido a formas sociales y estructuras de valor que eran relativamente autónomas y planteaban una alternativa eficaz a los circuitos capitalistas de valorización. La autovalorización se consideraba el elemento básico para construir una nueva forma de socialidad, una nueva sociedad (Hardt 1996, 3).

Los autonomistas se refieren a estas formas radicales y participativas de democracia que prosperan «fuera del poder del Estado y sus mecanismos de representación» como un poder constituyente, «una libre asociación de fuerzas sociales constitutivas» (Hardt 1996, 5-6). Como sugiere Hardt, «la autovalorización es una forma de entender los circuitos que constituyen una socialidad alternativa, autónoma del control del Estado o del capital» (1996, 6). Estos movimientos están comprometidos en proyectos para desarrollar comunidades/relaciones sociales democráticas y autónomas más allá de la representación y la jerarquía políticas.

Algunos teóricos han intentado identificar formas sociales de bienestar que podrían constituir redes alternativas fuera del control del Estado (Hardt, 1996; véase Vercellone, 1996, y DelRe, 1996). Para los teóricos políticos radicales de Italia, las experiencias de los movimientos sociales «muestran las posibilidades de formas alternativas de bienestar en las que los sistemas de ayuda y socialización se separan del control del Estado y se sitúan en redes sociales autónomas. Estos experimentos alternativos pueden mostrar cómo los sistemas de bienestar social sobrevivirán a la crisis del Estado del Bienestar» (Vercellone, 1996, 81).

En estas luchas existe la posibilidad de formas alternativas de bienestar «basadas en la autogestión autónoma y en la solidaridad social fuera del control del Estado» (Vercellone 1996, 96). Como señala Del Resug, parte de los nuevos parámetros de cambio incluye «la propuesta de ir más allá del bienestar tomando como meta la mejora de la calidad de vida, a partir de la reorganización del tiempo de nuestras vidas» (1996, 110). Estoy de acuerdo con la afirmación de Hardt de que la primera y principal tarea de la teoría política es «identificar, afirmar y promover las instancias existentes de poder social que aluden a una nueva sociedad alternativa, a una comunidad venidera» (1996, 7). También estoy de acuerdo con Hardt en que los teóricos italianos radicales tienen razón al «proponer continuamente lo imposible como si fuera la única opción razonable» (1996, 7): «Es nuestra tarea traducir este potencial revolucionario, hacer real lo imposible en nuestros propios contextos» (Hardt 1996, 7). Illuminatisugiere que en el contexto contemporáneo «la política se ha extendido a esferas de las que tradicionalmente ha sido excluida y donde, por lo tanto, tiene que ser reinterpretada» (1996, 167). No hay una repetición de la política fuera de las nuevas formas de precariedad y trabajo socializado de una manera que pueda desafiar los sistemas de explotación, opresión y represión.

El contexto del poder constituyente, el poder que desintegra el poder constituido, «es la experiencia empobrecida, reducida a la desnudez de las reglas y enfrentada a los poderes de lo abstracto, mientras que su articulación conflictiva requiere una estructura que no sea representativa y no homologue la ciudadanía» (Illuminati 1996, 173). La estructura de acción del poder constituyente «requiere una pluralidad de unidades, agentes y reflejos distintos, y descarta tanto el solipsismo de los ‘lenguajes privados’ como la dialéctica interna de la voluntad, junto con la tendencia de una representación social o institucional a fusionar subjetividades» (Illuminati 1996, 173). Esto se refiere específicamente a las estructuras de un partido en el que los socialistas anteriores han buscado el espacio para una re/combinación de las diversas fuerzas de los explotados y oprimidos.

Las palabras con «S»: ¿Trabajo socializado y …socialismo?

Para muchos comentaristas sociales, las nuevas formas de comunicación, el trabajo afectivo y el bienestar socializado son especialmente prometedores para el cambio social y las alternativas a las relaciones capitalistas, como explica Negri: «Sólo quiero decir que creo que los inventores de los nuevos modos de vida comunicativa son mucho más socialistas que capitalistas, mucho más vinculados a un concepto de solidaridad que al de beneficio» (2008, 23). El industrialismo y el totalitarismo no pueden coexistir porque no se puede obligar a la población a trabajar como esclavos (Negri 2008, 201). La liberación es la apropiación del capital cognitivo, tomar los instrumentos de la comunicación y gestionarlos positivamente, socialmente. No hay producción posmoderna sin libertad.

Uno de los verdaderos problemas del socialismo fue el problema de la comunicación: la gestión de las necesidades era demasiado burocrática, centralizada y autoritaria. Una gestión y una transmisión de la información más ágiles y difusas podrían haber permitido una mayor simplificación de la estructura burocrática sin que la información tuviera que pasar por una estructura de mando centralizada (Negri 2008, 23).

Para Negri, el término socialismo todavía tiene espacio político y seguirá dando vueltas en los márgenes de la ideología contemporánea (como los supervivientes del bonapartismo) (Negri 2008). Para Negri, categorías como socialismo, fascismo, estalinismo o totalitarismo son demasiado genéricas para aportar mucho a la comprensión de la realidad histórica; es más interesante observar cómo la lucha entre pobres y ricos, proletarios y burgueses, invierte y matiza estos conceptos (2008).

Negri argumenta que, contrariamente a la historia de la Iglesia, el comunismo está libre de su Constantino (del estalinismo), del gusto por el poder (2008, 26). El comunismo es más amplio, incluyendo contextos culturales muy diversos como el feminismo, los estudios postcoloniales, las culturas informacionales. Está resurgiendo en sus formas libertarias o anarquistas, que habían sido marginadas, silenciadas, oscurecidas con el auge de las formas estatistas desde la Revolución Rusa.

Están surgiendo nuevas concepciones que devuelven al primer plano las nociones de asistencia social y de bienes comunes. El comunismo se replantea como la «modificación radical de los sujetos obligados a trabajar» y como «la construcción de lo ‘común’, como en la capacidad común de producir y reproducir lo social en libertad» (Negri 2008, 260).

Esta es una expresión de lo que he denominado comunismo (Shantz 2013). Para Negri, «En su interior hay un ideal de comunismo y de igualitarismo radical que ya no tiene ningún tipo de calificación, por ejemplo, de tipo anarco-individualista» (2008, 27). En los movimientos contra la austeridad emerge un nuevo tipo de (no)representación social más allá de los restos de una izquierda extraparlamentaria derrotada (como existen en facciones sectarias, mini-maoísmos, sectas trotskistas y otros que reproducen el camino de 1917 en sus grupos de estudio).

Es una gran transición, en la que una multitud separada emerge y se recompone política y socialmente (Negri 2008, 94). Se organiza eficazmente, no tecnológicamente-en redes de afecto o afinidad más que en el partido. Las agrupaciones han intentado expresar un poder de masas coherente de resistencia y defensa. Los movimientos desestabilizan las prácticas de poder (Negri 2008, 96). Los grupos dirigentes se enfrentan al reto actual de no distraer a la multitud de la posibilidad de sublevarse ni de organizarla. Existe el enigma de cómo mantener a flote una masa multitudinaria (Negri 2008). Según Negri, «no sabemos lo que hacemos en lo que respecta a las manifestaciones, y por eso nos encomendamos a una forma de actuar pragmática, no teórica» (Negri 2008, 101). Y esto tiene la buena costumbre de evitar viejos hábitos y romper con prejuicios anteriores.

He denominado comunismo a las nuevas formas de movilización y atención social. Esto sugiere un comunismo fuera de las formas jerárquicas y basado en la ayuda mutua y el compromiso distribuido. Esto tiene implicaciones para un inminente procomún contra el capitalismo.

El trabajo socializado y la cooperación comunal, la ayuda mutua, se separan de las relaciones de producción del capitalismo en crisis. Muchos analistas han recurrido a la noción de éxodo de Paolo Virno para explicarlo. Para Virno, esta socialidad cooperativa se produce a distancia de la soberanía, lejos del Estado (2004). Este éxodo es, para Virno, una deserción masiva del Estado que articula «una esfera pública no gestionada por el Estado» o lo que puede denominarse bienestar socializado (Virno 2004, 68). Es un rechazo de la valorización capitalista de la vida social y el ensayo de nuevas formas de vida, experimentando con lo incontrolable. Es un movimiento de escisión en el sentido del término ofrecido por el sindicalista revolucionario Georges Sorel. Es un poder constituyente. Es una recomposición de relaciones de afinidades.

En particular, Negri ha cambiado algo su lenguaje en Adiós al socialismo. En lugar de hablar del intelecto general, como han preferido algunos teóricos autonomistas y que es un concepto clave en los últimos trabajos de Negri sobre el Imperio, Negri habla del procomún. Entre otras cosas, este cambio vuelve a hacer hincapié en el carácter encarnado del intelecto, superando la tendencia hacia una confusión dualista con respecto al trabajo cognitivo. También hace hincapié en la conexión, en el centro para Negri, entre los componentes cruciales del precariado global (el trabajo manual migrante desplazado y las clases tecnológicas precarias).

Negri está convencido de que una democracia radical proporciona hoy «las armas de la liberación» para los pueblos de diversos países (2008, 124). No se trata de una visión neoconservadora de la democracia como exportación estadounidense. Tal visión, con sus formas de poder y reproducción del orden, «significa el mantenimiento de una estructura de clases y de explotación indecente que no mejora la situación actual» (2008, 124). Para Negri, «existe, en cambio, otro terreno, el de la democracia real y absoluta, en el que debemos luchar sin timidez ni vacilaciones» (2008, 126). Cuando Negri habla de solidaridad, se refiere a «la articulación de la subjetividad dentro de lo común» (2008, 28). No se trata de una subsunción centralizada de la identidad. Es más que una articulación de posiciones de sujeto dispares. Y lo común no está dado de antemano ni predeterminado. Se expresa en las luchas contra la crisis.

No hay garantías.

Sin embargo, no parece que la crisis y la precariedad vayan a dar lugar a resistencias o a desafíos reales a los Estados y al capital, y mucho menos que vayan a presentar modos de vida alternativos.

Por el contrario, parece que amplios sectores de la población de Norteamérica y Europa se han conformado con las condiciones de crisis y austeridad, se han adaptado a ellas, y estas adaptaciones han sido realizadas por personas de diferentes estatus y por distintas razones.
En parte tiene que ver con el propio miedo a la precariedad, resultado de la privatización de la inseguridad y del miedo a quedarse atrás, y en parte con el miedo a ser sustituido fácilmente por alguien aún más precario, más en crisis, más solo y más dispuesto a conformarse.

El aumento de la vigilancia y la represión que siempre ha acompañado a la gobernanza neoliberal, y que no puede ser pasado por alto por un enfoque en la socialización, sirve bien a estos propósitos. Bajo las prácticas del Estado de Crisis, el bienestar social se produce en un marco de seguridad policial y militar. Por lo tanto, implica un aumento de la vigilancia, la supervisión, el control. Ser precario es también ser llevado más plenamente dentro de los regímenes de regulación.

Organización

El problema no resuelto sigue siendo, como siempre, la cuestión de la organización, que es la cuestión de la propia política. La euforia de los levantamientos eclipsa el trabajo esencial, aunque tedioso, de construir infraestructuras, de atrincherarse a largo plazo y preparar los recursos para una lucha sostenida para salir de los estados de crisis actuales. Y, en efecto, la construcción de infraestructuras de resistencia puede, como todo, tener momentos tediosos, incluso banales, pero aún más aburrido que este trabajo es perder repetidamente.

Y, en realidad, es bastante extraño que los actos de crear recursos, compartir experiencias, desarrollar disposiciones a largo plazo para sostener a las comunidades en lucha se consideren aburridos… ¿En contraposición a qué? ¿A perseguir subculturas autocomplacientes y excluyentes? Crear infraestructuras de resistencia es la capacidad compartida de cuidar… Es armar de alegría… Es la emoción de vivir y aprender juntos.

Sobre la cuestión de este tipo de organización más allá del Estado, Badiou sugiere: «Desde hace dos siglos, el único problema político es el siguiente: ¿Cómo vamos a hacer que perduren las invenciones del movimiento comunista?». (2012, 112).

El grueso de los trabajadores, los precarios, tienen un control mínimo o nulo sobre los asuntos esenciales que afectan a sus vidas, no tienen voz real en las decisiones que afectan a sus oportunidades y realidades vitales, desde la distribución de los recursos comunitarios hasta el cuidado de sus vecinos y el estado de su entorno (social y natural). La mayoría está presente en el mundo pero ausente de las decisiones sobre él (Badiou 2012, 55-57). Los recientes movimientos, levantamientos, sugieren que aquellos que están ausentes, excluidos de las decisiones, están insistiendo en decidir – por sí mismos.

Lo que en política se llama organización es «el trabajo de la nueva verdad» (Badiou 2012, 63). Los movimientos deben asegurar lugares donde puedan decidir su propio destino.

En la continuidad actual de la guerra se pierde la capacidad de estar siempre presente y activo (Negri 2008, 123). Esta es una amenaza a la que siempre se enfrentan los movimientos, y los conocidos problemas de «agotamiento» y desmoralización y deriva son reales (y demasiado humanos). El Estado con sus instituciones no se enfrenta a tales amenazas de manera análoga a los movimientos. Como señala Negri, «Pero esto es parte de esa asimetría temporal que el poder utiliza cuando se enfrenta al poder de los movimientos, con el fin de extinguirlos a largo plazo cuando no consigue derrotarlos sobre el terreno de inmediato» (2008, 123). Esta es una de las razones apremiantes por las que las infraestructuras de resistencia son de una importancia tan crítica para los movimientos. Ofrecen apoyos temporales y espaciales más allá de los individuos directamente implicados en un momento dado (Shantz 2010).
Sobre la organización, Badiou sugiere: «Sostengo que el tiempo de la organización, el tiempo de la construcción de una duración empírica de la Idea en su etapa posterior a los disturbios, es crucial.conservar indefinidamente el monopolio de la definición del tiempo político» (2012, 90).

Este es un punto que los insurreccionalistas a menudo pasan por alto. La alegría delirante de la insurrección, o incluso simplemente los disturbios, proporciona una liberación quizás necesaria para los participantes directos y tal vez algunos observadores esperanzados. Pero no hace lo suficiente para cambiar el equilibrio de poder y/o las condiciones de lucha. Hay demasiada válvula de escape en los disturbios y las insurrecciones, un punto que sociólogos conservadores como Durkheim han señalado y elogiado (como beneficioso para el mantenimiento a largo plazo del statu quo).

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https://library.oapen.org/handle/20.500.12657/25479

Sociología sindicalista: La obra olvidada de Guillaume De Greef (2016) – Jeff Shantz

Una visión general de la obra, en gran parte olvidada, del sociólogo sindicalista Guillaume De Greef. La perspectiva de De Greef estuvo muy influida por Proudhon. Se cree que De Greef preparó el programa de los delegados belgas a la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) en la década de 1860. Como académico, organizó un éxodo de académicos de la Universidad de Bruselas en respuesta a la decisión de la universidad de despedir al geógrafo anarquista Elisée Reclus.

Las perspectivas radicales, sobre todo las que tienen vínculos o raíces en movimientos reales de cambio y resistencia social, a menudo no son reconocidas o son marginadas por las disciplinas académicas formales, como las ciencias sociales. Incluso cuando estas perspectivas radicales contribuyen de forma útil y perspicaz al desarrollo de una disciplina académica, y a los debates y argumentos sobre su desarrollo, a menudo son excluidas de la historia de esas disciplinas a posteriori.

Tal ha sido el caso especialmente de las teorías que desafían las estructuras de autoridad instituidas, como el anarquismo o el sindicalismo.

A pesar de que el anarquismo siempre ha informado el pensamiento y los debates sociológicos (desde el inicio de la sociología como disciplina formal hasta el presente), el anarquismo ha sido excluido en gran medida de los debates sobre el pensamiento sociológico. Esto es cierto tanto en el caso de los textos sobre la historia de la sociología como en las obras centradas en las tradiciones de la teoría sociológica (véase Shantz y Williams 2014). Recientemente, sin embargo, se están realizando algunos trabajos para reevaluar las contribuciones del anarquismo a las ciencias sociales de manera más amplia (Véase Howell 2014; Shantz 2014; Shantz y Williams 2014; Williams 2014).

Si el anarquismo ha sido marginado dentro de disciplinas como la sociología, la situación es aún más grave para los tratamientos de la teoría sindicalista dentro de la historia sociológica (y el pensamiento). Con unas pocas excepciones el sindicalismo se ha convertido, injustificadamente, en invisible. El sindicalismo surge como parte de los movimientos radicales de la clase obrera en el siglo XIX, no sólo en Europa sino en prácticamente todos los continentes (véase van der Walt 2010). Presenta perspectivas de búsqueda sobre la explotación, el trabajo y las relaciones en el lugar de trabajo que evitan la jerarquía, incluidas las jerarquías laborales, y hace hincapié en las redes de trabajo informales, la autodeterminación de las bases y la solidaridad y autonomía de la clase trabajadora frente al capital. Al mismo tiempo, el sindicalismo pone de relieve los avances sociales que apuntan a la formación de relaciones sociales alternativas, sugerentes de «un mundo nuevo dentro de la cáscara del viejo». Se trata de una visión antiautoritaria del trabajo que se centra en la autoorganización y la toma de decisiones de la clase trabajadora y que considera dicha organización como una incubadora de formas nuevas, innovadoras y no explotadoras de organización social humana.

El sindicalismo ha hecho importantes contribuciones a la reflexión sobre el trabajo, la producción, la división del trabajo, la jerarquía, la autoridad, las relaciones de clase, la democracia, etc. Sin embargo, un examen de los textos de historia o teoría sociológica muestra que el sindicalismo está casi totalmente ausente de la literatura. Las pocas excepciones incluyen breves discusiones sobre Georges Sorel, teórico del sindicalismo revolucionario, la huelga general y el mito social, que escribió numerosos textos notables como La descomposición del marxismo (1908), Las ilusiones del progreso (1908), Material para una teoría del proletariado (1919) y el más famoso Reflexión sobre la violencia (1908).

Entre las contribuciones más interesantes y perspicaces, aunque injustamente olvidadas durante mucho tiempo, del sindicalismo a la sociología se encuentra el trabajo del sociólogo belga y contemporáneo de Sorel, Guillaume De Greef (1842-1924). De hecho, De Greef ha sido reconocido como el sociólogo belga más destacado y digno de mención (de cualquier tendencia o tradición). El carácter radical de la obra de De Greef quizá contribuyó a limitar su influencia más amplia en la sociología belga, durante su vida pero especialmente tras su muerte.

De Greef nació en Bruselas en 1842 y creció en una familia de librepensadores y artistas. En su juventud leyó a filósofos progresistas, como Voltaire, que influyeron en el pensamiento de la Francia revolucionaria y de las generaciones posteriores a la Revolución (Douglas 1948, 539). Como estudiante universitario se inclinó por las obras de socialistas utópicos, entre ellos Saint-Simon y el protoanarquista Charles Fourier, antes de llegar a su mayor influencia Pierre-Joseph Proudhon, el primero en identificar explícitamente su filosofía como anarquista. De Greef adoptó la teoría del mutualismo de Proudhon, que hace hincapié en el orden social y el intercambio sobre la base de un intercambio o interacción mutuamente beneficiosa e igualitaria. De Greef llegaría a editar la revista proudhoniana La Liberté junto con su colega y compañero de clase Hector Denis.

Desde su época de estudiante universitario, el pequeño burgués De Greef se dedicaría a la causa de la clase obrera y a la reforma social (Douglas 1948, 539). Se cree que De Greef preparó el programa de los delegados belgas a la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) en la década de 1860. Un programa claramente proudhoniano, que hacía hincapié en el crédito libre y se oponía a cualquier Estado, esta perspectiva fue derrotada en la Internacional por el enfoque promovido por Karl Marx, que afirmaba el papel necesario de un Estado proletario en la transición al comunismo. El creciente predominio del marxismo en los movimientos socialistas internacionales contribuyó a marginar la perspectiva sindicalista de De Greef, al igual que ocurrió con otras versiones libertarias y antiestatistas del socialismo y el comunismo.

La primera monografía publicada de De Greef sobre sociología teórica apareció hacia 1886 con su relativamente influyente Introduction à la sociologie. La respuesta crítica al trabajo inicial de De Greef fue tan positiva que fue nombrado primer catedrático de sociología de la Universidad de Bruselas, cargo en el que se vio envuelto en una polémica relacionada con la decisión de la universidad de despedir al respetado geógrafo y activo anarquista Elisée Reclus, debido a su labor de agitación política. En respuesta, De Greef movilizó el éxodo de numerosos profesores y estudiantes de la universidad (Douglas 1948, 540), que pronto fundaron una nueva institución progresista, L’Université Nouvelle, comprometida con las ciencias sociales, la libertad de pensamiento y la cooperación con el movimiento educativo de los trabajadores (Douglas 1948, 540). El proyecto también representa un modelo muy anterior de instituciones como la New School for Social Research, creadas como centros de investigación crítica, erudición y pedagogía frente a los ataques por motivos políticos contra el profesorado y la erudición crítica y progresista.

El trabajo sociológico de De Greef se basa en la concepción de Proudhon de las asociaciones de crédito libre y propone la noción de representación ocupacional a través de asociaciones comerciales. En esta perspectiva, las asociaciones de crédito libre se organizarían comercio por comercio en cada localidad, donde llevarían a cabo sus actividades económicas más tradicionales pero también, al mismo tiempo, asumirían las funciones que actualmente desempeña el estado político. Es de destacar que esta visión del orden social es desarrollada por De Greef más de una generación antes de las ideas presentadas en las obras de sindicalistas más conocidos como James Guillaume y Emile Pouget o en el socialismo gremial de G. D. H. Cole (que es quizás el más cercano a la perspectiva de De Greef).

Entre las principales obras teóricas de De Greef se encuentran Structure général des societies y Lois sociologiques. Sus obras aplicadas, que se cuentan entre las más atractivas, incluyen Ouvrière dentellière (Las encajeras), Rachat des charbonnages (La recompra de las minas de carbón) y Régime representatif (Cómo hacer que el gobierno sea representativo). En sus investigaciones sociales, De Greef encuentra pruebas de tales orientaciones entre las condiciones y prácticas sociales. El suyo no es un planteamiento especulativo o utópico.

El análisis de De Greef se centra en el papel de las asociaciones de trabajadores, algo similar pero más que los sindicatos tal y como se entienden habitualmente. La negociación colectiva en la industria proporciona el modelo para un parlamento ocupacional a escala nacional para De Greef. Este parlamento ocupacional va acompañado de una transformación en los sistemas de crédito (de una manera inspirada en las discusiones de Proudhon). En términos de transformaciones políticas, De Greef sugiere que la práctica democrática formal puede reformarse inmediatamente haciendo que toda la gente se registre en las urnas por oficio en lugar de por simples divisiones geográficas o circunscripciones. En estos comicios profesionales, los trabajadores y la dirección están representados por separado y por igual (Douglas 1948, 541). Aunque en un principio esto dará lugar a una desigualdad de representación, ya que menos propietarios tendrán la misma representación que muchos más trabajadores, a De Greef esto no le preocupa demasiado. Desde su punto de vista, este enfoque hace que esta contradicción esté a la vista de todos, a diferencia de la democracia representativa actual, que enmascara esta realidad fundamental de la estructura social y la desigualdad:

«La igualdad no es personal, sino funcional…. Supongamos que se constituyera un trust nacional de todas las minas de carbón…. en manos de una docena de….grandes capitalistas. Estos doce….podrían tener una representación igual a la de los 144.000 obreros!….bien, yo no retrocedo ante esta abominable situación.¿Por qué?Porque….¿Qué importa si el espejo que refleja nuestro sistema social nos devuelve una imagen horrible? ¿Es culpa del espejo que la sociedad no sea bella, y deberíamos, enfadados, tirar y romper el espejo?» (citado en Douglas 1948, 542)

A medida que el trabajo desempeñe un papel económico más predominante (en la propiedad cooperativa, por ejemplo), su representación aumentará en consecuencia; a medida que el capital sea usurpado o expropiado, su representación disminuirá, de modo que sólo estarán representados los trabajadores.

Al mismo tiempo, la gobernanza puede tener lugar día a día en los consejos industriales paritarios locales, que incluyen a empresarios y trabajadores y supervisan las quejas, las condiciones de trabajo y las cuestiones comerciales.

Para De Greef, estas innovaciones, que son posibles en las condiciones actuales, llevarían las cuestiones sociales y las funciones económicas clave al centro de la política (en lugar de darles la falsa cobertura de la que disfrutan en la política parlamentaria convencional), al tiempo que cambiarían la reconstrucción de estos sistemas en la dirección del control por parte de los trabajadores (Douglas 1948, 542). Esto ocurriría debido a los efectos prácticos y pedagógicos cotidianos de un sistema nacional de negociación colectiva de masas, en lugar de basado en el comercio o el sindicato, en el que todos participaran directa y activamente.

De Greef esperaba que los sindicatos acabaran asumiendo las funciones del empleo, por ejemplo a través de cooperativas, y asumieran así todo el poder político (Douglas 1948, 542). En cuanto al sistema de crédito, De Greef sugiere la emisión de lo que equivale a moneda fiduciaria, junto con dinero reembolsable (Douglas 1948, 541). No devengarían ningún interés más allá de un cargo nominal por gastos generales y riesgo y se distribuirían entre las instituciones miembros, normalmente asociaciones de trabajadores, que supervisarían las solicitudes de crédito de los miembros y les asignarían los billetes en consecuencia.

Este tipo de crédito fácilmente accesible y puesto a disposición de las empresas productivas permitiría a los sindicatos hacerse cargo rápidamente de los contratos colectivos de trabajo (Douglas 1948, 541).

En opinión de De Greef, esto significaría que el capital ocioso sería absorbido por los sindicatos y que el empresario capitalista sería finalmente desposeído (por una cuestión de eficiencia económica más que de ideología política o revolución).

De Greef analiza los procesos que hacen aflorar simultáneamente las contradicciones sociales en la política y transforman las relaciones sociales en el presente. Su enfoque evolutivo rompe con la mayor parte del sindicalismo, que afirma perspectivas revolucionarias sobre el cambio social. De hecho, el trabajo de De Greef está particularmente en desacuerdo con la perspectiva de Sorel, que aborrece las nociones de consejos de trabajadores y directivos o de negociación colectiva, que considera como amortiguadores de la lucha de clases. Para Sorel, el énfasis está en la escisión o la ruptura, a lo largo de las líneas de clase, de los trabajadores y el capital. En esto, la violencia de clase juega un papel famoso en la visión de Sorel.

De Greef, quizás adelantándose a gran parte de la sociología temprana, proporciona un análisis ecológico que reconoce y enfatiza la conexión entre los seres humanos y el mundo natural y lo centra en su análisis. De Greef construyó la noción de Herbert Spencer de evolución social en términos de diferenciación y coordinación crecientes (Douglas 1948, 542), que es similar a la noción ecológica de unidad en la diversidad.

En general, De Greef entendía su sociología como una fusión de Comte (clasificación), Spencer (evolución social), Quételet (estadística y análisis cuantitativo), con el socialismo En su opinión, la sociología es socialismo científico. Sin embargo, se trata de un socialismo de Proudhon y no de Marx. La perspectiva sindicalista de De Greef sugiere que las actividades económicas tienen más peso que las políticas. Además, las divisiones económicas orgánicas según la función representan las sedes racionales del poder en el futuro (Douglas 1948, 551). En el centro de su análisis está su concepción del débat, o procesos de ajuste de intereses mutuos entre grupos y presiones grupales. En un artículo posterior examinaré éste y otros componentes clave de la sociología de De Greef.

Para más información

Howell, Christopher. 2014. “Anarchism: A Critical Analysis.” Radical Criminology. Brooklyn: Punctum, 155–164.

Douglas, Dorothy W. 1948. “The Doctrines of Guillaume De Greef.” In An Introduction to the History of Sociology, ed. Henry Elmer Barnes. Chicago: University of Chicago Press.

———. 1926. “The Social Purpose in the Sociology of De Greef.” American Journal of Sociology 31(4): 433–454.

———. 1925. Guillaume De Greef: The Social Theory of an Early Syndicalist. New York: Columbia University Press.

Shantz, Jeff. 2014. “Lombroso’s Anarchy Problem.” https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-lombroso-s-anarchy-problem1

Shantz, Jeff and Dana M. Williams. 2014. Anarchy and Society: Reflection on Anarchist Sociology. Chicago: Haymarket Press

van der Walt, Lucien. 2010. Anarchism and Syndicalism in the Colonial and Postcolonial World, 1870–1940. Leiden: Brill.

Williams, Dana M. 2014. “A Society in Revolt or Under Analysis? Investigating the Dialogue Between 19th-Century Anarchists and Sociologists.” Critical Sociology 40(3): 469–492.

[]

https://libcom.org/article/syndicalist-sociology-forgotten-work-guillaume-de-greef

El contenido positivo de la lucha: Autovalorización – Estados en crisis: Gobernanza, resistencia y capitalismo precario (2016) – Jeff Shantz

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El contenido positivo de la lucha: Autovalorización

Las luchas contra la crisis buscan alternativas positivas al contexto actual de luchas de oposición. El reto, como siempre, es pasar del rechazo a la afirmación. Si bien los antis (anticapitalismo, antirracismo, anticolonialismo, etc.) son esenciales para formar las bases de la resistencia, cada vez es más necesario ofrecer aspectos positivos convincentes hacia los que se dirija la resistencia. Este es el deseo que está presionando con tanta fuerza a los movimientos contemporáneos. Una parte clave de esto implica las luchas sobre los valores, concretamente el movimiento para sustituir la producción capitalista de valores por la producción social de aquellos valores que nos sostienen a nosotros y a nuestras comunidades.

El marxista autonomista Harry Cleaver ha prestado mucha atención al examen de trabajos recientes, tanto dentro como fuera de las teorías marxistas y anarquistas, sobre lo que él denomina «el contenido positivo de la lucha de la clase obrera» o, de forma más descriptiva, «sobre las diversas formas en que la gente ha tratado de ir más allá de la lucha de la clase obrera». Ya debería estar claro que la cuestión de ir más allá de la resistencia y hacia la autoconstrucción de alternativas, y de hecho las relaciones entre ambas, es la principal preocupación de los comunistas contemporáneos y la que motiva gran parte de su actividad.

La autoconstrucción de formas alternativas de ser es, por supuesto, el tema central del presente trabajo.

Autovalorización

Los trabajos de marxistas italianos como Raniero Panzieri y Mario Tronti intentaron comprender los procesos por los que el poder capitalista podía transformar toda la sociedad en una «fábrica social», al tiempo que trataban de analizar el potencial de resistencia que planteaban los actos de rechazo emergentes en el seno de la clase obrera.

A partir de estos intentos de teorizar el desarrollo de la autonomía de la clase obrera contra el capitalismo, el marxista italiano de la Nueva Izquierda Antonio Negri sugirió la noción deautovalorizzazione de la clase obrera, o lo que se ha traducido como autovalorización o, quizá más comúnmente, autovalorización (Cleaver 1992, 128-129). La conceptualización de Negri de la autovalorización fue un intento de desarrollar la comprensión del poder del rechazo para subvertir la dominación capitalista y, significativamente, para mostrar cómo el poder del rechazo debe complementarse con un poder de constitución. El rechazo de la dominación capitalista, o subsunción, está estrechamente relacionado con las actividades afirmativas de autovalorización. El rechazo del trabajo es un factor necesario para la autovalorización, ya que permite la liberación de espacios que podrían llenarse con proyectos alternativos y autónomos (Cleaver, 1992):

Si el capital consigue convertir toda la vida en trabajo, no habrá espacio, tiempo ni energía para la autovalorización. El rechazo del trabajo, con la consiguiente incautación de espacio (por ejemplo, terrenos, edificios), tiempo (por ejemplo, fines de semana, vacaciones pagadas, tiempo no dedicado al trabajo) o energía (una desviación del trabajo que aumenta la entropía) crea la posibilidad misma de la autovalorización (1992, 130).

Así, bajo las condiciones de austeridad y precariedad del Estado de crisis, la inseguridad del mercado laboral da forma a las oportunidades de supervivencia, pero también a las de resistencia. Las luchas por la precariedad en general y por garantizar las condiciones de vida y de cuidado se vuelven cruciales, y se convierten en luchas por la naturaleza del propio valor social (y de la acumulación). La estructura del salario, la división del trabajo y la plusvalía son mecanismos a través de los cuales se organiza la explotación (Cleaver, 1992). Y los Estados en crisis, a través de la austeridad neoliberal, la reestructuración de los mercados laborales, la movilidad del capital de los acuerdos comerciales y otras políticas, han facilitado cambios en todo esto, beneficiando al capital mientras debilitan al trabajo. Especialmente la explotación, la extracción de plusvalía y la oposición a la explotación deben volver a ser el foco central de las luchas contra la crisis.

Del valor a los valores

Para los marxistas autonomistas, todos los aspectos de la sociedad capitalista, y de hecho todos los conceptos teóricos utilizados para explicar tales sociedades, tienen una doble perspectiva dependiendo de si se abordan desde la posición de la plusvalía o desde la posición de la plusvalía como beneficio. Es decir, a los capitalistas les interesa la plusvalía no sólo en términos absolutos, sino sobre todo en términos de la cantidad de inversión necesaria para obtenerla. En otras palabras, a los capitalistas les preocupa la tasa de beneficio. Esta es una de las razones por las que las empresas que son enormemente rentables, en términos absolutos, como la fabricación de automóviles, se cierran o se trasladan a zonas «más rentables» con menores costes laborales o medioambientales, un rasgo característico de la globalización. Cuando la tasa de ganancia en un sector se vuelve demasiado baja en relación con la crisis de los estados a las inversiones, o no se puede comparar satisfactoriamente con la tasa en otros sectores o áreas, los capitalistas por lo general cambian la inversión, a pesar de que los beneficios absolutos pueden haber sido bastante altos. Desde la perspectiva de la clase obrera, las preocupaciones clave sobre la plusvalía son muy diferentes de lo que son para el capital. Como señala Cleaver:

En primer lugar, la cantidad absoluta de tiempo de trabajo excedente que se les extrae es de gran importancia porque mide una parte del tiempo de vida que ceden al capital. En segundo lugar, para los trabajadores la medida relevante del parentesco de la plusvalía no es la tasa de beneficio sino la tasa de explotación, s/v, donde el tiempo cedido al capital se compara con el tiempo empleado en satisfacer sus propias necesidades.(1992, 109)

El trabajo no asalariado, como el trabajo doméstico, ha sido subordinado a la reproducción del capital. Esto significa que dicho trabajo es disminuido en términos de reconocimiento social, ya sea por los estados o por el capital. El trabajo social más importante no es reconocido ni financiado (ni siquiera a un valor de mercado laboral adecuado, por no hablar de valor social). También significa que el trabajo de cuidado de la clase trabajadora, al no ser compensado en una economía de mercado, a menudo es relegado al tiempo que queda después de que el trabajo asalariado haya terminado.

Como señala Cleaver (1992, 109), el concepto de plusvalía y el concepto de plusvalía como beneficio representan preocupaciones diferentes y opuestas relacionadas con intereses de clase específicos. Además, en los asuntos cotidianos de la sociedad capitalista, esta perspectiva de la clase obrera sobre la plusvalía, si bien no está totalmente borrada, está ciertamente oscurecida por la preocupación capitalista por el beneficio.

Las luchas de la clase obrera contra la plusvalía han adoptado, en términos generales, dos formas principales. En primer lugar, las luchas por acortar la jornada laboral. Estas luchas incluyen, por ejemplo, las históricas batallas anarquistas y sindicalistas por la jornada de ocho horas o la semana de cinco días. Estas luchas recortan la plusvalía absoluta. Las segundas luchas más importantes se centran en los intentos de aumentar el valor de la fuerza de trabajo, que incluyen los esfuerzos más conocidos y constantes de los movimientos obreros, sobre todo de la corriente dominante, por aumentar los salarios. Todas estas luchas están orientadas, de alguna manera, a reducir la tasa de explotación (Cleaver 1992, 109).

Los esfuerzos capitalistas por aumentar la plusvalía se centran principalmente en aumentar la tasa de beneficios y, de hecho, esto es en gran medida lo que han pretendido las recientes «innovaciones» en torno a la flexibilización, la producción por lotes y, más ampliamente, la propia globalización. Las batallas sobre la duración de la jornada laboral ejemplifican tanto los esfuerzos de los trabajadores por reducir su explotación como los intentos del capital por aumentar o mantener sus beneficios (Cleaver 1992, 110).

Los marxistas italianos de la Nueva Izquierda de los años 60, entre ellos Panzieri y Tronti, analizaron los cambios tecnológicos y la «modernización» de la industria en términos del uso capitalista de la maquinaria como medio para controlar y dominar aún más a la clase obrera. Esto, por supuesto, se ha amplificado con la informatización y las economías de los medios sociales (señaladas por primera vez en la década de 1980 como la llamada Benettonización o producción justo a tiempo facilitada por las redes informatizadas).

Sin embargo, los autonomistas italianos sugirieron lo que muchos trabajadores de base sabían por experiencia: que esos cambios se utilizaban para aumentar la explotación y, aún más, para debilitar el poder de los trabajadores (Cleaver 1992, 112). Sin embargo, los autonomistas italianos sugirieron lo que muchos trabajadores de base sabían por experiencia, que tales cambios se utilizaban para aumentar la explotación y, más aún, para debilitar el poder de los trabajadores (Cleaver 1992, 112). Esto dio lugar a una oposición abierta entre los trabajadores de base de las cadenas de montaje en los últimos años de la posguerra.

Si el rechazo ofrecía un momento negativo en la oposición a la dominación capitalista, la autovalorización expresaba un aspecto positivo de la lucha hacia una alternativa. Se trata de una valorización que, como se expresa en el prefijo auto, es autónoma de la valorización capitalista y, de hecho, intenta articular un movimiento más allá de la mera resistencia a la valorización capitalista. Como sugiere Cleaver (1992), se trata de un proceso de autodefinición y autodeterminación que pretende constituir algo distinto del capital. Lo que ese «distinto» es queda abierto a una gran variedad de respuestas. De hecho, puede decirse que la autovalorización articula simultáneamente, como dice una expresión popular reciente, «un no, muchos síes».

En terminos de Clever:

Junto al poder del rechazo o el poder de destruir la determinación del capital, encontramos en medio de la recomposición de la clase trabajadora el poder de la afirmación creativa, el poder de constituir nuevas prácticas. En algunos casos, estos proyectos autónomos están construyendo viejas bases, prácticas culturales heredadas y protegidas del pasado que han sobrevivido con éxito a los intentos de desvalorización y desvalorización del capital. En otros casos, se trata de proyectos recién nacidos, creados a partir de elementos apropiados que hasta entonces habían formado parte de la acumulación capitalista. En estos casos, la autovalorización no sólo es autónoma y opuesta a la valorización, sino que también puede ser lo contrario de la desvalorización.procesos similares a lo que los situacionistas llamaban «détournement» o desviación de los elementos de dominación para convertirlos en vehículos de liberación (1992, 130).

Esto tiene implicaciones bastante profundas a la hora de repensar cómo se puede conceptualizar el comunismo y, desde luego, va en contra de las nociones hegemónicas del comunismo. Para Cleaver:

Una parte importante de la elaboración de Negri del concepto de autovalorización es su reconocimiento de que, a diferencia de la valorización y de la mayoría de las visualizaciones socialistas del comunismo, no designa la autoconstrucción de un proyecto social unificado, sino que denota una «pluralidad» de instancias, una multiplicidad de empresas independientes no sólo en los espacios abiertos dentro y contra el capitalismo, sino también en su plena realización (1992, 130).

Para los anarquistas, el comunismo se concibe como una agrupación descentralizada y múltiple, organizada en federaciones o redes.

El comunismo, visto a través del prisma de la autovalorización, es «no sólo una praxis autoconstituyente, sino también la realización de la ‘multilateralidad’ del sujeto proletario o, mejor dicho, de un sujeto que, en su autorrealización, estalla en múltiples sujetos autónomos» (Cleaver, 1992: 130). Nótese que se trata de una política no hegemónica o, de hecho, antihegemónica, que hace hincapié en la autonomía y la solidaridad más que en la centralización y el mando. En el término utilizado por el anarquista Richard Day (2005), afirma una política de afinidad, abierta e inclusiva, multiplicidad en lugar de singularidad, agilidad en lugar de rigidez. Estas son las señas de identidad de la política emergente contra la crisis, en opinión de Cleaver:

Contra las exigencias socialistas tradicionales de subordinar la diferencia a la unidad en la lucha contra el capital y en la construcción de un orden postcapitalista unificado, [ellos] abrazan lo que Negri llama la «multilateralidad» de la autodeterminación, la multiplicidad de proyectos autónomos cuya elaboración puede constituir un nuevo mundo cuyo «pluralismo» sería real y no ilusorio como es el caso hoy en el mundo del capital.(1992, 132)

También es una política que rompe los límites de las conceptualizaciones rígidas de lo que se entiende por clase trabajadora o por lucha de clases. Por un lado, expresa una interseccionalidad de la explotación y la opresión de clase sobre la base de la racialización, el patriarcado, la exclusión sexual, el colonialismo y la nacionalidad, entre otros. También desplaza la comprensión de la producción más allá de los lugares de trabajo tradicionalmente entendidos. Esto incluye una contextualización de la clase obrera, pero también desplaza la atención de la fábrica a la fábrica social en la re/producción de capital. Así, este enfoque restaura el trabajo doméstico y las llamadas actividades reproductivas, así como las actividades marginadas del lumpenproletariado (trabajo sexual, economías subterráneas e informales, trabajo de supervivencia en la calle, etc.).

Como señala Cleaver:

El concepto también ha demostrado ser lo suficientemente flexible como para ser útil en la comprensión y apreciación de las luchas que a menudo han sido consideradas fuera de la clase obrera. Estas incluyen no sólo las luchas de los llamados «marginales» urbanos que a menudo han sido relegados al «lumpenproletariado», sino también una amplia variedad de luchas campesinas (1992, 130-131).


Este hecho ayuda, en parte, a explicar el entusiasmo que algunos anarquistas han mostrado por la noción de autovalorización. Los anarquistas contemporáneos, como han mostrado las discusiones anteriores, generalmente se han identificado o asociado más estrechamente con las luchas de los «marginales» urbanos o con los movimientos campesinos. Al menos desde Bakunin, que veía al «lumpenproletariado» más que a la clase obrera industrial del marxismo como la clase anticapitalista rebelde o revolucionaria más probable, los anarquistas han prestado gran atención y apoyo a la organización entre los más pobres del capitalismo. El propio Marx era famoso por despreciar al lumpenproletariado, un grupo al que consideraba despectivamente como mercenarios oportunistas propensos a traicionar a la clase obrera al mejor postor. Esta visión fue adoptada por generaciones de marxistas que consideraban a las clases más pobres, en el mejor de los casos, impotentes o ineficaces y, en el peor, reaccionarias.

Como ya se ha dicho, los anarquistas han estado durante mucho tiempo más interesados en el potencial revolucionario de las luchas campesinas que los marxistas tradicionales, que las han desestimado por pequeñoburguesas o «retrógradas». Los movimientos emergentes contra la crisis impulsan un replanteamiento de tales concepciones de la clase (aunque conservando una base clasista, a diferencia de las teorías liberales que rechazan o descartan la clase como un concepto anticuado).

El concepto de autovalorización ofrecía una importante herramienta teórica para comprender las crecientes manifestaciones de alternativas creativas que estaban adquiriendo cada vez más importancia, especialmente para los jóvenes a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970 (Cleaver, 1992):

el uso creativo de tiempos, espacios y recursos liberados del control del capital italiano y multinacional usos como la proliferación de «emisoras de radio libres» o el desarrollo generalizado de espacios para mujeres que, junto con muchos otros proyectos autogestionados, ayudaron a constituir lo que muchos llegaron a llamar «la contracultura».» (Cleaver 1992, 129)

La tendencia del capitalismo a expandir su valorización a través de la fábrica social no sólo inicia rechazos más amplios, sino que también fomenta una proliferación o crecimiento en el número y diversidad de proyectos de autovalorización para enfrentarse al capital en los espacios abiertos por esos rechazos (Cleaver 1992, 131). Esto incluye, de forma crucial, nuevas formas de asistencia social o formas socializadas (más allá del estado) de bienestar. El énfasis se desplaza creativa y enérgicamente del valor buscado por el capital a los valores sostenidos por los subyugados.

Mientras que el concepto de valorización de Marx llama nuestra atención sobre la compleja secuencia de relaciones a través de las cuales el capitalismo se renueva a sí mismo como un sistema social de trabajo impuesto sin fin, el concepto de autovalorización llama nuestra atención, a través de la complejidad de nuestro rechazo a la valorización, sobre nuestros esfuerzos por elaborar proyectos autónomos alternativos que constituyan la única fuente posible de una alternativa autoconstituyente al capitalismo. (Cleaver 1992, 131)

Los tipos de actividades concretas y realmente existentes de ayuda mutua, iniciadas o apoyadas por los anarquistas, ciertamente encarnan la noción de autovalorización y la autoconstitución de modos de vida alternativos, como lo discute Cleaver (1992). Para los anarquistas, la ayuda mutua, que constituye la mayor parte de los mecanismos de supervivencia de los subyugados, sirve como base para las alternativas al capitalismo. Es la base de un nuevo procomún, un comunismo (véase Shantz 2013). La ayuda mutua constituye su propio programa de transición. Como señala Cleaver:

La crítica de Negri a los conceptos marxistas tradicionales de la «transición» del capitalismo al comunismo, en la que sostiene que la única transición significativa puede producirse mediante el desarrollo de actividades de autovalorización que nieguen el mandato capitalista, deja claro que el concepto de autovalorización designa el terreno existente de un postcapitalismo emergente (1992, 132).

Los comunistas tratan de evitar una visión productivista de la vida, haciendo hincapié en la gran diversidad de formas en que puede realizarse la vida humana. Los comunistas comparten de nuevo un terreno común con los anarquistas y los marxistas autonomistas al argumentar que la única forma en que el trabajo puede ser un modo interesante de autorrealización para las personas es «a través de su subordinación al resto de la vida, exactamente lo contrario del capitalismo» (Cleaver 1992, 143, n. 59). Y el carácter socializado del trabajo de cuidados se restablece como prioridad humana por encima del trabajo colectivizado de producción de plusvalía para el capital.

[]

https://library.oapen.org/handle/20.500.12657/25479

Sobre la resistencia en tiempos de crisis: Ahora todos somos ilegales – Estados en crisis: Gobernanza, resistencia y capitalismo precario (2016) – Jeff Shantz

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Sobre la resistencia en tiempos de crisis: Ahora todos somos ilegales

La normalización de la crisis también sirve para abrir oportunidades específicas para que la gente rechace las formas de gobierno existentes (Lorey 2015, 4). Las posibilidades de organización y resistencia bajo el capitalismo de Estado de crisis son diferentes a las que se dan durante los acuerdos del periodo del Estado del bienestar. En el periodo del Estado de crisis, «se presenta una nueva población que quiere reafirmar la capacidad de expresarse democráticamente contra la guerra que se avecina, contra la nueva organización mediática totalitaria de lo social, contra la precaritización que se promueve» (Negri 2008, 94). Esto incluye ir más allá de la representación política a través de la acción directa y la democracia directa, en lugar de la mediación del electoralismo y el parlamentarismo. También implica la presentación directa de necesidades y deseos, incluso a través de medios de expresión autoproducidos (medios de comunicación activistas, indymedia, etc.).

Algunos de los desafíos más provocadores al capital y a los Estados han surgido de la resistencia colectiva entre los diversos precarios, como los levantamientos de los pobres, los movimientos contra la detención y la deportación, los movimientos indígenas, etc. Y, sobre todo, los nuevos levantamientos y movilizaciones contra la crisis se han visto impulsados por sus necesidades más que por los límites de la legalidad y la llamada protesta civil, desbordando los límites de la disidencia como acto de ciudadanía o acción permitida a las autoridades instituidas.

Los nuevos movimientos persiguen un ilegalismo que se basa en las necesidades de los participantes y no en las preferencias o prioridades del Estado, y no dejan que las autoridades definan o limiten sus acciones a modo de protesta simbólica o desobediencia civil.

Al margen de la búsqueda gerencial de la inclusión y la obediencia legalista de las relaciones bajo el Estado planificador, debe expresar la desobediencia de los precarios. Estas negativas, esta desobediencia incivil, cobra importancia a la hora de repensar la resistencia.

La maquina sin retorno: El Estado planificador y sus nostálgicos

La gestión de la inseguridad por parte del Estado planificador proporcionó un baluarte contra la perspectiva de revuelta o insurrección. Uno de los efectos más significativos del Estado planificador es socavar la autonomía de la clase obrera e integrar sus instituciones de clase en un marco legalista. Esto es quizá más notable en el marco legal para el reconocimiento de los sindicatos. En las disposiciones del Estado planificador, el sindicato es reconocido y adquiere legitimidad puramente dentro de un marco legislativo de negociación legal sobre formas específicas de un contrato laboral y la llamada negociación colectiva. En parte, esto es para garantizar la limitación de las demandas laborales a las de los tecnócratas (en lugar de a las consideraciones sociales de las comunidades de la clase trabajadora), como el salario por hora, la descripción del puesto de trabajo, algunas condiciones de despido, etc. La forma del contrato también afirma, fundamentalmente, el derecho del capital a la propiedad y el control del lugar de trabajo y sus productos.

Es más, la clase obrera renuncia a su poder fundamental de parar el trabajo: renuncia al derecho a la huelga (no anunciada, no regulada). Las huelgas, el derecho y la capacidad de retirar mano de obra, se reducen a acontecimientos permitidos, preanunciados, programados, limitados en duración, lugar e intensidad.

Precisamente para que los empresarios puedan prepararse para una huelga (almacenando suministros o acumulando productos) con antelación. Las huelgas pasan a ser legales en su forma, estipulando cuándo y dónde pueden tener lugar y quién puede participar. Se trata de una reelaboración de la idea misma de acción colectiva y fuerza de trabajo. Por esta reelaboración (una capitulación) el trabajo no recibe a cambio nada equivalente.

Más que esto, sin embargo, los acuerdos del Estado planificador construyen la dependencia de la clase trabajadora del Estado capitalista para la provisión de recursos necesarios, esenciales -en sanidad, educación, cuidado de ancianos, cuidado de niños, vivienda, etc. Este proceso de dependencia ha sido examinado en detalle por el anarquista Colin Ward.

A pesar del anhelo y la nostalgia nostálgica de gran parte de la izquierda (a pesar de los repetidos fracasos y decepciones, desde el Nuevo Partido Demócrata (NDP) en Canadá hasta el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil y Syriza en Grecia), no se puede volver al Estado planificador, no se puede volver al futuro. Como sugiere Lorey, «ya no hay un centro o un medio que pueda imaginarse como una sociedad lo suficientemente estable como para acoger a los marginados. En el contexto de las crisis económicas y políticas actuales, ya no es suficiente exigir una sociedad igualitaria y pluralista sobre bases republicanas» (2015, 60-61). Esto es cierto tanto porque está claro en el contexto de los Estados en crisis que el capital no lo permitirá como porque ni siquiera puede empezar a satisfacer las necesidades sociales o medioambientales de los subyugados. Los términos del acuerdo no están claros y no hay apetito (o razón) para que el capital busque o acepte algo parecido al compromiso del Estado del bienestar. Tampoco hay razón para que los movimientos contemporáneos pongan sus miras tan bajas, para seguir un falso camino.

La idea de que puede haber una gestión justa e igualitaria del capitalismo sigue siendo, como dice Negri, una idea descabellada. El capital no puede sobrevivir sin explotación. Los socialistas pensaron erróneamente que podía haber una medida justa de la explotación. Y sus restos en los partidos socialdemócratas, los movimientos de reforma social y las ONG siguen haciéndolo. Los socialistas y socialdemócratas occidentales siguen siendo estalinistas, pero ya no son socialistas. Pasaron de la fetichización de la Unión Soviética al abandono total de cualquier posibilidad de transformación de la vida y la sociedad. Dieron una interpretación aburocrática a las ideas y expresiones del «socialismo real». Esto se ha convertido ahora en cinismo (Negri 2008).

A partir de 1968, los occidentales «empiezan a considerar la posibilidad de producir riqueza y libertad al mismo tiempo» (Negri 2008, 23). Los socialistas llegan al mismo punto en 1989, pero, superados por los acontecimientos, se convierten en inequívocos apologistas del capitalismo (Negri 2008, 25).

El Frankenstein socialdemócrata intenta resucitar un cadáver, lo que demuestra que la izquierda se adhiere a la lógica interna de la crisis y la dominación. Los Estados de todas las tendencias temen cualquier sensación de ruptura. Prefieren la transición. Los Estados se centran más en la gobernanza que en la política.

«Somos ingobernables»: términos del rechazo

Las décadas de gobernanza de austeridad bajo el Estado de crisis muestran claramente el final de un acercamiento socialdemócrata al capital. Las condiciones han cambiado, en gran medida en beneficio del capital, y el resultado social para los subyugados ha sido una regresión a los términos de las primeras condiciones del laissez faire. Al mismo tiempo, sin embargo, «esta regresión, que trae consigo enormes aumentos de las tasas de pobreza, polarización social y sufrimiento humano en general, ha catalizado la oposición» (Dyer-Witheford 1999, 102). Éste es el campo del capitalismo precario y de los movimientos contra la precariedad.

Entre las formas más notables de resistencia se encuentra la variedad de «nuevos movimientos de pobres que han surgido desde finales de los ochenta hasta la actualidad en respuesta, en parte, a la creciente destrucción de las redes de seguridad social» (Dyer-Witheford 1999, 102)

En el contexto de las democracias liberales occidentales, algunos de los ejemplos más inspiradores e informativos son los movimientos antifronteras de inmigrantes y refugiados, los movimientos contra los desahucios y las ejecuciones hipotecarias, los movimientos de acción directa contra la pobreza y los movimientos contra la violencia policial en los barrios pobres racializados. Estas fuerzas se han expresado prácticamente en todos los países de América del Norte y Europa, desde la Coalición de Ontario contra la Pobreza en Canadá hasta los indignados en España.

Significativamente, estos movimientos han rechazado el confinamiento dentro de los parámetros de acciones/activismo considerados apropiados para los «ciudadanos responsables». Más allá de la desobediencia civil característica de muchos nuevos movimientos sociales, estos nuevos movimientos de pobres han desarrollado y practicado un repertorio diverso de «prácticas inciviles». Esto expresa una conciencia cada vez mayor de las limitaciones de las acciones centradas en el Estado y legalistas en el contexto del capitalismo precario y los Estados en crisis. Como señala Del Resugesto, «Protestar utilizando el lenguaje de los derechos significa, obviamente, pedir permiso al Estado para obtener protección. Los ‘derechos’ son invocados, impugnados, distribuidos y protegidos, pero también limitados y designados por la ley» (1996, 107). Dentro de los nuevos movimientos de los pobres, la acción simbólica y la marcha han sido sustituidas por «acciones múltiples, a pequeña escala, ‘en la cara'» (McKay 1998, 269, n.4). Como ha señalado McKay en referencia al auge de la política de acción directa en el periodo anterior del neoliberalismo:

Activismo significa acción: mientras que en décadas anteriores la oposición a, por ejemplo, un proyecto de construcción o a un contaminante industrial podía significar que un grupo se quedara a las puertas repartiendo panfletos, hoy es más probable que se exprese invadiendo las oficinas e interrumpiendo el trabajo, destrozando los ordenadores y tirando archivos por las ventanas. (1998, 5)

En particular, las acciones que van más allá de los límites de la permisibilidad estatal y capitalista abren importantes perspectivas para comprender y actuar contra los sistemas de explotación y opresión interconectados.

En particular, las acciones que van más allá de los límites de la permisibilidad estatal y capitalista plantean importantes perspectivas para comprender y actuar contra los sistemas interconectados de explotación y opresión. Las luchas particulares pueden vincularse «como parte de una crítica práctica de toda la relación de capital» (Aufheben 1998, 105). Plantean la contradicción entre los valores de las comunidades (en el cuidado) de los subyugados y el impulso capitalista estatal de valor (en la explotación).

Estas luchas pueden ser válidas por sí mismas (es decir, satisfacen nuestras necesidades inmediatas en contraposición a las del capital) y apuntan directamente a un nivel superior de lucha; una victoria puede crear nuevas necesidades y deseos (que la gente se siente confiada en satisfacer) y nuevas posibilidades (que hacen más probable la satisfacción de estas y otras necesidades y deseos), etc. (Aufheben 1998, 105).

La acción directa y la política disruptiva basan la oposición en el poder autodirigido de los propios subyugados, en lugar de en una representación imaginaria procedente de otro lugar (en forma de autoridades instituidas o expertos)». Lo que tienen en común las posturas ecorreformistas es que ambas buscan fuera de nosotros mismos y de nuestras luchas al verdadero agente de cambio, al verdadero sujeto histórico: los izquierdistas miran al «partido», mientras que los ecorreformistas miran al parlamento» (Aufheben 1998, 106). El significado político de la política disruptiva se encuentra menos en los objetivos inmediatos de acciones concretas o en los costes inmediatos para el capital y el Estado, sino «más bien en nuestra creación de un clima de autonomía, desobediencia y resistencia» (Aufheben 1998, 107), que consiste en construir, a través de la experiencia, una capacidad de lucha y de realización de alternativas.

Como ha señalado el autonomista británico Aufheben (1998, 107-108) con respecto a la okupación, «Además, una situación sin la aburrida compulsión del alquiler, el trabajo, las facturas, etc., proporcionaba la base para crear y reinventar una comunidad que, a su vez, fomentaba otras ideas». En resumen, esta existencia cotidiana de lucha minuciosa era simultáneamente un acto negativo (parar la carretera, etc.) y un indicador positivo del tipo de relaciones sociales que podían existir: sin dinero, el fin de los valores de cambio, vida comunal, sin trabajo asalariado, sin propiedad del espacio (Aufheben 1998, 110). Ninguna forma representativa o legalista de política puede acercarse a este desarrollo de capacidades y a la experiencia de hacer realidad alternativas prácticas en la materialidad de la vida cotidiana.

La nuevaLos movimientos populares se vuelven incontrolables para los mecanismos instituidos de gobernanza, son impredecibles y autónomos, lo que los hace temibles para el Estado. Los incontrolables plantean el espectro de la ruptura, de la escisión, y plantean la perspectiva, más aterradora para el Estado, de la secesión. Estos grupos tienen el potencial de derribar toda la estructura social (Castel, 1995).

Las acciones populares y las revueltas son, por definición, ilegales. En las ocupaciones en sitios globales dispares la gente resolvió colectivamente «problemas insolubles sin la ayuda del Estado» (Badiou 2012, 111). Asociándose libremente, se constituyen a sí mismos, su poder creativo, sin el Estado. La afinidad sustituye a la coerción.

Una nota sobre la violencia

Los disturbios son prometedores en el sentido de que mantienen las cosas como son, las condiciones actuales, como intolerables, irreformables, irremediables, inaceptables, y (lo más peligroso de todo para las autoridades de todo tipo) como más allá del compromiso. En realidad, es más importante, por el momento, hacer imposible que la policía actúe, para mostrar la capacidad de resistir al estado de sitio. La resistencia al estado de sitio plantea importantes problemas de estrategia que hay que abordar. Las infraestructuras de resistencia emergentes deben estar preparadas y ser capaces de defenderse, tanto contra la agresión física como contra la cooptación o la incorporación.

Las respuestas estatales tienen que ver con la gobernanza más que con la seguridad pública.

Tal vez el ejemplo más llamativo de oposición alborotada e impulso insurreccional, al menos en las democracias liberales occidentales, sea la táctica del bloque negro en las manifestaciones callejeras, que va un paso más allá del reformismo o la política de protesta y de la permisibilidad autoritaria de la desobediencia civil legalista. El black bloc, en el que todos los participantes visten de negro y se cubren la cara para evitar la vigilancia y la criminalización, mientras realizan las acciones que se consideran necesarias para poner en crisis a las autoridades, muestra visualmente la unidad en la diversidad y la solidaridad en la acción, ya que actúan de acuerdo con sus necesidades y deseos y no con los límites de lo que la policía considera una rutina o ritual de «protesta» aceptable.

Para Negri, el bloque negro está malinterpretado. En su opinión, representan una revuelta solitaria nietzscheana que, aunque moralmente eficaz, siempre pierde políticamente (Negri 2008, 96). Su preocupación no es su revuelta, sino que resulta del hecho de que no se rebelan con otros en el movimiento. Más bien, «se rebelan contra los demás con una pretensión de pureza, y una altura individualista que los aísla. En este aislamiento individual de la rebelión no veo reconstrucción» (Negri 2008, 97). En este sentido, aunque sus acciones puedan ser correctas, se mantienen solas. No permiten una recomposición positiva de la fuerza de lucha opositora. En opinión de Negri:

Estoy tan en contra del individualismo de la acción rebelde como del individualismo posesivo. Sostengo que la renovación de los movimientos es siempre colectiva en cualquier forma y en cualquier movimiento de su recomposición. La figura del obrero industrial, del proletariado, del trabajador explotado no existe si no es de forma colectiva. Nunca nadie ha sido explotado solo. Negri.(2008, 96)

También son limitados los impactos reales del black bloc. También representan un grito individual, aislado, de rabia e indignación. No plantean la fuerza amplia y antisistémica del levantamiento proletario, incluso de una huelga en el lugar de trabajo. El daño del black bloc necesita ser puesto en el contexto adecuado, no sólo con la violencia del Estado y las corporaciones, sino en relación con las formas recientes de violencia proletaria. Los acontecimientos en París, los levantamientos en las banlieues, mostraron el alcance real de las acciones del black bloc:

«Treinta coches en tres días en Génova, mientras que en París más de mil quinientos en una sola noche de jacquerie urbana» (Negri 2008, 97). El punto aquí es importante y habla del carácter de los levantamientos urbanos basados en las acciones de los subyugados en sus barrios y en nombre de sus propias necesidades más que en el descontento airado del manifestante o activista.

Sin embargo, los debates sobre el bloque negro en los movimientos son significativos y representan algo más: las polémicas sobre el bloque negro expresan, sobre todo, el tema de la expulsión de la violencia de los movimientos. En Génova, la violencia fue aplicada por el movimiento más allá de los bloques negros, aunque algunos seguían defendiendo la no violencia o la «violencia pasiva», al igual que en la ciudad de Quebec.

Existe una idea muy arraigada de que los movimientos no deben expresar una violencia que vaya más allá de la resistencia pasiva. Para Negri, esto es «falso teórica e históricamente, moral y políticamente» (2008, 98). La noción de resistencia sin violencia es una distorsión de la historia y un efecto del poder que reforzó el poder.

La noción de resistencia sin violencia es una distorsión de la historia y un efecto del poder que refuerza el poder. Estos momentos y movimientos ilegalistas están sometidos a diversas prácticas de represión y recuperación, y se hacen varios intentos de «devolver a un marco institucional el escandaloso fenómeno de las «zonas prohibidas», comportamientos o territorios que desafían la lógica de la policía y el mercado, y piden ser reconocidos y legitimados sobre todo a nivel material y simbólico» (Illuminati 1996, 177). Incluye, por supuesto, el castigo moralizante de las acciones policiales en las calles (la violencia contra los rebeldes como medio de domarlos y de domar a los que los observan y se inspiran en ellos) y los sermones condescendientes de las conferencias de prensa policiales posteriores.

También incluye, quizá menos reconocidas y comentadas, las acciones santurronas y autocomplacientes de otros participantes en los movimientos, que adoptan la forma de una «policía interna» de los movimientos y son, como mínimo, tan fatales como la violencia y la autocomplacencia. En su papel de especialistas en relaciones públicas para el Estado y el capital, estos «activistas razonables» trabajan para deslegitimar a los activistas de acción directa y a los insurrectos a los ojos del público, al tiempo que presentan la ley y el orden y los marcos legalistas como los únicos términos adecuados y aceptables de la disidencia, planteando así la oposición legítima como siempre sólo una oposición leal.

Como Negri ha afirmado con contundencia y razón, «una izquierda que imagina movimientos sin la capacidad de expresarse de forma violenta falsifica la realidad y mistifica la naturaleza de los movimientos» (2008, 98). La violencia simplemente sucede. Forma parte de la existencia material de las relaciones humanas. Según Negri, «mi apología de la violencia es cualquier cosa menos una apología de los actos criminales, o de aquellos predispuestos a herir al otro. Sólo digo que eliminar la violencia del debate político es banal, como pensar en no poder comer ni beber. La violencia forma parte de la realidad humana» (2008, 99). Las relaciones sociales son violentas, pero no necesariamente porque la gente lo quiera. No se trata de que la violencia tenga que presentarse como un elemento necesario en la construcción de una sociedad alternativa. Al mismo tiempo, para Negri,En el éxodo siempre se necesita una retaguardia que pueda combatir cuando sea necesario.

Negri señala el punto crucial, a menudo oscuro para los modernos aspirantes a revolucionarios que se ven a sí mismos como actores de un drama histórico, de que el golpe de Estado, el derrocamiento del Estado por una minoría violenta, no forma parte del proyecto comunista en el contexto actual.¿Qué significa eliminar la violencia de las relaciones sociales en el contexto actual del estado de excepción permanente? Los que quieren expulsar la violencia de las relaciones de clase son reaccionarios o revisionistas. Para Negri, la izquierda nunca ha logrado alcanzar un «análisis realista de la violencia» (2008, 100). Sin embargo, el comunismo como transformación de la realidad no se constituye principalmente a través de la violencia instrumental. Según Negri, «sólo en los periodos revolucionarios más agudos se ha mostrado alegre, porque su poder consistía en hacer distante la muerte» (2008, 100). Es decir, la violencia de los subyugados se despliega contra una violencia normalizada que ni siquiera se toma como tal. Esto puede incluir la violencia de clase innominada del hambre y la falta de vivienda o la violencia de clase más obvia de los asesinatos policiales y la militarización.

Como dice Negri, «la conquista del Palacio de Invierno ya no tiene nada que ver con el proyecto comunista. El problema parece ser otro: consiste en lo común y en el ejercicio de lo común» (2008, 99). La nueva violencia es generalizada y está presente en todas partes. En respuesta, la resistencia aparece como éxodo, la «salida de este mundo» (Negri 2008, 101). Sin embargo, el nuevo mundo no puede construirse fingiendo que no hay violencia (Negri 2008, 101).

Con los dictadores socialistas, la violencia volvió a entrar en «la tristeza del poder» al desaparecer la diferencia entre la forma en que los partidos socialistas entendían la violencia y la forma en que la interpretaban los capitalistas y sus gobiernos (Negri 2008, 100). Lo que es crucial destacar en cualquier análisis histórico no es la locura de la dominación, sino la fuerza de la resistencia (Negri 2008).

Reunirse: Nuevas recomposiciones

La precariedad, la austeridad y la crisis proporcionan las bases para nuevas alianzas, que afirman relaciones de cuidado comunitario y rechazan las lógicas divisorias de protección y seguridad para algunos, sobre una base jerárquica, pero no para otros (Lorey 2015, 91). El trabajo afectivo, destacado en los procesos de producción capitalista neoliberal, redistribuido ahora, se convierte en un punto de partida para las conexiones con otros que rompen el aislamiento de las condiciones de crisis.

Los precarios no pueden ser unificados y representados en las formas políticas tradicionales. Por definición, los precarios son diversos y están dispersos en los numerosos campos de producción en los que trabajan.

Proceden de entornos migratorios dispares y trabajan en campos diversos. Trabajan en empleos temporales. También están dispersos en la vida. A menudo deben recorrer largas distancias para conseguir trabajo (dentro de una localidad o a otras localidades). Suele haber una gran separación entre la vida familiar y laboral. A menudo están excluidos de las agencias de servicios sociales (las de bienestar social más que las de criminalización) o son desconocidos para ellas.

Y las organizaciones tradicionales de representación, desde los sindicatos a los partidos políticos, han abandonado o pasado por alto a gran parte de los precarios (inmigrantes, personas sin hogar, trabajadores del sector servicios, trabajadores de pequeños centros de trabajo, etc.). Las nuevas políticas y formas políticas ya muestran que evitan las formas tradicionales de representación política. Como señala Lorey, «lo que es obvio es que la normalización contemporánea de la precarización desafía sustancialmente las formas establecidas de política. No es sólo el modo de producción capitalista el que se encuentra en una crisis especial; la crisis fundamental de los modos de representación política también se hace evidente» (2015, 61). La precariedad se toma ahora como una realidad para la movilización política y la conexión. No hay ninguna suposición de que la salida de la precariedad está a la vista, y que será entregada a través de las instituciones del Estado de bienestar social.

Los nuevos movimientos están cambiando las bases de la acción política.

La recomposición de fuerzas se produce sobre la base del horizontalismo participativo y la descentralización, supera los términos de inclusión/exclusión del Estado de bienestar y sugiere nuevas solidaridades. Como sostiene Negri, «otro hecho es el igualitarismo radical que emerge cada vez más, comenzando desde la base con la demanda de los derechos de los inmigrantes o el salario social para los trabajadores precarios. En resumen, la apertura de las fronteras y el cosmopolitismo implícito» (2008, 27). Las reivindicaciones están en la base de una especie de nueva ilustración para comentaristas como Negri.

Se trata de una ilustración biopolítica que expone nuevos conceptos de razón. No se trata de una «superannuation del orden capitalista» funcional o instrumental, sino de una transición concreta «de la solidaridad en la perspectiva biológica» (Negri 2008, 28). Negri argumenta:

Sin embargo, la nueva fuerza de trabajo y los hombres que viven leyendo en común su deseo de felicidad (me refiero al proletariado del trabajo inmaterial y precario, cognitivo y afectivo de hoy) sienten la violencia como los brazos de quienes los mandan, como expropiación continua -cada vez más injustificada- de su saber, como poder que corta el alma y toda sustancia vital.(2008, 101)

El periodo actual es una transición de clases y de las formas generales de gobierno del imperio. Para las multitudes globales es incierto cuáles serán las articulaciones entre los «movimientos migratorios y las estructuras multitudinarias» (Negri 2008, 101).¿Cuál es el terreno común entre los precarios sociales y los migrantes? ¿Qué significa «reunir a los intelectuales precarios, los viejos trabajadores de masas y la inmigración» (Negri 2008, 101)?

Para Negri: «En el límite, pueden representar dos puntos opuestos: el migrante es el héroe de la movilidad espacial, mientras que el trabajador precario es el héroe de la flexibilidad temporal. Pero lo que los ha unido es el capital» (2008, 101). Esta unificación es un punto negativo que no ofrece una articulación política clara de las dossituaciones (Negri 2008, 102).

Las manifestaciones alternativas de la globalización expresan una recomposición de la multitud (como diversidad y singularidad). Para Negri, «o la singularidad se comparte o se convierte en individualismo, que es algo negativo» (2008, 97). La especificidad de cada subyugación resuena a través de la generalización de la precariedad. El nuevo igualitarismo no consiste en el aplanamiento de la diferencia, no se trata de lo indistinto. El nuevo igualitarismo no tiene que ver con el aplanamiento de la diferencia, no tiene que ver con lo indistinto. Como sugiere Negri, «Por el contrario, está abierto a las singularidades que viven y producen dentro de esta red común. Ser igual es tener las mismas posibilidades y capacidades de expresión que son efectivas y que existen dentro de la totalidad de las actividades de la multitud» (2008, 28). Para Negri, «La producción y la libertad nacen en la red. Es, también, una producción de vínculos de resonancia.

La ciudad de Quebec y Génova fueron momentos decisivos (aunque pronto se vieran eclipsados por el 11-S). Ambos representaron una recomposición, una renovación para el movimiento de movimientos en el Norte global. En referencia a Génova, Negri sugiere que no anunciaba ni un movimiento de clase ni un movimiento estudiantil, un «nuevo sujeto arlequín» (2008, 93). Lo mismo ocurrió en la ciudad de Quebec. Eran espacios en ciernes. Para algunos señalaban la posibilidad de una nueva izquierda proletaria, que es «multitudinaria, intelectual, precaria» (Negri 2008, 93). Génova, en los años sesenta, fue el lugar de reconocimiento del obrero de masas (del operaísmo), de los trabajadores portuarios y de los trabajadores inmigrantes de las industrias siderúrgica y automovilística. En el estadio Carlini, donde se reunían los militantes que llegaron a Génova, se desarrollaron experiencias de reparto más que de liderazgo o técnica. En el estadio Carlini, donde se reunieron los militantes que acudieron a Génova, se desarrollaron experimentos de compartir más que de liderazgo o técnica, se practicó un «régimen de asamblea» (Negri 2008, 94) y de ahí surgió la resistencia masiva a la represión que siguió a la defensa del G8, que se convirtió en una «guerra de baja intensidad» o una forma de «guerra preventiva» (Negri 2008, 94).

Las nuevas movilizaciones plantean la posibilidad de una resistencia más allá de los levantamientos momentáneos que les dan expresión pública.

El biopoder de los Estados de crisis debe ser enfrentado por nuevas formas democráticas (participativas). Negri señala, sin embargo, que la participación debe ser comprendida dentro de las soluciones de masas. Esto implica, por supuesto, muchas transiciones y niveles (Negri 2008, 155-156). Para Negri, «Es por lo tanto en la liberación de la explotación y en la construcción de lo común que se definen los polos de la constitución política» (2008, 156). Este es el impulso del comunismo y las nuevas formas de convergencia política a través de la defensa de los comunes.

Hacia lo positivo en la lucha

Alain Badiou sugiere que este «tiempo de revueltas» señala nada menos que un renacimiento de la historia. En su opinión, el carácter urgente de este tiempo es más fácilmente percibido por las clases dominantes en la actualidad. Y esto se refleja en su constante ansiedad y en el enfoque obsesivo de la construcción de sus armas, tanto judiciales como militares (Badiou 2012, 5). La actividad de las clases dominantes hace que sea aún más apremiante que las clases trabajadoras desarrollen su propio nuevo futuro.

Las aparentes victorias tempranas en Túnez y Egipto se convirtieron rápidamente en crisis propias para los componentes populares del levantamiento. En Libia los levantamientos fueron rápidamente marginados por una invasión imperialista y la restauración del clientelismo local. En Siria los levantamientos han sido por un lado (ISIS y los crímenes de guerra del gobierno) calamitosos y por otro (Rojava y la lucha anarquista en Kobanê) ricos en posibilidades históricas (sugiriendo un nuevo contexto). Y se trata de contextos en los que las movilizaciones han sido más militantes y más amplias que en las democracias liberales occidentales.

Si los actuales levantamientos contra la crisis en las democracias liberales occidentales han flaqueado, se debe en parte a que hasta ahora se han expresado en términos negativos (no a la austeridad, tal o cual fuera, contra esto o aquello, etc.). Lo negativo nunca es suficiente, no puede sustituir a lo positivo y a su organización, no puede encender la imaginación radical.

El movimiento Occupy, que proporcionó, aunque de forma limitada, cierta cristalización de una idea, fue mucho mejor a la hora de expresar claramente a qué se oponía que una alternativa convincente, un positivo convincente (por desgracia, muy pocos encontraron la opción de sentarse en tiendas de campaña con un mínimo de provisiones -por lo general traídas por trabajadores sindicados- como una visión apasionante de un futuro alternativo positivo).

Por desgracia, incluso los comentaristas más clarividentes, como Badiou, se enamoran demasiado de las formas aparentemente novedosas de las ocupaciones, ven quizá demasiado en ellas y esperan que presenten una unificación de sujetos diversos en una fuerza histórica (que, en formas mínimas, quizá exprese). Para Negri: «Pero primero tenemos que entender cómo funciona una sociedad sin bancos, tenemos que inventar una nueva realidad».

Destruir un banco es un estallido de alegría insurreccional. Destruir sistemas bancarios es otra cosa. Para Negri: «Pero primero tenemos que entender cómo funciona una sociedad sin bancos, tenemos que inventarnos una nueva realidad» (2008, 97). Y este es el carácter positivo de la lucha.

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https://library.oapen.org/handle/20.500.12657/25479

Estado y capital: del Estado planificador al Estado de crisis – Estados en crisis: Gobernanza, resistencia y capitalismo precario (2016) – Jeff Shantz

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Estado y capital: del Estado planificador al Estado de crisis

A pesar de los discursos dominantes que intentan plantear una dicotomía u oposición entre el Estado y el capital o el llamado mercado libre (libre en lo que respecta a la interferencia del Estado, entre otras cosas), el mercado capitalista nunca se ha desarrollado, de hecho no podría desarrollarse, sin el apoyo activo y el refuerzo del Estado. Por un lado, el mercado ha dependido fundamentalmente de la fuerza del Estado para despojar, es decir, robar, las tierras y los recursos de las poblaciones locales, para desplazar a las poblaciones locales que quieren recuperar sus tierras y recursos, y para imponer una desesperación y una dependencia a las personas tales que se ven obligadas a vender su mano de obra al capital, en el infame mercado de trabajo, con el fin de sobrevivir. Al mismo tiempo, el Estado ha tenido que establecer normas morales por las que los explotados y desposeídos aceptan, aunque sea a regañadientes, las reglas del juego, las condiciones de trabajo, la «naturalidad» de la desigualdad, etc. En pocas palabras, sin el Estado los explotados y oprimidos no aceptarían su explotación y opresión, ni limitarían su oposición a los medios y fines dictados por los detentadores del poder económico y político.

Todo esto y mucho más es esencial para mantener las condiciones de distribución de los recursos, la explotación y la acumulación en las relaciones sociales capitalistas, y estas tareas se han delegado en gran medida en los Estados, en lugar de asumirlas como esfuerzos privados (y costosos) del capital y el mercado:

El Estado es la institución que históricamente ha regulado el ajuste entre el proceso de acumulación y el proceso de reproducción social de la población. Los Estados modernos controlan los conflictos inherentes a la distribución del trabajo asalariado, la distribución específica del trabajo y los recursos que conlleva (Del Re 1996, 102).

Una preocupación asociada es también la reproducción de la propia clase trabajadora. Típicamente el cuidado y la reproducción de la clase trabajadora han sido privatizados (dentro de la propia forma de familia nuclear)Los movimientos sociales de mediados del siglo XX se orientaron a menudo en torno a estas cuestiones de reproducción (educación, sanidad, vivienda, medio ambiente, etc.).

Un equilibrio viable entre estos procesos, gestionado por el Estado, «representa la condición para la continuidad del proceso de acumulación capitalista» (Del Re 1996, 102). Como señala el teórico marxista autonomista Nick Dyer-Witheford (1999), el capital no ha querido ni ha podido dar por sentada la actividad reproductiva del proletariado. En su opinión, «para garantizar el suministro adecuado y la disciplina de las mentes y los cuerpos necesarios para el trabajo, se ha visto obligado a extender sistemáticamente su control sobre la sociedad en su conjunto, un control mediado a través de las estructuras tipo Leviatán del Estado» (Dyer-Witheford 1999, 100-101), y esto ocurre a través de, y en el contexto de, las luchas sociales por la distribución y el control de los recursos colectivos.

En realidad, como sugiere Badiou, la democracia no es más que el nombre que se da a un sistema estatal especialmente adecuado para la coexistencia pacífica de las facciones que componen la oligarquía gobernante. Las luchas actuales abren nociones alternativas, horizontales y participativas de la democracia e impulsan a repensar la práctica democrática. Al mismo tiempo, hay fuertes fuerzas, incluso dentro de la propia izquierda, dentro de la oposición, que se esfuerzan por contener la oposición dentro de formas «democráticas» parlamentarias (las formas desgastadas de la socialdemocracia persisten en formas como el Nuevo Partido Democrático en Canadá o Syriz en Grecia).

Sobre el Estado planificador

En la primera mitad del siglo XX, la amenaza de los movimientos obreros militantes empujó a las sociedades capitalistas avanzadas a pasar de un Estado de derechos, en el que la actividad gubernamental se limitaba en gran medida a garantizar las condiciones para el libre mercado, a un Estado planificador, o Estado de ciudadanía social (Dyer-Witheford 1999).

El Estado planificador surge en respuesta a la cuestión de la administración del trabajo y a la necesidad del capital de gestionar la acumulación en la medida de lo posible, y siempre como parte de esa cuestión. Las condiciones del Estado planificador vinculan la «paz» laboral y la estabilidad productiva, en crecimiento, a una redistribución de la plusvalía en los mecanismos sociales de reproducción (de la clase obrera, por supuesto, pero de las relaciones de clase en general) acuerdos fordistas.

Bajo el Estado planificador, la reproducción de la fuerza de trabajo era gestionada por el Estado a través de las redes institucionales de escuelas, hospitales, programas de bienestar y provisiones de desempleo (Dyer-Witheford 1999). Los movimientos en respuesta a la «inseguridad del acceso a los medios de supervivencia para los ciudadanos» empujaron al Estado a asumir mayores responsabilidades para con la población (Del Re 1996, 102). Estas estructuras de bienestar bajo las relaciones fordistas se basaban en la lógica de «la reproducción de la norma de la relación salarial» (Vercellone 1996, 84). Todo esto ocurría dentro de marcos productivistas de masas. Como señala Dyer-Witheford, «las escuelas, los sistemas de atención sanitaria y las diversas formas de pagos sociales del Estado planificador cultivaban las formas cada vez más sanas, educadas y pacíficas de ‘capital humano’ necesarias para el desarrollo tecnocientífico intensivo de la era fordista» (Dyer-Witheford 1999, 101). La entrada en la esfera de lo asegurado se basaba en la participación en los procesos de crecimiento.

Las disposiciones del Estado de bienestar, como la asistencia social, la seguridad social y la sanidad pública, «representan una forma de distribución de la renta y de los servicios sociales» (Del Re 1996, 101).

Parte de esto es un cambio crucial de la esfera de la producción a la esfera de la reproducción «donde lo que está garantizado y controlado (sin vínculos directos con la producción pero, no obstante, dirigido a ella) es la reproducción de los individuos» (Del Re 1996, 101). Y reproducido de formas específicas.

Pero lo que emerge es, como muchos anarquistas han señalado, la expansión del estado en ámbitos cada vez más amplios de la vida social. Desde las prácticas de consumo, a las actividades de ocio, a la asistencia a la escuela, a la higiene personal, o la desnudez pública, ese estado afirma rutinas y regímenes de normalización (y desviación).

La ciudadanía social, o Estado planificador, «distribuye administrativamente la legalidad con el fin de reintegrar a las clases desfavorecidas en la ficción de una comunidad garantizada a cambio de renunciar a la subversión virtual de la diferencia» (Illuminati 1996, 176).

Ese acuerdo también impuso normas específicas de acción y reguló la actividad opositora dentro de marcos legales y morales específicos, por lo que el Estado planificador estuvo acompañado de diversos pánicos morales y de la vigilancia de la desviación entre la clase trabajadora y los pobres.

El Estado planificador cristalizó el carácter biopolítico del desarrollo del capitalismo de Estado. La salud y la riqueza del Estado dependían claramente y cada vez más de la salud de la población (Lorey 2015, 25).

La fuerza del Estado burgués depende de la «felicidad» de la población (que surge como población por sí misma) (Lorey 2015, 24). Como dice DelRe, «El Estado del Bienestar se establece una vez que el principio secular de solidaridad es sustituido por el principio religioso de solidaridad. La idea es que todos los ciudadanos tienen derecho a vivir decentemente, incluso cuando los acontecimientos de sus vidas, partiendo de oportunidades iniciales desfavorables, no se lo permitan» (1996, 101). Pero esto nunca se distribuyó de forma equitativa o igualitaria y se fundamentó en la precariedad de sectores específicos de la población frente a los que se buscaba protección.

El Estado planificador nunca superó ni acabó con la precariedad, ni nunca se diseñó para hacerlo. Más bien se orientó hacia la gestión de la precariedad (en gran medida de una manera que evitara la insurrección).

La amenaza de la precariedad sirvió para ganarse la obediencia de las clases trabajadoras industriales durante todo el periodo de los acuerdos del Estado planificador.

Crecimiento del Estado, crecimiento de la crisis: sobre el Estado de crisis

Las vastas luchas sociales de los años 60 y 70, incluidas las luchas de los nuevos movimientos sociales, empezaron a corroer las bases del Estado planificador,

Estado y capitalEn un sentido muy real, las preocupaciones por la vida y el bienestar, que habían formado el lado de la clase obrera del compromiso histórico de posguerra, se enfrentaron a las demandas del capital de intensificar la acumulación y la explotación (que superaron las ganancias ofrecidas por la promesa de paz laboral que los movimientos de base rechazaron cada vez más a mediados de los 70).

Las crecientes demandas de las comunidades y los movimientos suponían unos costes demasiado elevados para el capital desde el punto de vista de la rentabilidad. Aún más preocupantes para el capital eran las demandas que cristalizaban dentro de ciertos sectores de las clases trabajadoras por el control de la propia economía y producción social.Éstas se expresaron de forma dramática en las huelgas generales de Francia en 1968 y de Quebec en 1972, pero también en términos más cotidianos en las crecientes oleadas de huelgas a lo largo de la década de 1965 a 1975. Dentro de los canales formales, las reivindicaciones de las clases trabajadoras se expresaron en demandas de aumento de las prestaciones del Estado de bienestar, y también de las áreas de cobertura. Como dice Dyer-Witheford

Estas intrusiones eran intolerables para el capital norteamericano y europeo, cuya tasa de beneficios ya estaba siendo recortada por la militancia sindical y la competencia internacional. Su respuesta, parte de la ofensiva de reestructuración neoliberal más amplia, fue repudiar el contrato social de posguerra y desmantelar el Estado planificador, destruyendo lo que ya no podía controlar.(1999, 101)

El desmantelamiento del Estado planificador y el desmantelamiento de las disposiciones del Estado del bienestar se llevan a cabo en el marco del ahora infame nombre de neoliberalismo, cuyo modus operandi es la austeridad, y cuyos efectos son el aumento de la pobreza y la propagación de la falta de vivienda como crisis nacionales, junto con la creciente brecha de riqueza y la disparidad entre ricos y pobres.

Más recientemente, algunos se han preocupado por el declive de la clase media, que en realidad es una denominación errónea de la creciente precariedad e inseguridad de la clase trabajadora.

Como afirma Dyer-Witheford, «en el ámbito del gobierno, el Estado planificador ha sido sustituido por el «Estado de crisis», un régimen de control mediante el trauma» (1999, 76). Este trauma se expresa en las formas ya familiares de austeridad, precariedad, recortes de servicios sociales, creciente desigualdad económica, pobreza, falta de vivienda, policía militarizada, criminalización de la disidencia, etc. Bajo el Estado de Crisis, el Estado gobierna fundamentalmente planificando o, más comúnmente, simplemente permitiendo crisis dentro de las clases subordinadas.

Esto refleja, de manera significativa, los esfuerzos en evolución del capital para reorganizarEl Estado de crisis surge como parte de las cambiantes formas de acumulación, en particular los proyectos de globalización capitalista,

El Estado de crisis surge como parte de las formas cambiantes de acumulación, en particular de los proyectos de globalización capitalista, en los que, en determinados sectores de todo el mundo, el capital está dejando de depender de las industrias a gran escala para adoptar nuevas formas de producción que implican formas de trabajo más inmateriales y cibernéticas, redes de empleo flexibles y precarias, y mercancías cada vez más definidas en términos de cultura y medios de comunicación (Hardt 1996, 4).

Esto es lo que quizá se denomine con demasiada frecuencia «la posmodernización de la producción». Estas nuevas formas de producción (flexibilización, trabajo precario, producción justo a tiempo, informatización, economías boutique, producción en red) marcaron una ruptura radical con el ordenamientofordista de las concentraciones masivas de fuerza de trabajo (de trabajo seguro en lugares de trabajo a gran escala y formas de producción centralizadas).

Dyer-Withefordsugiere que la fase postfordista, en la que se desmantela la organización fordista de la fábrica social, «debe entenderse como una ofensiva tecnológica y política destinada a descomponer la insubordinación social» (1999, 76) tecnológica mediante la reestructuración del trabajo (flexibilización, producción just-in-time, globalización y huelga de capitales, precarización del trabajo) en pos de nuevas formas de acumulación. Estos son los cambios representados en la desindustrialización y las nuevas economías de alta tecnología, por ejemplo (la informatización de los lugares de trabajo permitió aumentar la rentabilidad y la explotación, pero también garantizó la llamada reducción de plantilla, el empleo temporal, la destrucción de sindicatos, etc.). Lo político representa las formas más dramáticas y perturbadoras de los Estados en crisis, desde la ley y el orden policial y la «guerra contra las drogas» hasta el encarcelamiento masivo (todo ello dirigido de forma abrumadora contra las comunidades racializadas disidentes), pasando por la violencia de las personas sin hogar y los ataques contra los pobres y los sin techo perseguidos bajo la rúbrica de las políticas de delincuencia de «ventanas rotas». Podríamos incluir aquí también la criminalización de la disidencia y el castigo de los movimientos políticos de oposición.

La articulación reaccionaria planteada por Thatcher en Inglaterra, Reagan en EE. UU. y Mulroney en Canadá afirmó un repudio de lo social en sí mismo. Thatcher proclamó abiertamente: «No hay sociedad». Las acciones del Estado de crisis se han dirigido en gran parte al desmantelamiento de los recursos sociales de valor para la mayoría de los miembros de la sociedad (pero que son vistos como cargas costosas tanto por el capital como por los actores estatales). Como señala Dyer-Witheford:

Por un lado, la privatización, la desregulación y los recortes subvierten sistemáticamente el Estado del bienestar, recortando el salario social, eliminando los enclaves de control popular y atacando cualquier protección del trabajo frente a la fuerza disciplinaria de los sindicatos.

Los costes de reproducción de la fuerza de trabajo recaen cada vez más en los individuos y los hogares, y este cambio adquiere mayor importancia para el capital a medida que la reducción y automatización de las empresas expulsa cada vez a más trabajadores de la producción, engrosando así las filas de los desempleados y los empobrecidos, aumentando las prestaciones sociales y disminuyendo los ingresos fiscales (1999, 101).

Esto crea las condiciones para la acumulación intensificada de capital, a través de la reorganización del trabajo, la reafirmación de la propiedad y las reivindicaciones de gestión del capital, y la dependencia de las personas en el mercado laboral, sin alternativas sociales en las disposiciones del estado de bienestar. Al mismo tiempo, los propios recursos sociales se privatizan, convertidos en mecanismos de extracción de valor y rentabilidad.. Y, al estilo thatcheriano, la sociedad se vuelve obsoleta y lo único que queda es el individuo y la familia. Como expresión bastante dolorosa de esto, también podríamos recordar a los numerosos ideólogos neoliberales que culpan a la pobreza, la criminalización, el encarcelamiento masivo, la adicción y la violencia en los barrios pobres de la «desintegración de la familia» (véase Elder, 2001; 2012; Moynihan, 1986; Wilson, 1993; 1997; 2010).

La agenda de recortes bajo los regímenes neoliberales de austeridad ha dado lugar a una línea de teorización que propone un Estado delgado reducido en tamaño, función y financiación. La designación de Estado delgado sugiere que el Estado se ha reducido o que, de alguna manera, es más pasivo que en el pasado. El Estado delgado también implica que el Estado se utilizaría con fines de apoyo social y personal si dispusiera de los recursos necesarios, si fuera robusto en lugar de delgado. Todas estas descripciones son inexactas. El Estado delgado es, de hecho, un Estado activista ampliado sin ningún interés en satisfacer las necesidades humanas o la seguridad. La designación de Estado en crisis capta el verdadero espíritu del Estado contemporáneo como un Estado que interviene regularmente para llevar a grandes segmentos de la población a la crisis.

Como señala Dyer-Witheford (1999), el nuevo régimen de gobernanza bajo el Estado de crisis tiene un carácter dual, del que los análisis del Estado esbelto sólo captan una cara. Sin embargo, la otra cara de las transformaciones del Estado de crisis ha sido igual de prevalente y significativa para el capital: el aumento masivo, y los gastos de financiación pública asociados, de los aparatos abiertamente represivos.

Como señala Dyer-Witheford, «Por otra parte, se refuerzan aquellos aspectos del Estado necesarios para la protección de la acumulación, como el aparato de seguridad o la subvención de la inversión en alta tecnología» (1999, 101-102). La agenda de recortes es el lado del Estado de crisis en el que los teóricos del Estado esbelto han tendido a centrarse, pero esto ha significado, como se asume con demasiada frecuencia, que el Estado se está reduciendo. Más bien, los recortes en un área, la provisión social, han supuesto un crecimiento de las funciones represivas.

Mientras que la ideología republicana utiliza un falso compromiso con la reducción del gobierno, detrás de un llamamiento populista para recortar el gasto o sacar a los burócratas de las espaldas de la gente, la realidad es que los gobiernos neoliberales, desde Reagan en adelante, en realidad han aumentado el gasto y el alcance del gobierno, pero lo han hecho de formas muy particulares adaptadas al nuevo régimen de acumulación y regulación.

Se pueden ver desde el principio las características activistas de las políticas del Estado de crisis, y el dominio en lugar de la reducción de la acción gubernamental, en el historial de Ronal Reagan, que se erige como la principal deidad de la ideología neoliberal y se repite como figura central en las campañas republicanas de los últimos ciclos electorales (a nivel federal y estatal). Reagan es, quizá más que nadie, el icono del «gobierno pequeño» y de la participación reducida del Estado en la economía, y el enfoque de Reagan ha servido de modelo para la gobernanza del Estado de crisis por parte de gobiernos de todo tipo (Clinton, Bush, Obama, Blair, Cameron, etc.) desde entonces. De hecho, su nombre incluso sirvió de base para una denominación alternativa de la economía neoliberal: Reaganomics (que en un principio fue más popular y se utilizó más que el término ahora más común). Quizás lo más memorable sea que esta primera presentación del neoliberalismo recibió el nombre de «economía vudú» nada menos que del antiguo oponente de Reagan, su posterior compañero de fórmula y sucesor, George H. W. Bush.

Sin embargo, incluso un somero vistazo a su historial real muestra que el icono deificado de Reaganomics es una completa distorsión, una invención que reescribe la historia de la gobernanza del Estado en crisis bajo Reagan.

De todas las características de la visión de Reagan, menos gobierno, menos impuestos, responsabilidad fiscal, privatización y recortes en los servicios sociales, sólo se cumplieron las dos últimas.

La verdadera historia es reveladora si nos fijamos en las cuestiones económicas bajo el mandato de Reagan. Cuando Reagan entró en la presidencia en enero de 1981, el tipo impositivo máximo era del 70%.

Cuando la dejó se había reducido al 28% (Spicer 2012). El resultado de las exenciones fiscales a los ricos fue una reducción de los ingresos del gobierno federal procedentes de esas fuentes. Pero Reagan no redujo el presupuesto público, sino que trató de aumentar los ingresos federales, pero lo hizo a costa de la clase trabajadora y no del capital (y sus aliados empresariales). Aumentó los impuestos sobre las nóminas, así como el tipo de los dos quintiles más bajos.

En realidad, Reagan subió los impuestos en siete de los ocho años que estuvo en el poder, y estas subidas de impuestos se dejaron sentir de forma más grave y dolorosa en los estratos de ingresos medios y bajos de la clase trabajadora. El aumento de los impuestos sobre la clase trabajadora, junto con los recortes en servicios y programas esenciales que necesitaba la clase trabajadora, sirvieron como doble pinza de austeridad, crisis, ansiedad y desesperación.

Reagan también fue responsable en gran medida de la crisis de la deuda estadounidense, que fue el resultado de sus políticas fiscales y, en particular, de su compromiso ideológico de recortar los impuestos a los ricos. En términos de gasto, en 1985 los desembolsos federales fueron del 22,9 por ciento del PIB, marcando el más alto en el período comprendido entre 1962 y la era de George W. Bush (Spicer 2012).

La tasa de desempleo saltó del 7,5% cuando asumió el cargo al 11% un año después, antes de que Reagan cambiara infamemente la forma en que se medía el desempleo con el fin de hacer que las tasas parecieran menos terribles. Cuando el empleo se recuperó, lo hizo en gran medida a través de la conversión de empleos seguros y mejor pagados en empleos inseguros y peor pagados en el sector servicios.

A pesar de las afirmaciones neoliberales de que el gobierno debe mantenerse al margen de la economía y dejar que la «mano invisible» decida, Reagan se puso abiertamente del lado de las empresas y despidió a 11.345 trabajadores de PATCO (Organización Profesional de Controladores Aéreos) por no poner fin a su huelga y volver al trabajo.
Sin embargo, a pesar de las distorsiones de la memoria histórica, todos estos son componentes básicos de la gestión del Estado de crisis y representan fundamentalmente una reingeniería social y una redistribución de la riqueza social hacia arriba. Y el Estado, lejos de reducirse o retirarse, ha sido la herramienta clave para llevar a cabo toda esta reingeniería social.

Bajo el Estado de crisis, «el aparato gubernamental se disuelve en la medida en que sirve a fines populares, pero se mantiene o se amplía como brazo coercitivo y administrativo del capital» (Dyer-Witheford 1999, 102). Reagan, el recortador de gastos, mostrando el compromiso del Estado de Crisis con el aparato marcial del Estado, también amplió masivamente el gasto en defensa en más de 100.000 millones de dólares al año hasta un nivel no visto en EE. UU. desde el apogeo de la guerra de Vietnam. Fue Reagan el reductor del gobierno quien añadió el Departamento de Asuntos de los Veteranos con un presupuesto cercano a los 90.000 millones de dólares.

Los gobiernos neoliberales reductores, desde Reagan en adelante, supervisan un crecimiento masivo del aparato penal, de tal manera que ahora se habla de un complejo industrial penitenciario (PIC) y de una sociedad carcelaria. Esto refleja la cínica lógica dual de los acuerdos del Estado de crisis en el que las personas son cada vez más precarias, y por lo tanto más necesitadas de vigilancia, regulación y contención dentro de un aparato carcelario ampliado e interconectado. En términos de Dyer-Witheford:

A medida que estratos enteros de la población se ven privados de apoyo, los posibles desórdenes sociales se mantienen a raya gracias a la vigilancia policial tecnológicamente intensiva aplicada contra los pobres, los indigentes y los que viven en guetos. (1999, 102)

Se fabrican falsas crisis en torno a cuestiones como el fraude en la asistencia social, los «gorrones» de la asistencia social, la mendicidad agresiva, etc. Estas falsas crisis se utilizan como razones para recortar el gasto social en políticas de asistencia social (asistencia social, viviendas subvencionadas, control de alquileres, etc.). Así, en varias jurisdicciones, los recortes de la asistencia social van acompañados de grandes aumentos del gasto en mecanismos de vigilancia, control y regulación para supervisar e investigar a los pobres y a los beneficiarios de la asistencia social, entre los que se incluyen medidas detestables como las líneas de chivatazo de la asistencia social, creadas para que los vecinos y familiares puedan delatar a las personas que defraudan al sistema.

Así, los recortes neoliberales de la asistencia social en los años ochenta y noventa estuvieron acompañados de mitos racistas como el de la «reina de la asistencia social», que Reagan utilizó como modelo en su campaña electoral contra Carter. Estas mitologías, además de reforzar ideológicamente los llamamientos a recortar los servicios sociales para las clases trabajadoras, también proporcionan imágenes de apoyo para la guerra contra las drogas lanzada contra las comunidades pobres y racializadas y la crisis actual que esto ha impuesto a esas comunidades y a sus miembros.

Negri (1988) también aplica la referencia de Marcuse a la transición del «Estado de bienestar al Estado de guerra» al describir la transición del Estado planificador al Estado de crisis. ¿Puede uno sorprenderse realmente de que si se libra una «guerra contra las drogas» o una «guerra contra la pobreza» se acabe con una policía militarizada y vehículos blindados contra las poblaciones locales?

Estos procesos interrelacionados de crisis de fabricación se extienden en la expansión del marco carcelario y el encarcelamiento masivo, que incluye la legislación de las tres huelgas y las sentencias obligatorias.

También, de una manera que muestra una vez más el ímpetu económico para la acumulación y la explotación que siempre forman parte de los acuerdos del Estado de crisis, afecta a la privatización del sistema penal, como se refleja en el crecimiento de las prisiones privadas y las industrias penitenciarias (donde la explotación se restablece a niveles de esclavitud absoluta). Analistas recientes de la sociedad carcelaria, como Dominque Moran y Hadar Aviram, señalan el curioso hecho de que en una sociedad obsesionada con los cálculos de coste-beneficio, que enmarcan los valores ideológicos, la responsabilidad social y las prioridades públicas casi exclusivamente como cuestiones de preocupación sobre el gasto público, se haya prestado tan poca atención durante décadas a la inversión colectiva (de miles de millones) en el complejo industrial penitenciario, y gran parte de esa atención sólo recientemente.

Como ha señalado David Leonhardt, del New York Times, «desde 1980, los ingresos medios de los hogares sólo han aumentado un 30%, ajustados a la inflación, mientras que los ingresos medios de los más ricos se han triplicado o cuadruplicado» (2010). El crecimiento sistemático de la desigualdad social y la división de la sociedad en un uno por ciento de riqueza y un 99 por ciento de precariedad, por utilizar el lenguaje del Movimiento Occupy, es el corazón mismo de la manipulación del Estado de crisis.

El Estado delgado, o mejor dicho, de crisis, es incapaz de ofrecer mucha seguridad o certidumbre real, por lo que lo compensa con un celoso enfoque en la seguridad, pero sólo en tipos específicos de seguridad para ciudadanos concretos. Lo más común es la seguridad para que los consumidores consuman (o distorsiones perversas de la seguridad de los trabajadores para que trabajen por salarios mínimos en condiciones horribles, como en los llamados Estados del «derecho al trabajo»).

La crisis del neoliberalismo sugiere el margen de un nuevo ciclo del control central de las economías (Negri 2008, 198). Puede ser más público y más común. El neoliberalismo muestra exactamente lo contrario de lo que espera demostrar. Los problemas de gestión de la economía, así como de la sociedad, se vuelven fundamentales bajo el neoliberalismo. La crisis del neoliberalismo se debe no sólo al desequilibrio económico (que sus políticas y programas crean) sino también a su unilateralidad. Para Negri, «se trata de una crisis que determina unas condiciones que el capitalismo ya no puede gestionar.

Estamos en el punto de una fase específica cíclica que comenzó con Thatcher y [Ronald] Reagan, contra la que ahora todo declara la guerra» (2008, 197). El control neoliberal del desarrollo económico, a pesar de sus alardes más bien interesados, es extremadamente limitado.

Gobernanza y resistencia: De la planificación a la crisis

Las formas liberales de gobernar no son puramente verticalistas y represivas, sino que implican que las personas se gobiernen a sí mismas y a quienes las rodean. En este sentido, la gobernanza se autorreplica, se auto(re)produce (Lorey 2015, 35). El autogobierno se produce a través de la participación, no sólo en la política, sino en la vida. Las personas participan en el autogobierno en la forma en que viven y encarnan las formas democráticas liberales de gobernar (Lorey 2015, 35). Como sugiere Lorey, «es precisamente a través de la forma en que se comportan, cómo se gobiernan a sí mismos, que los individuos se vuelven susceptibles a la dirección y regulación social, política y económica» (2015, 35). Sin embargo, estas formas de vida están, sin duda, estructuradas y enmarcadas por las autoridades instituidas y los dueños del poder y, bajo las relaciones capitalistas, se relacionan especialmente con las formas capitalistas de valorización.

Los acuerdos entre planificadores y Estados incluían prácticas de autogobierno que, sin duda, estaban orientadas hacia el «libre mercado» capitalista y la racionalización económica. Así, el autogobierno pasa a orientarse en torno a prácticas consumistas (diversos planes de «autoayuda», pero también una versión mercantilizada de la propia «buena vida»), acompañadas de una fidelidad al mercado laboral y al trabajo asalariado y de la aceptación de las reivindicaciones capitalistas estatales sobre la propiedad social.

Esto también se refleja en el compromiso histórico de posguerra con el capital por parte de los movimientos sindicales dominantes. A cambio de mayores salarios, prestaciones, vacaciones, etc. -la buena vida operacionalizada- los sindicatos abandonaron las reivindicaciones sobre el capital, la propiedad o el control de la industria por parte de los trabajadores (y el fin de la explotación). En prácticamente todos los contratos sindicales de la época los sindicatos incluso renunciaron al derecho fundamental de retirar mano de obra según las necesidades directas de los propios trabajadores.

Las prácticas de autodisciplina y autogobierno desempeñan un papel importante en los acuerdos del Estado planificador, como parte del compromiso contra la precariedad sectorial asumido por los trabajadores asalariados y los sindicatos, por lo que no se afianzaron por primera vez como principio regulador bajo el neoliberalismo (Lorey 2015, 28).

De hecho, podría decirse que la autodisciplina y la autogestión que se afianzaron en la conciencia (y la conciencia) de la clase trabajadora bajo las disposiciones del Estado planificador nos ayudan a entender la oposición restringida y limitada a la austeridad neoliberal durante las primeras décadas de su imposición. Muchos activistas de los años 80 en adelante han expresado su exasperación por la timidez de la oposición y su adhesión a las formas legales (elecciones, protestas, manifestaciones, peticiones, grupos de presión), incluso cuando la derrota se acumulaba sobre la (auto)derrota. La interiorización de la autodisciplina (en la línea de lo que se entiende por moral burguesa) también ayuda a arrojar luz sobre la aceptación demasiado rápida de las propuestas conciliadoras y las ligeras reformas (incluso cuando rutinariamente no se cumplen o simplemente se revierten).

Esto plantea de nuevo la cuestión del poder, la necesidad, de romper las reglas, de infringir la ley y del ilegalismo en la resistencia y la lucha contra la dominación en el actual periodo de crisis y precariedad.

A medida que la obediencia se desvincula de la protección y la seguridad, las filas de los incontrolables plantean nuevos retos para el Estado.

Estados en crisis y precariedad para todos

En el Estado planificador, el Otro amenazador quedaba relegado a los márgenes, convertido en precario como medio para garantizar el Estado del bienestar:

En el marco de su paradigma de protección del Estado del bienestar, la gubernamentalidad liberal se basó en múltiples formas de precariedad como desigualdad a través de la alteridad: por un lado, en el trabajo no remunerado de las mujeres en el ámbito de la reproducción de la esfera privada; por otro lado, en la precariedad de todos los seres humanos.los excluidos del compromiso del Estado-nación entre el capital y el trabajo, ya sean extranjeros anormales o pobres, así como los que viven en condiciones extremas de explotación en las colonias. (2015, 36)

Bajo el Estado planificador, estos eran los precarizados. Estos eran también, para usar el lenguaje de la criminología, el ejemplo general de disuasión. Es decir, los precarizados especificados se erigían como el ejemplo con el que los parcialmente asegurados podían ser amenazados.

Las instituciones del Estado planificador no estaban orientadas a la seguridad de los trabajadores, como a menudo se imagina (sobre todo por los socialdemócratas nostálgicos de hoy en día), sino a apoyar «técnicas de autogobierno económicamente productivas entre ciudadanos obedientes y cautelosos, que se aseguraban a sí mismos y precarizaban a otros simultáneamente» (Lorey 2015, 39). Muchos fueron excluidos o dejados fuera de la seguridad, o se les proporcionó una atención inadecuada, en el Estado del bienestar (incluidos los pobres, los sin techo, las mujeres, los migrantes, los indígenas sobre todo).

En los Estados de crisis, los precarizados han concentrado, mejor dicho, la precariedad se ha convertido en la norma (Lorey 2015, 39). Los Estados de crisis convierten la precariedad y las condiciones de inseguridad individual y colectiva en medios de regulación y gobernanza universales.

Sólo en la última mitad del siglo XX, en algunas jurisdicciones, el trabajo asalariado se asoció a una cierta sensación de seguridad en el marco de los Estados de bienestar de esos países. Esta seguridad adoptó la forma legislativa de acceso a unos derechos de ciudadanía limitados, a veces denominados ciudadanía social. La desintegración de las disposiciones del Estado de bienestar hace que el trabajo quede sujeto por completo a las leyes del mercado capitalista, su condición abyecta históricamente.

El Estado de crisis se orienta hacia una regulación de la vida social basada en la dependencia y la desesperación. Esto estructura una fuente de mano de obra con opciones, dependiente de cualquier «éxito» en el mercado laboral para una supervivencia incierta (sin el ligero retroceso de las disposiciones del Estado del bienestar). Esto, a su vez, establece y sustenta los procesos de explotación y acumulación de capital a niveles e intensidades renovados.

No nos enfrentamos a la promesa de un bienestar social inclusivo, sino más bien a un estado de vida desnuda: las perspectivas de la falta de vivienda y la pobreza, y cada vez más la criminalización y la detención, se presentan explícitamente ante la clase trabajadora sin reservas ni remordimientos.

La precariedad gestionada está vinculada a la extensión de las formas represivas de poder y control, como demuestran los mecanismos del Estado carcelario y campañas como la «guerra contra las drogas» o la policía de «ventanas rotas». También se manifiesta en la proliferación de leyes absurdas, como las que penalizan las estrategias de supervivencia de los pobres y/o los sin techo, como las leyes antimanipulación o contra el limpiacristales. Entre las más mezquinas están las leyes contra el vertido de basuras, que sugieren que incluso los derechos de propiedad del capital sobre la basura valen más que la vida de los pobres.

En realidad, como he sugerido en otro lugar, los sistemas contemporáneos de justicia penal en las democracias liberales occidentales, como Canadá y Estados Unidos, se derrumbarían sin el procesamiento de los pobres (casi siempre por delitos no violentos, normalmente por delitos sin víctimas y, cada vez más, por «delitos» burocráticos o administrativos, como no comparecer ante los tribunales).

Conclusión

Los Estados en crisis ponen patas arriba la gobernanza liberal. En lugar de gobernar mediante la promesa (no necesariamente cumplida) de protección, gobierna mediante la producción de inseguridad social. Ofrece la justificación asociada, famosa desde Thatcher, de «no hay alternativa».

Como señala Judith Butler, la precariedad no es simplemente una condición pasajera o momentánea, sino una nueva forma de regulación que marca el actual periodo de desarrollo (2015, vii).

La precariedad y la inseguridad han sido desde el principio condiciones de vida fundamentales para la clase trabajadora y los grupos subordinados bajo el capitalismo. De hecho, la precariedad y la inseguridad fueron condiciones necesarias para el surgimiento y la expansión del capitalismo. Esto es lo que el cercamiento de los bienes comunes y las sucesivas leyes asociadas, como la Ley de Pobres, pretendían, por ejemplo, imponer la dependencia de los mercados laborales para la supervivencia.

La austeridad neoliberal se desplegó inicialmente para acabar con los recursos sociales, las infraestructuras y las bases de resistencia construidas por la clase obrera durante el periodo de luchas de la posguerra (que encontraron respuesta estatal en los mecanismos del Estado planificador), lo que incluye, en primer lugar, los ataques agresivos y bien coordinados contra los sindicatos, especialmente, pero también contra la policía urbana que precariza a los pobres y los controles fronterizos y la criminalización de la mano de obra migrante.
Su carácter neoliberal es precisamente un intento de restaurar las condiciones de dominación capitalista y de inseguridad de la clase trabajadora, tal y como se dieron en los primeros periodos del llamado capitalismo del laissez faire.

Al mismo tiempo, reconocemos que el laissez faire siempre ha sido una inexactitud: el mercado capitalista ha requerido la participación y la acción del Estado, su gestión. Nunca ha existido un mercado capitalista libre del Estado, a pesar de los efluvios ideológicos de los «libertarios» del Partido Republicano o Conservador.

Como sugiere Lorey, la precarización en el período actual no es una excepción, algo externalizado a la periferia. Se ha convertido en la norma.

Podríamos añadir-se ha convertido en la norma de nuevo. La precariedad se extiende más allá de la pérdida del empleo asalariado;habla de algo más que empleos precarios o temporales. Más bien, ahora «abarca la totalidad de la existencia, el cuerpo, los modos de subjetivación» (Lorey 2015, 1).

Bajo el Estado de crisis, la precariedad, como sugiere Lorey, se normaliza: «En el neoliberalismo, la precarización se ‘democratiza'» (Lorey 2015, 11). Bajo el Estado de Crisis, el miedo a la pérdida del empleo, el miedo al desempleo son cotidianos. El miedo a no poder pagar el alquiler, dar de comer a los niños, pagar la sanidad, el dentista, la vista, presiona incluso a los que tienen empleo. Como señala Paolo Virno, dentro de la comunidad se sienten ansiedades que típicamente se sentían fuera de la comunidad (2004, 33).

De hecho, Agamben (1996) propone al refugiado, al no estatus, como la subjetividad política paradigmática de la vida y la política contemporáneas. La segmentación de la mano de obra entre trabajadores nacionales y extranjeros, ciudadanos y no estatus, ha debilitado seriamente el poder político de los trabajadores. La condición de no estatus se ha experimentado tanto en términos del mercado laboral como en términos de la respuesta de los sindicatos.

Esto plantea. Por un lado, plantea una experiencia común en la precariedad que ofrece oportunidades para la lucha compartida y, al mismo tiempo, puede impulsar una ruptura con las condiciones de la crisis al separar a las comunidades de la perspectiva de una resolución positiva, de satisfacción, en el contexto de los acuerdos actuales. Todo esto se pone de manifiesto en las luchas recientes, desde Idle No More hasta #BlackLivesMatter, pasando por los nuevos movimientos de pobres de diversos tipos en países de todo el Occidente democrático neoliberal, que hacen explícita la incapacidad del sistema para satisfacer sus demandas y, de hecho, plantean la inconveniencia de los intentos de acomodación y recuperación que no alteran fundamentalmente las instituciones, el poder y la autoridad existentes.

[]

https://library.oapen.org/handle/20.500.12657/25479

El estado de crisis actual – Estados en crisis: Gobernanza, resistencia y capitalismo precario (2016) – Jeff Shantz

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El estado de crisis actual

Si pudiéramos utilizar una sola palabra para definir el período actual, esa palabra tendría que ser crisis.

Desde la crisis económica que ha destrozado la vida de millones de personas hasta la crisis política que sacude a las democracias liberales, pasando por la crisis de confianza que socava las esperanzas de la gente, la crisis ecológica que amenaza la vida misma en el planeta Tierra y la crisis de legitimidad que afecta a todas ellas, la crisis es la consigna del día. La austeridad, la precariedad, el neoliberalismo, la inseguridad, el riesgo… son términos que reflejan el tenor de los tiempos y que están estrechamente relacionados con el clima opresivo de crisis y contribuyen a él, dando cuerpo a una sensación de crisis que lo invade todo.

Este estado de crisis adopta múltiples formas de reestructuración económica (despidos, flexibilización, producción justo a tiempo, cierres y retiradas de centros de trabajo, inseguridad y precarización del trabajo) y social (recortes de los servicios sociales, retirada de la asistencia social, privatización de los recursos públicos, escasez social y políticas de austeridad) para satisfacer a los propietarios de las empresas, los banqueros y los inversores. Todo ello va acompañado y facilitado por crisis políticas, entre las que destacan el «no alternativismo» del marco electoral (del bipartidismo único de los republicanos en EE. UU.) y el remilgo de «demasiado grande para quebrar» ante la arrogancia y la malversación de las empresas. Todo ello mientras se militariza la policía (que mata con impunidad), se castigan legislativamente los «malos pensamientos», se securitizan las fronteras y se persiguen las fobias basadas en el pánico moral de las campañas de guerra contra el terrorismo. Y todo ello está respaldado por las crisis medioambientales asociadas a las industrias energéticas y extractivas extremas, y a las guerras y conflictos relacionados con ellas (aunque son profundamente internas en cuanto a sus impactos sobre la vida humana, están míticamente externalizadas en las visiones del mundo políticas y económicas dominantes).

Las crisis de nuestro tiempo adquieren el carácter, como sugiere el comentarista social Alain Badiou, de una «ley del mundo», al menos para nuestros amos (2012, 4). Sin embargo, a pesar de la sensación, fabricada en los discursos económicos, políticos y mediáticos dominantes, de que la crisis es algo inexplicable o imparable, más allá del control humano, todas estas crisis tienen sus raíces en acciones, políticas, prácticas y visiones sociales específicas. Todas ellas forman parte y contribuyen a luchas sociales más amplias que se desarrollan a lo largo de décadas.

Tienen orígenes específicos y, en muchos sentidos, intenciones específicas. Surgen de terrenos cambiantes de conflicto y control social, de luchas por los recursos y las responsabilidades, y contribuyen a ellos, los constituyen.

El Estado siempre ha sido el instrumento por excelencia para fabricar crisis sociales. Pero el Estado tiene otras formas de fabricar crisis: una es mediante la construcción de la escasez (que también ha sido siempre la base de los Estados); otras incluyen la subordinación y separación de los pueblos, que a menudo van de la mano (la escasez como condición construida de los subordinados que, de hecho, pueden haber participado en la producción real de excedentes). Un proceso (y objetivo) fundamental de los Estados es la categorización y división de la población, en particular el intento de dividir a la población entre normal y desviada (y, por tanto, sospechosa). El Estado puede definirse como una institución para imponer normas a toda una población (Badiou 2012, 92), y en el período actual esas normas son normas de crisis y precariedad.

Las herramientas de las que dispone el Estado son bien conocidas: la violencia policial, la denegación de documentos, la denegación de servicios, los infames recortes de los recursos necesarios, la detención y las restricciones a la movilidad, etc. El castigo de los «malos pensamientos», la vigilancia y la regulación moral, decir a las mujeres lo que pueden o no pueden llevar.

Como veremos más adelante, la sensación de que vivimos en un estado de crisis tiene un doble significado: por un lado, la crisis marca nuestras condiciones de vida, de interrelación, de sentimiento colectivo e individual. Y estos Estados de crisis configuran la vida y la interacción humanas de formas que se relacionan con los procesos de acumulación y explotación (que a su vez fomentan los estados de crisis y los Estados de crisis).

La crisis se ha producido a través de, y hacia, la destrucción de los recursos colectivos compartidos de la lucha de la clase trabajadora acumulados durante décadas. Esto incluye la destrucción y eliminación de lo que yo llamo infraestructuras de resistencia de la clase trabajadora (sindicatos, centros comunitarios, grupos políticos, etc.) (Shantz 2010).

También se produce a través del descrédito de las ideas que se oponen plenamente a las ideologías del capital estatal -sobre todo el anarquismo, el socialismo, el comunismo, pero también las expresiones anticoloniales y antirracistas.

Badiouwryly reduce la crisis social y política de nuestro tiempo a las acciones de una pequeña oligarquía, una camarilla de gángsters (2012, 12-13). En sus mordaces términos, la crisis equivale a órdenes de matones de la mafia del capital, ante las que los gobiernos de todos los colores se inclinan y tiemblan:

«Privatizarlo todo. Suprimir las ayudas a los débiles, a los solitarios, a los enfermos y a los parados. Suprimir todas las ayudas a todo el mundo excepto a los bancos. No ocuparse de los pobres;dejar morir a los ancianos. Reducir los salarios de los pobres, pero reducir los impuestos de los ricos. Hacer trabajar a todo el mundo hasta los noventa años. Enseñar matemáticas sólo a los comerciantes, leer a los grandes propietarios-propietarios y la historia a ideólogos de turno». Y la ejecución de estas órdenes acabará de hecho con la vida de millones de personas.(2012, 13)

Para algunos que buscan una explicación a la crisis, ha surgido una noción de «capitalismo posmoderno». Se trata de un capitalismo de alcance y escala globales que supuestamente elude o se deshace del poder del Estado. Sin embargo, un examen adecuado muestra que este capitalismo reproduce en gran medida las formas anteriores de desarrollo capitalista y lo hace, como siempre antes, a través de despliegues específicos (pero siempre, en diversas formas, comprometidos y presentes) del Estado. Como señala Alain Badiou, ¿qué es la tan cacareada «globalización» sino el «mercado mundial» del que Marx habló hace más de 150 años? Para Badiou, «básicamente, el mundo actual es exactamente el que, en una brillante anticipación, una especie de verdadera ciencia ficción, Marx anunció como el pleno despliegue de las irracionales y, en verdad, monstruosas potencialidades del capitalismo» (2012, 12). Badiousugiere que incluso ahora ya estamos en un período más allá de la crisis y bien dentro del período de barbarie contra el que Marx vio el comunismo como la única esperanza.

En la fabricación de la crisis a través de medios sociales, el Estado es restaurado en su papel, como Marx lo llamó, de ejecutivo de la burguesía.

Al decir esto es importante aclarar que no está orientada a resultados específicos para actores específicos (tal o cual capitalista, Wal-MartoverTarget digamos) a la manera de la conspiración instrumental, sino que está orientada hacia las condiciones más conducentes a la acumulación y explotación (rentabilidad) para el capital en general.

La generalización, o socialización, de la crisis hace que el trabajo sea desesperado y dependiente. Hace que toda la clase trabajadora sea susceptible de trabajar en las condiciones menos satisfactorias. Afirma el carácter coercitivo del mercado laboral en un contexto sin alternativas.

Si uno quiere sobrevivir, trabajará en las condiciones que se le presenten.

No esperará, ni se atreverá a pedir, nada mejor. Este es el impacto social de la precariedad generalizada, socializada.

El poder, según el teórico de la vida desnuda Giorgio Agamben, «ya no tiene hoy otra forma de legitimación que la emergencia» (2000, 6). El poder «en todas partes y continuamente se refiere y apela a la emergencia, al tiempo que trabaja secretamente para producirla» (Agamben 2000, 6). Como se pregunta Agamben, «¿cómo no pensar que un sistema que ya no puede funcionar en absoluto más que sobre la base de la emergencia no estaría también interesado en preservar dicha emergencia a cualquier precio?» (2000, 6)

Esta es la vida reducida a la vida desnuda, precaria, amenazada. Y la práctica estatal, en su creciente afán de austeridad para todos menos para las élites, está dispuesta a llegar a los extremos de la violencia y la brutalidad.

El Estado ha reservado un trato especialmente violento, incluso brutal, a los más perjudicados por la crisis y a los que intentan oponerse a ella (no siempre los mismos). Desde la vigilancia policial generalizada de los barrios pobres (bajo la ideología de «ventanas rotas» de mano dura contra la delincuencia) hasta el encarcelamiento masivo, pasando por la violencia extrajudicial y las ejecuciones públicas directas por parte de la policía, en los últimos tiempos se ha producido un ataque total contra los barrios pobres y racializados, contra las comunidades de los precarios.

El tenor de los tiempos, su ejercicio abierto, sin disculpas, descarado de la violencia estatal y el coraje de la oposición de los subyugados, se expresa quizás con mayor fuerza en la rebelión de Ferguson tras el asesinato policial de Mike Brown y en las rebeliones y levantamientos que han surgido desde entonces, especialmente tras la ejecución pública y grabada por la policía de Eric Garner en Nueva York, que han convergido en torno a la bandera #BlackLivesMatter. Los numerosos asesinatos de personas negras (hombres, mujeres, transexuales) desarmadas y que no suponían una amenaza, que han recibido el necesario escrutinio y respuesta popular, muestran el carácter básico de un Estado en crisis, preparado para matar sin explicación, para llevar la crisis a las personas y comunidades pobres y marginadas de la clase trabajadora. Al mismo tiempo, la oposición valiente, clara e inquebrantable, a menudo desnuda pero siempre honesta en su expresión y cálida en su cuidado y solidaridad, proporciona uno de los ejemplos más inspiradores, prometedores y profundos de una nueva resistencia. Los movimientos han transformado verdaderamente la comprensión y las expectativas de la política frente a lo que sólo puede describirse como una violencia aterradora y la presencia real e inmediata de la letalidad sin conciencia del Estado. Frente a un Estado asesino, presentan un emergente procomún constructivo.

Alain Badiou, al reflexionar sobre el momento actual de revueltas, ve el periodo actual como similar al periodo posterior a 1848 en Europa. Es un periodo de resurgimiento de las fuerzas liberadoras de los sometidos.

Como en 1848, un periodo de despertar emerge de un periodo de triunfalismo y reacción de la clase dominante del «fin de la historia».

Si estamos en un periodo de barbarie capitalista de estado, y las crisis de nuestro tiempo proporcionan amplias pruebas de que lo estamos, entonces cabe preguntarse dónde se abre la salida de la crisis.¿Qué se plantea como equivalente en la contraposición a la barbarie anteriormente localizada en el socialismo?

Las movilizaciones de esta década han adoptado la forma de levantamientos contra la subyugación y han mostrado una voluntad (a veces incluso un compromiso) de operar fuera de los límites de la legalidad o la legalidad. Desde la organización del bloque negro durante las manifestaciones de la globalización alternativa en torno a diversas cuestiones hasta los movimientos #BlackLivesMatter iniciados en respuesta a las ejecuciones policiales de miembros de la comunidad, se ha producido una revitalización de la política que hace hincapié en la autonomía, un impulso autovalorizador que no se limita a los confines estatistas de lo político. Los levantamientos reivindican el autocuidado y el bienestar social más allá de las exigencias del Estado y de la protesta legal o pacífica, en términos estatales. También plantean demandas y proponen prácticas organizativas que van más allá de los llamamientos reformistas de la política estatista y electoral tradicional.

Los nuevos movimientos no sólo están renovando o innovando la política con su tenor y su tono, sus estrategias y tácticas, y el alcance de su visión, sino que también están innovando los modos de organizarse. Los movimientos actuales se organizan de forma descentralizada, horizontal, no jerárquica, participativa y antiautoritaria. Suelen ser autónomos, no están vinculados a partidos o estructuras políticas específicas, y se autogestionan en lugar de estar dirigidos por órganos centrales, juntas o ejecutivos. Son ágiles y expansivos.

En las democracias liberales occidentales, los nuevos movimientos contra la crisis afirman la pertenencia a una posciudadanía abierta, autoidentificada y autodeterminada de los movimientos «nadie es ilegal» y antifronteras, la soberanía anticolonial de Idle No More y los levantamientos indígenas, las acciones sin disculpas y autovalorizadoras de los nuevos movimientos de los pobres, el desafío a los regímenes de propiedad en las huelgas de alquileres y la resistencia a las ejecuciones hipotecarias, el sabotaje de la ecojusticia y los movimientos ecologistas, las alternativas asertivas del anarquismo, etcétera. Todos ellos ofrecen nuevas propuestas políticas y han sugerido nuevas infraestructuras para la resistencia. Aunque todavía se encuentran en una fase temprana de desarrollo, estas nuevas erupciones han llevado a las instituciones y organizaciones del poder económico y político, a los Estados y al capital, a su propia crisis, en un periodo de crisis, lo que sugiere una apertura en la política de resistencia y transformación social que está cambiando el terreno de la lucha política como no se había visto en décadas en contextos democráticos liberales.

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https://library.oapen.org/handle/20.500.12657/25479

Infraestructuras insurreccionales – Bases para el ataque y la defensa – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

Dedicado a Eva Ureta
Rompiendo sus ventanas y construyendo nuestras infraestructuras

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Infraestructuras insurreccionales – Bases para el ataque y la defensa

Los anarquistas reconocen que las luchas por un mundo mejor más allá del capitalismo de Estado deben darse en dos niveles simultáneos: deben ser capaces de derrotar a los Estados y al capitalismo y, al mismo tiempo, deben proporcionar infraestructuras o cimientos para el futuro.

Al mismo tiempo, deben proporcionar infraestructuras o fundamentos de la sociedad futura en el presente. De hecho, este último proceso será una parte fundamental de la labor de derrotar a los Estados y al capital.

A través de las infraestructuras de resistencia, los movimientos construirán alternativas pero, lo que es igual de importante, tendrán capacidad para defender las nuevas formaciones sociales. Estas infraestructuras de resistencia se enfrentarán directamente al poder capitalista estatal, por lo que tendrán que ser defendidas de ataques a menudo salvajes.

El impulso clave es cambiar el terreno de la lucha anticapitalista de una posición defensiva -reaccionando a las políticas y prácticas de las élites o simplemente disintiendo- a una ofensiva -impugnando las estructuras dominantes y ofreciendo alternativas viables-. El anarquista James Herod anima a los anarquistas a tomar la iniciativa en la construcción de nuevas relaciones sociales en lugar de limitarse a resistir las ofensas de los Estados y el capital. Los anarquistas deben ocuparse de estrategias ofensivas en lugar de maniobras defensivas (que constituyen la mayor parte de las empresas de los activistas).

Los revolucionarios anarquistas deben cambiar radicalmente el terreno de las luchas anticapitalistas, moviéndose a nuevos campos de batalla en lugar de quedarse en las calles de protesta y en las plazas de los movimientos Occupy. Para Herod y otros anarquistas constructivos hay tres lugares principales de lucha con los que los anarquistas deben comprometerse: los barrios, los lugares de trabajo y los hogares.

El éxito de la organización en estos ámbitos debe proporcionar los medios para derrotar a los Estados y al capital, al tiempo que se construye el nuevo mundo en el presente, en lugar de esperar a un futuro postcapitalista.

Los movimientos se han orientado durante demasiado tiempo hacia acciones reactivas o defensivas y se han vuelto predominantemente de oposición. Pueden movilizarse para denunciar o oponerse a determinadas prácticas estatales o corporativas, o para impugnar leyes corruptas, pero no ofrecen visiones materiales inspiradoras y reales para el futuro. Y las personas que desean y necesitan desesperadamente un cambio no se sienten atraídas por el ritualismo rutinario en el que se ha convertido gran parte de la política de oposición.

Además, el ritualismo de la política de oposición no plantea realmente ninguna oposición en absoluto: no cuestiona las estructuras de desigualdad, opresión o explotación, no hace temblar a los que detentan el poder, e incluso tiene efectos negativos al desanimar a la gente mientras refuerza las falsas nociones de participación y respeto por la disidencia dentro de la mitología democrática liberal. Así que debemos cuestionar la cantidad de trabajo y recursos que los movimientos dedican a las protestas callejeras y otras acciones en gran medida simbólicas como Occupy, por ejemplo.

El ex primer ministro derechista de Ontario, Mike Harris, que tuvo que enfrentarse a manifestaciones masivas y huelgas simbólicas, dijo despectivamente: «Yo no hago protestas»: «Sin embargo, acontecimientos espectaculares como manifestaciones, protestas y ocupaciones públicas dominan la imaginación de los activistas y sus visiones organizativas. Esta obsesión por las manifestaciones ha obstaculizado los movimientos sociales en las democracias liberales durante generaciones como nos recuerda Herod:

«Esta predilección por las protestas y las manifestaciones prevaleció durante los años sesenta, cuando los movimientos viajaban a Washington, DC, una y otra vez, tomando las calles. Todavía somos como niños, sólo capaces de «armar jaleo». Todavía no somos adultos capaces de reunirnos, razonar juntos, hacer balance de nuestras opciones, idear una estrategia y luego golpear, tanto para derrotar a nuestros enemigos como para construir el mundo que queremos. (2007, 3)

Herod señala que la mayoría de las estrategias dominantes desplegadas por los movimientos sociales no nos han hecho avanzar mucho hacia el objetivo de abolir el capitalismo. Los enfoques dominantes de la política -en particular los de los partidos liberales y la socialdemocracia- siguen manteniendo la falsa promesa de un reformateo indoloro del sistema social actual y el logro del progreso social mediante el compromiso con las élites hacia reformas graduales.

Algunos enfoques, como los partidos de vanguardia leninistas, el electoralismo socialdemócrata y la guerra de guerrillas, deberían abandonarse, como demuestran los ejemplos de más de 150 años de experiencia en todo el mundo. Otros, como las huelgas, las insurrecciones y las ocupaciones, deberían organizarse como parte de estrategias más amplias para desarrollar asociaciones libres en los lugares de trabajo, los barrios y los hogares, todo ello dirigido a una reconstrucción social más amplia.

Romper la hegemonía mediante la autoactividad

Además de los medios de comunicación de masas, la televisión, la radio, los ordenadores, los periódicos y los videojuegos, están la educación, los sistemas electorales, la dominación corporativa de la cultura y los mensajes en el lugar de trabajo.

Una sociedad dominada por supuestas autoridades y expertos, a menudo autoproclamados, tiende a hacer que la gente desconfíe de su propia capacidad para tomar decisiones, como consecuencia del poder de las burocracias administrativas que se han extendido a prácticamente todas las esferas de la vida social. Desde los programas de entrevistas hasta la literatura de autoayuda, la proliferación de expertos se ha extendido, especialmente bajo los regímenes neoliberales de autodisciplina y autorregulación, una forma de gobernanza en la que se espera que nos vigilemos a nosotros mismos según algoritmos e ideas profesionales.

He sugerido que la logística determina la estrategia. De eso trata la construcción de infraestructuras insurreccionales. Prepara la capacidad logística necesaria y abre nuevas posibilidades de acción contra los Estados y el capital y, con suerte, algún día, más allá de ellos. Como se ha mencionado anteriormente, Sun Tzu sugirió que las batallas se ganan o se pierden incluso antes de que se libren. La organización y la preparación siguen siendo, en efecto, clave.

Recientemente han surgido diversos experimentos con formas alternativas de organización social y económica, como parte de luchas más amplias contra la globalización capitalista. Estos experimentos proporcionan alternativas a la racionalidad económica capitalista, aunque sólo sea en forma embrionaria (Shorthose 2000). Los movimientos contra la globalización capitalista, las organizaciones basadas en la afinidad que han desarrollado y su énfasis en actividades de autovalorización, sugieren no sólo una oposición a la racionalidad económica del capital global y sus apoyos estatistas, sino que también sugieren un anhelo de alternativas económicas, sociales y políticas a esa racionalidad.

Estos experimentos van más allá de las manifestaciones efímeras de la política de protesta para comenzar la labor de proponer una infraestructura alternativa, tanto para las necesidades cotidianas de mantenimiento de los movimientos en lucha como para proporcionar un espacio para el desarrollo de relaciones sociales, económicas y políticas que prefiguren el tipo de relaciones que la gente desearía que sustituyeran a las que caracterizan a las del capitalismo contemporáneo.

Shorthose (2000, 191) sugiere que estos «microexperimentos» presentan «el potencial para un futuro más convivencial y sostenible, además de capacitar a los individuos para mantener una mayor sensación de seguridad económica y una esfera ampliada de autonomía lejos de los caprichos del mercado». «Los microexperimentos que surgen de esta actitud imaginativa intentan ampliar el control democrático real que las personas tienen sobre sus vidas económicas y sociales, y les permiten expandir su creatividad y autodeterminación» (Shorthose 2000, 192). Gorz (1983) sugiere que lo que se necesita no es un nuevo esquema político coherente, sino oportunidades para desarrollar capacidades que cambien la lógica del desarrollo social.

Un ejemplo notable de la rapidez y amplitud del desarrollo de los recursos de oposición es el rápido auge de las redes de medios de comunicación independientes tras las protestas de Seattle contra la OMC en 1999: Indymedia, rabble. ca, resist. ca y riseup. net.

Las relaciones de ayuda mutua y las asociaciones ya existentes que la gente ha organizado en torno a intereses laborales y personales (clubes, grupos, redes informales en el lugar de trabajo, incluso subculturas) pueden proporcionar posibles recursos. Al mismo tiempo, se necesitan muchas infraestructuras, incluso hoy en día, en los barrios y hogares obreros y pobres, y muchos trabajadores sólo tienen conexiones informales poco sólidas en sus lugares de trabajo.

Los complejos de apartamentos ofrecen muchas posibilidades: ya reúnen a un gran número de personas de clase trabajadora y oprimidas en proximidad y en importantes espacios vitales. Pueden organizarse mediante asambleas directas para mejorar sus recursos compartidos, como la cocina, el mantenimiento, la lavandería, la atención sanitaria, la educación, las salas de parto y las instalaciones recreativas (Herod 2007, 11). Hemos visto ejemplos de estos esfuerzos en la organización emergente de los derechos de los inquilinos y en las exitosas huelgas de alquiler llevadas a cabo en apartamentos de gran altura de mi antiguo barrio de Parkdale, en Toronto.

Asambleas vecinales

Las asambleas son reuniones en las que la gente participa directamente en las decisiones específicas de la comunidad que rigen su vida social (Herod 2007, ix). Dar a la toma de decisiones participativa un lugar central distinguirá las nuevas relaciones sociales de las relaciones arcaicas o autoritarias que dominan actualmente en las sociedades capitalistas estatales. La asamblea de toma de decisiones cara a cara es la unidad básica para reorganizar la vida social más allá del hogar. Las asociaciones más grandes tienen sus raíces en esta unidad social básica o se basan en ella (Herod 2007, x).

Las relaciones autónomas se autogobiernan, pero no son autosuficientes: no se trata de una situación de autarquía. El poder capitalista se basa en el anonimato y el aislamiento, como han reconocido sociólogos como Ferdinand Tönnand y Robert Park e incluso teóricos conservadores como Emile Durkheim fueron conscientes de esta característica clave de la solidaridad orgánica de las divisiones capitalistas del trabajo.

La mayoría de las ciudades, y los barrios que las componen, carecen de espacios de reunión y encuentro donde los residentes puedan reunirse, discutir, debatir y tomar decisiones sobre asuntos fundamentales que afectan a sus vidas, lo que constituye una representación arquitectónica de la falta de democracia real y de relaciones públicas en las sociedades capitalistas: la ausencia de un ágora.

La organización de base y la huelga general

Del mismo modo, las huelgas generales no pueden tener un impacto significativo en ausencia de infraestructuras de resistencia, como señala Herod:

Las huelgas generales no pueden destruir el capitalismo. Hay un límite máximo de unas seis semanas para su duración. A partir de ahí, la sociedad empieza a desintegrarse. Pero como los huelguistas generales ni siquiera han pensado en reconstituir la sociedad a través de acuerdos sociales alternativos, y mucho menos en crearlos, se ven obligados a volver a sus puestos de trabajo sólo para sobrevivir, para no morirse de hambre. Esto es lo que hizo Charles de Gaulle en Francia en 1968. (2007, 27)

Los servicios esenciales deben mantenerse en condiciones de huelga general. En ausencia de asociaciones alternativas o de capacidades para gestionar los lugares de trabajo con el fin de satisfacer nuestras necesidades sociales, el agua, la energía, los alimentos y los servicios médicos no estarían disponibles. La huelga no duraría mucho sobre esa base. Las huelgas requieren infraestructuras y capacidades logísticas preexistentes. La organización en el lugar de trabajo que puede contribuir a una huelga social significativa incluye alternativas de base, como escuadrones volantes, grupos de trabajo y grupos de acción directa.

La forma insurreccional de la huelga laboral es la huelga salvaje. La huelga salvaje es la huelga sin permisos. Es la huelga ilegal en un periodo de sindicatos legalizados (y domesticados), con restricciones legales, bajo condiciones de huelga que han sido limitadas por la ley. La huelga salvaje expresa las necesidades y deseos insurgentes de los trabajadores al superar sus posiciones limitadas como trabajadores – volviéndose plenamente humanos al hacer valer necesidades que van más allá de las de un convenio colectivo con el jefe o un comité conjunto obrero-patronal o un proceso de reclamación formalmente reconocido.

El wildcat se levanta contra los jefes, los burócratas sindicales y los gestores de contratos por igual. Es un movimiento de trabajadores desde abajo, autodeterminado y autodeterminante. El wildcat pone las necesidades de los trabajadores por encima de los requisitos de la ley y del convenio colectivo porque es un levantamiento de los propios trabajadores. El wildcat también cuestiona fundamentalmente la relación capital-trabajo, ya que no acepta los derechos de los empresarios y las reivindicaciones de propiedad para controlar o delimitar de algún modo las acciones de los trabajadores y su trabajo (a través de convenios colectivos, contratos, marcos legales, etc. ).

Sobre las infraestructuras insurreccionales

Hay una necesidad apremiante de sacar la toma de decisiones de las burocracias gubernamentales, del parlamento y de las suites y salas de juntas corporativas y reubicarla en asambleas autónomas de la clase trabajadora y los pobres. También hay una necesidad de sacar el activismo de los ámbitos atípicos de las manifestaciones y protestas y arraigarlo en contextos cotidianos y en las experiencias diarias de la vida social de la clase trabajadora y los pobres.

La construcción de infraestructuras de resistencia afectará directamente a los movimientos de forma práctica y visionaria, y también desafiará a las élites gobernantes empujándolas a adoptar posturas reactivas, en lugar de puramente ofensivas y confiadas. Estas infraestructuras de resistencia cambiarían las posibilidades de estrategia y movilización y podrían hacer innecesarias las manifestaciones, como sugiere Herod:

Si nos hubiéramos reorganizado en asambleas de barrio, lugar de trabajo y hogar, y estuviéramos luchando para tomar el poder allí, entonces tendríamos una base desde la que parar las ofensivas de la clase dominante como el neoliberalismo. Si entonces decidiéramos manifestarnos en las calles, habría algo de fuerza en ello, en lugar de ser sólo un evento efímero aislado, que puede ser bastante ignorado por nuestros gobernantes. Tenemos que organizarnos de tal manera que tengamos el poder de contrarrestarlos, no sólo de protestar contra ellos, de rechazarlos para neutralizarlos. Esto no lo pueden hacer grupos de afinidad, organizaciones no gubernamentales (ONG) o individuos aislados que convergen periódicamente en cumbres mundiales para protestar contra la clase dominante, sino sólo asociaciones libres arraigadas en la vida cotidiana normal. (2007, 2-3)

La transformación debe centrarse en el control de los medios de reproducción, así como de los medios de producción. Centrarse únicamente en el control de los trabajadores deja a las comunidades incapaces de asignar recursos de forma eficaz y eficiente para satisfacer necesidades más amplias (sociales o ecológicas). Al mismo tiempo, el control comunitario sin el control de los medios de producción sería inútil, una fantasía. Aún más, dejar los hogares como reinos privatizados reforzaría una división desigual del trabajo en función del género y reforzaría la dualidad de los reinos público y privado que los anarquistas suelen criticar (Herod 2007, 13). Como mínimo, las asambleas de vecinos perderán constantemente a personas que necesitan desplazarse en busca de empleo en ausencia del control obrero de la industria.

La construcción de infraestructuras de resistencia fomenta nuevas formas de pensar sobre la transformación revolucionaria. En lugar de la forma familiar de organización callejera o acción de protesta, dentro de los enfoques anarquistas constructivos, la acción está en la organización, como sugiere Herod:

Esta es la forma de concebir la revolución: un pueblo que se reagrupa (se reordena, se reconstituye y se reorganiza) en asociaciones libres en el hogar, en el trabajo y en el barrio. Los capitalistas lucharán contra esto: pueden prohibir las reuniones, reventarlas por la fuerza, detener a los asistentes o incluso asesinarlos, pero si estamos decididos, no podrán impedir que nos reconstituyamos en el tipo de mundo social que queremos» (2007, 16).

Es necesario que ya existan infraestructuras, de lo contrario la transformación radical o revolucionaria será imposible (o desastrosa). En cuanto a la necesidad de infraestructuras revolucionarias preexistentes, podríamos estar de acuerdo con Herod, que sugiere:

Las asociaciones de trabajadores tendrían que ser asambleas permanentes, con años de experiencia a sus espaldas, antes de que pudieran tener una oportunidad de éxito. No pueden ser nuevas formas creadas de repente en lo más profundo de una crisis o en medio de una huelga general, con un gobierno fuerte esperando entre bastidores, apoyado por sus fuerzas militares plenamente operativas. (2007, 26)

Las infraestructuras de resistencia pueden ayudar a arraigar a la gente en comunidades concretas y en luchas locales contra los Estados y el capital y por nuevos acuerdos, en lugar de en campañas efímeras de un solo tema, lo que puede suponer un avance significativo y conducir a nuevos éxitos, como señala Herod:

Muchos millones de nosotros, sin embargo, estamos desarraigados y bastante alejados de un lugar concreto o de una comunidad local. Formamos parte de la vasta masa de individuos atomizados que ha creado el mercado de trabajo mercantilizado. Nuestras actividades políticas tienden a reflejar esto. Tendemos a actuar como manifestantes que flotan libremente. Pero podríamos empezar a cambiar esto. Podríamos empezar a arraigarnos en nuestras comunidades locales. (2007, 31)

La construcción de infraestructuras de resistencia dará durabilidad y permitirá una amplitud de acción de otro modo inalcanzable para campañas específicas, proporcionando mayores oportunidades para vincular y generalizar las luchas. Para Herod:

«Sin embargo, muchos de nosotros podríamos empezar a establecer asociaciones libres en el trabajo, en casa y en el vecindario. De este modo, nuestras luchas para detener lo que no nos gusta a través de campañas monotemáticas podrían combinarse con lo que sí queremos. Además, tendríamos mucho más poder para detener lo que no nos gusta. Nuestras campañas monotemáticas podrían tener más éxito» (2007, 31).

Las insurrecciones serán sin duda necesarias, incluso inevitables, como parte de la transformación social radical, pero en ausencia de infraestructuras de resistencia dentro de las comunidades de las clases trabajadoras y oprimidas, para contextualizar, apoyar y defender tales acciones (tanto material como moralmente), son poco más que válvulas de escape que permiten a la gente desahogarse y liberar algo de rabia (algo valioso en sí mismo, sin duda, pero que no avanza hacia objetivos revolucionarios), con los elevados costes que ello conlleva.

En contextos recientes en los que los levantamientos han tenido impacto, como en Grecia, las infraestructuras de apoyo en las comunidades, barrios específicos en particular, dan mayor significado y poder incluso a insurrecciones limitadas.

Símbolos de futilidad

Las protestas simbólicas y la desobediencia civil son políticas de los impotentes o de aquellos que sienten indignación por las condiciones sociales pero carecen de alternativas cuando se enfrentan al poder capitalista estatal. Como sugiere Herod:

Pero son básicamente acciones de personas sin poder. Los individuos sin poder deben utilizar cualquier táctica que puedan, por supuesto. Pero esa es la cuestión. ¿Por qué seguir siendo impotentes, cuando adoptando una estrategia diferente (crear asociaciones estratégicas) podríamos llegar a ser poderosos, y no vernos reducidos a actos impotentes como la desobediencia civil contra leyes en cuya elaboración no tuvimos nada que ver y que consideramos injustas?(2007, 29-30).

Las protestas, incluso las manifestaciones masivas, consisten en gran medida en avergonzar a quienes no tienen vergüenza. Las acciones simbólicas intentan plantear acusaciones morales contra quienes las consideran irrelevantes. Tales acciones carecen prácticamente de sentido y no plantean ningún desafío real a quienes detentan el poder. Su único impacto, y el límite de sus logros, se restringe al posible logro de la concienciación. Eso si la gente les presta alguna atención. Tales acciones dependen de los medios de comunicación de masas y dejan el mensaje de los participantes en manos de los medios corporativos que no tienen ninguna razón para simpatizar con el movimiento o su mensaje (o incluso para entenderlos o informar con precisión sobre ellos).

Las manifestaciones se han convertido en rituales religiosos para los movimientos sociales y son la forma más común de organizar acciones, a pesar de ser una de las menos eficaces:

Por regla general, las manifestaciones apenas avergüenzan a los capitalistas, por no hablar de asustarles o perjudicarles. Las manifestaciones no son más que una forma de petición por lo general.

Hacen peticiones a la clase dominante en relación con algún agravio, esencialmente rogándole que cambie sus políticas. No están diseñadas para arrebatar ningún poder o riqueza a los capitalistas. Las manifestaciones sólo duran unas horas o unos días y luego, salvo raras excepciones, todo vuelve a ser como antes. Si las manifestaciones consiguen alguna concesión ocasional, suele ser menor y de corta duración. No construyen un mundo social alternativo. Más bien, en la mayoría de los casos sólo alertan a la clase dominante de que necesita reorganizarse o inventar nuevas medidas para contrarrestar una fuente emergente de oposición. (2007, 32)

Por otra parte, las manifestaciones suponen una importante merma de la ya limitada mano de obra, energía y recursos de los grupos organizadores, y les quitan tiempo para otras tareas más urgentes pero difíciles.

Más allá de estas consideraciones, las manifestaciones y protestas simbólicas dan a los organizadores una falsa sensación de logro y un engañoso sentido de la relevancia. Mil personas en una manifestación se considera un éxito para los organizadores cuando, de hecho, el impacto real de tales acciones en las élites económicas y políticas y en los detentadores del poder es mínimo o inexistente. Se podría argumentar que los activistas podrían dejar de celebrar manifestaciones por completo con poco o ningún impacto en la organización del mundo real y en las luchas contra los Estados y el capital. Como identifica Herod:

Nuestra oposición no tiene dientes. Para dar algo de mordiente a nuestras protestas tendríamos que reorganizarnos, reorientarnos, arraigándonos y reuniéndonos a nivel local. Entonces, cuando nos manifestáramos para protestar contra las iniciativas y los proyectos de la clase dominante, habría algo de fuerza detrás de las protestas, y no sólo consignas gritadas, pancartas desplegadas, pancartas enarboladas, refriegas callejeras y marionetas ingeniosas. Estaríamos en condiciones de pasar a la acción si no se cumplieran nuestras demandas. Entonces, cuando coreáramos «¡Las calles de quién, nuestras calles!

A pesar de todo el tiempo y la energía que se dedican a organizar manifestaciones, participar en ellas e informar tras ellas, se dedica relativamente poco a las infraestructuras de resistencia. El equilibrio a este respecto debe cambiar si queremos que los movimientos pasen de la disensión a la petición para movilizar un contrapoder frente a los Estados y el capital:

En lugar de salir a la calle y marchar todo el tiempo, protestando por esto o por aquello (mientras la policía nos hace fotos), sería mejor que nos quedáramos en casa y construyéramos nuestras asociaciones en el lugar de trabajo, en el barrio y en el hogar hasta que sean lo suficientemente poderosas como para golpear el corazón del capitalismo. No podemos construir un nuevo mundo social en las calles. (2007, 33)

Un importante desarrollo infraestructural implica nuevos acuerdos para la toma de decisiones. Ése es el verdadero poder y significado de las movilizaciones Occupy y el mensaje real y apremiante de las corrientes anarquistas dentro de ellas.

En la medida en que impulsen nuevos procesos de toma de decisiones y proporcionen medios para extender estos procesos a otras esferas de acción, los movimientos inspirados en Occupy habrán realizado una transformación significativa en la organización contra los Estados y el capital y a favor de nuevas relaciones sociales.

Una nota sobre el trabajo reproductivo

La preferencia por la insurrección en lugar de las infraestructuras en algunas perspectivas insurreccionalistas está quizás relacionada con los prejuicios patriarcales y sexistas en la organización en general. Durante mucho tiempo se ha dado prioridad a la acción callejera como dominio de hombres enérgicos y sanos. Menos romántico ha sido el trabajo mundano de la reproducción diaria y el cuidado y la provisión que con demasiada frecuencia ha sido llevado a cabo por personas identificadas como mujeres en el movimiento.

Las batallas callejeras son excitantes, animadas, emocionantes, arriesgadas y liberan adrenalina y endorfinas positivas. El trabajo cotidiano de construcción de infraestructuras puede ser duro, agotador y, por supuesto, incluso aburrido, pero tiene sus momentos.

Cuando los insurrectos se refieren a la política de organización cotidiana como aburrida e idealizan la emoción de la acción, en parte están diciendo que la vida cotidiana de las personas y la satisfacción de sus necesidades son aburridas (despectivas y paternalistas) y pasan por alto el gran trabajo que se hace para sostener y preparar los momentos de acción (y cuidar de las personas después).

Y no nos equivoquemos, a menudo se trata de una división de intereses y actividades en función del género dentro de los movimientos y proyectos. El trabajo de mantenimiento también es acción y no deberíamos olvidarlo. Esto no quiere decir que haya una división uniforme en función del género en el trabajo activista. Y, de hecho, todos los movimientos insurreccionales y revolucionarios han visto las calles llenas de mujeres pateando culos. Cualquiera puede disfrutar de una batalla callejera de diversas maneras. Más bien quiere decir que el trabajo cotidiano en los círculos activistas lo llevan a cabo de forma desproporcionada personas que se identifican como mujeres.

Conclusión

Para muchos organizadores anarquistas «destruir el capitalismo es más una cuestión de reorganizarnos socialmente (reconstruir nuestras relaciones sociales) que de propagar un conjunto concreto de ideas» (Herod 2007, 36). Más que dedicarse a la propaganda, la necesidad apremiante es reunirse con vecinos y compañeros de trabajo para formar asociaciones desde las que se pueda llevar a cabo una organización eficaz y duradera.

Los anarquistas siempre han buscado alternativas organizativas a las instituciones del Estado y del capital, como sugiere Herod:

Los objetivos a largo plazo siempre han sido claros: abolir la esclavitud asalariada, erradicar un orden social organizado únicamente en torno a la acumulación de capital para su propio beneficio, y establecer en su lugar una sociedad de personas libres que autodeterminen democrática y cooperativamente la forma de su mundo social. (2007, 40)

Los objetivos anarquistas requieren necesariamente medios concretos para perseguirlos y alcanzarlos. Estos medios implican nuevos acuerdos y asociaciones sociales y nuevas formas organizativas. Herod sugiere que el enfoque anarquista constructivo es el de vaciar o, en sus palabras, destripar el capitalismo. No se trata de un ataque frontal dirigido a tomar el Estado o derrocar el sistema en un momento de ruptura insurreccional o revolución.

Es, sin embargo, una estrategia agresiva y militante, basada en el desarrollo de alternativas y recursos que puedan proporcionar opciones más allá de las instituciones capitalistas estatales. Por lo tanto, hay una base positiva y creativa – constructiva – en este enfoque. Se trata de un enfoque distintivo para la transformación social revolucionaria, como propone Herod:

Pensar que podemos crear un mundo completamente nuevo de acuerdos sociales decentes de la noche a la mañana, en medio de una crisis, durante una supuesta revolución o el colapso del capitalismo, es una temeridad. Nuestro nuevo mundo social debe crecer dentro del viejo, y en oposición a él, hasta que sea lo suficientemente fuerte como para desmantelar y abolir las relaciones capitalistas. Tal revolución nunca sucederá de forma automática, ciega, determinada, debido a las inexorables leyes materialistas de la historia. Sucederá, y sólo sucederá, porque nosotros queremos que suceda, y porque sabemos lo que estamos haciendo y cómo queremos vivir, qué obstáculos hay que superar antes de que podamos vivir de esa manera, y cómo distinguir entre nuestros patrones sociales y los suyos. (2007, 38-39).

Decididamente, no se trata de abandonar la escuela, ni de escapar del capital para vivir en otro lugar imaginario, en una comuna o una subcultura. Se trata de actos de rechazo, que tendrán que implicar el rechazo al trabajo remunerado, así como la defensa frente a la represión y la coerción. La insurrección requiere infraestructuras.

Referencias

Gerassi, John. 1971. The Coming of the New International: A Revolutionary Anthology. New York: The World Publishing Company.
Herod, James. 2007. Getting Free: Creating and Association of Democratic Autonomous Neighborhoods. Boston: Lucy Parsons Center.
Shorthose, James. 2000. “Micro-Experiments in Alternatives.” Capital and Class 72: 191–207.

Protegernos – Sobre la necesidad de la autodefensa – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

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Protegernos – Sobre la necesidad de la autodefensa

Los que luchan contra los Estados y el capital deben estar preparados para defenderse. Comprender la naturaleza del Estado es saber que atacará para matar cuando y donde sienta una amenaza a su autoridad y poder.

La lucha revolucionaria de masas debe ser tanto militar como económica, política y cultural, y debe basarse en las masas. La ausencia de cualquiera de estos factores conduce al fracaso, como sugiere el estudio de las revoluciones del pasado.

Incluso bajo los poderes militares más brutales del imperialismo, las fuerzas de resistencia pueden tener éxito construyendo una base segura entre la población (Johnson 2011, 30). Esto se logra mediante el establecimiento de programas económicos que atiendan las necesidades de la población. Estos programas son lo que yo llamo infraestructuras de resistencia. Incluyen escuelas, clínicas de salud, centros de distribución de alimentos, etc. Un ejemplo que da Rashid Johnson es el trabajo de Hamás. Todo su trabajo ocurre en un pequeño espacio accesible. Estados Unidos y Canadá son espacios mucho más masivos, con áreas menos accesibles a las fuerzas de seguridad pero con acceso a vastos recursos.

La clase obrera y los oprimidos deben desarrollar estructuras unidas para coordinar su trabajo y reunir a organizadores a menudo aislados. Se necesitan programas económicos, políticos, culturales y militares que puedan desplazar al enemigo (Johnson 2011, 31). Se necesitan infraestructuras de masas dentro de los sectores oprimidos de la clase obrera.

La resistencia a la dominación cultural, una de las preocupaciones favoritas de gran parte de la izquierda de finales del siglo XX y principios del XXI y de los movimientos alternativos a la globalización, no sustituye a la resistencia a la dominación económica, política y militar. El compromiso personal no es suficiente. Se necesitan ideas compartidas, una ideología. En ausencia de ésta, es fácil que la gente pierda la iniciativa de luchar. Si la acción se basa en un personaje fuerte o instigador, el impulso se disipa cuando ese personaje desaparece o se transfiere.

Desde la elección de Donald J. Trump como presidente de los Estados Unidos de América, se ha vuelto a prestar atención a las cuestiones de autodefensa comunitaria, especialmente entre las comunidades oprimidas por motivos raciales, que son las más afectadas por la violencia del Estado y de los vigilantes de la derecha.

Autodefensa colectiva

Típicamente, en los últimos años, cuando se han planteado cuestiones de autodefensa en los círculos activistas, se han planteado sobre una base individualista. Así, en los espacios libres anarquistas o escuelas libres que se remontan a la década de 1990, al menos, ha habido momentos específicos dedicados a clases de autodefensa personal y ha habido entrenamientos en artes marciales o autodefensa callejera inteligente. Algunos espacios anarquistas han funcionado como dojos de diversas artes marciales (judo, aikido, jujitsu brasileño, etc. ) los fines de semana o por las noches.

En algunas zonas los activistas antifa han puesto en marcha grupos de vigilancia vecinal contra las acciones fascistas, racistas, de supremacía blanca y como defensa básica de la comunidad a raíz de la contrarrevolución trumpista. En los años 80 y 90 los grupos de Acción Antirracista, de los que fui participante, desempeñaron papeles similares en numerosas ciudades y barrios. En algún momento estos podrían formar la base, con médicos y trabajadores de la salud, para reemplazar a las fuerzas policiales estatales, sobre una base de cuidado y solidaridad y ayuda mutua en lugar de castigo y represión.

Desde la elección de Trump, algunos grupos han tomado la autodefensa individual en una dirección armada, entrenando en el uso adecuado de armas de fuego y haciendo prácticas de tiro regulares. Y desde hace mucho tiempo tiene sentido que los anarquistas lo hagan. No habrá revolución, no importa cómo se conceptualice, sin la necesidad de que las fuerzas antiestatales y anticapitalistas se defiendan con armas. El desarme de la izquierda y de las fuerzas progresistas en los EE. UU. ha demostrado ser un resultado desastroso (y un efecto de la dominación del moralismo no violento).

Todas estas iniciativas son útiles y probablemente serán necesarias y esenciales en un periodo de creciente violencia de derechas, incluso protofascista, y de agresiones nacionalistas. Uno bien podría necesitar defenderse de la agresión personal de un neonazi o de un supremacista blanco, o simplemente podría querer conocer la técnica adecuada en caso de tener la oportunidad de golpear a un nazi.

Y, lo que es más importante, existen tradiciones reales y legítimas de autodefensa comunitaria, incluida la autodefensa armada, entre las comunidades explotadas y oprimidas: basta con referirse al Partido de las Panteras Negras y a Robert F. Williams y la Guardia Armada Negra.

Durante mucho tiempo se ha olvidado que el Partido Socialdemócrata de Austria tenía un brazo armado masivo, la Schutzbund austriaca, una de las milicias obreras más grandes del planeta en la década de 1930 (que, por desgracia, fue desmovilizada por la derecha del partido a medida que crecía la amenaza nazi). El libro de Williams de 1962 Negroes with Guns (Negros con armas) debería ser de lectura obligatoria en la época actual (aunque hay que reconocer sus errores y limitaciones patriarcales). En particular, Williams se basó en un gran número de veteranos militares negros, una posible señal para los organizadores contemporáneos. Los llamados pacifistas y los fundamentalistas de la no violencia han olvidado durante mucho tiempo que Rosa Parks pronunció el panegírico en el funeral de Williams en 1996.

Sin embargo, estos ejemplos demuestran que la autodefensa requiere aún más recursos e infraestructuras para apoyar la resistencia contra algo más que agresiones personales o de grupo. Se necesitan centros de recursos y provisiones. Se necesita asistencia sanitaria, suministros médicos y cuidadores. «¿Dónde están los médicos y enfermeras anarquistas?», sigue siendo una pregunta importante. Se necesitan casas seguras y redes de casas seguras.

Es decir, la capacidad de mover suficientes trabajadores para cerrar lugares de trabajo estratégicos en apoyo de la defensa de la comunidad (los lugares de trabajo serán específicos dependiendo de la ciudad, pueblo, etc. , y de las economías y geografías locales), Esto también podría incluir huelgas de barrio (huelgas de alquiler, huelgas de consumo, etc. ) o actos estratégicos de desobediencia e interrupción (saqueo de una tienda de comestibles, toma de una gasolinera, etc. ).

Deseo armado

Es virtualmente imposible derrotar al capital estatal a través del asalto armado. No hay forma de que las clases trabajadoras asuman el nivel de poder de fuego controlado por los gobiernos, grandes y pequeños. Tampoco deberían quererlo. Es un desperdicio masivo de recursos humanos y naturales y materiales. También sirve para estructurar las relaciones sociales como jerárquicas y autoritarias. Al mismo tiempo la defensa armada será necesaria.

La guerra de guerrillas, como parte de una estrategia para asumir el poder del Estado por la fuerza de las armas, no funcionará. Es una estrategia fallida cuyos resultados serían la continuación del poder del Estado. Es un enfoque basado en la suposición errónea de que el capital y los Estados no matarán a la población civil para llegar a las guerrillas. La historia reciente demuestra, por el contrario, que seguirán esa política sin vacilar ni arrepentirse. Los militares estatistas ocuparán territorios, desplazarán a la población y desplegarán la violencia contra comunidades enteras, como demuestran las guerras de Irak y Afganistán.

Sin embargo, algunos jóvenes románticos quieren llevar esta estrategia al vientre de la bestia. Tal fue también la tentación dentro de los movimientos vacilantes de finales de los 60 y principios de los 70. No es sorprendente que esto haya surgido como una opción propuesta cuando los movimientos Occupy se disiparon y fueron sofocados. Eso resultaría desastroso. Los Estados de las democracias liberales disponen de una enorme potencia de fuego, combinada con nuevas técnicas de vigilancia y represión, que no se adaptan al nuevo mundo (Herod 2007, 25), sino que ofrecen al capital una nueva forma de demonizar y atemorizar a los movimientos radicales emergentes: volver a presentar a los anarquistas como terroristas.

Las infraestructuras tendrán que ser defendidas y la lucha armada será probablemente necesaria y eficaz en contextos específicos, como ocurrió en las recientes luchas de masas, como las ocupaciones de la plaza Tahrir durante la Primavera Egipcia. En cualquier caso, los movimientos sociales de América del Norte están muy lejos de plantear el tipo de amenaza a los Estados o al capital que plantearía la cuestión de una lucha armada significativa.

De ello no debe inferirse en modo alguno un compromiso fundamental con la no violencia como principio inquebrantable. La no violencia es un callejón sin salida táctico y práctico. Como sugiere Herod:

La noviolencia es un arma ideológica clave de una clase dominante violenta. Esta clase la utiliza para pacificarnos; utiliza sus medios de comunicación para predicar la noviolencia incesantemente. Tal retórica es un arma eficaz porque todos (excepto ellos) queremos vivir en un mundo pacífico. Haríamos bien en trazar un curso cuidadoso a través de este pantano. (2007, 5)

Así ocurre con las tácticas basadas en la no violencia, como la desobediencia civil no violenta. La evaluación de las protestas que ofrece el organizador anarquista James Herod es instructiva. Para Herod:

Los actos de desobediencia civil no pueden destruir el capitalismo. A veces pueden hacer fuertes declaraciones morales. Pero las declaraciones morales son inútiles contra personas inmorales. Caen en oídos sordos. Por lo tanto, el acto de romper deliberadamente una ley y ser arrestado tiene un valor limitado para romper realmente el poder de los gobernantes. (2007, 29)

Vencer a los Estados y al capital implica, por definición, violencia. Y será necesaria una autodefensa colectiva seriamente organizada a varios niveles.

Represión

Para el preso político Rashid Johnson, «la participación o simpatía de las masas con la resistencia armada táctica organizada es la única forma de lucha que realmente pone en peligro el poder del imperio» (2011, 293). Las infraestructuras de resistencia proporcionan una base logística para construir el apoyo de masas. Muchas de estas infraestructuras fueron destruidas y/o desmovilizadas tras la represión estatal contra el levantamiento de finales de los 60 y principios de los 70. Habrá esfuerzos dedicados por parte de los Estados y el capital para aislar el frente armado de las masas.

En los años 60 y 70, Daniel Patrick Moynihan aconsejó a la administración Nixon que lograra este objetivo, en parte criminalizando la imagen del frente armado. Al igual que hoy, la actividad revolucionaria pasó a considerarse terrorismo. También se hicieron esfuerzos concertados para disolver el apoyo popular de los estratos más bajos y sustituirlo por la conformidad social y el moralismo de la clase media. La «guerra contra el crimen» iniciada primero bajo Nixon, estaba dirigida a detener la expansión de la resistencia armada organizada y las tácticas militantes de la clase trabajadora y la juventud pobre, en particular la juventud negra.

Bajo el NSC 46, el gobierno declaró explícitamente que el crecimiento continuado de las luchas negras por la justicia económica en la década de 1970 requeriría una represión violenta por parte del gobierno para estabilizar las relaciones sociales de la clase trabajadora y las comunidades pobres. El NSC 46 señaló que esas medidas serían «malinterpretadas» tanto dentro como fuera de EEUU y podrían acarrear más problemas a la administración (Johnson 2011, 314). Las élites de los estratos medios, con intereses en el acceso a los mercados capitalistas y su mantenimiento, socavan y acaban sustituyendo a la clase trabajadora y a los pobres entre los dirigentes de base.

Las actividades revolucionarias y las tácticas de lucha armada se demonizan y degradan. Las instituciones existentes se presentan como medios para satisfacer las necesidades sociales y las energías se canalizan hacia instituciones y prácticas estatistas o basadas en el mercado. Como señala Johnson:

El consiguiente encarcelamiento masivo, la criminalización, la concentración de la policía y la vigilancia, y el vasto Complejo Penitenciario-Industrial dirigido especialmente a los negros pobres y urbanos, ha sido una respuesta táctica consciente del imperio para reprimir el fervor anticolonial, anticapitalista y revolucionario entre las clases oprimidas. (2011, 298-99).

No es tiempo de fiesta: Sobre conclusiones erróneas

Las agrupaciones socialistas sectarias, como el Partido Socialista de los Trabajadores (Reino Unido), los Socialistas Internacionales (Canadá), o la Organización Socialista Internacional (EE. UU. ), han argumentado durante mucho tiempo que el fracaso de levantamientos como la Comuna de París o el levantamiento húngaro sugiere la necesidad de un partido centralizado para coordinar la resistencia y pasar a la ofensiva.

Esta no es la conclusión que hay que sacar. Es más bien un caso extremo de sesgo de confirmación. Son constructores de partidos que quieren un papel, por lo que ven en cada fallo la ausencia de un partido y la necesidad de uno en el futuro.

No se trata de que un partido dirija al pueblo, sino que estos casos y otros hablan de una serie de cuestiones, como la necesidad de experiencias de autoorganización y autodeterminación antes de un levantamiento. También hablan de cambios necesarios en la moral y las inhibiciones, sobre la violencia o el respeto a la autoridad, por ejemplo).

Un partido es irrelevante -una distracción- excepto en la posibilidad de desarrollar perspectivas contrahegemónicas y ofrecer algunos recursos compartidos (incluidas armas y municiones, pero ninguna de las agrupaciones sectarias las está organizando). Lo que se necesita son infraestructuras insurreccionales con cierta práctica y experiencia y coordinadas a través de asambleas interconectadas (federadas, si se quiere) en lugares de trabajo y barrios. Incluir economías solidarias para proporcionar apoyo a las comunidades sobre una base no monetaria y no caritativa. Son economías de solidaridad y ayuda mutua. Podrían basarse en lugares de trabajo autogestionados. Pueden incluir, por supuesto, materiales y equipos liberados de lugares de trabajo explotadores. Otra razón para construir sólidas redes de clase trabajadora en el lugar de trabajo en diversos lugares de trabajo.

¿De masas o activistas?

Esto no es en absoluto una sugerencia de que los grupos o comunidades oprimidos o explotados deban esperar para rebelarse o no levantarse cuando lo consideren necesario o se vean impulsados a hacerlo por las circunstancias. En absoluto. Los levantamientos masivos pueden hacer avanzar las cosas muy rápidamente, cambiando las circunstancias y las probabilidades. Pueden cambiar la curva de aprendizaje, y de hecho lo hacen.

La sugerencia aquí es más bien que las insurrecciones activistas, las batallas callejeras, las protestas agresivas, el vandalismo, etc. no son levantamientos populares o de masas y no deben confundirse con ellos.

Tampoco tienen el mismo impacto en los resultados sociales. Aún más, no tienen el mismo potencial para el cambio social, la resistencia, la revolución. Sus repercusiones pueden ser muy negativas, ya que aumentan la represión (de comunidades y grupos que ni siquiera están implicados), la incomprensión y el desprecio de los oprimidos y explotados (que pueden ser rechazados o sufrir las consecuencias de las respuestas a estas acciones activistas).

Al mismo tiempo, también puede decirse que, en cualquier caso, tanto las insurrecciones activistas como los levantamientos de masas tienen más posibilidades de sobrevivir, mantenerse, expandirse o triunfar cuando existen recursos e infraestructuras sustanciales para apoyarlos y defenderlos. Y la defensa siempre será necesaria durante y después de las insurrecciones, los levantamientos e incluso las protestas agresivas.

La idea de que una insurrección activista o una protesta agresiva serán la chispa que encienda el fuego de la pradera o un acto de propaganda por el hecho para espolear aún más la rebelión, no ha dado resultado. Esta formulación es la versión anarquista de la tesis del agitador externo favorecida por los conservadores.

No todos los actos de indignación contra los insultos y lesiones cotidianos de la sociedad capitalista (romper un escaparate, quemar un coche de policía, etc. ) son iguales ni en impacto ni en consecuencia, y no son necesariamente actos insurreccionales, aunque yo pueda disfrutar mucho con todos y cada uno de ellos a nivel personal (y nunca aconsejaría a nadie que prendiera fuego a una propiedad de la policía, nunca).

Hay una diferencia significativa en el carácter, la intensidad y la relevancia entre un barrio negro de Detroit, Ferguson o Los Ángeles que se levanta contra cualquier caso de violencia policial y racismo sistémico y los insurrectos anarquistas que atacan símbolos de la cultura de consumo durante una protesta estudiantil o una manifestación contra los Juegos Olímpicos.

Habrá sangre

En cualquier caso, nunca debe perderse de vista que los anarquistas insurreccionalistas y no insurreccionalistas son anarquistas y como tales desean y buscan la abolición del Estado y del capital. Esto significa, por definición, que se reconoce que el cambio social fundamental, esencial, implicará cierto nivel de violencia -ningún Estado se ha abolido voluntariamente- y que siempre habrá necesidad de autodefensa entre los grupos que buscan el cambio social, que serán blanco (como ya lo son) de la violencia del Estado.

El objetivo de todo anarquismo no es eliminar la violencia en la lucha social (una búsqueda fútil e imposible dada la naturaleza del Estado) sino limitar la cantidad, el grado y la extensión de la violencia y el daño infligido por los agentes del Estado, y sus partidarios vigilantes, a los pobres, oprimidos y explotados. Y esto es parte del énfasis en las infraestructuras insurreccionales. Los recursos y espacios no materiales (emocionales) y materiales son necesarios tanto para defender comunidades y lugares de trabajo bajo ataque como para organizar posibles, y necesarias, ofensivas.

Referencias

Herod, James. 2007. Getting Free: Creating and Association of Democratic Autonomous Neighborhoods. Boston: Lucy Parsons Center.
Johnson, Kevin “Rashid.” 2011. Defying the Tomb: Selected Prison Writing and Art of Kevin “Rashid” Johnson. Montreal: Kersplebedeb.

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¿A las barricadas? – Las limitadas infraestructuras de las calles – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

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¿A las barricadas? – Las limitadas infraestructuras de las calles

Quizá la gran imagen de la insurrección (la infraestructura insurreccional más conocida), la que inspira a los insurrectos todavía hoy, sea la de la barricada.

Las barricadas desempeñaron un papel central en las revueltas de la Europa del siglo XIX y llegaron a tocar la fibra sensible de escritores y artistas, así como de los insurrectos. El símbolo heroico de la barricada se asocia con la Comuna de París, a pesar de su uso mínimo en ese levantamiento.

El término barricada procede del término barriques o barriles. Los barriles llenos de tierra para proporcionar estabilidad y solidez fueron fundamentales en el Día de las Barricadas del 12 de mayo de 1588 en París. Esto proporcionó el modelo para las barricadas a seguir. Los soldados fueron detenidos en su camino. Entre las barricadas de la leyenda y la imaginación insurreccional y revolucionaria están Petrogrado 1917, Berlín 1919, Munich 1919, Barcelona 1936, Madrid 1937, El Cairo 2011. La conexión romántica con glorias pasadas fue el impulso para las barricadas del 10 de mayo de 1968 en París.

La barricada es una infraestructura del momento, una defensa y una base ad hoc, forjadas a medida que surgen los levantamientos. Son nada menos que una cuestión de necesidad de supervivencia y huida si no de iniciativa ofensiva. Utilizando objetos encontrados de las calles (entonces carros, carretas, puestos callejeros, ahora coches, camiones, cubos de basura, cajas de periódicos, siempre ladrillos y piedras del pavimento) la barricada puede crecer rápida y espontáneamente para proporcionar una forma esencial de protección. Y pueden extenderse rápidamente, con relativa facilidad. Aún más, pueden ser eficaces – hasta cierto punto y durante un tiempo.

Para Hazen, las barricadas victoriosas «son las que inmovilizan a las fuerzas de la represión, paralizan sus movimientos y terminan por ahogarlas hasta la impotencia» (2013, ix). El historiador, sin embargo, tiene que concluir que la historia de las barricadas «es sólo una sucesión de derrotas» (2013, x). Las victorias, cuando las ha habido, han sido de corta duración y con retrocesos. En particular, la Revolución Francesa hizo un uso mínimo de la barricada.

Hazen sugiere que la barricada no es un repliegue regular. Su virtud especial sugiere «es proliferar y formar una red que atraviesa el espacio de la ciudad», una «facultad de multiplicación rápida» que puede hacer de la barricada una herramienta ofensiva (2013, ix). Como Hazen reflexiona:

A lo largo del siglo XIX, la barricada fue una forma simbólica de insurrección: desempedrar una calle, volcar un carro, amontonar muebles, es dar una señal, mostrar la propia determinación de luchar, y luchar juntos. Las barricadas forman una red que une a los combatientes y da unidad a la lucha, incluso cuando carece de un líder o de un plan general. (2013, 123).

Sin embargo, esta forma simbólica ofrece poco en el sentido de un modelo de autodefensa contra las fuerzas de un Estado moderno y mecanizado, pero sirve como esperanza tácita para la defensa de los insurrectos que creen que una batalla callejera puede desencadenar un levantamiento contra los Estados y el capital.

El apogeo de la barricada

Lo que el historiador Eric Hazen denomina las «primeras barricadas proletarias» fueron construidas por trabajadores textiles en Lyon en 1831 (2013, 53).

Y, hay que señalar, que los obreros estaban armados y fueron capaces de hacer prisionera a la también armada Guardia Nacional de Lyon. Cuando el ejército intentó asaltar la ciudad se vio frustrado por las barricadas.

Una vez más, los vecinos hicieron llover piedras y tejas sobre las cabezas de los soldados desde las casas situadas en las zonas de las barricadas. No se trataba de simples obstáculos callejeros. En un día, los insurgentes habían tomado la ciudad de Lyon.

La insurgencia fue rápidamente derrotada, ya que la falta de visión política y de experiencia en el gobierno de industrias y barrios impidió la consolidación del poder proletario (Hazen 2013, 57). Para entonces, el gobierno había reunido al ejército a las puertas de la ciudad y había desarmado a los trabajadores y arrestado a los principales organizadores (Hazen 2013, 57). Así pues, la lección de la necesidad de experiencias de gobierno federado antes del levantamiento se puso de manifiesto muy pronto en los levantamientos proletarios, y así ha sido desde entonces, a pesar de la esperanza del deseo insurreccional. Cabe destacar también que esta es una lección que se repitió más tarde en otros contextos, como las huelgas generales, en las que los trabajadores deben asumir muchas de las actividades cotidianas de provisión y servicios sociales que antes dirigían el gobierno o las empresas.

De hecho, tras el levantamiento de Lyon, el proletariado se dedicó a construir infraestructuras de resistencia en la ciudad, dándose cuenta orgánicamente de la necesidad de recursos sociales y del impacto que su falta había tenido en la derrota de la insurrección. El resultado fue el desarrollo, meses más tarde, de una huelga general en la ciudad, a la que siguió una insurrección que, desgraciadamente, acabó con la derrota del proletariado. Aún así, un pequeño número de trabajadores, mal armados, sin coordinación ni mando, levantaron barricadas para mantener a raya a ejércitos de 8. 000 personas durante aproximadamente una semana.

En la insurrección de 1848 en París, el pueblo saqueó las armerías de la Guardia Nacional y construyó barricadas, lo que también demostró la importancia del vecindario y el uso de la defensa armada como elemento central del levantamiento.

El propio Bakunin describe los acontecimientos del 24 de febrero, poco después de su llegada de Bélgica:

Esta enorme ciudad, centro de la cultura europea, se había convertido de repente en un Cáucaso salvaje. En cada calle, casi por todas partes, barricadas erigidas como montañas y elevándose hasta los tejados; por encima de estas barricadas, entre piedras y edificios dañados, como georgianos en sus tejados, obreros en blusas, negros de pólvora y armados hasta los dientes [. . . ]. Y en medio de esta alegría sin límites, de esta embriaguez, todo se había vuelto tan gentil, tan humano, tan agradable, honesto, modesto, educado, amable e inteligente, que algo así sólo puede verse en Francia, e incluso aquí sólo en París. (citado en Hazen 2013, 73)

Este fue el comienzo del fuego que se extendería por toda Europa en 1848, un fuego del que el Manifiesto Comunista no fue más que un producto político. Hazen señala, en cualquier caso, que la chispa de París que se convirtió en la «primavera de los pueblos» de 1848 cayó sobre leña que ya había sido bien preparada (2013, 75). Entre las insurrecciones notables fue el levantamiento de Milán en marzo. Allí una población unificada lanzó una insurrección impresionante que vio combates sostenidos en el transcurso de cinco días. Los enardecidos habitantes de la ciudad lograron expulsar de ella a la guarnición de 13. 000 soldados comandada nada menos que por el despiadado mariscal de campo austriaco Radetzky (Ginsborg 2004, 11).

Las reivindicaciones se limitaron a las de unidad nacional, excepto en las zonas donde se habían desarrollado recursos radicales en red. En esas zonas se presionó por las libertades democráticas y el armamento del pueblo (Hazen 2013, 76). De nuevo la necesidad de infraestructuras insurreccionales es esencial. Las ideas radicales no surgen de la nada por un acto inspirador. La noción de propaganda del hecho, y las insurrecciones relacionadas con ella, presuponen que hay sectores del público dispuestos a «leer», comprender y estar de acuerdo con la propaganda, y eso ocurre cuando ya se han alimentado y llevado a cabo espacios de discusión y debate.

En caso tras caso de insurrección los ejércitos del absolutismo se retiraron ante los insurgentes sin haber sido mermados. Eso resultaría fatal. A finales de 1848 el orden absolutista había sido restaurado (Hazen 2013, 79).

Notablemente, en la insurrección de Dresde de 1849, nada menos que Bakunin ofrecería una sombría evaluación de las barricadas como infraestructuras adecuadas para la insurrección, en palabras de su amigo Richard Wagner, que también observó la insurrección:

El casco antiguo de Dresde, con sus barricadas, era un espectáculo bastante interesante para los espectadores. Yo miraba con asombro y disgusto, pero mi atención se distrajo de repente al ver a Bakunin salir de su escondite y vagar entre las barricadas con un abrigo negro. Pero estaba muy equivocado al pensar que estaría contento con lo que vio; reconoció la ineficacia infantil de todas las medidas que se habían tomado para la defensa, y declaró que la única satisfacción que podía sentir en el estado de cosas era que no necesitaba preocuparse por la policía, sino que podía considerar con calma la cuestión de ir a otro lugar. (citado en Hazen 2013, 81)

El propio Wagner ofreció una valoración poco elogiosa de la sostenibilidad insurreccional de la barricada: «Persistir en la defensa de calles aisladas con barricadas en Dresde podría, por otra parte, prestar poco más que el carácter de un disturbio urbano a la contienda, aunque fue perseguido con el mayor coraje» (citado en Hazen 2013, 82). Por lo tanto, uno no cuestiona la energía o el compromiso de los insurrectos. Pero tu no puede ser sostenido sólo por la esperanza y la ira y el coraje, por la poesía de la acción. Se necesitan infraestructuras insurreccionales.

Febrero de 1848 en París marcaría el momento de las últimas barricadas realmente victoriosas (Hazen 2013, 85). Como señala Hazen: «A partir de esa fecha, todas las batallas urbanas en las que la insurrección basara su táctica en las barricadas serían derrotadas» (2013, 85). El carácter de la lucha urbana y los recursos de que disponía el Estado para librar batallas urbanas habían cambiado fundamentalmente. A esas alturas, con el desarrollo del fuego de artillería, estaba claro que tales insurrecciones sólo podían ser defensivas, momentánea y fatalmente.

Sin embargo, esto es lo que los insurrectos contemporáneos instigaban y consideraban como un gran golpe contra el sistema:

«mientras los insurrectos fumaban sus pipas detrás de los adoquines, el enemigo concentraba sucesivamente todas sus fuerzas en un punto, luego en un segundo, en un tercero, en un cuarto, y de este modo exterminaba la insurrección pieza por pieza» (citado en Hazen 2013, 96).

Tras el derribo de las barricadas de junio y la masacre de al menos 10. 000 insurrectos, Blanqui ofreció este duro balance. En su opinión:

No hay ningún punto de dirección ni de mando general, ni siquiera de concertación entre los combatientes. Cada barricada tiene su grupo particular, más o menos numeroso pero siempre aislado [. . . ]. A menudo ni siquiera hay un jefe que dirija la defensa. Los combatientes hacen lo que les da la gana. Se quedan, se van, vuelven, como les parece. Por la noche se van a casa a dormir [. . . ].»Que cada uno defienda su puesto y todo irá bien», dicen los más sólidos. Este singular razonamiento deriva del hecho de que la mayoría de los insurgentes luchan en su propio barrio, un error capital con consecuencias desastrosas tras la derrota, especialmente en términos de denuncia por parte de los vecinos. Pues, con un sistema así, la derrota es inevitable. (citado en Hazen 2013, 95)

Nótese que Blanqui ofrece un punto de vista que se opone a gran parte de la opinión sobre las barricadas y el emplazamiento. No argumenta a favor de un enfoque alternativo ni por qué sería más eficaz.

Para Tocqueville, las barricadas de junio de 1848 no eran una lucha política, sino una lucha de clases, una «guerra servil» en sus términos, un buen término (citado en Hazen 2013, 86). Tocqueville observó la coordinación que puede surgir en tales batallas callejeras. En sus palabras:

La más grande y la más extraña que había tenido lugar en nuestra historia, o quizás en la de cualquier otra nación; la más grande porque durante cuatro días participaron en ella más de cien mil hombres, y hubo cinco generales muertos; la más extraña, porque los insurgentes luchaban sin grito de guerra, líderes ni bandera, y sin embargo mostraron maravillosos poderes de coordinación y una pericia militar que asombró a los oficiales más experimentados. (citado en Hazen 2013, 85)

La barricada es recordada hoy como el símbolo de la Comuna de París, que duró setenta días entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871. Sin embargo, como señala el historiador Eric Hazen, las barricadas sólo desempeñaron un papel en la última semana de la Comuna. Se recuerda menos que París quedó aislada y en el punto de mira de Adolphe Thiers porque las comunas de Limoges, Marsella y Narbona habían sido sofocadas en pocos días.

Un participante crítico, Lefrançais, llegó a la conclusión de que las tendencias autoritarias de la Comuna condujeron a su derrota, ya que la centralización iba en contra de la autoorganización para la defensa. En sus palabras:

Los veinticinco años transcurridos desde entonces no han hecho sino convencerme aún más de que esta minoría [los críticos descentralistas] tenía razón, y de que el proletariado nunca logrará emanciparse verdaderamente sin librarse de la República, última forma de gobierno autoritario, y en modo alguno la menos perjudicial. (citado en Hazen 2013, 110, n. 2)

La defensa se unió cuando las fuerzas del gobierno entraron en París, pero para entonces ya era demasiado tarde (Hazen 2013, 110). La defensa no había sido preparada y las infraestructuras necesarias para la defensa estaban ausentes o poco desarrolladas. Lefrançais señala que en una barricada había cañones y ametralladoras, pero en ocho semanas nadie había pensado en limpiarlos ni se había molestado en hacer el trabajo necesario (Hazen 2013, 112).

La necesidad de los barrios

La barricada, en su forma a largo plazo, surge cuando hay una calle, un barrio, una forma de vida de distrito que defender y redes, recursos e infraestructuras preexistentes para hacerlo (Hazen 2013, x). Allí es donde también hay algunas conexiones preexistentes, sentimientos, visiones del mundo; una fuerte conciencia colectiva en términos de Emile Durkheim. Como he argumentado en otro lugar, estas visiones del mundo compartidas requieren un ecosistema para crecer y florecer. Éstas son precisamente las incubadoras proporcionadas por las infraestructuras de resistencia.

En ellas participan los trabajadores de la calle y los jóvenes de los barrios, aspectos que faltan en las insurrecciones de protesta y que pueden verse como perjuicios para los trabajadores de la calle o los jóvenes locales, que sentirán el impacto de las represalias de la policía y el Estado en general.

Una insurrección política no es lo mismo que una revuelta popular. Sin embargo, la clave de estas primeras barricadas fue el apoyo (munición de apoyo) de las casas y apartamentos vecinos, que arrojaban piedras y otros objetos a las tropas desde las ventanas y tejados.

Sobre la importancia de los barrios conectados con relaciones sociales e historias e intereses compartidos, Hazen señala extensamente:

Por último, también ha cambiado la forma de poblar las ciudades. La barricada tradicional era levantada en una calle por sus propios habitantes, hombres, mujeres y niños, que también trabajaban allí o cerca, y estaban dispuestos a morir allí. Con la organización capitalista de la vida urbana, este pueblo callejero ha desaparecido. Los proletarios se vieron obligados a trabajar cada vez más lejos de donde vivían, y el lugar de la lucha se trasladó a la fábrica, donde no tenía sentido amontonar adoquines. (2013, 126)

Los grandes bulevares abiertos de la ciudad moderna son menos adecuados para las barricadas que las estrechas y serpenteantes calles de la vieja Europa (Hazen 2013, 125).

En las calles

La insurrección toma las calles como principales campos de batalla, una visión que el historiador Eric Hazen sugiere que es tan antigua como las propias ciudades (2013, ix). Sin embargo, debemos preguntarnos si esto todavía se puede decir de las calles en el período actual de armas de largo alcance controladas predominantemente por estados mecanizados avanzados. La superioridad aérea también, incluso a niveles básicos como helicópteros y aviones no tripulados como los que se despliegan actualmente en los principales centros urbanos como Surrey, Columbia Británica, plantea más preguntas sobre la viabilidad de la barricada y las insurrecciones sin infraestructuras.

Sin embargo, en el contexto actual de (des)organización en Norteamérica, los insurrectos contemporáneos disponen de aún menos recursos que la barricada, y la mayoría de las acciones insurreccionales en esos contextos son improvisadas y espontáneas (lo que, de todos modos, lleva a depender de la barricada montada a toda prisa).

He visto directamente y he participado en ello de primera mano en batallas callejeras que van desde las manifestaciones antiglobalización contra el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en Washington, DC en 2000 hasta los disturbios policiales del 15 de junio en Toronto en 2001, pasando por las protestas de 2001 en la ciudad de Quebec, asaltada por gases lacrimógenos y cañones de agua, hasta las movilizaciones de 2010 contra los Juegos Olímpicos en Vancouver (así como algunas situaciones de menor envergadura). Cualquiera que haya participado en estas batallas estará familiarizado con la lucha por derribar y arrastrar contenedores de basura, cajas de periódicos, cubos de basura, carteles publicitarios, etc. simplemente para detener el avance de la policía.

Los levantamientos contemporáneos deben obstruir e impedir los flujos de energía, información y comunicación. Sus lugares no son las calles, sino las líneas de ferrocarril, los muelles y los nodos logísticos. Los medios no son la insurrección, sino el sabotaje, como he escrito en otro lugar (Shantz 2016).

Referencias

Ginsborg, Paul. 2004. Silvio Berlusconi: Television, Power and Patrimony. London: Verso.
Hazen, Eric. 2013. A History of the Barricade. London: Verso.
Shantz, Jeff. 2016. “Sabotage and the Flows of Capital: Communities Resist Assaults on Nature.” Fifth Estate 395. https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-sabotage-theflows-
of-capital.

La llamada a la insurrección – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

Dedicado a Eva Ureta
Rompiendo sus ventanas y construyendo nuestras infraestructuras

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La llamada a la insurrección

La insurrección sigue ocupando un lugar central en la imaginación de muchos activistas, incluyendo, especialmente, a muchos que se identifican como anarquistas.

En efecto, como se ha mencionado anteriormente, existe una poderosa tendencia insurreccionalista dentro del anarquismo contemporáneo.

Sin embargo, a pesar de su potencia para avivar sentimientos de euforia y liberación emocional, y del dramatismo visual de la imaginería insurreccional, las insurrecciones tienen pocas esperanzas de derribar las estructuras capitalistas estatales. Por mucho que los momentos insurreccionales liberen sentimientos de justa indignación -el grito contra la injusticia y la opresión-, normalmente proporcionan la cobertura legitimadora que permite a los Estados y al capital desatar un torrente de condenas moralistas y reafirmaciones de la civilidad burguesa.

Como atestiguan los recientes disturbios en mi actual zona de residencia (Vancouver), la respuesta del Estado a los momentos insurreccionales es abrumadoramente la represión, la vigilancia y el impulso a la autorregulación de las poblaciones de clase trabajadora. Tras los disturbios del hockey en Vancouver en 2011, por ejemplo, se presionó, engatusó y animó a la clase trabajadora para que se convirtiera en soplona y delatara a cualquiera que pudiera reconocer en las abundantes imágenes de los disturbios que se difundieron en numerosos lugares públicos, privados y comunitarios.

La difusión de cámaras de vigilancia, la proliferación de dispositivos de grabación personales y la decepcionante disposición de los ciudadanos «decentes» a delatar a sus vecinos y compañeros de trabajo, como ha demostrado dolorosamente Vancouver, significa que muchos participantes en actos insurreccionales serán detenidos fácilmente y condenados a penas a menudo largas y normalmente desproporcionadas.

Como he escrito en otro lugar (Shantz 2012), en ausencia de contextos sociales relevantes, y de relaciones comprometidas con los semejantes, que proporcionen una base para comprender y apreciar la necesidad de acciones insurreccionales, la gente es propensa a responder de forma reactiva adoptando el lenguaje socialmente normalizado de la indignación moral o la confusión ante tales actos.

Sobre el insurreccionalismo

La noción de insurrección resulta curiosa en el contexto actual de recursos y capacidades de autodefensa poco desarrollados entre activistas progresistas, anarquistas, comunistas, etc. Resulta aún más cuestionable en un contexto en el que las fuerzas de la reacción y el fascismo naciente están al menos bien armadas y cada vez mejor organizadas.

Hablar seriamente de insurrección significa ser capaz de desplegar cierta capacidad de combate, lo que incluye el uso de armamento, algo inevitable dados los requisitos de un levantamiento real en un contexto de capacidades ya desarrolladas de los oponentes a los levantamientos insurreccionales, incluidos los grupos armados de milicias de derechas. Hablar de insurrección significa que dispararán, y más vale estar preparado, al menos en ciertos contextos, para devolver los disparos.
Aunque nunca lo admitan, la mayoría de los defensores del insurreccionalismo están avanzando en una perspectiva que se corresponde con la teoría del foco del Che Guevara de un levantamiento fomentado por un pequeño grupo de revolucionarios dedicados. Esto es poco práctico y peligroso en el contexto actual de los entornos urbanos capitalistas avanzados, especialmente en una situación en la que las infraestructuras de resistencia reales y significativas están ausentes o poco desarrolladas.

La mayoría de los anarquistas en América del Norte no saben disparar correctamente, aunque algunos están empezando a aprender desde la elección de Trump, sobre todo a raíz de Charlottesville. Las milicias de derecha y los miembros de la Asociación Nacional del Rifle «son peligrosamente competentes» en lo que respecta al uso de armas (Johnson 2011, 87). Al mismo tiempo, Rashid Johnson sostiene que el carácter de clase de las milicias de derecha y los supervivientes sugiere que algunos podrían ser aliados potenciales. Tienen una oposición incipiente y confusa al capitalismo monopolista. Está oscurecido por las teorías de la conspiración, la paranoia y el fundamentalismo religioso, y es evidente que necesita cierta educación ideológica. Sin embargo, quizá no queramos darle mucha importancia.

La lucha armada o la insurrección en un contexto capitalista avanzado no pueden funcionar en abstracto. Desarrollar esa base requiere establecer infraestructuras de resistencia. La acción está en la organización.

El señuelo de la violencia

El capitalismo de Estado y el colonialismo de colonos son siempre inherentemente violentos. Ése es su carácter fundacional y distintivo. Se desarrollan y estructuran mediante la violencia de la desposesión, el desplazamiento, la ocupación y la explotación (de la tierra y el trabajo). La violencia cotidiana de la policía, la seguridad y el ejército mantiene este sistema de acumulación mediante el robo. En contextos de capitalismo de Estado, la ausencia de guerra no es la presencia de paz (la guerra social es la realidad).

La cuestión de la violencia es una cuestión de estrategia o táctica si se acepta la necesidad de la revuelta y la revolución. Como dijo Friedrich Engels: «Una revolución no es una fiesta del té». La cuestión de la violencia es subordinada, pero más fundamental es la cuestión de cómo un movimiento o tendencia insurreccional se organiza y centra sus acciones. La violencia debe dirigirse únicamente a arrebatar el control económico y político de las manos de las clases dominantes para que las masas populares puedan gobernar sus propias vidas.

El «nihilismo revolucionario» de personajes como Nechaev, que han utilizado la tapadera de la anarquía para vender una violencia antisocial y tácticamente empobrecida, es el resultado de una evaluación inadecuada de las fuerzas de clase y de la desesperación de quienes están desvinculados del poder social de la clase obrera. Cabe destacar que cierto nihilismo ha vuelto a hacerse popular entre una generación más joven de personas perjudicadas por el capitalismo y que se han quedado con una sensación familiar de «no tener futuro», pero que carecen de conexión con las infraestructuras y los recursos que plantearían posibilidades reales de un futuro alternativo. El pesimismo, aunque comprensible dadas las dificultades a las que se enfrentan quienes buscan un cambio radical, no puede proporcionar una base para la organización revolucionaria. La falta de comprensión de las fuerzas de clase en la sociedad conduce al camino de la actividad mercenaria o el nihilismo y a la pérdida del propósito revolucionario. Existe una tendencia a dar glamour a la violencia sin disciplina política ni educación. Estos últimos atributos se consiguen a través de la organización cotidiana arraigada en las infraestructuras comunitarias.

La sociedad está estructurada en la violencia. La elección no es entre violencia y no violencia sino, más bien, sobre el equilibrio de fuerzas comprometidas en la violencia en cada lado. La violencia, más que las palabras, ofrece al menos cierto sentido de reivindicación. Pero los atrevidos actos de violencia son contraproducentes y sirven en gran medida para presentar a las potencias dominantes como «militarmente invulnerables» (Johnson 2011, 104).

Conexiones comunitarias para la insurrección

Los revolucionarios deben estar conectados con las comunidades de la clase trabajadora y los pobres. Como sugiere Johnson: «Sin el apoyo de las masas, no puede haber movimiento de masas; de hecho, nuestra lucha no es nada si no está orientada a las masas, aislados de y contra el pueblo, nos convertimos en señores de la guerra – no mejores que el enemigo» (Johnson the call for insurrection 2011, 107). Y esta conectividad no se desarrollará mágicamente a través de los actos supuestamente liberadores o educativos de la insurrección (sin contexto ni base).

Esto se relaciona con la noción insurreccional de la propaganda del hecho y la suposición de que los actos inspiradores inspirarán la acción. La propaganda más eficaz es la construcción de una capacidad para satisfacer las necesidades de las personas, mientras se avanza en las habilidades para luchar contra los sistemas actuales de explotación y opresión.

Se reconoce que las experiencias de lucha social y conflicto social son fundamentales para transformar las perspectivas y la comprensión de las personas, así como para cambiar la forma en que se relacionan entre sí, en términos de solidaridad y ayuda mutua. Muchos entienden que sus condiciones sociales son injustas y explotadoras. Lo que es menos común es una idea de qué hacer al respecto o una creencia razonable, por no hablar de expectativa, de que existen alternativas alcanzables y significativas. Y parte de esta brecha es consecuencia directa de la ausencia -la diezma y el declive- de infraestructuras insurreccionales.

La conciencia de clase es algo que se desarrolla a través de las experiencias de la gente en el mundo real de las luchas cotidianas. No es algo producido por la izquierda o por los radicales. Es algo que puede ser informado y sostenido en infraestructuras colectivas y compartidas. En cualquier caso, la conciencia es contradictoria y no hay conciencia perfecta necesaria o posible antes de la acción. Esta es una afirmación básica contra los enfoques idealistas.

La participación y el entusiasmo de los miembros no activistas de la comunidad sólo se ganarán «haciéndoles ver y sentir los beneficios materiales y las necesidades del cambio revolucionario» (Johnson 2011, 91). Debe haber victorias tangibles y ganancias materiales. La gente debe ver resultados y tener razones para creer que la organización y la participación activa dentro de las luchas sociales mejorarán sus vidas de manera real y significativa. Los organizadores deben ser capaces de ayudar a la gente y a sus comunidades a desarrollar capacidades para satisfacer las necesidades materiales «que el Estado enemigo no puede y no quiere proporcionar» (Johnson 2011, 91).

Los programas comunitarios de supervivencia organizados por el Partido de las Panteras Negras en ciudades de todo EE. UU. ofrecen importantes ejemplos de ello. Para Rashid Johnson esto va mucho más lejos:

Se trata del cómo construir una base de masas segura desde y dentro de la cual pueda operar eficazmente un Ejército Popular, y de la que el movimiento pueda extraer trabajadores y soldados. (2011, 91)

Los miembros de los grupos no elitistas necesitamos oportunidades para cambiar la forma en que interactuamos económicamente entre nosotros (Johnson 2011, 98), por lo que necesitamos espacios y lugares para practicar la cooperación entre nosotros y ampliar las formas de cooperación en las que ya estamos comprometidos, en lugar de vernos obligados por las circunstancias económicas a actuar de forma competitiva, engañosa, dominante o vengativa. Las prácticas cooperativas, y el establecimiento de espacios y lugares para llevarlas a cabo y ampliarlas, forman parte de procesos de revolución de nuestros valores, así como de nuestras relaciones sociales. Habrá que trabajar mucho para superar los valores capitalistas de avaricia y engaño.

Para que la gente responda positivamente, y lo hará, a las ideas revolucionarias, necesita ver algunas posibilidades realistas de éxito. Luchar y ganar aumenta la confianza y la moral, pero también las capacidades para luchar más. Perder condiciona a la gente a esperar más derrotas. Contribuye al derrotismo y a la decepción. Y conduce a la defensividad y a la evitación. Las victorias son importantes y es crucial pensar seriamente en cómo podemos ganar victorias significativas.

Cuando los organizadores no están preparados para luchar, las autoridades los reprimen con facilidad, lo que refuerza la creencia de que los movimientos no pueden ganar. Organizarse sin prepararse para la autodefensa revolucionaria contra las autoridades es, en realidad, preparar a la gente para ser derrotista. Para Johnson: «La gente reacciona cuando ve que la resistencia es posible» (Johnson 2011, 115).

Los organizadores anticapitalistas no pueden hacer proselitismo en el vacío, sino que deben desarrollar soluciones funcionalistas claras. Los movimientos necesitan «programas de servicio social a través de los cuales llegar materialmente a las amplias masas, mostrándoles la necesidad de luchar y dándoles algo por lo que luchar». (Johnson 2011, 133). Los organizadores anticapitalistas deben ensuciarse las manos en proyectos basados en las masas. Deben organizar a la gente en torno a la satisfacción de sus propias necesidades. No basta con dedicarse al trabajo de agitación, como en periodos de poca lucha o desmovilización quizás. Un análisis crítico del capitalismo y el imperialismo no es suficiente.

Los centros de salud, las escuelas, el suministro de ropa y alimentos, las instalaciones comunitarias y el ocio juvenil son algunos de los servicios necesarios que hay que proporcionar. En cierto sentido, no hay victorias pequeñas. Incluso los éxitos aparentemente menores pueden representar avances importantes, sobre todo para aumentar la confianza de la gente y la sensación de que la lucha no es una pérdida de tiempo y energía. Perder en la escuela, en el trabajo, en los tribunales de vivienda o en las oficinas de asistencia social conduce a la expectativa de fracaso y a la aceptación de la derrota, y puede contribuir a lo que los psicólogos denominan indefensión aprendida. Las victorias, incluso las aparentemente pequeñas, pueden romper esa sensación de desesperanza o inutilidad. He sido testigo de cómo numerosas personas se transformaban, casi inmediatamente, de escépticos ansiosos a militantes comprometidos a través de algo tan sencillo como ganar la impugnación de un caso de asistencia social o enfrentarse con éxito a un mal jefe por una disputa salarial o a un casero por una orden de desahucio.

Muchos de los que se unen a los movimientos lo hacen por el deseo de encontrar una comunidad o seguridad, más que por la adhesión a los principios específicos que defienden. Para Johnson: «Se puede movilizar a la gente para que apoye, o al menos se muestre neutral ante, casi cualquier causa -incluso algo tan contraproducente como un mercado de drogas al aire libre en un barrio- si se les da una sensación de beneficio objetivo, seguridad y comunidad» (Johnson 2011, 161). Una vez que las personas ven que las estructuras establecidas no quieren o no pueden satisfacer las necesidades básicas -y se dispone de alternativas- lucharán por romper con esas estructuras.

Las autoridades son conscientes de ello y suelen responder con represión en los casos en que esto parece estar ocurriendo, incluso en las primeras fases. El ejemplo de la respuesta estatal a los movimientos Occupy en varias ciudades no es más que un ejemplo reciente.

Hay una necesidad acuciante de desarrollar y organizar bases de apoyo logístico que puedan movilizar, apoyar y alimentar actividades que puedan convertirse en luchas revolucionarias. De lo contrario, el descontento puede disiparse o convertirse en válvulas de escape para las presiones sistémicas, en un desahogo pero poco más.

Los pequeños grupos no pueden, a pesar de los mejores deseos de los insurrectos, provocar levantamientos masivos o «fabricar la revolución», o construir las condiciones que conducirán a la rebelión masiva. Los Estados y el capital pueden sostener los efectos de actos individuales e inconexos de disidencia o protesta. No pueden tolerar los efectos de la guerra de clases (Johnson 2011, 309). Una vez más, haremos bien en recordar las cautelosas notas de John Gerassi en referencia al Partido de las Panteras Negras y sus estrategias y tácticas, citadas anteriormente. El fracaso refuerza el pesimismo condicionado. Como sugiere Johnson:

Y cuando nos atrevimos a desafiar las probabilidades (con una falta total de unidad coordinada y de atención a la estrategia, la táctica y la logística), nos condicionaron a creer (con cierta justificación) que su violencia refleja, su venganza, sería tan brutal y generalizada que el sufrimiento resultante que provocaba nuestra resistencia no merecía la pena. Por lo tanto -el fracaso condujo al pesimismo- se neutralizó cualquier idea de librar una lucha exitosa por la libertad de las masas. (2011, 142-43).

Además, el resultado de las victorias es que «su moral y su deseo de participar en la resistencia alcanzan cotas imprevistas» (Johnson 2011, 115). La necesidad de preparación y de infraestructuras fiables es acuciante. Como sugiere Johnson:

Obviamente, no se puede depositar una confianza ciega en un grupo de personas inconscientes y desorganizadas esperando que sean la llamada a la insurrección. Esto sería tan ridículo como esperar que una masa de gente movilizara espontáneamente un ejército y derrotara rápidamente a otro ejército bien entrenado, abastecido y adecuadamente comandado, mientras el primero no tiene un liderazgo estratégico que supiera cómo organizar todos los factores relevantes – tácticos, logísticos y estratégicos – para cohesionarlos en una fuerza de combate efectiva. (Johnson 2011, 231)

Las infraestructuras compartidas proporcionan espacios y recursos para las luchas compartidas y refuerzan las relaciones compartidas. Las infraestructuras son necesarias en los ámbitos de la vida compartida -lugares de trabajo, barrios, etc. Las infraestructuras insurreccionales proporcionan experimentos para producir y vivir colectivamente más allá del Estado y el capital.

Cuando personas de diversos orígenes sociales trabajamos juntas para identificar, perseguir y asegurar nuestros propios objetivos e intereses (en lugar de trabajar juntas a la fuerza para satisfacer las necesidades de valor del capital como en el lugar de trabajo capitalista) podemos ver que compartimos intereses con otros entre los explotados y oprimidos y, además, que tenemos capacidades para desarrollar alternativas en nuestros propios términos. Nuestros intereses y necesidades (alimentación, vivienda, vestido, salud, educación, placer, deseo, amor) son en gran medida los mismos y en gran medida insatisfechos en las actuales condiciones capitalistas de estado.

Conclusión

Los insurrectos a menudo se lamentan del hecho de que los movimientos se recuperan antes de convertirse en levantamientos, de que pierden su impulso antes de convertirse en levantamientos en toda regla. Sin embargo, estos insurrectos rara vez se dan cuenta de que la razón de esto no son simplemente los tejemanejes recuperativos de los liberales y las ONG (aunque ciertamente ocurren), sino la falta de infraestructuras insurreccionales que puedan proporcionar el andamiaje necesario para mantener el impulso, reavivar el fuego y sostener las energías y los impulsos insurreccionales. Son estas infraestructuras insurreccionales las que apoyan a las fuerzas insurreccionales y las conectan con otras que participan en este tipo de luchas en otros conflictos.

Con demasiada frecuencia, la atención se centra en las mantas liberales que apagan los fuegos insurreccionales, en lugar de en las infraestructuras insurreccionales que pueden alimentarlos. Al mismo tiempo, los insurrectos plantean la acción en sí misma, típicamente dramáticos estallidos callejeros, como un antídoto contra la timidez que se extenderá como un reguero de pólvora. Rara vez ocurre así en el contexto norteamericano.

Como sugiere el organizador anarquista James Herod: «Cuando todo haya terminado, estos insurrectos se presentarán a trabajar como siempre o se pondrán de nuevo en la cola del paro. Nada ha cambiado. Nada se ha organizado. No se han creado nuevas asociaciones» (2007, 29). El impacto para el capital es mínimo, más allá quizá de las primas de los seguros. Como se pregunta Herod: Todo lo que tienen que hacer es acordonar la zona de la conflagración, esperar a que los incendios se extingan, entrar y detener a miles de personas al azar, y luego marcharse, dejando que los «alborotadores» se las arreglen como puedan con sus barrios en ruinas» (2007, 29).

La noción de que las insurrecciones pueden encender espontáneamente una chispa que hará que el capitalismo se incendie quizás por última vez es algo de lo que los revolucionarios anarquistas deberían desprenderse. Podríamos concluir con Herod que afirma sin romanticismo:

«Las insurrecciones no pueden destruir el capitalismo. Ni siquiera creo que la clase dominante les tenga ya miedo. Puedes alborotar las calles todo lo que quieras, quemar tus barrios y saquear todas las tiendas locales a tu antojo. Ellos saben que esto no irá a ninguna parte. Saben que la rabia ciega se consumirá sola» (2007, 29).

Es necesario construir y mantener infraestructuras que permitan una lucha ofensiva sostenida, en lugar de reactiva, como sugiere Herod: «Lo que falta es la libre asociación, las asambleas libres, a nivel local. Si las añadiéramos a la mezcla, empezaríamos a llegar a alguna parte. Podríamos atacar a la clase dominante en todos los frentes» (2007, 31). El objetivo no es crear una alternativa que pueda contenerse dentro de las estructuras existentes, sino más bien desestabilizar y destruir dichas estructuras.

Referencias

Johnson, Kevin “Rashid.” 2011. Defying the Tomb: Selected Prison Writing and Art of Kevin “Rashid” Johnson. Montreal: Kersplebedeb.
Shantz, Jeff. 2012. Green Syndicalism: An Alternative Red/Green Vision. Syracuse: Syracuse University Press.

Quiero disturbios – Nosotros contra ellos en las calles – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

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Quiero disturbios – Nosotros contra ellos en la calle

El término disturbios se utiliza popularmente para describir actos colectivos de rebelión, disturbios o desórdenes, que suelen implicar daños o destrucción de la propiedad y/o violencia personal.

Los disturbios suelen producirse en espacios públicos, como calles urbanas o plazas, pero también pueden ocurrir en espacios cerrados, como prisiones. Los disturbios suelen describirse como descoordinados, espontáneos y desorganizados, aunque muchas investigaciones recientes sugieren que los disturbios pueden estar planificados y a menudo desarrollan su propia lógica y formas de solidaridad coordinada en el transcurso de los disturbios. Los disturbios estallan por diversas razones y existen diferentes tipos de disturbios en función del foco principal de ira o la razón de su aparición. Entre ellos se incluyen los disturbios económicos (como los relacionados con la alimentación o la vivienda), los disturbios políticos (como los relacionados con la represión gubernamental, el servicio militar obligatorio o los impuestos), los «disturbios raciales» (basados en diferencias étnicas o culturales) o los disturbios deportivos (los que se producen tras las victorias o derrotas de un equipo o que implican enfrentamientos entre sus seguidores).

Independientemente de la causa principal de los disturbios, los analistas de los disturbios reconocen en general que suele haber un aspecto económico o de clase en los disturbios. Algunos comentaristas (véase Barnholden) sugieren que en los contextos socioeconómicos de las sociedades divididas en clases, marcadas por las desigualdades económicas y políticas, los disturbios serán habituales e inevitables.

Los sociólogos, que defienden una perspectiva social estructural, como Emile Durkheim, sugieren que actividades como los disturbios pueden servir como válvula de seguridad social, permitiendo a los no pertenecientes a las élites liberar la ira contenida por la insatisfacción social, económica o política de una forma limitada que no suponga una amenaza más fundamental para la sociedad. Para estos sociólogos, los disturbios son fenómenos comprensibles en sociedades desiguales y divididas en clases, y su estallido puede servir como señal de advertencia útil de que la sociedad debe cambiar antes de que se produzca una agitación o alteración social de mayor envergadura.

En la calle: Formas de acción, desde manifestaciones y protestas hasta disturbios

Las manifestaciones políticas se producen por diversas razones, como la falta de acceso a los canales de toma de decisiones políticas y/o económicas, el descontento con las élites gobernantes o las autoridades, el deseo de transformación social o, más sencillamente, para hacer constar públicamente el desacuerdo con las prácticas gobernantes.

Las manifestaciones pueden tener fines radicales, incluso revolucionarios, como el derrocamiento de un Estado o de sus propietarios, como en las revoluciones de Francia y Rusia, que derrocaron el orden feudal de la propiedad y la gobernanza, pero también pueden tener un carácter más modesto y movilizarse con fines menos dramáticos, como cuando la gente busca reformas sociales o cambios políticos, o simplemente mostrar públicamente su desacuerdo con los gobernantes o los gobiernos.

Las manifestaciones también adoptan diversas formas, que varían en cuanto a duración, intensidad, gama de actividades, niveles de organización, agresividad, motivación y composición de los participantes y los grupos de apoyo. Pueden implicar la participación de diferentes orígenes, a menudo clase trabajadora, campesinado, pobres, grupos religiosos, minorías étnicas y raciales, incluso miembros descontentos de grupos de élite.

Algunas manifestaciones son relativamente espontáneas, imprevistas y breves, y pueden producirse como respuesta inmediata a la aprobación de una ley concreta o a una decisión judicial que se considera insatisfactoria. También pueden producirse cuando los trabajadores responden a la notificación de la inminente pérdida de un puesto de trabajo o del cierre de un centro de trabajo.

Las protestas suelen reflejar una brecha entre los objetivos y las oportunidades, o entre las expectativas o esperanzas y los medios de la gente para alcanzar esos objetivos. Las protestas y los disturbios se producen cuando se tiene la sensación de que el cambio social no puede, o ya no puede, lograrse mediante la discusión, el debate y el diálogo democrático.

Las protestas políticas convencionales en el periodo contemporáneo en las democracias liberales occidentales rara vez implican actos de violencia o destrucción de la propiedad. Las protestas de acción directa, que se han hecho más frecuentes en el periodo de la globalización, implican el ataque a empresas específicas o a símbolos del poder empresarial, como en los ataques a las cafeterías Starbucks y a las tiendas Nike durante las protestas de Seattle contra las reuniones del Banco Mundial en 1999.

Algunas manifestaciones pueden desactivarse simplemente proporcionando un espacio contenido en el que puedan tener lugar: la gente puede reunirse, desahogarse, sentir una sensación de empoderamiento o compromiso público y luego dispersarse.

En países como Canadá ha habido más disturbios deportivos que políticos, aunque a menudo coincidan con cuestiones políticas. Sin embargo, las democracias liberales como Estados Unidos se han caracterizado por brotes regulares de disturbios e insurrección. Algunos comentaristas sugieren que esto refleja la mayor disparidad de ingresos y riqueza en Estados Unidos, su mayor brecha entre muy ricos y muy pobres, y las divisiones más agudas de clase y estatus (incluidas las intersecciones de raza y clase y la racialización de la pobreza).

En las políticas democráticas liberales, los disturbios son más frecuentes durante los periodos de lucha social, cuando la disidencia organizada es más común y los movimientos sociales son más activos. Entre ellas se incluyen acciones explícitamente políticas, espoleadas por reacciones a la violencia policial, como los disturbios durante la Convención Nacional Demócrata de Chicago en 1968 y los «Días de Furia» del año siguiente en la misma ciudad. Estos disturbios, y los movimientos radicales que se desarrollaron en parte como resultado de ellos, tuvieron un impacto en la política estadounidense y se les atribuye un papel en la retirada de Estados Unidos de Vietnam. También se produjeron estallidos más espontáneos, que también tenían su origen en frustraciones políticas, como los disturbios que siguieron al asesinato del Dr. Martin Luther King Jr. en 1968. Sólo en 1967 se produjeron en Estados Unidos más de 150 disturbios en 128 ciudades.

En Estados Unidos, muchos de los disturbios más notables y tristemente célebres han sido los llamados «disturbios raciales»; de hecho, el propio término «disturbios raciales» surge en el contexto de Estados Unidos a finales del siglo XIX: Memphis 1866; Springfield, Illinois 1901; East St. Louis 1917; Chicago 1919; Omaha 1919; Tulsa 1921; Detroit 1943; Los Angeles «Zoot Suit Riots» 1943; Detroit 1967; Newark 1967; Akron 1968. Inicialmente el término disturbios raciales se utilizaba para referirse a actos de violencia colectiva iniciados y llevados a cabo por miembros del grupo racial, étnico o cultural mayoritario contra miembros (individual o colectivamente) de uno o más grupos minoritarios. En la década de 1960, el término ya se utilizaba en situaciones de violencia colectiva en las que participaban miembros de grupos minoritarios raciales, étnicos o culturales. Aunque el término popular para estos sucesos, y el utilizado por los gobiernos, hace hincapié en los aspectos raciales de los disturbios, los críticos señalan que los disturbios raciales modernos casi siempre tienen causas económicas, como el desempleo, la discriminación laboral, la vivienda inadecuada, la depresión económica o la transición económica (como en tiempos de producción bélica).

En respuesta a los disturbios de mediados de la década de 1960, el gobierno de EE. UU. puso en marcha varias comisiones para estudiar las causas de los disturbios y la violencia urbana. La Comisión Kerner de 1968 llegó a la controvertida conclusión de que el principal factor desencadenante de los disturbios raciales de la década de 1960 fue el racismo continuado de los miembros de la mayoría blanca. Las condiciones económicas provocaron profundos agravios en las comunidades minoritarias, pero la ira se avivó hasta convertirse en agresión activa tras un incidente de racismo, que a menudo incluía violencia cometida por un miembro de la mayoría contra un miembro de la minoría, y que se amplificó a través del rumor y la representación pública.

Los disturbios se han vuelto más habituales en las democracias liberales con el auge de las protestas y los movimientos alternativos a la globalización. A finales del siglo XX y principios del XXI, las movilizaciones populares contra la globalización capitalista se han caracterizado a menudo por las acciones directas y el ataque a la propiedad corporativa, en particular a la propiedad de empresas multinacionales como Nike, Starbucks y McDonalds. Las agresiones policiales, las detenciones violentas y el uso indiscriminado de gases lacrimógenos, aerosoles de pimienta y cañones de agua contra los manifestantes políticos han provocado disturbios en los centros urbanos donde se celebran las reuniones del capital mundial. Los disturbios han estallado durante las protestas contra la globalización capitalista y como consecuencia de las agresivas prácticas policiales, sobre todo en Seattle durante las reuniones de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1999 y en Miami durante las reuniones de negociación de la propuesta de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Al tratar con los manifestantes durante las manifestaciones de Miami, la policía y las agencias de seguridad han desarrollado el llamado «modelo Miami» de control policial de las manifestaciones alternativas a la globalización.

El modelo de Miami, que se ha aplicado contra los ciudadanos en reuniones posteriores del capital global, implica establecimiento de redes de mando conjuntas y multiagencia; compra y despliegue masivo de equipos de vigilancia, a menudo nuevos o experimentales; uso de operaciones psicológicas para desacreditar a los manifestantes; asociación de anarquistas con terroristas o delincuentes; arrestos y detenciones masivas en instalaciones temporales interrupción de los centros de medios de comunicación activistas y espacios de alojamiento; detenciones preventivas; uso de armamento no letal contra los manifestantes; establecimiento de zonas militarizadas tras vallas y barricadas; y contención de masas de personas en calles laterales o plazas públicas durante largos periodos de tiempo, seguida de detenciones masivas. Los críticos sugieren que estas mismas prácticas contribuyen a la radicalización de las manifestaciones, aumentando así la probabilidad de que se produzcan disturbios.

Para algunos comentaristas, especialmente los influidos por el marxismo, los disturbios representan formas de rebelión «primitiva», importantes para movilizar el descontento público pero incapaces de efectuar transformaciones sociales reales y duraderas. Aunque son expresiones de la ira de clase, los disturbios carecen de formas organizativas, como un partido, que concentren y dirijan esa ira durante periodos de mayor duración. Para los comentaristas anarquistas, que rechazan conceptualmente la necesidad de partidos políticos, las revueltas se entienden más bien como momentos insurreccionales, potencialmente capaces de desencadenar un malestar social más amplio y de elevar la conciencia crítica contra la desigualdad económica o la represión estatal. En cualquier caso, para los anarquistas, las revueltas son precursoras necesarias de acciones revolucionarias de mayor envergadura y no pueden descartarse fácilmente como «primitivas».

Sobre el control social y la violencia estatal

Las extensas y a menudo militantes luchas sociales y políticas de la década de 1960 impulsaron a los Estados a replantearse los métodos de control social. Las recomendaciones más comunes fueron la expansión del tamaño numérico de las fuerzas policiales y la militarización de la policía mediante el suministro de tecnología avanzada, armas y entrenamiento. La clave de la expansión del poder policial en EE. UU. fue la LEAA (Administración de Asistencia para el Cumplimiento de la Ley), que se organizó para ampliar la actuación policial a escala nacional mediante nuevas tecnologías y estrategias. Debido en parte a las políticas de la LEAA, la tecnología y el armamento militares, desarrollados originalmente para su uso en la guerra, se desarrollaron en todos los departamentos de policía de EE. UU. a medida que la organización policial adoptaba un carácter en gran medida para-militar.

Las primeras fuerzas policiales modernas de EE. UU. se desarrollaron en los centros urbanos industrializados del noreste, y su principal objetivo era «mantener el orden urbano» frente al conflicto de clases a medida que las ciudades crecían gracias a las oleadas de inmigrantes en busca de empleo. Los teóricos críticos se preguntan de quién es el orden que se mantiene y cómo es este orden en términos de desigualdad, libertad o explotación.

La vigilancia policial de las protestas refuerza y amplía las estructuras desiguales de clase en la sociedad al centrarse en actividades predominantemente de los pobres y la clase trabajadora en lugar de en las actividades de las élites, como la delincuencia corporativa, la contaminación, la destrucción ecológica o la injusticia laboral.

No es casualidad que, históricamente, la actuación policial más agresiva se haya producido durante las manifestaciones organizadas y en las que han participado personas de clase trabajadora y pobres y minorías racializadas, incluidos los pueblos indígenas de EE. UU. y Canadá. Sólo en las protestas contra la guerra de la década de 1960 se desplegó una actuación policial tan agresiva contra estudiantes de clase media o privilegiados. Durante las protestas contra la globalización alternativa del siglo XXI, la actuación policial agresiva se ha dirigido contra grupos diversos, reflejando la composición plural de esos movimientos, formados por una serie de participantes que actúan conjuntamente.

Para los críticos, la vigilancia policial de las manifestaciones constituye un mecanismo para que las élites, que controlan la riqueza y los recursos, repriman los intentos de los no pertenecientes a las élites de redistribuir la riqueza y los recursos, lo que supone un poderoso instrumento para mantener las desigualdades de riqueza y poder en las sociedades de clases. La vigilancia policial de las manifestaciones refuerza la desigualdad existente en los derechos de propiedad y los limitados procesos políticos de la democracia parlamentaria como forma preferida o privilegiada de expresión política.

En la historia de Estados Unidos, numerosos casos demuestran que los empresarios locales han influido, e incluso controlado, la actuación de la policía contra los trabajadores en huelga. Desde muy pronto en su historia, la policía fue desplegada por el capital para acosar a los piquetes y romper las huelgas de los trabajadores. Las huelgas eran una respuesta a la explotación y a las privaciones económicas, pero la policía no fue desplegada contra los empresarios para poner fin a esas condiciones perjudiciales. El uso de la policía para romper las huelgas también define la organización colectiva y la reunión de los trabajadores como un acto criminal, en lugar de económico o político.

En 1866 se creó en Pensilvania la Policía del Carbón y el Hierro para controlar a los trabajadores del carbón y el hierro en huelga. En 1905, el estado creó una agencia de policía estatal para romper huelgas. Estas fuerzas oficiales del estado dieron una legitimidad de rompe huelgas que no podía reclamar la seguridad privada, que carecía de autorización estatal como guardiana del orden público.

Los esquiroles y la represión sindical también han sido una función de la policía y la seguridad privadas, sobre todo en la historia de la agencia Pinkerton.

Del mismo modo, las primeras formas de vigilancia policial en el sur de EE. UU. fueron las llamadas «patrullas de esclavos», que se remontan a 1712 en Carolina del Sur. La función de estas patrullas era mantener la disciplina entre los esclavos y evitar disturbios entre ellos.

La transformación de las fuerzas policiales urbanas, que pasaron de ser fuerzas comunitarias gestionadas a nivel local en pueblos y ciudades de Estados Unidos a fuerzas militarizadas organizadas según líneas y normas nacionales, estuvo relacionada con los cambios que se produjeron durante la década de 1960, en la que «la ley y el orden» se convirtieron en una cuestión de política nacional. Gran parte del impulso para este cambio provino de los conflictos sociales y protestas visibles de la década de 1960, que comenzaron con las marchas y boicots por los derechos civiles y fueron seguidas por movimientos contra la guerra y protestas estudiantiles. La reacción social, como en las campañas de la «Guerra contra las Drogas», se lanzó explícitamente para acabar con los movimientos del Poder Negro y la organización de infraestructuras insurreccionales en los barrios obreros negros. El periodo de conflictos incluyó las numerosas revueltas urbanas y los llamados «disturbios raciales» contra el racismo en ciudades como Detroit, Washington, dc, y la zona de Watts en Los Ángeles. Los informes sobre estos movimientos se centraron y enfatizaron las manifestaciones dramáticas de desorden más que los problemas subyacentes y los puntos de vista de los propios activistas.

Las imágenes de la violenta actuación policial en las marchas por los derechos civiles, como las de las fuerzas de Bull Connor en Birmingham, provocaron el rechazo de la sociedad estadounidense y del público extranjero, sirvieron de impulso para que otros se unieran al movimiento y dieron lugar a llamamientos a la contención de la policía local y a transformaciones en la estructura de la propia sociedad, lo que proporcionó algunas de las imágenes más impactantes y duraderas de la época. El uso de perros policía y cañones de agua contra manifestantes no violentos, en su mayoría ciudadanos normales de la comunidad local, en lugar de activistas y organizadores militantes, cambió la opinión pública contra la policía y los gobiernos del sur y reforzó las denuncias de injusticia, racismo y desigualdad de los manifestantes.

La policía presenta a los manifestantes como individuos peligrosos que pertenecen a grupos marginales o son miembros descontentos de la sociedad y suponen una amenaza para el funcionamiento o el modo de vida «normal» de la sociedad. En algunos casos, términos como «manifestantes profesionales», que se ha convertido en un tropo clave de la administración Trump, se utilizan para menospreciar a los organizadores y sugerir que no plantean preocupaciones legítimas, sino que actúan por interés propio. En Toronto, el anterior jefe de policía calificó de «terroristas» a los grupos de acción directa contra la pobreza e intentó ilegalizar la simple pertenencia a estos grupos. Centrarse en la labor policial puede servir para desviar la atención hacia procesos y tácticas técnicas, en lugar de hacia la necesidad acuciante de ampliar la justicia social y acabar con las desigualdades.

Incluso en lo que respecta a los saqueos en disturbios específicos, la mayoría de los actos de saqueo y violencia comunitaria no fueron aleatorios o «sin sentido», sino que, de hecho, iban dirigidos contra negocios que tenían un historial de estafa o de aprovecharse de los residentes locales. A pesar de ello, los disturbios de la década de 1960 se utilizaron como justificación para la militarización de la policía en las zonas locales.

Un proceso similar se ha producido en el contexto de las manifestaciones a favor de una globalización alternativa y de los llamamientos a reforzar la seguridad y la vigilancia policial de dichas manifestaciones. Las demandas de una mayor democratización e igualdad se han topado con llamamientos conservadores a una «moderación de la democracia» y al uso de la policía para sofocar los crecientes movimientos sociales. Parte de esa respuesta ha sido la reconstrucción de las fuerzas policiales y de la vigilancia policial para mantener el orden público al tiempo que se limitaba la movilización popular.

Los teóricos críticos consideran que la vigilancia policial de las manifestaciones es una manifestación de la lucha de clases y que surge en los Estados nación para proteger los intereses materiales y sociales de quienes detentan el poder.

Desde los primeros tiempos de la policía moderna, se ha desplegado regularmente a la policía para dispersar a los trabajadores en huelga y romper los piquetes. Muchas investigaciones demuestran que durante el siglo XIX muchas de las concentraciones contra las que se desplegó la policía y que se identificaron como «disturbios» eran en realidad simples reuniones de trabajadores en huelga. La represión de las huelgas ofrecía más bien ejemplos de actuación policial en beneficio de las élites económicas. El quebrantamiento de las huelgas por parte de la policía bajo la apariencia de control de disturbios era un esfuerzo por derrotar la resistencia de la clase trabajadora a los empresarios.

En la era de las protestas contra la globalización, la policía ha pasado de intentar contener directamente a los manifestantes utilizando medios tradicionales como porras, escuadrones antidisturbios y gas pimienta, que fracasaron durante las protestas de Seattle de 1999 y las manifestaciones contra el FMI y el Banco Mundial en 2000, a desarrollar estrategias de contención antes de que se produzcan manifestaciones en actos de organismos globales como el Banco Mundial o la OMC. Durante las protestas contra la Organización de Estados Americanos (OEA) en Windsor, Ontario, en 2000, una valla de seguridad cerró varias manzanas de la ciudad alrededor del centro de convenciones en el que estaba prevista la celebración de reuniones. Los delegados oficiales fueron trasladados en helicóptero desde Detroit hasta el lugar de la reunión, y los manifestantes que se acercaron a la valla fueron rociados con gas lacrimógeno. La valla, que cerraba varias manzanas alrededor del lugar de la convención, volvió a aparecer como técnica de control de multitudes durante las protestas de 2001 contra la OEA en Quebec, donde los manifestantes fueron bombardeados con miles de botes de gas lacrimógeno durante tres días de manifestaciones.

La conciencia colectiva de los Disturbios: Romper las inhibiciones

Los sociólogos también señalan que los disturbios no suelen ser los acontecimientos desorganizados e incoherentes que parecen desde fuera, sino que, basándose en Durkheim, los participantes en las multitudes desarrollan sus propios sistemas de valores y creencias, que sirven para ordenar y legitimar sus actividades. Los sociólogos, inspirándose en Durkheim, sugieren que los participantes de las multitudes desarrollan sus propios sistemas de valores y creencias, que sirven para ordenar y legitimar sus actividades. De este modo, surge una conciencia colectiva, o un sistema de valores compartidos, de la multitud que puede influir en la aparición y/o dirección de un disturbio.

La gran mayoría de la gente se ajusta regularmente a las normas o reglas sociales y a las expectativas o convenciones sociales. Las nociones de normalidad y moralidad están respaldadas por diversas sanciones sociales, culturales, políticas y económicas. La socialización en curso engendra respuestas habituales a la autoridad que favorecen la deferencia, el respeto y la aquiescencia. Para romper las capas de socialización se requieren cambios significativos en la percepción y la conciencia.

Dados los niveles de injusticia, corrupción, explotación, desigualdad y opresión, quizá sea sorprendente que la protesta, la rebelión y la resistencia no sean características más habituales de la vida social. Más curiosa aún es la relativa escasez de casos en los que los ciudadanos de a pie desafían a las autoridades y a las élites políticas o económicas, y aún son menos los que se oponen directamente y de forma contundente a las iniciativas de los gobiernos.

Dada la inhibición que experimenta la gente a la hora de violar incluso normas o convenciones sociales menores o insignificantes, está claro lo difícil que puede resultar resistirse a las exigencias del Estado: requiere valor, convicción y un sentido de la posibilidad, la viabilidad, el propósito o el efecto.

Los Estados y las élites gobernantes disponen de una serie de estrategias, tácticas, métodos y técnicas para controlar, coartar, desalentar y desactivar la resistencia o la oposición de los ciudadanos o de quienes no pertenecen a las élites. En contextos específicos, como las manifestaciones contra la pobreza en Toronto (Canadá) desde al menos 2003, la policía se ha acercado a manifestantes de edad avanzada y a padres con niños pequeños presentes, cuestionando su responsabilidad y su juicio por el mero hecho de estar presentes en una manifestación política. Además, la policía ha sugerido que los participantes podrían correr el riesgo de sufrir violencia o daños físicos. Es más, la policía ha amenazado, como en Toronto, a los padres con quitarles a sus hijos y con la posible intervención de los organismos de atención a la infancia, si los padres permanecían en el lugar de la manifestación con sus hijos. Una respuesta contundente puede disuadir a la gente de participar en futuras manifestaciones. Del mismo modo, la vigilancia policial de las manifestaciones puede servir como recordatorio de la actividad y vigilancia de las autoridades.

Este conciencia colectiva puede expresar un fuerte sentimiento de «nosotros contra ellos» en el que los manifestantes llegan a ver con dureza a sus oponentes como enemigos a los que hay que enfrentarse y vencer. Curiosamente, este sentimiento de «nosotros contra ellos» es también una característica de las subculturas policiales bien investigada, reconocida y comentada desde hace tiempo. De este modo, las duras acciones policiales pueden iniciar un ciclo de escalada en el que cada bando refuerza el sentimiento de «nosotros contra ellos», aumentando la solidaridad y el sentimiento de agravio tanto entre los manifestantes como entre la policía.

A menudo, la presencia de una policía masiva y/o agresiva es lo que incita a los manifestantes a ser más militantes o agresivos, y puede contribuir a la constitución o identificación de sentimientos de «nosotros contra ellos», en los que la policía y los manifestantes se enfrentan en posturas abiertamente opuestas.

Los disturbios raciales suelen desencadenarse por incidentes en los que se ve implicada la policía de un barrio minoritario. La Comisión Kerner, que investigó los disturbios raciales de la década de 1960 en Estados Unidos, señaló que casi todos los estallidos de este tipo que se produjeron en Estados Unidos en las décadas de 1960 y 1970 fueron provocados por un acto concreto de violencia policial en comunidades que habían sufrido este tipo de violencia durante generaciones.

Las prácticas restrictivas pueden dar lugar a una rebelión más amplia, a medida que amplios sectores de la ciudadanía se sienten frustrados o indignados como consecuencia de las restricciones percibidas en los derechos de reunión o libertad de expresión. Las rebeliones implican la oposición armada a las autoridades gobernantes y pueden dar lugar a revoluciones, en las que se efectúan cambios sociales y políticos significativos.

Referencias

Ellsworth, Scott. 1992. Death in a Promised Land: The Tulsa Race Riot of 1921. Baton Rouge: Louisiana State University Press.
Hobsbawm, Eric. 1965. Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social Movements in the 19th and 20th Centuries. New York: W.W. Norton.
Lynch, Michael J. and Raymond Michalowski. 2006. Primer in Radical Criminology: Critical Perspectives on Crime, Power and Identity. Monsey: Criminal Justice Press.
Mackay, Charles. 1960. Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds. New York: Farrar, Straus, and Giroux.
Sugrue, Thomas J. 2005. The Origins of the Urban Crisis: Race and Inequality in Postwar Detroit. Princeton: Princeton University Press.
Shantz, Jeff. 2011. Active Anarchy: Political Practice in Contemporary Movements. Lanham: Lexington.
Tepperman, Lorne. 2006. Deviance, Crime, and Control: Beyond the Straight and Narrow. Don Mills: Oxford University Press.
Tuttle, William M. 1996. Race Riot: Chicago in the Red Summer of 1919. Urbana-Champaign: University of Illinois Press.

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Logística anarquista – Mantener la resistencia más allá del activismo y la insurrección – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

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Logística anarquista – Mantener la resistencia más allá del activismo y la insurrección

La resistencia social ha llegado a un cierto punto muerto, un enigma, incluso cuando los Estados imponen la austeridad como un régimen ampliado de gobernanza. En Norteamérica, los movimientos siguen yendo de crisis (respuesta) en crisis (respuesta) mientras se organizan en torno a proyectos bastante limitados. Las políticas de globalización alternativa de las dos últimas décadas han planteado la aparición de una oposición que surge de forma espontánea; la sociedad alberga las semillas de su propia caída que simplemente necesitan brotar. Esta idea se ha enmarcado en dos perspectivas: una insurreccionalista, que busca una chispa (tal vez una revuelta) para poner en marcha el levantamiento (aprovechando la rabia preexistente), y otra prefigurativa, que busca inspirar a la gente mostrándole el «camino mejor». Ambas se asocian con actividades basadas en movimientos, rutinas de protesta y disidencia. Ambas son, y han sido, inadecuadas para los retos que plantean unos oponentes agresivamente activos y bien dotados de recursos.

La movilización basada en movimientos, el activismo, no es suficiente. Existe una diferencia real entre los movimientos sociales y las movilizaciones sociales (que se extienden más ampliamente por las comunidades). Sin embargo, existe una conexión, aunque los movimientos actuales, al menos en Norteamérica, están luchando por pasar del activismo de oposición (movimientismo) a la resistencia, la movilización social. Es necesario pasar de las plazas públicas a los barrios.

La preparación es la clave

El amplio atractivo y apoyo de los movimientos no proviene de una perspectiva adecuada, de un «activismo» reconocible o de chispas insurreccionales, sino de la satisfacción de necesidades y de la obtención de victorias. Muchos de los que se unen a los movimientos lo hacen por el deseo de encontrar comunidad o seguridad, y de obtener logros tangibles, más que por la adhesión a los principios específicos que defienden los movimientos. Las alternativas organizadas deben, en parte, ser capaces de ofrecer un sentimiento de pertenencia y comunidad. Como insistió el anarquista Paul Goodman en el contexto de las movilizaciones de los años 60, hay que desarrollar soluciones funcionalistas claras (2010; Shantz 2014). Los centros médicos, las escuelas, el suministro de ropa y alimentos, y las instalaciones comunitarias y de recreo para los jóvenes son algunos de los recursos esenciales que los movimientos han asegurado eficazmente. Las infraestructuras de resistencia proporcionan una base logística para construir un amplio apoyo. Muchas de estas infraestructuras fueron destruidas y/o desmovilizadas a raíz de la represión estatal contra el levantamiento de finales de los 60 y principios de los 70. La «guerra contra el crimen/guerra contra las drogas» desempeñó un papel importante en ello.

El énfasis en las élites, los expertos y los profesionales en las sociedades capitalistas avanzadas, y el dominio de las burocracias administrativas pobladas por profesionales disuade a la gente de afirmar sus propias capacidades para la toma de decisiones. La gente está condicionada a buscar el consejo y la opinión de los expertos. Esto se ve en la popularidad de los programas de entrevistas diurnos como Oprah y en la profusión de literatura de autoayuda en la que los expertos le dicen a la gente cómo llevar a cabo tareas básicas de la vida. Críticos como la socióloga Heidi Rimke señalan que esta es también una forma de gobernanza o autorregulación en los regímenes políticos neoliberales del capitalismo de Estado (2016). Como señaló Goodman, esto deja a la gente sin preparación para saborear la libertad cuando surgen oportunidades (2010).

Una vez que la gente ve que las estructuras establecidas no están dispuestas a satisfacer las necesidades básicas o no son capaces de hacerlo -y se dispone de alternativas-, luchará por romper con esas estructuras. Las autoridades son conscientes de ello y suelen responder con represión en los casos en que esto parece estar ocurriendo, incluso en las primeras fases. El ejemplo de la respuesta estatal a los movimientos Occupy en varias ciudades no es más que un ejemplo reciente.

Como sugirió Sun Tzu, las batallas se ganan o se pierden incluso antes de que se libren. La preparación es clave. Debe haber una capacidad para lograr victorias tangibles y ganancias materiales. La gente debe ver resultados y tener razones para creer que su propia organización y participación activa en las luchas sociales mejorará sus vidas de manera real y significativa. Los anarquistas deben ser capaces de ayudar a la gente y a sus comunidades a desarrollar capacidades para satisfacer las necesidades materiales que el Estado no puede, y no quiere, proporcionar. Los programas de supervivencia de la comunidad organizados por el Partido Pantera Negra en ciudades de todo EE. UU. proporcionan importantes ejemplos de esto.

Los miembros de los grupos no elitistas necesitamos oportunidades para cambiar nuestra forma de relacionarnos económicamente. Así pues, necesitamos espacios y lugares para practicar la cooperación mutua y ampliar las formas de cooperación en las que ya estamos comprometidos, en lugar de vernos obligados por las circunstancias económicas a actuar de forma competitiva, manipuladora, «despiadada» o «perro-come-perro» Estas prácticas, y el establecimiento de espacios y lugares para llevarlas a cabo y ampliarlas, forman parte de procesos de revolución de nuestros valores, así como de nuestras relaciones sociales.

Los grupos de afinidad también ofrecen un importante contrapeso o baluarte contra las tendencias sociales a eludir la responsabilidad en la búsqueda del placer. La afinidad contribuye a crear condiciones que apoyan la ética de la responsabilidad, la rendición de cuentas y el compromiso. Se basan en profundos sentimientos de confianza, lealtad, deber y fiabilidad. En cierto sentido, ofrecen un grupo de iguales cercano, que puede ejercer cierta «presión de grupo» sobre sus miembros. También, y esto es igual de importante, satisfacen las necesidades y deseos humanos de seguridad y sensación de poder social.

Al mismo tiempo, los grupos pequeños no pueden, a pesar de los mejores deseos de los insurrectos, provocar levantamientos masivos o «fabricar la revolución», ni crear las condiciones que conduzcan a una rebelión masiva. Existe una necesidad acuciante de desarrollar y organizar bases de apoyo logístico que puedan movilizar, apoyar y sostener lo que podría convertirse en una lucha revolucionaria, en lugar de ver cómo el descontento se disipa en insurrecciones o disturbios ineficaces pero catárticos.

Insurrección

Las perspectivas insurreccionalistas han ganado cierta popularidad en algunos círculos anarquistas. Gran parte de la retórica insurreccionalista se hace eco, hasta cierto punto, de la teoría del foco del Che Guevara sobre el levantamiento fomentado por un pequeño grupo de revolucionarios dedicados. Sin embargo, este enfoque es en gran medida suicida en un contexto urbano capitalista avanzado, especialmente en ausencia de infraestructuras reales de resistencia que puedan sostener movimientos colectivos más amplios y luchas militantes.

La mayoría de la gente de «nuestro sector social», la clase obrera, ni siquiera sabe disparar una pistola, por no hablar de utilizar armamento real en cualquier capacidad de combate que inevitablemente sería necesaria en un levantamiento real. Mientras que la mayoría de los activistas anticapitalistas, incluida la izquierda radical, no saben disparar directamente, las milicias de derechas y los miembros de la Asociación Nacional del Rifle son letalmente competentes.

Esto no debe confundirse con un llamamiento a la no violencia. La sociedad actual está estructurada en la violencia. La elección no es entre la violencia y la no violencia sino, más bien, sobre el equilibrio de fuerzas comprometidas en la violencia en cada lado. Pero los atrevidos actos de violencia son contraproducentes y sirven en gran medida para presentar a los poderes dominantes como «militarmente invulnerables», en palabras del preso político Rashid Johnson.

La gente responde positivamente a los ideales revolucionarios cuando puede ver la posibilidad realista de éxito. Cuando luchan y ganan su confianza y moral aumentan. Cuando pierden repetidamente su compromiso disminuye. Las pérdidas repetidas condicionan a la gente a creer que no pueden ganar. Conduce al derrotismo y a la evitación.

Cuando los movimientos no están debidamente preparados para luchar, son fácilmente sofocados por las autoridades. Esto, entonces, refuerza la creencia de que los movimientos no pueden ganar. Organizar sin prepararse para la autodefensa revolucionaria contra las autoridades es en realidad preparar a la gente para ser derrotista. El fracaso refuerza el pesimismo condicionado.

La insurrección (que inevitablemente plantea cuestiones de lucha armada) en un contexto capitalista avanzado no puede funcionar sin una base de masas. Asegurar esa base requiere infraestructuras de resistencia establecidas y duraderas. Las acciones de guerrilla sin un movimiento político de masas son inútiles.

Anarquía logística

Se ha dicho que la logística determina la estrategia. Para los movimientos radicales hay mucho trabajo logístico por hacer. Construir infraestructuras de resistencia consiste en preparar una capacidad logística para ampliar las luchas contra los estados y el capital. Los Estados y el capital pueden soportar los efectos de actos individuales e inconexos de disidencia o protesta, pero no pueden tolerar los efectos de una guerra de clases abierta.

Como señala John Gerrassi en referencia al Partido de las Panteras Negras:

Mientras su militancia se dirigió contra fuerzas policiales individuales, la lucha (fin de la reacción del imperio) fue relativamente leve. Huey Newton fue inculpado por homicidio involuntario y varios otros Panteras fueron arrestados, pero una vez que los Panteras comenzaron a liderar una guerra de clases enfrentándose a todo el sistema (por ejemplo, el programa de desayuno que planteaba dos puntos cruciales: la sociedad blanca no puede alimentar a los niños negros; la revolución negra sí puede), el acoso a los Panteras se convirtió en un intento de exterminio: los policías asaltaron las oficinas de los Panteras en San Francisco, Los Ángeles, Seattle, Denver, Chicago, Nueva York y otras ciudades, mataron a veintiocho Panteras a finales de 1969, encarcelaron a cientos y [aniquilaron] a toda la dirección. (1971, 32)

Los que luchamos contra los estados y el capital debemos estar preparados para defendernos. Entender la naturaleza del estado es saber que atacará para matar cuando y donde sienta una amenaza a su autoridad y poder. La lucha revolucionaria de masas debe ser tanto logística como económica, política y cultural. La ausencia de cualquiera de estos factores conduce al fracaso como sugiere el estudio de revoluciones pasadas. La resistencia a la dominación cultural, una de las preocupaciones favoritas de gran parte de la izquierda de finales del siglo XX y principios del XXI y de los movimientos alternativos a la globalización, no sustituye a la resistencia a la dominación económica, política y militar.

Incluso bajo los poderes militares más brutales del imperialismo, las fuerzas de resistencia pueden tener éxito construyendo una base segura en los barrios, entre las clases trabajadoras y los oprimidos. Esto se logra mediante el establecimiento de programas económicos que atiendan las necesidades de la población. Estos programas son lo que yo llamo infraestructuras de resistencia. Incluyen escuelas, clínicas de salud, centros de distribución de alimentos, etc. La necesidad de preparación y de infraestructuras fiables es apremiante. También lo son el trabajo coordinado y los lugares para reunir a organizadores a menudo aislados.

Como ha argumentado Paul Goodman, se necesitan programas -económicos, políticos, culturales, logísticos- que puedan desplazar al Estado y al capital en lugar de limitarse a oponerse. En su opinión, el paso del programa a la protesta entre el «activismo» está condenado a perder (incluso en la satisfacción de las necesidades materiales locales). Se necesitan muchas infraestructuras más amplias dentro de los sectores oprimidos de la clase obrera especialmente. No basta con dedicarse al trabajo de agitación, como en periodos de poca lucha o desmovilización quizás. La insurrección sin preparación, una base sólida, es mera fantasía.

En el contexto actual, en el que las instituciones sociales se han derrumbado, como en Grecia y España, han sido sustituidas en parte por proyectos de ayuda mutua popular. El terreno se había preparado en la construcción de infraestructuras de resistencia en periodos anteriores a los levantamientos masivos (y ofrecía una base para esos levantamientos).

Referencias

Goodman, Paul. 2010. Drawing the Line Once Again: Paul Goodman’s Anarchist Writings. Oakland: PM Press.

Rimke, Heidi. 2016. «Mental and Emotional Distress as a Social Justice Issue: Studies in Social Justice 10(1): 4-17.

Shantz, Jeff. 2014: «SeedsBeneath the Snow: The Sociological Anarchy of Paul Goodman, Colin Ward, and James C. Scott», Contemporary Sociology 43(4): 468-73.

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Salir de la calle, del ritual a la resistencia – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

Dedicado a Eva Ureta
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Salir de la calle, del ritual a la resistencia

Las movilizaciones Occupy de 2011 ofrecieron a muchos cierta esperanza de una renovación de los movimientos populares y alternativas a los acuerdos capitalistas de Estado.

Las recientes movilizaciones contra Trump, en forma de protestas contra la inauguración, han ofrecido una esperanza similar de renovación de los movimientos de oposición. Sin embargo, quizás pocos acontecimientos recurrentes muestren la gran disparidad que existe entre las subculturas activistas y las comunidades más amplias de la clase trabajadora y los pobres en Norteamérica que el privilegio de las protestas y manifestaciones callejeras dentro de las prácticas activistas. Hay un ritualismo de la memoria que da prioridad a las manifestaciones callejeras y a las expresiones públicas de disidencia sobre otras estrategias y tácticas. Sin embargo, las manifestaciones masivas que reúnen a individuos atomizados sin una base real o infraestructuras que apoyen las movilizaciones tienen un impacto real mínimo, como sugiere James Herod:

Sin embargo, no podemos construir un nuevo mundo social en las calles. Mientras sólo estemos en las calles, mientras nuestros oponentes funcionen a través de organizaciones duraderas como los gobiernos, las empresas y la policía, siempre recibiremos gases lacrimógenos, aerosoles de pimienta y balas de goma, y en casi todo el mundo, salvo en Norteamérica o Europa, balas de verdad, napalm, venenos y bombas. (2007, 3)

Parece muy probable, de hecho casi seguro, que las espectaculares oleadas de luchas por una globalización alternativa, desde las protestas en la cumbre desde Seattle en 1999 hasta los movimientos Occupy lanzados en 2011 y las protestas de Not My President contra Trump, perderán impulso y se hundirán o derivarán hacia el reformismo en ausencia de la construcción de conexiones reales y el avance hacia las luchas por el control en los lugares de trabajo y los barrios. Los movimientos activistas actuales han ignorado o abandonado en gran medida los lugares de trabajo, los barrios y los hogares como espacios de lucha transformadora (Herod 2007). Las luchas en el lugar de trabajo, cuando existen, están dominadas por los sindicatos burocráticos mayoritarios, centrados en negociar compromisos con los empresarios.

La organización de los hogares ha sido en gran medida ignorada por los activistas radicales, aparte de los que se refugian en sus propias casas colectivas (privatizadas y aisladas). Se ha prestado muy poca atención a las cuestiones de salud mental y bienestar en los movimientos centrados en la economía y la política de una forma más tradicional y limitada.

Construir infraestructuras de resistencia

Los anarquistas reconocen (o deberían reconocer) que las luchas por un mundo mejor más allá del capitalismo de estado deben producirse en dos niveles simultáneos. Deben ser capaces de derrotar a los estados y al capital y deben, al mismo tiempo, proporcionar infraestructuras o cimientos de la sociedad futura en el presente. De hecho, este último proceso será una parte fundamental del trabajo de derrotar a los estados y al capital.

A través de infraestructuras de resistencia, los movimientos construirán alternativas pero, lo que es igual de importante, tendrán capacidad para defender las nuevas formaciones sociales. Estas infraestructuras de resistencia se enfrentarán directamente al poder capitalista estatal, por lo que tendrán que ser defendidas de ataques a menudo salvajes. El impulso clave es cambiar el terreno de la lucha anticapitalista de una posición defensiva -reaccionando a las políticas y prácticas de las élites o simplemente ofreciendo disensión- a una ofensiva -contestando a las estructuras dominantes y ofreciendo alternativas viables-. Los movimientos tienen que pasar de una posición de resistencia a otra de transformación activa.

Hay una necesidad acuciante de sacar la toma de decisiones de las burocracias gubernamentales, del parlamento y de las suites y salas de juntas corporativas, y reubicarla en asambleas autónomas de la clase trabajadora y los pobres. También hay una necesidad de sacar el activismo de los ámbitos atípicos de las manifestaciones y protestas y arraigarlo en contextos cotidianos y en las experiencias diarias de la vida social de la clase trabajadora y los pobres.

Esto serviría para satisfacer necesidades prácticas -de vivienda, educación, salud y bienestar-, al tiempo que suscitaría visiones de alternativas más amplias y avivaría la capacidad de imaginar o ver nuevas posibilidades.

La construcción de infraestructuras de resistencia afectará directamente a los movimientos de forma práctica y visionaria, y también desafiará a las élites gobernantes empujándolas a adoptar posturas reactivas, en lugar de puramente ofensivas y seguras de sí mismas. Estas infraestructuras de resistencia cambiarían las posibilidades de estrategia y movilización, y podrían hacer innecesarias las manifestaciones al ofrecer una base para rechazar o contrarrestar las instituciones y prácticas de los Estados y el capital. Al mismo tiempo, más que oponernos simplemente a las instituciones autoritarias, podríamos desarrollar nuestros propios medios para vivir las vidas que deseamos.

La transformación debe centrarse en el control de los medios de reproducción, así como de los medios de producción. Centrarse únicamente en el control de los trabajadores deja a las comunidades incapaces de asignar recursos de forma eficaz y eficiente para satisfacer necesidades más amplias (sociales o ecológicas). Al mismo tiempo, el control de la comunidad sin el control de los medios de producción sería inútil, una fantasía. Aún más, dejar los hogares como reinos privatizados reforzaría una división desigual del trabajo en función del género y reforzaría la dualidad de los reinos público y privado que los anarquistas generalmente critican. Como mínimo, las asambleas de vecinos perderán constantemente personas que necesitan desplazarse en busca de empleo en ausencia del control obrero de la industria.

Las relaciones de ayuda mutua y las asociaciones ya existentes que la gente ha organizado en torno al trabajo y los intereses personales (clubes, grupos, redes informales en el lugar de trabajo, incluso subculturas) pueden proporcionar posibles recursos. Las relaciones de ayuda mutua y las asociaciones ya existentes que la gente ha organizado en torno a su trabajo y sus intereses personales (clubes, grupos, redes informales en el lugar de trabajo, incluso subculturas) pueden proporcionar posibles recursos.

La construcción de infraestructuras de resistencia fomenta nuevas formas de concebir la transformación revolucionaria. En lugar de la forma familiar de organización callejera o acción de protesta, dentro de los enfoques anarquistas constructivos, la acción está en la organización.

Es necesario que ya existan infraestructuras o de lo contrario una transformación radical o revolucionaria será imposible (o desastrosa).

Sobre la necesidad de infraestructuras revolucionarias preexistentes, podríamos señalar de manera similar que incluso las movilizaciones más grandes, como las huelgas generales, no pueden tener un impacto significativo en ausencia de infraestructuras de resistencia. En condiciones de huelga general, los bienes y servicios esenciales estarían ausentes: agua, energía, alimentos y servicios médicos no estarían disponibles sin asociaciones alternativas o capacidades para ocupar y gestionar los lugares de trabajo con el fin de satisfacer las necesidades sociales humanas.

Sindicatos

Una de las infraestructuras que requiere una alternativa real es el sindicato, instituciones que han estado en el corazón de las luchas de la clase trabajadora (en el lugar de trabajo y en la comunidad), pero que durante mucho tiempo han sido fuerzas conservadoras. Para la mayoría de los anarquistas, los sindicatos han perdido cualquier capacidad emancipadora que pudieran haber tenido alguna vez. De hecho, para muchos anarquistas, los sindicatos nunca estuvieron orientados hacia la emancipación del capitalismo, aparte de los ejemplos planteados por unos pocos sindicatos sindicalistas como los Trabajadores Industriales del Mundo en Norteamérica o la Confederación Nacional de Trabajo (CNT).

En cierto modo, el papel de la capacidad radical de los sindicatos es una cuestión discutible, ya que las tasas de sindicación han descendido a proporciones minúsculas en las industrias de Estados Unidos y Canadá.

En la actualidad, existe una tasa de sindicación del 8% en los lugares de trabajo no gubernamentales de Estados Unidos. Es probable que el movimiento sindical no se recupere, al menos en sus formas anteriormente entendidas y reconocidas. Por supuesto, no se trata en absoluto de reconstruir los sindicatos, ya que ¿por qué esperar que funcionen de forma diferente a como lo han hecho en condiciones anteriores? la cuestión es construir la fuerza de los movimientos de base de la clase trabajadora dentro de amplias luchas.

Así pues, la puerta está abierta de par en par, el suelo despejado para nuevas formas de asociación u organización de la clase trabajadora en el lugar de trabajo. Sin embargo, sólo ha habido intentos vacilantes y experimentales de llenar el vacío. Algunos han sido comienzos en falso, mientras que otros son prometedores. Los más prometedores sugieren la unión de activistas y militantes de base.

Los sindicatos gestionan la relación laboral y salarial, no se oponen a ella. Representan una estructura burocrática fuera del lugar de trabajo, más que una libre asociación democrática de trabajadores dentro de él. De hecho, los sindicatos mayoritarios a menudo trabajan para erradicar o disolver este tipo de asociaciones cuando surgen en los lugares de trabajo y desafían a la dirección y a la propiedad.

Los sindicatos fueron fácilmente cooptados y, de hecho, se cooptaron a sí mismos para convertirse en poco más que gestores de nivel medio del contrato y de una serie de condiciones laborales (en torno al salario, los horarios, las descripciones de los puestos de trabajo, las vacaciones). Los sindicatos se convirtieron en agencias disciplinarias contra las actividades autónomas de los afiliados. Impiden o gestionan huelgas, acciones laborales, sabotajes y ocupaciones. Se movilizan contra el absentismo. Al mismo tiempo, las estructuras sindicales formales, legitimadas por ley, han sido sólo uno de los esfuerzos en el lugar de trabajo perseguidos históricamente por los trabajadores.

Al mismo tiempo, las estructuras sindicales formales, legitimadas por la ley, han sido sólo uno de los esfuerzos que los trabajadores han llevado a cabo históricamente en el lugar de trabajo. No puede haber una huelga significativa en el lugar de trabajo sin algún tipo de organización en el lugar de trabajo. La organización militante en el lugar de trabajo requiere alternativas de base, como escuadrones móviles, grupos de trabajo y grupos de acción directa.

Conclusión

Los organizadores anarquistas deben cambiar radicalmente el terreno de las luchas anticapitalistas, moviéndose a nuevos campos de batalla en lugar de quedarse en las calles de protesta y en las plazas de los movimientos Occupy. Para los anarquistas constructivos hay tres lugares principales de lucha con los que los anarquistas deben comprometerse: los barrios, los lugares de trabajo y los hogares (ver Herod 2007). La organización exitosa en estas áreas debe proporcionar medios para derrotar a los estados y al capital, mientras que también hace el nuevo mundo en el presente – en lugar de esperar a un futuro post-capitalista. Este cambio debe implicar estrategias tanto ofensivas como defensivas.

Con demasiada frecuencia y durante demasiado tiempo, los movimientos se han visto atrapados en luchas defensivas o reactivas -respondiendo a leyes perjudiciales o a políticas públicas dañinas, u oponiéndose a determinadas prácticas empresariales o gubernamentales- que han dominado la visión de los movimientos y activistas del Norte Global. Esto ha conducido a un enfoque estancado que no inspira a la gente y que, en su lugar, conduce a la frustración y la desmoralización, ya que se repiten rituales de memoria en respuesta a decisiones externas de otros (en lugar de hacer valer las necesidades y deseos internos u orgánicos de las personas directamente implicadas).

Además, los rituales de protesta callejera no sirven para cuestionar el poder o la estructura de desigualdad, sino para reforzar la noción de que las democracias liberales permiten espacios para la disidencia y las opiniones divergentes. Cabe preguntarse por la cantidad de energía, recursos y tiempo que se invierte en campañas sobre un único tema, manifestaciones callejeras y acampadas en terrenos públicos: «Y no lo hizo. Sus fuerzas policiales sí.

Sin embargo, los rituales espectaculares como las manifestaciones, las protestas y las ocupaciones públicas dominan la imaginación de los activistas y sus visiones organizativas. Esta obsesión por la demostración ha obstaculizado los movimientos sociales en las democracias liberales durante generaciones. El periodo actual ofrece algunas aperturas nuevas y alentadoras, ventanas de oportunidad para perspectivas y movimientos radicales contra y más allá de los Estados y el capital. Para aprovechar este momento es necesario analizar en profundidad los rituales arraigados que han llegado a dominar los movimientos, en particular los remanentes de periodos de menor movilización.

Referencias

Herod, James. 2007. Getting Free: Creating and Association of Democratic Autonomous Neighborhoods. Boston: Lucy Parsons Center.
Shantz, Jeff. 2009. “Anarchy at Work: Contemporary Anarchism and Unions.” WorkingUSA: The Journal of Labor and Society 12(3): 71–85.

Introducción – Infraestructuras insurreccionales (2018) – Jeff Shantz

Dedicado a Eva Ureta
Rompiendo sus ventanas y construyendo nuestras infraestructuras

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Introducción

Siempre ha habido resistencia al capitalismo. La naturaleza y el tipo de resistencia cambian y se modifican a medida que cambian los contextos económicos y políticos, y a medida que cambia el equilibrio de fuerzas en y a través de la lucha.

Ciertos movimientos históricos agudizan o intensifican la lucha y la resistencia (como en las revoluciones de 1848 y 1917-1919 o el ascenso del fascismo en los años 30). En esos momentos, la curva de aprendizaje cambia, a menudo de forma drástica y rápida, y las cuestiones de cierta importancia adquieren una urgencia mayor e inevitable. En esos momentos, la elección de la oposición, planteada como la famosa elección entre el socialismo o la barbarie, puede adquirir una gran importancia. En esos momentos, las cuestiones sobre el carácter de la resistencia y la lucha se agudizan.

Para muchos, el actual período de auge del nacionalismo blanco, la xenofobia racista, el populismo de derechas y el protofascismo, que en Estados Unidos se ha manifestado con la elección de Trump (y el ascenso del trumpismo y la llamada alt-right como la nueva expresión del viejo nacionalismo racista) y que en otros lugares ha adoptado la figura de Marine LePen (Francia) y pide «pruebas de valores» racistas para los migrantes (Canadá), es uno de esos momentos intensificados.

Los imperativos y las necesidades de la lucha cristalizan y se hace esencial tener una visión clara, estratégica y tácticamente sólida, sobre las formas positivas de avanzar (lejos de la barbarie y hacia algo que podríamos llamar socialismo, comunismo, anarquismo). También lo son las cuestiones de cómo una mayoría no militar puede oponerse a un sistema protegido por fuerzas militares a todos los niveles, desde la policía municipal a los ejércitos imperialistas. Nuestra fuerza está en los números, pero seguimos aislados y divididos, reflejando la vida atomizada en un mercado capitalista en el que la supervivencia es una cuestión de búsqueda personal.

Para algunos hay un estancamiento, una repetición de formas familiares de protesta como manifestaciones, marchas callejeras, mítines, sólo que ahora con intentos y algunos éxitos en su construcción a mayor escala. Esto se ejemplifica en la Marcha de las Mujeres y otras protestas como las manifestaciones «No es mi presidente» movilizadas alrededor y después de la toma de posesión de Trump.

Para muchos, que provienen de perspectivas más radicales, en particular algunos anarquistas, hay una manifestación de un crecimiento comprensible en (una ya existente) impaciencia. Este es el deseo justo de insurrección – de fuego a las estructuras sociales existentes – ahora. El atractivo de la insurrección se ha apoderado de muchos anarquistas mucho antes del ascenso de Trump y es en realidad una expresión de disgusto y odio hacia el estatismo y el capitalismo, y un reconocimiento de que cada día el sistema inflige un daño insoportable a la gente. En un sentido muy real no podemos esperar. Sin embargo, este deseo encuentra su expresión en una respuesta alimentada tanto por la esperanza, el pensamiento ilusorio, como por una evaluación precisa de la situación – el equilibrio de fuerzas, los campos de poder, la distribución de los recursos, las capacidades de éxito, las perspectivas de victoria.

Una cosa que es cierta es que los acontecimientos de 2015 a 2017 en América del Norte, en particular, han estimulado a las personas de diversas perspectivas anticapitalistas a dirigir una atención y un enfoque renovados a las cuestiones de organización y a la necesidad apremiante de crear recursos para mantener y ampliar las luchas en un contexto en el que las fuerzas de la reacción se han organizado y movilizado -y cuya organización y movilización se están expandiendo a buen ritmo, con vigor y violencia-. El tiempo de la protesta y la disidencia hace tiempo que pasó. La esperanza y el deseo airado, aunque satisfacen de diversas maneras, son insuficientes y engañosos. Lo que está en juego parece haberse elevado. Las consecuencias de los errores quizá sean más graves. Aunque esto no puede significar inacción o parálisis. El tipo de acciones que emprendamos importa.

Crisis

El capitalismo es un sistema social fundado en la crisis y desarrollado a través de ella. La crisis es la característica constante y regular de las sociedades capitalistas, la condición de vida de la mayoría de la gente: crisis económica, crisis política, crisis medioambiental, crisis cultural, etc.

Esto no es sorprendente, dado que el capitalismo es un sistema de privación coactiva organizada orientado hacia la expansión continua de la desposesión violenta y dependiente de ella.

Una gran parte de esta crisis es la separación de las comunidades humanas de los medios de subsistencia, que es de lo que tratan los cercamientos de los bienes comunes que iniciaron el desarrollo del capitalismo en el siglo XVII y se extendieron violentamente por todo el mundo a través de los sistemas de colonialismo e imperialismo. Esto tiene el doble efecto de separar a las personas de sus capacidades comunales y colectivas para mantenerse (de las infraestructuras y los recursos de la vida) y de hacer que las personas dependan del mercado laboral capitalista y de la venta de su fuerza de trabajo al capital como base para la supervivencia (conseguir un trabajo o pasar hambre y quedarse sin hogar) La separación de las personas y sus comunidades de los recursos necesarios y las infraestructuras de la vida garantiza crisis recurrentes como característica permanente de la vida para la mayoría de la población mundial.

Al mismo tiempo, los regímenes estatales específicos ejercen poderes especiales y particulares para crear y gestionar crisis dentro de las comunidades de personas explotadas y oprimidas y, a través de políticas y programas, pueden convertirlas en objetivo de crisis y acabar con la oposición o la resistencia en ciernes. El período del capitalismo neoliberal ha sido un período de gestión estatal de la clase trabajadora a través de la crisis construida (creación estratégica de crisis). El Estado bajo el neoliberalismo es una forma de lo que he llamado, siguiendo al marxista autonomista Antonio Negri, un Estado de Crisis,

El Estado bajo el neoliberalismo es una forma de lo que he llamado, siguiendo al marxista autonomista Antonio Negri, un Estado de crisis, orientado a la fabricación de la precariedad y la desesperación de la clase trabajadora, en particular, pero no exclusivamente, a lo largo de líneas racializadas (véase Shantz 2016). Esto es distinto de las formas de gerencialismo del Estado de bienestar y la incorporación de la clase trabajadora como un mecanismo para desactivar el conflicto de clases.

El régimen de Trump ha sido un Estado de crisis por excelencia, ya que esgrime órdenes ejecutivas dirigidas a sectores específicos, especialmente vulnerables, de la clase trabajadora para demonizarlos y castigarlos. Y mientras que algunos han planteado erróneamente la administración Trump como caótica y desordenada, hay razones para creer que está actuando táctica y estratégicamente para provocar crisis entre los opositores y para lograr sus propios intereses como representantes del ala constructora del capital, lo que los líderes de la administración como Steve Bannon se refieren como «nacionalismo económico» La desorientación y la interrupción son el modus operandi de la administración Trump, no errores o incompetencia – es, de hecho, su competencia.

La Casa Blanca de Trump pretendía causar pánico y desesperación con la orden ejecutiva de prohibición de la inmigración. Según un artículo publicado en Bloomberg Businessweek, el estratega de Trump, Steve Bannon, organizó la orden específicamente para un viernes por la tarde sin previo aviso. Según Bloomberg Businessweek, el estratega de Trump, Steve Bannon, organizó la orden específicamente para un viernes por la tarde, sin previo aviso. Bannon esperaba que los opositores a Trump, que no trabajarían durante el fin de semana, organizarían protestas públicas, que es lo que quería, según Bloomberg, y así sucedió.

Al publicar una orden ejecutiva reaccionaria tras otra, la Casa Blanca de Trump está sembrando estratégicamente la crisis entre la clase trabajadora y los oprimidos, en particular, por supuesto, entre las comunidades racializadas. El efecto es mantener a la oposición constantemente tambaleándose, reaccionando constantemente después de los hechos.

Y para provocar algún tipo de malestar – pero en el terreno familiar de la disidencia o la ira en lugar de la organización y la alternativa. Mantiene a la oposición ocupada respondiendo – no construyendo proactivamente. También disipa el desarrollo estratégico y la acción táctica, en la causa de responder a las crisis que parecen, y a menudo son, apremiantes.

La capacidad de los Estados y el capital para llevar a las comunidades de la clase trabajadora a la crisis, tanto crónica como aguda, ha sido en gran medida indiscutible al menos de manera significativa y duradera durante todo el período neoliberal. El régimen de Trump ha ampliado significativamente el alcance y quizás la rapidez de los despliegues del Estado de Crisis. Es una forma abierta de gobierno por la crisis.

Por lo tanto, ahora más que nunca es de vital importancia la necesidad de construir infraestructuras sociales que puedan resistir y superar la crisis al tiempo que plantean la posibilidad de poner en crisis al propio Estado de Crisis. Mientras el ala constructora del capital avanza en sus propios proyectos, nosotros tenemos que desarrollar los nuestros.

Una era de infraestructuras

El capital industrial y el Estado neoliberal se están expandiendo simultáneamente a través de proyectos de desarrollo de infraestructuras. Esto es particularmente cierto en lo que se refiere a los proyectos de energía extrema en el último aliento de la economía de los combustibles fósiles. Vemos esto en términos de desarrollo de las arenas bituminosas, fracking, construcción de oleoductos, presas, construcción de ferrocarriles, autopistas y expansión de los puertos.

En muchos sentidos, el presidente Trump representa el ala de las infraestructuras, el ala constructora del capital. Y sus compromisos y prioridades han sido, además de los oleoductos, el carbón, los combustibles fósiles en general, el desarrollo de la llamada infraestructura Brownshirt (represiva) (cárceles, prisiones, centros de detención, muros fronterizos, etc. ) Nótese también su temprana propuesta de ampliar el gasto militar en 54. 000 millones de dólares, incluso cuando EE. UU. se enfrenta a una deuda masiva impulsada por la guerra.

Sin embargo, al mismo tiempo, las fuerzas que podrían oponerse a esto -que hablan quizás con demasiada facilidad de insurrección- tienen infraestructuras mínimas, o experiencias con sus propias infraestructuras, con las que librar las batallas que desean. No tienen ni siquiera el mínimo de infraestructura y recursos de autodefensa para defenderse de los ataques de la derecha más rabiosa, por no hablar de un Estado militar mecanizado que ha demostrado en contextos policiales en los EE. UU. o en contextos coloniales como el asalto a los defensores del agua de Standing Rock que desplegará fácilmente esa fuerza, y de forma letal, contra sus supuestos «propios civiles», ya sea en protestas pasivas o «pacíficas» o de otro tipo.

Afortunadamente, la respuesta a la orden ejecutiva de prohibición fue algo más que las consabidas protestas y demostró que existen algunas infraestructuras importantes potencialmente en formación. La gente se movilizó y organizó para detener las deportaciones o proporcionar apoyo legal a las personas detenidas en los aeropuertos. Las iglesias (siempre por delante en la construcción de sus propias infraestructuras, aunque ciertamente no suelen ser insurreccionales) han organizado acertadamente redes de santuario para los migrantes. Son ejemplos importantes.

Hacia adelante

Este es un libro sobre la insurrección, sobre el impulso apasionado para acabar con el capitalismo y el Estado que lo promueve, y también sobre las infraestructuras, sobre la construcción y el mantenimiento de los recursos compartidos y colectivos necesarios para llevar al capital y a los Estados al final que se merecen. Las insurrecciones son componentes necesarios pero no suficientes de la revolución. Para que las insurrecciones desempeñen este papel deben tener bases en las necesidades, aspiraciones y deseos de las comunidades de explotados y oprimidos. Y deben tener fundamentos de recursos: infraestructuras insurreccionales.

Esto sigue siendo un llamamiento a la insurrección o, mejor aún, a la insurrección de los explotados y oprimidos, pero también es un llamamiento al trabajo serio de construcción y organización que hay que hacer para que el primer pensamiento signifique algo en términos reales, no como esperanza ni como propaganda (de hecho o de otro tipo). No debería haber ilusiones sobre lo que significa o traerá la insurrección, ni sobre lo que se necesitaría (como mínimo) para tener una oportunidad de llevarla a cabo. También es necesario reconocer que las insurrecciones activistas (batallas callejeras, acción directa dura, etc. ) no son lo mismo que los levantamientos populares y las revueltas comunitarias, etc.

Esto no quiere decir que los levantamientos puedan o vayan a estar totalmente planificados y organizados con antelación. Los levantamientos se producirán cuando las comunidades explotadas y oprimidas se levanten y digan «basta ya», y los activistas y organizadores, los radicales de diversos tipos, deben hacer lo que puedan y deben apoyarles como puedan.

No se trata de que la gente espere a que se den las condiciones perfectas (que nunca llegarán) ni de retrasar las expresiones colectivas de rabia hasta que llegue un mítico «momento oportuno», sino de reconocer que, cuando se produzcan los levantamientos, serán necesarias infraestructuras ya existentes para defenderlos, sostenerlos, cuidar de la gente, alimentar la lucha y, finalmente, pasar a un movimiento ofensivo en lugar de defensivo. Y tenemos que preguntarnos de qué recursos disponemos para satisfacer estas necesidades y cómo vamos a construirlas. . . Es aún más importante hacerlo precisamente porque las circunstancias no serán perfectas, ni siquiera ideales, cuando se produzcan los levantamientos y se necesitará más para darles una oportunidad real de luchar contra un enemigo más poderoso (o al menos más armado).

Muchos insurrectos están implicados en la construcción de infraestructuras y son diligentes al respecto. Esperemos que esto fomente ese trabajo. Por otro lado, se puede decir que quizás demasiados de los que están haciendo un gran trabajo centrado en la construcción de infraestructuras pueden olvidar que el objetivo es el levantamiento, el derrocamiento. He visto esto en varios contextos. Las infraestructuras deberían apoyar el derrocamiento del orden existente y proporcionar una base para reemplazarlo por algo mejor – algo que sea nuestro – por nosotros y para nosotros. La idea no es labrarse un espacio cómodo para sobrevivir dentro del sistema tal y como persiste.

Algunas infraestructuras son claramente esenciales de forma continuada: recursos de atención médica, suministros fiables de alimentos, refugio, energía autónoma, recursos de autodefensa, etc.

Otras serán impulsadas de forma urgente: espacios y redes santuario, un nuevo ferrocarril subterráneo, casas seguras. Como los sindicalistas han argumentado durante mucho tiempo, una de las mejores formas de asegurar estas infraestructuras es organizar a los trabajadores que ya proporcionan estos recursos (enfermeras, paramédicos y médicos, trabajadores agrícolas y alimentarios, trabajadores de la energía alternativa, trabajadores de la construcción, etc. ). No hay necesidad de recrear completamente estas infraestructuras en redes de sombra desde cero, pero son necesarias, son bases para la autonomía y la autodeterminación de las comunidades de explotados y oprimidos, la clase trabajadora, son necesarias para una vida decente en el aquí y ahora de la vida cotidiana, son cruciales para los movimientos y levantamientos que podrían plantear una alternativa a los actuales sistemas de capitalismo reforzado por el Estado.

Las cuestiones de la construcción de infraestructuras a largo plazo, del desarrollo de estrategias y tácticas, de la insurrección, no son lo mismo que la cuestión de la movilización militante para hacer frente a las amenazas existenciales inmediatas. La gente puede, debe y se movilizará para enfrentarse a los fascistas y supremacistas blancos en las calles. Los nazis deben ser golpeados colectivamente en la cara donde y cuando aparezcan. Los policías y otros asquerosos autoritarios deberían ser expulsados del campus como los bloques negros hicieron con Milo y sus aduladores en Berkeley.

Sin embargo, los retos a los que nos enfrentamos son constantes. El equilibrio de fuerzas es importante, como siempre.

Referencias

Green, Joshua. 2017. “Does Stephen Miller Speak for Trump?Or Vice Versa?” Bloomberg Businessweek. February 28.

https://www.bloomberg.com/news/features/2017–02–28/does-stephen-miller-speak-for-trump-or-vice-versa.Shantz,

Jeff. 2016. Crisis States: Governance, Resistance, and Precarious Capitalism. Earth: punctum books.

«La criminología radical vive» – Adelanto de ¿Quién mató a la escuela de Berkeley? Las luchas por la criminología radical (2014) – Jeff Shantz

De: Thought Crimes Press



El asalto a la Escuela de Criminología de Berkeley (en la Universidad de California-Berkeley), un centro de organización, teorización y acción radicales, es una de las salvas probablemente olvidadas o pasadas por alto (o nunca conocidas) de los ataques frontales de Ronald Reagan contra la disidencia y la resistencia (sobre todo en términos internos). Iniciada en la década de 1960 y llevada a cabo ampliamente entre 1973 y 1976, la campaña contra los radicales de la Escuela de Berkeley vería su victoria final en 1977.

En este atractivo y agudo libro, Julia y Herman Schwendinger, dos participantes clave en la Escuela de Berkeley (y dos que fueron sancionados por su comprometida participación en las luchas de la escuela y de la comunidad en general contra la explotación y la opresión), aportan importantes reflexiones y una evaluación abierta, honesta e inquebrantable de estas batallas. Proporcionan lecciones cruciales para los organizadores y activistas contemporáneos en la academia, y más allá, y refuerzan la gran necesidad de radicalismo dentro de disciplinas como la criminología que se supone deben identificar, analizar y acabar con las prácticas (y causas) del daño social. Y denunciar el papel de quienes detentan el poder en la generación y reproducción del daño social.

Al igual que el más conocido ataque contra el sindicato de controladores aéreos sólo tres años después, la ruptura de la Escuela de Berkeley diezmaría una infraestructura de resistencia al capitalismo neoliberal (y las ideologías expresadas en la criminología de la Nueva Derecha en este caso) en sus primeras etapas, así como enviaría un mensaje a posibles aliados de que deberían vigilar sus pasos (no sea que sufran un destino similar). También, al igual que la lucha de los controladores aéreos, puso a prueba la determinación de los oponentes potenciales del neoliberalismo y la voluntad de los «partidarios blandos» o fuerzas liberales de actuar en nombre de los que estaban en el punto de mira. En ambos casos, las amplias fuerzas de oposición, y en particular los aliados potenciales y los partidarios blandos, resultaron fatalmente insuficientes. Y las fuerzas emergentes de la reacción neoliberal (y la ideología de la Nueva Derecha) obtuvieron importantes victorias y desarrollaron una nueva confianza para seguir adelante.

Los radicales de la Escuela de Berkeley identificaron las verdaderas fuentes del daño social en la sociedad: las acciones del Estado, del ejército y de las empresas. También insistieron en llamar a estos daños por su nombre: delitos. Identificaron abiertamente las guerras contra los pueblos indígenas de la Isla de la Tortuga como lo que eran: campañas de genocidio. El asalto a Vietnam no se reconoció como una guerra desafortunada, un acontecimiento geopolítico o una crisis (o tragedia) estadounidense, sino, sin tapujos, como una empresa criminal emprendida por el Estado estadounidense. Los Schwendinger exponen el lugar cautivo de la universidad en el complejo militar-industrial, detallando la profundidad y amplitud de la influencia y el control corporativos.

Por encima de todo, los radicales de la Escuela de Berkeley, quizás más que ningún otro criminólogo académico antes o después, tendieron un puente sobre la falsa brecha entre la resistencia de la comunidad y las labores académicas. Se sumergieron en las luchas, no al margen o en conflicto con su papel de investigadores, estudiantes y/o productores de conocimiento, sino como resultado directo de esas actividades. Por ello, fueron el blanco de políticos y administradores. Castigados como miembros de la comunidad y activistas, reprendidos y despedidos como trabajadores intelectuales.

La Escuela de Berkeley se erige como un modelo al que la criminología crítica contemporánea (mejor aún, radical) podría aspirar. El relato de los Schwendinger ofrece tanto una guía para organizarse en el presente como una advertencia sobre los pasos a evitar y las lecciones aprendidas a través de la lucha real.

Este convincente trabajo nos recuerda una criminología no de las aulas, sino de las comunidades y los lugares de trabajo. Nos recuerda una criminología de la resistencia activa. Es una criminología arraigada en las respuestas del mundo real a las preocupaciones actuales sobre los daños sociales en las comunidades más sometidas a esos daños. Se trata de una criminología que no es utópica ni ideológica porque identifica y nombra las estructuras y relaciones sociales que causan los daños sociales y que impiden que se aborden. Y confronta y desafía abiertamente esas estructuras y relaciones explotadoras y opresoras (en lugar de aceptarlas como meros objetos de estudio).

Esto es también una propuesta y una invitación. No sólo a los radicales, sino también a los que dicen ser críticos en los buenos tiempos pero se vuelven «pragmáticos» o «realistas» cuando les afecta personalmente (con perdón de Phil Ochs). Los criminólogos, al perseguir la justicia social, acabarán (y deben) ofendiendo a los administradores universitarios, a los funcionarios de la justicia penal, a los agentes del orden y a los políticos. No debemos disculparnos por ello ni esconder nuestros análisis en la comodidad de las aulas, los seminarios o las conferencias.

El compromiso se ha convertido en una palabra emblemática del periodo neoliberal (como el «consenso» de una época anterior). Sin embargo, el compromiso tiende a pasar por alto el desequilibrio de fuerzas, de recursos, de poder y de daños. Ofrece una igualación profundamente injusta de la responsabilidad (desigual) y oculta el hecho de que ciertos grupos (clases, estratos) soportan la peor parte de los daños infligidos unilateralmente por otro grupo (clase, estrato). Este compromiso casi siempre acaba satisfaciendo (y justificando) a quienes detentan el poder.

El actual período de hegemonía de la Nueva Derecha (en el gobierno, los medios de comunicación y la academia) y la promoción durante décadas de la ideología de la ley y el orden como política pública, requiere, por fin, una oposición activa y organizada desde la criminología que se base no sólo en la crítica (ineficaz) sino en la movilización política en solidaridad y comunidad con aquellos que han sido objeto de la embestida de la derecha.

Esta es una historia crucial, un ejemplo significativo de lucha. Es relevante para cualquier persona interesada en el desarrollo del capitalismo neoliberal y la gobernanza de la austeridad. Es una lectura obligada para cualquier persona preocupada por la construcción de infraestructuras de resistencia en el contexto actual y, en particular, la vinculación de las luchas del campus y la comunidad de una manera que podría desafiar las estructuras dominantes y las relaciones de gobierno y forjar y mantener las conexiones de solidaridad y resistencia activa.

El asalto a los radicales de la Escuela de Berkeley fue nada menos que, como afirman los Schwendinger, «la represión de una lucha por la justicia». Y tuvo repercusiones duraderas, tanto en las luchas sociales como en el desarrollo de la criminología (que hizo sombra a la Reaganomics de los ochenta con la ideología de la Nueva Derecha y la violencia de clase de las «ventanas rotas»).

Más que una obra de criminología, se trata de una narración vibrante y honesta de historias pasadas por alto de la lucha radical (y del papel quizá sorprendente, para el público actual, desempeñado por la criminología en solidaridad con los movimientos de los pobres y los oprimidos). Rellena las piezas que faltan en la historia de los movimientos de liberación de los pueblos de finales del siglo XX.

Como señalan los Schwendinger, es imposible entender el radicalismo (o la criminología) sin reconocer el contexto social. En concreto, es necesario comprender los contextos particulares de lucha social, movimiento social y cambio. La interfaz de los movimientos sociales y políticos, y el lugar de los criminólogos en ellos (radicales o no), es importante.

En el contexto de las movilizaciones Occupy y la represión masiva en varios lugares (incluida la violencia generalizada por parte de la policía en la propia Universidad de California-Berkeley) esta es una lectura esencial para cualquiera que busque una comprensión más profunda de la represión y la resistencia. Los Schwendinger relatan tácticas, como las primeras manifestaciones de kettling, que quizá se consideren con demasiada frecuencia manifestaciones recientes de la práctica policial neoliberal.

Los lectores también podrán observar el uso de un lenguaje demonizador para desacreditar todas las formas de resistencia. El comunista fantasma de los años sesenta y setenta ha sido transformado por el capital estatal en el terrorista fantasma de hoy. En cada caso, el espectro es utilizado por los gobiernos para justificar el creciente uso de la violencia represiva, la vigilancia ilegal del Estado y las violaciones de los derechos civiles y humanos.

A medida que el pensamiento crítico en el mundo académico se sacrifica a las preocupaciones del mercado laboral o la «relevancia» (¿para quién?) y el tecnocratismo, el gerencialismo y la conveniencia impulsan el «plan de estudios» por encima de la erudición en sentido amplio, esta historia tiene mucho que decirnos. Se trata de un documento vivo y vital de un movimiento y un proyecto vitales (y aún vivos). Hay que leerlo, releerlo, estudiarlo y, lo que es más importante, ponerlo en práctica.

En la era de la austeridad neoliberal y la hegemonía de la «ley y el orden», es más urgente que nunca que los criminólogos desmitifiquen las razones tradicionales de la explotación y la opresión. De hecho, los criminólogos deben abordar la propia naturaleza y objetivos de la criminología en este periodo de vigilancia y represión. Como se preguntan los Schwendinger, ¿cómo pueden los estudiantes y profesores de criminología concienciados, cuyo objeto de estudio es el crimen, permanecer callados ante las atrocidades del Estado y el capitalismo? La respuesta sigue siendo, ahora como entonces: no podemos.

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https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-radical-criminology-lives-1

Reflexiones sobre la política de James Joyce (2012) – Jeff Shantz

Hasta hace muy poco, la mayoría de los comentarios sobre Joyce subrayaban que sus obras son apolíticas. Como se dice que Joyce fue en gran medida apolítico, se afirma que su obra también lo es. Más recientemente, sin embargo, algunos estudiosos han empezado a analizar las influencias políticas, incluso radicales, en Joyce y su compromiso con los movimientos políticos radicales. Aunque la mayoría de los comentaristas que han hablado de la política de Joyce identifican sus influencias como socialistas, es más preciso sugerir que la política de Joyce estaba influida por versiones libertarias del socialismo, en particular el anarquismo y el sindicalismo (o sindicalismo revolucionario).

Obras significativas como Joyce’s Politics, de Dominic Manganiello, The Consciousness of Joyce, de Richard Ellmann, han defendido firmemente el socialismo libertario de Joyce. Laduyt y Lernout (1995) señalan que Joyce extrajo gran parte de su material de investigación para Finnegan’s Wake de la obra maestra del geógrafo anarquista Metchnikoff, Les Grandes Fleuves Historique. Al preparar sus notas, Joyce también prestó especial atención a la «Introducción» escrita por la renombrado geógrafo anarquista Elisee Reclus. Un vistazo a los casos en los que aparecen expresiones de preocupaciones políticas en la obra de Joyce sugiere que existe una fuerte afinidad con los temas anarquistas. Ehrlich (1997) señala que desde el punto de vista de finales del siglo XX «podemos olvidar fácilmente hasta qué punto el socialismo y el anarquismo de finales del siglo XIX y principios del XX fueron estaciones necesarias para la vanguardia en el camino hacia el modernismo literario» (84).

Otros comentaristas, como Robert Scholes, sugieren que Joyce mostró una desilusión general con el socialismo que afectó a muchos exponentes del modernismo europeo. Scholes (1989) sugiere que los fracasos de los partidos socialistas de masas, que finalmente culminaron con su capitulación al estallar la Primera Guerra Mundial, en la que los socialistas apoyaron a su burguesía nacional en los esfuerzos bélicos, pusieron de manifiesto las «tendencias autoritarias y totalizadoras» del socialismo (29). En el caso de Joyce estas tendencias, según Scholes, «tomaron una dirección estética hacia el artista como figura suprema, absoluta en su propio mundo y sin ninguna responsabilidad social específica» (29).

Una obra más reciente, James Joyce and the Question of History (1993), de James Fairhall, también ofrece un retrato de Joyce como entusiasta juvenil que más tarde se desilusionó con el socialismo. La célebre teórica Helene Cixous, en El exilio de James Joyce (1972), va aún más lejos al condenar a Joyce por un autoritarismo percibido. Para Cixous, Joyce sólo disfrutó de «dos años socialistas» que simplemente sirvieron de «máscara para el ‘heroísmo interior'» y el «egoísmo redentor» del artista» que representaban sus verdaderos valores políticos (203 202, 203).

En mi opinión, tales enfoques, que contemplan la política de Joyce a través del prisma de las categorías socialistas tradicionales, no son adecuados para comprender la complejidad de la idiosincrásica visión política de Joyce. Las nociones de Joyce del artista como heraldo heroico de un mundo nuevo, más que oponerse al socialismo, invocan visiones del socialismo que, a pesar de su marginación de la corriente principal de la política socialista, fueron vitales durante la vida de Joyce. Como sólo un ejemplo pasado por alto, yo argumentaría que el énfasis en el artista como heraldo mítico de un mundo nuevo, es una característica ya presente del sindicalismo revolucionario soreliano que influyó tan fuertemente en los sindicalistas italianos, y a través de ellos, también en Joyce. Según Caraher, «una construcción social más completa y detallada de la política de Joyce, representada a través de su vida y sus textos, tiende a situar el modernismo europeo del autor no tanto en el campo del socialismo internacional… como en sus márgenes intelectuales» (176). Cualquier discusión sobre la política de Joyce debe evitar simplificar sus complejos impulsos ideológicos, a pesar de los muchos retos interpretativos que plantean.

En parte, Joyce se opone al socialismo ortodoxo por el que se le suele medir. En su lugar, Joyce sugiere un socialismo antifeudal, más que anticapitalista, basado no en el proletariado industrial, del que Joyce experimentó y sintió cierta distancia, sino más bien en una pequeña burguesía en declive, una «clase intermedia» que sentía dolorosamente la amenaza constante de la movilidad descendente y el empobrecimiento.

La clase obrera convencional -jardineros, fontaneros, carpinteros- prácticamente no tiene representantes aquí. Los personajes de Joyce pertenecen casi exclusivamente a la clase media baja, a menudo con un sentimiento de superioridad que no es más que el reflejo de su propia inseguridad. Poised between upper-class aspirations and the possibility of descent through the no-safety-net floor of 1904 society, Joyce’s characters inhabit a gap, a site of high anxiety in historical Dublin… (Sherry, 8).

Joyce evoca una variante compleja del socialismo que encuentra su inspiración y habla de las preocupaciones de las clases ignoradas, las que no desempeñan el papel histórico mundial ni del proletariado ni de la burguesía en las versiones marxistas dominantes del socialismo. Al observar a Joyce socialista, uno se abre a corrientes significativas, aunque infravaloradas, contrarias o marginales dentro de la historia del socialismo. Una atención más atenta al socialismo de Joyce revela las complejas y contradictorias fuerzas del modernismo radical, además de insinuar visiones alternativas de la lucha social que no pueden ser contenidas dentro de binarios como «socialismo o barbarie» que informan los trabajos de críticos como Robert Scholes. De este modo, un replanteamiento de las fuentes y expresiones del socialismo de Joyce proporciona un punto de partida útil para repensar las fuentes e influencias subyacentes al modernismo europeo, además de abrir interesantes vías para comprender las historias del socialismo.

Colin McCabe (1979) sostiene que la lectura de la correspondencia de Joyce con su hermano Stanislaus entre 1905-1907 sugiere un interés poderoso pero muy personalizado por el socialismo revolucionario. Para McCabe, las cartas revelan preocupaciones e influencias fundamentales que explican aún más las contradicciones en la política de Joyce.

En estas cartas podemos leer la contradicción entre un optimismo engendrado por la política socialista italiana y un pesimismo confirmado por la evolución del nacionalismo irlandés. La política de Joyce estaba determinada en gran medida por su actitud hacia la sexualidad. Un aspecto central de su compromiso con el socialismo fue su feroz oposición a la institución del matrimonio, el rechazo santificado de la sociedad burguesa a la realidad del deseo (McCabe, 160).

En este breve artículo discuto estos aspectos de la política de Joyce para destacar el carácter complejo y heterodoxo de la visión socialista que desarrolla.

Sherry sugiere que una piedra de toque para el desarrollo de la sensibilidad política de Joyce puede encontrarse en la figura del sindicalista irlandés James Connolly. Para Sherry, Connolly ofrece un paralelismo y un contraste con el socialismo de Joyce. Connolly llegó finalmente a un acuerdo incómodo entre el socialismo y el nacionalismo irlandés en el que el nacionalismo era un expediente útil para llegar al socialismo. Para Connolly, el nacionalismo sólo podía contribuir a la regeneración social en la medida en que sirviera para separar a los irlandeses de los intereses de la aristocracia inglesa. De este modo, el nacionalismo, al fomentar el espíritu de separación de la burguesía imperialista, podría contribuir a un proceso de rebelión de clase que acabaría por superarla.

Aunque en ocasiones Joyce permite una aceptación incómoda del nacionalismo irlandés, en otras sostiene que la presencia inglesa en Irlanda podría contribuir en una medida necesaria a la evolución del socialismo (Cartas, II). En concreto, la inversión inglesa aportaría el capital necesario para el desarrollo industrial y la correspondiente aparición de una clase obrera organizada de pleno derecho. Esta visión, aunque equivocada, encajaba con cierta versión del socialismo de la II Internacional que defendía el capitalismo y la superación de las relaciones feudales como parte necesaria en la transición al socialismo.

Tal vez con más simpatía, Sherry sugiere que esta aceptación de una presencia inglesa invoca la visión pannacional del socialismo de Joyce y su esperanza de que el nuevo siglo pudiera marcar el fin de la guerra internacional (10-11). Esta esperanza, por supuesto, se desvaneció muy pronto en las rocas de 1914. Como relata Stanislaus Joyce (1958, 85), al describir las inclinaciones socialistas de su hermano: «Mi hermano pensaba que los nacionalismos atizados, que él detestaba, eran los culpables de las guerras y los problemas mundiales».

Puede decirse que la expresión del socialismo de Connolly, teñida de sentimientos nacionalistas, refleja un hecho crucial de la historia social irlandesa de la época: la ausencia de un proletariado industrial de masas. Para Connolly, el nacionalismo era un complemento necesario de la ideología socialista, dada la ausencia de un proletariado amplio y unido que pudiera desempeñar el papel que le asignaba el marxismo.

Por su parte, Joyce era tan consciente como Connolly de este aspecto del contexto social irlandés y veía la necesidad de revisar el socialismo ortodoxo a la luz del mismo. En sus cartas Joyce ofrece la conclusión: «El proletariado irlandés está aún por crear» (Cartas II, 174). De este hecho crucial de la historia, Joyce extrajo conclusiones muy diferentes. Para Joyce, la propia falta de un proletariado industrial de masas en Irlanda sugería la conveniencia de un programa de cambio social anarquista más que socialista (o marxista)[1].

Sherry sugiere que esta conciencia era fundamental para el socialismo de los años de juventud de Joyce, que se desarrolló a partir de sus experiencias juveniles y alcanzó su punto álgido en 1906-1907, durante su estancia en Italia. La estancia de Joyce en Roma coincidió con una reunión del congreso socialista internacional. «Entre las facciones rivales en el congreso, Joyce prefiere a los sindicalistas o sindicalistas, que se adhieren a un anarquismo que Joyce justifica en vista de los problemas peculiares de la historia social irlandesa, en una formulación que pone de relieve los predicamentos que subyacen en el argumento y la retórica del propio Connolly» (Sherry, 10).

En respuesta, Joyce contempla la necesidad de «derrocar toda la organización social actual» para estimular «la aparición automática del proletariado en sindicatos, gremios y similares» (citado en Sherry, 10). En esto Joyce se hace eco de las doctrinas populares del sindicalismo revolucionario de la época, que defendían la huelga general revolucionaria como la fuerza mítica que podría regenerar a la clase obrera y sus organizaciones a través de la forma heroica dada a su lucha. De hecho, tanto los sindicalistas franceses como los anarquistas insurreccionales italianos (ambos participaron en el congreso de Roma) defendían la huelga general como el medio por el cual un proletariado no formado o parcialmente formado podría llegar a reconocerse conscientemente.

Ciertamente, este giro hacia el mito social se refleja en otras partes de las obras de Joyce. El hecho de que la crisis y la resolución del Ulises se expresen en el lenguaje del mito (Sherry 2) se hace eco del impulso mítico del sindicalismo revolucionario. Al igual que el mito social soreliano, el Ulises fusiona lo mítico, especialmente la alegoría moral, con lo fáctico.

Esto no es único en las obras de Joyce y no se limita a un período posterior de su escritura. «Anteriormente, a principios de 1904, Joyce escribió la versión inédita del primer borrador de «Retrato del artista», utilizando la ideología utópica socialista con imágenes del hombre y la mujer en un Dublín futuro. Combinaba en prosa experimental algunos elementos del manifiesto socialista y del manifiesto estético, la confesión sexual y la nueva psicología de Bergson» (Ehrlich, 1997: 87). Se trata de una conexión crucial, ya que sugiere además el vínculo entre Sorel, el sindicalismo revolucionario y Joyce. Bergson, el filósofo vitalista, fue una influencia clave para Sorel, quien asistió a las conferencias de Bergson e incorporó las nociones de elan vital de Bergson como una característica clave de sus escritos sobre los poderes movilizadores del mito social[2].

Al igual que el teórico del mito social revolucionario Sorel, Joyce atribuye un papel importante no a una clase específica sino a los estratos creativos dentro de la lucha, aquellos que pueden dar forma al mito social. «Aquí el poder que atribuye a la Palabra del artista -encarnar el Estado y la raza milenarios- respira a través de la dicción mitopoética y ritualista de su propia prosa» (Sherry, 13). El llamamiento de Joyce al artista para que haga resonar la revolución venidera adquiere el tono y la fuerza de un manifiesto revolucionario. A la manera del mito social revolucionario, la llamada de Joyce al artista invoca el nuevo mundo que se gesta en la cáscara del viejo, un nuevo mundo nacido de las revoluciones sociales, económicas y sexuales unidas. Esto se expresa de forma más notable en las famosas palabras de Joyce del borrador de 1904 de «Retrato del artista»:

A esas multitudes que aún no están en los vientres de la humanidad, pero que seguramente pueden engendrarse allí, les daría la palabra. Hombre y mujer, de vosotros sale la nación que ha de venir, el relámpago de vuestras masas en dolores de parto; el orden competitivo se emplea contra sí mismo, las aristocracias son suplantadas; y en medio de la parálisis general de una sociedad demente, la voluntad confederada entra en acción (Retrato, 265-266).

Esta invocación del artista como heraldo heroico de un mundo nuevo ha proporcionado parte de la base de las pruebas de quienes citan el giro de Joyce hacia el autoritarismo. Scholes sostiene que esto representa un giro hacia lo autoritario en la obra de Joyce. Ciertamente, hay cierta base para adoptar tal postura, como sugiere la curiosa trayectoria del propio Sorel. En sus últimos años, el profeta de la voluntad de la clase obrera ejercida a través del mito social sucumbió a los apoyos tanto de Lenin como de Mussolini. De hecho, el giro hacia la expresión de visiones sociales en el arte, especialmente el privilegio de la autoría literaria, encontró su corolario en el autoritarismo político de Pound y Wyndham Lewis (Sherry, 13).

Otro punto de vista, sin embargo, sugiere que la visión del artista-héroe en Joyce tiene afinidades con ideas antiautoritarias. Manganiello conecta expresiones de la conciencia política de Joyce con el anarquismo individualista del tipo articulado por el anarquista americano del siglo XIX Benjamin Tucker. Para Manganiello, esta conexión con el anarquismo de Tucker, con el que Joyce estaba familiarizado y encontraba atractivo, arroja luz sobre la visión de Joyce del artista como heraldo de un mundo nuevo. Caraher explica esta perspectiva de la siguiente manera «En lugar de las tiranías envolventes y coercitivas de las instituciones sociales y políticas existentes, el anarquista individualista como artista emplea el poder de resistencia de la palabra clarificadora y redentora» (175-176). Manganiello desarrolla esta posición sobre la resistencia política haciendo referencia a este pasaje del capítulo veinticuatro de Stephen Hero: «el artista como Mesías literario reconstruye el espectáculo de la redención y legitima su papel de redentor en sus obras afirmando aquello que los presuntos Estados y las presuntas Iglesias niegan» (76).

La articulación de las preocupaciones estéticas de Joyce con los ideales de individualismo y libertad frente al autoritarismo se refleja también en su atracción por la postura ofrecida en esa otra famosa obra de socialismo idiosincrásico, el ensayo de Oscar Wilde «El alma del hombre bajo el socialismo». Tanto las afinidades literarias como las socialistas libertarias están detrás de la decisión de Joyce de convertirse en el traductor oficial del clásico del socialismo libertario de Oscar Wilde «El alma del hombre bajo el socialismo». Según Manganiello, «Joyce probablemente se dio cuenta por primera vez en el tratado de Wilde de que su exigencia de libertad absoluta para cumplir sus objetivos estéticos podía hacerse consonante con las opiniones políticas de Tucker, que hacía hincapié en el respeto de las libertades individuales» (220-222).

Las influencias socialistas en Joyce pueden haber mantenido su resistencia fundamental a la perspectiva política de los modernistas autoritarios. Joyce dio voz a preocupaciones políticas y sociales muy personales que estaban informadas por su comprensión libertaria del socialismo. «En su proyección de un orden político superior, Joyce creía que actos personales valientes, como su fuga con Nora sin casarse y su continuo rechazo de la iglesia tras el nacimiento de sus hijos, requerían el apoyo ideológico de los principios políticos socialistas» (Ehrlich, 1997: 83). Los principios socialistas no fueron abandonados, sino expresados de formas novedosas que en su preocupación por la libertad individual se oponían al autoritarismo.

La glorificación de Pound de un sacerdocio hierático, su estima por los antiguos escalafones de título y clase, sitúan un comportamiento autoritario ajeno a Joyce. A esa «aristocracia de las artes» [en Pound] Joyce opondría «la voluntad confederada». La diferencia le conduce, en primer lugar a una política socialista, en última instancia a un lenguaje dialógico que orquesta diferencias, pluralidades, tolerancias (Sherry, 14).

De hecho, este lenguaje, el lenguaje de las obras de Joyce, es un lenguaje de anarquía como filosofía política. De hecho, se puede ver en esto un indicio de la relación que May y Newman sugieren en su trabajo sobre la anarquía como primer posmodernismo.

Como sugiere Ehrlich (1997: 82), los ideales sociales radicales de Joyce fueron elementos esenciales en su desarrollo como artista modernista. A lo largo de su obra, Joyce exploró las posibilidades de una nueva sociedad, así como nuevas visiones de las personas que podrían conformar esa sociedad (Ehrlich, 1997). Ehrlich (1997: 82) señala que, al romper drásticamente con las tradiciones de la iglesia, la nación y la familia, Joyce «actuó no sólo por su deseo de convertirse en escritor, sino también por un conjunto unificado de convicciones radicales sobre la sociedad, la sexualidad y el arte» (82).

La clase «intermedia», incluyendo por supuesto a muchos artistas, al no tener ni el capital ni el poder social de un proletariado de masas para llevar a cabo un cambio social a gran escala, a menudo se quedaba con la búsqueda de fuerzas míticas y heroicas que pudieran movilizar la transformación de la sociedad hacia sus intereses. «Joyce faculta al artista emergente, ahora libre de las ataduras de los estereotipos de clase y de género para pronunciar «la palabra», a medida que las viejas aristocracias competitivas y su «sociedad de locos» son sustituidas por la nueva voluntad general de las masas esperanzadas y activas. El radicalismo sexual de Joyce se expresa en frases de género neutro o andrógino: «los vientres de la humanidad» y «hombre y mujer, de vosotros sale la nación» (Ehrlich, 1997: 88).

No se trata de suscribir ningún esencialismo de clase o determinismo estructural, sino de intentar comprender la complejidad de las posiciones y preocupaciones de los sujetos y su articulación con el discurso socialista. Joyce da voz a las esperanzas y ansiedades de un socialismo que pasa en gran medida desapercibido en los comentarios sobre el tema de su política, así como en los comentarios sobre el socialismo de principios del siglo XX.

Una vez más, Joyce expresó un socialismo heterodoxo extraído no, como para el marxismo más convencional, de una comprensión del proletariado industrial, sino más bien de experiencias cotidianas de opresión y lucha. «Cuando Joyce se consideraba socialista o anarquista, a menudo se basaba en la educación política que recibió no en la fábrica o en la granja, sino de su propia familia como testigo directo de la guerra entre su padre y su madre» (Ehrlich, 1997: 82). En este sentido, Joyce expresa un agudo reconocimiento de la idea de que lo personal también es político, una idea clave de los movimientos feministas surgidos en el último cuarto del siglo XX.

Para Joyce, esta comprensión de que lo personal es político oponía su socialismo no sólo a la explotación capitalista, sino también a una serie de jerarquías opresivas que estaban más profundamente arraigadas en las relaciones cotidianas. Según Stanislaus, la base del radicalismo de Joyce era esta oposición fundamental a lo que él veía como un feudalismo continuo, asociado más directamente con la brutal violencia dirigida por su padre contra su madre y sus hermanas. «Se llama a sí mismo socialista, pero no se adscribe a ninguna escuela de socialismo. Él marca el desarraigo de los principios feudales» (Joyce, 1971: 54). Contra el feudalismo, Joyce ofrecía sus visiones del modernismo influenciado por su compleja aproximación al socialismo libertario.

En un relato inédito, «Siluetas», el narrador se detiene ante una «hilera de casitas mezquinas» y presencia en una ventana las sombras de un hombre y una mujer «en violenta agitación» (Joyce citado en Ehrlich, 1997: 85). Ehrlich (1997: 86) sugiere que «Silhouettes» ofrece «el prototipo de la guerra recurrente que se libra en la ficción temprana de Joyce entre el padre borracho y brutal y los niños pequeños protegidos por su madre». Esta batalla se representa en varios de los relatos de Dublineses, sobre todo en «Contrapartes» y «Eveline», y en menor grado en «Una nubecilla» y «Araby».

Esto llama la atención sobre una complejidad crucial en la aproximación de Joyce al socialismo. De hecho, recuerda las preocupaciones de otro socialista idiosincrásico, Charles Fourier, y sus escritos utópicos sobre la liberación de las pasiones, más que cualquiera de las versiones dominantes del socialismo en la época de Joyce. «El socialismo de Joyce le proporcionó una forma de cortar los tres lazos con la iglesia, la nación y la familia: los socialistas eran comúnmente vistos como el principal enemigo de Roma; eran de alcance internacional, no nacional; y su tradición de utopismo había ofrecido amplios modelos alternativos a la vida familiar burguesa» (Ehrlich 86). Todo esto ocurre en un contexto en el que el espectro de una revolución sexual en Irlanda parecía más peligroso incluso que una revolución política. Los escritos de Joyce sobre los malos tratos a las mujeres, que Brown (1985) identifica como feministas, están informados por su socialismo y liberalismo sexual. Estas preocupaciones domésticas eran fundamentales para los anarquistas de la época de Joyce. De hecho, la preocupación de los anarquistas por este tipo de opresiones cotidianas, a diferencia de la explotación diaria experimentada en el lugar de trabajo, marcó su análisis como único con respecto a gran parte del movimiento socialista.

Si Cixous se equivoca al considerar a Joyce como políticamente desvinculado, tiene razón al identificar su conciencia como de exilio y herejía. En sus Cartas, Joyce describe su relación con el orden social establecido como la de un vagabundo. «Para Joyce ser un ‘vagabundo’ era construir una base de principios filosóficos y sociales radicales para su futura actividad artística» (Ehrlich, 1997: 83). Su exilio y herejía sugieren el desarraigo de la declasse, característico de muchos artistas. En un lenguaje más contemporáneo, evoca las condiciones de la nomadología o el exilio como contestatarios contra el poder de los Estados.

Joyce articuló una posición de resistencia antiburguesa y antiautoritaria, pero situó la fuente y el foco de dicha conciencia política no en un colectivo internacional de trabajadores, sino en un individualismo empoderador que él personalmente consideraba su propio «redentor», término que utiliza en el decimosexto capítulo del texto descartado y fragmentario de Stephen Hero» (Caraher, 176).

En un breve esbozo escrito para su hermano Stanislaus, Joyce ofreció una imagen de los ideales políticos y personales que marcaron su obra.

[Escena: pequeña habitación de piedra con corrientes de aire, cómoda a la izquierda, sobre la que están los restos del almuerzo, en el centro, una mesita sobre la que hay material de escritura (nunca lo olvidaba) y un salero: al fondo, cama de pequeñas dimensiones. En la mesita está sentado un joven con la nariz llorosa; en la cama, una madona y un niño quejumbroso. Es un día de enero]. Título de arriba: El anarquista (Cartas 2: 206, citado en Ehrlich, 84).

Ehrlich (1997: 84) sugiere que este esbozo «afirma las opiniones de Joyce sobre la nobleza de la pobreza, el arte, el exilio, la libertad sexual, el inconformismo religioso y la disidencia social y política».

Al final debemos estar de acuerdo con la conclusión de James Fairhall: «El crítico que trata de identificar a Joyce con un discurso en particular se enfrenta a una tarea imposible, ya que ningún discurso goza de privilegio ni, de hecho, tiene sentido alguno si no es en diálogo con otros discursos» (60). Este breve documento de debate invita a otros discursos, que han sido marginados o excluidos, a participar en ese diálogo. Estos discursos, que ilustran el carácter complejo del socialismo de Joyce, muestran, como sugiere Caraher, que «los lectores de la obra y la vida de Joyce pueden revelar divergencias fácticas y pruebas contrastadas que complican una fácil superposición de cualquier tipología o código semiótico único» (176). Estas notas sobre el socialismo idiosincrático de Joyce pueden permitir una comprensión más compleja de la política y los intereses artísticos de Joyce que la sugerida por las tesis del paso de Joyce del internacionalismo al autoritarismo.

Obras citadas

Brown, R. 1985. James Joyce and Sexuality. Cambridge: Cambridge University Press

Caraher, Brian G. “Cultural Politics and the Reading of ‘Joyce’: Cultural Semiotics, Socialism, Irish Autonomy, and ‘Scritti Italiani.” James Joyce Quarterly. 171–214

Cixous, Helene. 1972. The Exile of James Joyce. New York: David Lewis

Fairhall, James. 1993. James Joyce and the Question of History. Cambridge: Cambridge University Press

Landuyt, Ingeborg and Geert Lernout. 1995. “Joyce’s Sources: Les Grands Fleuves Historiques.” Joyce Studies Annual. 6: 99–138

MacCabe, Colin. 1979. James Joyce and the Revolution of the Word. London: Macmillan

Manganiello, Dominic. 1980. Joyce’s Politics. London: Routledge and Kegan Paul

May, Todd. 1994. The Political Philosophy of Poststructural Anarchism. Pennsylvania: Pennsylvania State University Press

Newman, Saul. 2001. From Bakunin to Lacan: Anti-authoritarianism and the Dislocation of Power. Lanham: Lexington Books

Nolan, Emer. 1995. James Joyce and Nationalism. London: Routledge

Notas

[1] Estas lecturas también ofrecen una perspectiva alternativa a la de trabajos recientes como James Joyce and Nationalism (1995), de Emer Nolan.

[2] También se podría señalar la importancia de las ideas que Joyce tomó prestadas de Vico, cuyo énfasis en los corsi y ricorsi en la escritura de la historia influyó enormemente en Sorel.

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Un anarquismo estructurado por John Griffin (2001) – Jeff Shantz


Un anarquismo estructurado por John Griffin. London: Freedom Press, n.d., 37 Pp.

El breve libro de John Griffin de la venerable Freedom Press, A Structured Anarchism, representa un intento de abordar las deficiencias percibidas en el análisis anarquista con respecto a cuestiones de sociología, psicología y economía que el autor considera generalmente «débiles y poco sistemáticas» (5). De la lectura del texto se desprende claramente que Griffin está más interesado en las cuestiones económicas, dedicando todos los capítulos, excepto tres, a cuestiones de producción, intercambio y organización capitalista.

La intención declarada del autor es agudizar el análisis anarquista a la luz de su posición actual como «único portador de una crítica útil de todas las sociedades autoritarias y explotadoras» (5) dados los recientes problemas del comunismo mundial y de la teoría marxista. En la discusión de Griffin subyace un debate entre las perspectivas colectivista (economía de mercado a pequeña escala proudhoniana, consumo relacionado con el trabajo) y comunista (relaciones no asalariadas y sin dinero kropotkinianas). Aunque prefiere la economía alternativa colectivista en el presente, ya que la considera más fácilmente alcanzable, Griffin parece reconocer que la mejora social generalizada es imposible sin el derrocamiento del capitalismo.

Desgraciadamente, un giro en el análisis de Griffin relacionado con su comprensión sociológica le aleja de ofrecer muchas ideas sobre cómo podría efectuarse este derrocamiento, o incluso sobre cómo funciona el capitalismo.

La atención de Griffin a cuestiones aparentemente académicas como la sociología y la psicología es interesante, sobre todo porque el autor no es un académico, un hecho que puede explicar la claridad de su escritura. La idea de discutir el anarquismo en relación con la teoría sociológica es convincente, sobre todo teniendo en cuenta los compromisos históricos, normalmente pasados por alto, entre los anarquistas y los «fundadores» de la sociología, en particular Karl Marx, Emile Durkeim y Max Weber.

Ciertamente, tanto los anarquistas como los primeros sociólogos estaban respondiendo, de diferentes maneras, a las mismas condiciones cambiantes introducidas por el capitalismo industrial en la Europa del siglo XIX. Además, los fundadores de la sociología y los anarquistas se enfrentaron directamente, a menudo en batallas campales. (Una historia que he oído cuenta que los anarquistas del Soviet de Múnich de 1919 echaron a Weber de la ciudad antes de que pudiera dar un discurso).

Desafortunadamente, en lugar de explorar el compromiso entre anarquistas y sociólogos y los debates entre ellos (que junto con la teoría anarquista han sido escritos fuera de la historia sociológica), Griffin desperdicia este capítulo en una crítica poco convincente del análisis de clase de Marx. Griffin aboga por el abandono de la «clase obrera» como concepto teórico central, dadas las dificultades de su definición en el contexto actual. Griffin va tan lejos (demasiado lejos) como para calificar la clase de «quimera» (10). Sugiere extrañamente que un análisis de clase «inevitablemente distrae la atención de la preocupación central de todos los anarquistas, a saber, la autoridad y el poder que sostiene a los que gobiernan» (11). Aunque no todo el poder fluye de la clase en nuestra sociedad, sigue siendo una de las principales relaciones que sustentan el gobierno, como nos recuerdan las recientes protestas contra la OMC, el Banco Mundial y el FMI. En lugar de un análisis de clase, que considera nebuloso, Griffin prefiere la sociología burguesa de Durkheim, que pasa de la clase a la noción verdaderamente nebulosa de comunidad.

De hecho, en lugar de las discusiones más precisas en torno a la clase y su carácter cambiante, Griffin sustituye nociones más oblicuas de «armonía comunitaria». En otro lugar, hace la dudosa sugerencia de que los anarquistas desvíen su atención hacia la «psicología que da lugar» al poder (36), ya que la «verdadera revolución reside en el individuo». La anarquía como psicología pop o publicidad.

El análisis de Griffin del mercado y el dinero como aspectos de pulsiones inconscientes y compulsiones autoritarias, más que como resultados de prácticas reales de acumulación y relaciones sociales competitivas, no es ni convincente ni particularmente perspicaz en términos de ayudarnos a superar esas relaciones. Pedir a los capitalistas que sean más amables no servirá de nada. Su discusión presenta el dinero simplemente como un medio de intercambio conveniente en lugar de una relación compleja con respecto al trabajo social, y parece creer a pies juntillas que los mercados están autorregulados por la oferta y la demanda. Como resultado, no puede ver más allá de una versión pequeñoburguesa de la sociedad anarquista con el dinero como principal medio para garantizar el trabajo y relacionar el consumo con el trabajo realizado.

El resto de la discusión socioeconómica de Griffin consiste en construir su argumento a favor de la economía colectivista, sopesando sus beneficios frente al capitalismo e identificando los problemas que plantea. Aquí Griffin se desvía por el camino de la economía alternativa, y como muchos defensores del LETS, el trueque y la «producción verde» sustituye su entusiasmo permanente por un análisis de cómo el capitalismo debe impedir y «cooptar» tales proyectos. Superar el capitalismo no es simplemente una cuestión de buenas intenciones y planes encantadores.

A pesar de los problemas de análisis, hay en el texto secciones que interesarán a los lectores. Estos incluyen la organización de comunas en España entre 1936-1939, las cooperativas de Mondragón en España y la Commonwealth de Scott Bader en Inglaterra. Los sindicalistas estarán bastante familiarizados con estos esfuerzos, y muy críticos con los dos últimos especialmente, pero Griffin proporciona una introducción útil para los no familiarizados.

Un aspecto secundario de la obra de Griffin se refiere a los mecanismos psicológicos sociales mediante los cuales el Estado y el capital inculcan valores culturales autoritarios. Griffin se basa en la obra de los no anarquistas Wilhelm Reich y Erich Fromm. Aunque proporciona una sinopsis útil de las principales ideas de los psicoanalistas, esta sección no ofrece una explicación satisfactoria del autoritarismo. El énfasis freudiano en el subconsciente ocupa un lugar demasiado importante en el debate, mientras que se resta importancia al análisis de las estructuras y relaciones sociales (que fueron cruciales tanto para Reich como para Fromm).

Del mismo modo, al tratar de superar el autoritarismo, Griffin nos implora que «miremos dentro de nosotros mismos» (14), lo que sin duda forma parte de una respuesta pero, como demostraron los old new agers de los sesenta, no es la solución. Las nociones de que la destrucción del medio ambiente, la explotación económica y las crisis sociales son el resultado de algún «impulso sin sentido» (31) o representan «una expresión de los patrones de pensamiento de los poderosos» (32) tienen poco valor analítico.

Parte de esto se lee como un libro de «autoayuda» y la sugerencia de Griffin de que los anarquistas «consulten a un analista» (15), un papel bastante autoritario en sí mismo, me desanimó por completo. Al final, sin embargo, puedo estar de acuerdo con Griffin en que la experiencia vivida de la opresión es más importante en la formación de las pulsiones autoritarias que la propaganda mediática. Ojalá le hubiera prestado más atención en su análisis. El intento de Griffin de abordar seriamente las difíciles cuestiones en torno a la organización social, el control obrero y el intercambio no capitalista es bienvenido. Desgraciadamente, su análisis se ve tan debilitado por su insuficiente comprensión de las relaciones sociales de clase y capitalistas que, en última instancia, la obra fracasa en su objetivo declarado de desarrollar una comprensión anarquista sólida y sistemática de la sociología y la economía.

De: Alternate Routes: A Journal of Critical Social Research, 17. 2001

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https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-a-structured-anarchism

Benjamin Tucker (2001) – Jeff Shantz

De: Sabcat

Nacido en el seno de una familia liberal acomodada de New Bedford, Massachusetts, y criado en un clima de protestantismo radical e individualismo dolorista, las experiencias personales de Benjamin Tucker le convencieron de que las personas, siguiendo su propia razón en una comunidad de confraternidad, podían gobernarse a sí mismas sin recurrir a autoridades instituidas como el Estado. Tucker fue el primer pensador estadounidense destacado que se identificó como anarquista.

Se convertiría en la figura central del surgimiento y desarrollo del anarquismo filosófico o individualista en Estados Unidos, introduciendo las obras de Pierre-Joseph Proudhon y Max Stirner, entre otros, al público norteamericano. Persona polifacética, además del anarquismo defendió el egoísmo, el ateísmo y el amor libre. Influido por su educación cuáquera, Tucker se negó a sancionar la violencia en la causa de la anarquía. De hecho, acabaría rompiendo con la organizadora comunista anarquista Emma Goldman por su apoyo al intento de asesinato del industrial Henry Clay Frick a manos de Alexander Berkman, socio de Goldman.

Su librería, Unique Book Shop de Nueva York, resultó ser un importante espacio social para anarquistas y otros librepensadores de diversas tendencias. Eugene O’Neill fue presentado a Tucker por Louis Holladay durante su estancia en Princeton y pronto se convirtió en un asiduo de la librería Unique Book Shop. La ecléctica colección de la librería de Tucker puso al alcance de O’Neill obras experimentales y provocativas de filosofía, política y arte que no estaban disponibles en ningún otro lugar de EE.UU. Muchas de las obras habían sido traducidas y/o publicadas por el propio Tucker. Tucker fue el primero en publicar en Norteamérica el clásico individualista de Max Stirner, El único y su propiedad, un libro que influyó bastante en el desarrollo de la conciencia política de O’Neill. Tucker publicó las importantes revistas libertarias Radical Review y la muy influyente Liberty, que llegó a ser considerada la mejor revista anarquista en lengua inglesa. Tucker era admirado por escritores como Bernard Shaw y Walt Whitman.

El anarquismo de Tucker, a diferencia del de sus contemporáneos comunistas anarquistas Goldman y Berkman, se basaba en un cambio social y cultural gradual y no violento, en lugar de revolucionario. En lugar de la fuerza, Tucker abogaba por la liberación de las capacidades creativas del individuo. Tucker consideraba la ilustración gradual a través de instituciones alternativas, escuelas, bancos cooperativos y asociaciones de trabajadores, como medios prácticos para llevar a cabo el cambio.

El cambio social, para Tucker, requería ante todo la transformación personal, una perspectiva que el propio O’Neill reivindicaba como una gran influencia en su propia perspectiva. Al mismo tiempo, aunque rechazaba la fuerza, que él denominaba dominación, Tucker afirmaba el derecho de los individuos y los grupos a defenderse de ella.

Tucker pasó los últimos años de su vida en el anonimato, optando por llevar una vida anarquista tranquilamente con su amante Pearl Johnson y su hija Oriole Tucker, en Francia. Murió en Mónaco en 1939, a los 85 años.

Más información

Diggins, John Patrick. 2007. Eugene O’Neill’s America: Desire Under Democracy. Chicago: University of Chicago Press

Dowling, Robert M. 2007. “On Eugene O’Neill’s Philosophical Anarchism.” 29

Pfister, Joel. 1995. Staging Depth: Eugene O’Neill and The Politics Of Psychological Discourse. Chapel Hill: University of North Carolina Press

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Rose Pesotta – Una anarquista en una burocracia sindical (2001) – Jeff Shantz

De: Sabcat

Rose Pesotta fue una anarquista de toda la vida que adquiriría relevancia como organizadora y ejecutiva sindical, puesto este último que algunos anarquistas consideraban una contradicción de los principios anarquistas.

Rose Pesotta nació como Rachel Peisoty el 20 de noviembre de 1896 en Derazhnya, Rusia. En 1913 se trasladó a Estados Unidos con su abuela y cambió su nombre por el de Rose Pesotta. Un año más tarde empezó a trabajar como costurera y se afilió al local 25 del Sindicato Internacional de Trabajadores de la Confección (ILGWU).

En 1922, el sindicato encargó a Pesotta que investigara el juicio de los anarquistas Sacco y Vanzetti. Pesotta se reunió con los acusados y se convirtió en una activa defensora, viajando por todo el país para hablar en su favor.

A pesar de ser amiga íntima de Emma Goldman, a la que consideraba una maestra, Pesotta no era revolucionaria. Más bien adoptó un enfoque pragmático del cambio social, centrándose en la organización cotidiana en las comunidades de clase trabajadora. Durante sus años como organizadora, luchó contra el partido comunista que controlaba la ILGWU. Aunque abogaba por la participación de las bases en el sindicato, Pesotta nunca superó las tensiones de ser una profesional anarquista del trabajo dentro de una burocracia sindical. Incluso fue conocida por adoptar un estilo organizativo autoritario como vicepresidenta.

Pesotta murió en 1965 en Miami, Florida.

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Las verdaderas «clases peligrosas» (2010) – Jeff Shantz

De: Toronto Media Co-op

A medida que los carnavales capitalistas estatales del G8/G20 se ponían en marcha en Cottage Country y Toronto, la indignación pública generalizada se centró en la extravagancia en seguridad de 1.300 millones de dólares: vallas, cámaras de seguridad, armas, vehículos y vigilancia policial masiva que se han convertido en características habituales de estas reuniones de élite. Mientras los gobiernos del G8 reivindican la necesidad de austeridad, recortes del gasto social y apretarse el cinturón para las clases trabajadoras, no les falta dinero público para gastar en su propio confort. El gobierno conservador de Canadá y sus patrocinadores corporativos han justificado estos costes como gastos necesarios frente a los manifestantes y, en palabras del Ministro Federal de Comercio y presidente del Consejo del Tesoro, Stockwell Day «matones anarquistas». Al segundo día en Toronto, la agresión y la intimidación policiales habían impuesto registros regulares aleatorios e ilegales, peticiones de documentos de identidad, detenciones preventivas de supuestos organizadores y «líderes» e invasiones de viviendas. Se utilizaron balas de goma y gases lacrimógenos contra personas que no hacían más que sentarse frente al principal centro de detención.

Todo esto forma parte de los continuos intentos de los Estados y el capital de presentar a las clases trabajadoras y a los pobres como las principales amenazas para el orden y la paz sociales. Ciertamente, las élites han sido y siguen siendo eficaces en esto. Siempre han sido los miembros de las clases trabajadoras los objetivos de la criminalización. Los sistemas legales y correccionales de las democracias liberales se basan en esto. La inmensa mayoría de las personas procesadas por los sistemas de justicia penal en países como Canadá han sido, históricamente y en la actualidad, trabajadores y pobres. Casi todos están implicados en delitos contra la propiedad de poca monta y delitos callejeros de bajo nivel. Las clases trabajadoras, especialmente las más pobres, se presentan como la «clase peligrosa». Sus vidas están más reguladas y, en los regímenes neoliberales, la pobreza se remoraliza como un fallo personal en lugar de como una estructura económica.

Los problemas de delincuencia se construyen como «delitos callejeros» (como el vandalismo y los daños a la propiedad durante una protesta). La «delincuencia de suite», los delitos de las élites (como los que se reúnen detrás de la valla de seguridad), recibe una atención y un desprecio mínimos. Sin embargo, la delincuencia de suite es más perjudicial.

Mientras que los delitos callejeros tienden a tener un impacto localizado de bajo nivel que afecta a una o dos personas implicadas de forma inmediata (y a menudo sin ninguna víctima físicamente dañada, ya que los daños son a la propiedad), los delitos en grupo suelen tener un impacto profundamente perjudicial sobre las personas (incluidos los trabajadores que resultan heridos y muertos), las comunidades y el medio ambiente. Se trata de un daño resonante que se extiende en el espacio y en el tiempo, afectando a muchas personas (como en el caso de un vertido químico que perjudica a los trabajadores de un lugar de trabajo, a las comunidades que tienen que ser evacuadas y al agua y el aire que se contaminan) de una forma que va mucho más allá de las repercusiones de la delincuencia callejera. Incluso si se consideran los casos más extremos, especialmente los que implican muertes, las cifras son elocuentes. En Canadá, en 2005, hubo 655 asesinatos. En 2007, 594 asesinatos. Estos asesinatos son la base de mucho pánico y ansiedad y sirven para justificar el gasto político, la legislación de «mano dura contra la delincuencia» y las historias de «ley y orden» en los medios de comunicación. Sin embargo, si nos fijamos en otra causa de muerte evitable en Canadá, las muertes en el lugar de trabajo, la comparación es cruda. En 2005, al menos 1.097 personas murieron simplemente intentando ganarse la vida. En 2007, la cifra fue de más de 1005. En 2003, la tasa de homicidios era de 1,7 por cada 100.000 en Canadá, pero la tasa de muertes relacionadas con el trabajo era de 6,1 por cada 100.000. En realidad, estas cifras están infravaloradas, ya que sólo registran las muertes aceptadas en las juntas de compensación laboral (y excluyen arbitrariamente ocupaciones peligrosas como el trabajo agrícola). Imagínese si los asesinatos se registraran de forma tan ideológica. Sin embargo, apenas hay protestas públicas, ni movilización legislativa, ni prácticamente cobertura. De hecho, la mayoría de estas muertes encajarían en la definición que algunos dan de delito: mala conducta evitable que causa daños innecesarios a las personas o a la sociedad. Cuando los jefes hacen recortes en los equipos de seguridad y alguien muere. Cuando hay un exceso de velocidad o falta de formación o se trabaja con poco personal y alguien muere o queda mutilado. Cuando no se instalan instalaciones de tratamiento adecuadas para mantener bajos los costes y altos los beneficios. La muerte laboral es la tercera causa de muerte en Canadá (más que los accidentes de tráfico). Sin embargo, los delitos laborales no se tratan como tales y los políticos y jefes responsables no rinden cuentas. Estos daños ni siquiera se llamarán lo que son ni se considerarán delitos. Los responsables serán tratados como «líderes comunitarios» y agasajados durante fiestas como el G8/G20. Son las clases realmente peligrosas, las que dañan de forma deliberada y despreocupada a las personas, las comunidades y la naturaleza en busca de propiedades y beneficios. Ellos y sus acciones son el verdadero problema, no las acciones callejeras de quienes se oponen a ellos.

Todo esto debería proporcionar cierto contexto mientras el pánico moral en torno a los bloques negros, las «protestas violentas» y el anarquismo se despliega en los días, semanas y meses que seguirán a estas reuniones del G8/G20 (y a medida que se produzcan y se opongan otras reuniones). «Mira, han roto algunas ventanas», gritan. Pero, ¿qué pasa con las ventanas rotas en los lugares de trabajo abandonados en ciudades como Windsor y Brantford, comunidades perjudicadas por las políticas sociales y económicas impulsadas por los líderes del G8 y sus patrocinadores corporativos? «Oh, se han violado leyes», gritan. ¿Pero qué hay de las vidas rotas en la búsqueda del beneficio? «Hubo policías heridos». Pero nada de los cientos de miles de trabajadores heridos en Canadá cada año, simplemente tratando de alimentar a sus familias. Y el G8/G20 no hará más que empeorar estas situaciones con su acuerdo de reducir los déficits a la mitad (lo que, por supuesto, se hará mediante recortes del gasto social y de los salarios del sector público mientras se hacen regalos fiscales a los inversores).

El capital ha sido capaz de justificar sus daños personales y racionalizar su peaje en la sociedad a través de una variedad de técnicas ideológicas. La próxima vez analizaré tres medios principales por los que se ha excusado el daño social e individual causado por las clases más peligrosas, se ha dejado a sus perpetradores fuera del gancho y se ha hecho que otros paguen los costes.

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Protesta policial (2010) – Jeff Shantz

Apenas habían transcurrido unos días del espectáculo olímpico y ya se había hablado mucho de los bloques negros y de algunas ventanas de la Hudson Bay Company aseguradas y rotas. Sin embargo, gran parte del debate se ha enmarcado en una extraña dualidad liberal de opciones entre manifestaciones militantes (de las que se dice que son ofensivas para los observadores de la clase trabajadora) y protestas simbólicas supuestamente «pacíficas», como la marcha de la noche de las ceremonias de inauguración (que se presenta como más aceptable para el público de la clase trabajadora). Como si las acciones de los manifestantes fueran la verdadera cuestión y determinaran la estructura de los acontecimientos. Cualquiera que haya estado alguna vez en un piquete puede encontrar esto un poco extraño -la gente de clase trabajadora nunca ha estado involucrada en enfrentamientos con la policía…- y me hace reflexionar no tanto sobre las acciones específicas en Vancouver como sobre el contexto más amplio de la vigilancia policial y las protestas.

Para los anarquistas, la vigilancia policial de las manifestaciones constituye un mecanismo para que las élites económicas y políticas repriman los intentos de redistribuir la riqueza y los recursos que controlan. La vigilancia policial de las protestas, independientemente de lo que hagan los activistas, es un poderoso instrumento para mantener las desigualdades de riqueza y poder en las sociedades de clases. Los anarquistas se preguntan de quién es el orden que se mantiene y qué aspecto tiene este orden en términos de desigualdad, libertad o explotación. La represión policial de las protestas refuerza las estructuras desiguales de clase en la sociedad al centrarse en actividades predominantemente de los pobres y la clase trabajadora en lugar de en las actividades de las élites, como los delitos empresariales, la contaminación, la destrucción ecológica o la injusticia en el lugar de trabajo. El uso de la policía para romper huelgas también define la organización y reunión colectiva de los trabajadores como un acto criminal, en lugar de económico o político.

No es casualidad que históricamente la actuación policial más agresiva se haya producido durante las manifestaciones organizadas por la clase trabajadora y los pobres y las minorías racializadas, especialmente por los pueblos indígenas de Estados Unidos y Canadá. Desde los primeros tiempos de la policía moderna, se ha desplegado regularmente a la policía para dispersar a los trabajadores en huelga y romper los piquetes. Numerosas investigaciones demuestran que durante el siglo XIX muchas de las concentraciones contra las que se desplegó la policía y que se identificaron como «disturbios» eran en realidad simples reuniones de trabajadores en huelga. La represión de tales «disturbios» era claramente algo más que una cuestión de orden público. Más bien, la represión de las huelgas ofrecía ejemplos de actuación policial en beneficio de las élites económicas. La represión policial de las huelgas con el pretexto de controlar los disturbios era un esfuerzo por derrotar la resistencia de la clase obrera a los empresarios. Romper algunos cristales no constituye un motín, pero así es como se describió la acción del bloque negro en Vancouver.

Las primeras fuerzas policiales modernas de Norteamérica se desarrollaron en los centros urbanos industrializados del noreste. Su principal objetivo era «mantener el orden urbano» frente al conflicto de clases a medida que las ciudades crecían gracias a las oleadas de trabajadores inmigrantes en busca de empleo. Los empresarios locales han tenido influencia, incluso control, a la hora de dirigir a la policía contra los trabajadores en huelga. Las primeras formas de vigilancia policial en el sur de Estados Unidos fueron las llamadas «patrullas de esclavos», que se remontan a 1712 en Carolina del Sur. La función de estas patrullas era mantener la disciplina de los esclavos y evitar disturbios. Los negros que eran sorprendidos violando alguna ley eran castigados sumariamente.

Se crearon fuerzas estatales para hacer frente a los trabajadores en huelga. La Policía del Carbón y el Hierro se creó en Pensilvania en 1866 para controlar a los trabajadores del carbón y el hierro en huelga. En 1905, el estado creó una agencia de policía estatal para el rompehuelgas. Estas fuerzas estatales oficiales dieron una legitimidad al rompehuelgas que la seguridad privada, que carecía de autorización estatal como guardiana del orden público, no podía reclamar. Por supuesto, el rompehuelgas y la represión sindical también han sido funciones de la policía y la seguridad privadas, sobre todo en la historia de la agencia Pinkerton. Y la historia demuestra una y otra vez que los trabajadores no han tenido reparos en enfrentarse a la policía. En San Francisco, en julio de 1934, los trabajadores portuarios en huelga tuvieron varios enfrentamientos con la policía, que intentó romper la huelga. En respuesta a la muerte de dos piquetes a manos de la policía, los sindicatos de la zona iniciaron una huelga general de todos los trabajadores de la zona. El resultado fue la «Gran Huelga» de San Francisco. Durante la huelga de 1945 de los miembros de United Auto Workers contra Ford en Windsor, Canadá, los piquetes impidieron que la policía dispersara el piquete para abrir la planta rodeando la fábrica con coches aparcados, taxis y autobuses.

Las amplias y a menudo combativas luchas sociales y políticas de la década de 1960 obligaron a los Estados a replantearse los métodos de control social. La transformación de las fuerzas policiales urbanas, que pasaron de ser fuerzas comunitarias gestionadas a nivel local en pueblos y ciudades de Estados Unidos a fuerzas militarizadas organizadas según líneas y normas nacionales, estuvo relacionada con los cambios que se produjeron durante la década de 1960, en la que «la ley y el orden» se convirtieron en una cuestión de política nacional. Gran parte del ímpetu de este cambio provino de los visibles conflictos y protestas sociales de la década de 1960, que comenzaron con las marchas por los derechos civiles y los boicots y fueron seguidos por los movimientos contra la guerra y las protestas estudiantiles. El periodo de conflictos incluyó las numerosas revueltas urbanas y los llamados «disturbios raciales» contra el racismo en ciudades como Detroit, Washington D.C. y la zona de Watts en Los Ángeles.

La vigilancia policial de las manifestaciones refuerza la desigualdad de derechos de propiedad existente y los limitados procesos políticos de la democracia parlamentaria como forma preferida o privilegiada de expresión política. Las formas de hacer política fuera de esos canales legitimados y jerarquizados se tratan como desviadas, amenazadoras o incluso delictivas.

Cuando son eficaces, o corren el riesgo de serlo, la policía y los medios de comunicación presentan a los manifestantes como individuos peligrosos pertenecientes a grupos marginales o miembros descontentos de la sociedad que suponen una amenaza para el modo de vida «normal» de la sociedad. En algunos casos, como en Vancouver, se intenta menospreciar a los organizadores y participantes y sugerir que no plantean preocupaciones legítimas, sino que actúan por interés propio.

Centrarse en la actuación policial puede servir para desviar la atención hacia los procesos técnicos y las tácticas, en lugar de hacia la acuciante necesidad de ampliar la justicia social y acabar con las desigualdades. Al fin y al cabo, la policía cuenta con la autoridad de los tribunales y del sistema de justicia penal y gubernamental para respaldar sus definiciones de las situaciones. Un privilegio del que no disponen los manifestantes, tanto si prefieren los bloques negros como las marchas amistosas.

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Anarquismo desde los márgenes – Nuevos desarrollos en los estudios anarquistas (2015) – Jeff Shantz

El anarquismo está disfrutando de un renacimiento bastante notable, en la teoría y en la práctica, a lo largo de las primeras décadas del siglo XXI. En particular, este renacimiento está teniendo lugar simultáneamente en las calles y en las escuelas, tanto en el activismo como en el mundo académico. Las razones del resurgimiento del anarquismo son variadas, pero sin duda el principal impulso ha sido la oposición comunitaria al globalismo capitalista neoliberal y a los regímenes de austeridad y represión asociados, junto con el hecho acuciante de la crisis ecológica.

Muchos se sienten inspirados a actuar por la enormidad de los actuales daños sociales y ecológicos y la creciente toma de conciencia entre sectores más amplios de la población de que no se trata de problemas que puedan resolverse en el marco del desarrollo capitalista gestionado por el Estado. Al mismo tiempo, muchas de las nuevas generaciones de activistas, y algunas de las generaciones anteriores, han visto o aprendido de los fracasos de los marcos anteriores de la política de resistencia, en particular las formas estatistas de los diversos marxismos y socialdemocracias. Para muchos, el anarquismo constituye la base más prometedora para analizar y comprender las sociedades capitalistas contemporáneas y para fundamentar una oposición a los acuerdos capitalistas que plantee una alternativa realista, positiva y liberadora. En el contexto norteamericano es razonable sugerir que el anarquismo, como movimiento social y como teoría social, se encuentra actualmente en el nivel más alto de actividad e influencia que ha alcanzado al menos desde el florecimiento de la política de la Nueva Izquierda a finales de los sesenta y principios de los setenta. También se puede afirmar que la diversidad y profundidad de las ideas anarquistas, así como el alcance de la investigación y la erudición, están muy por encima de lo alcanzado en esa oleada anterior (lo que no resta mérito a la gran calidad de muchos de esos trabajos de los años sesenta y setenta). No sólo las áreas de estudio para las que el anarquismo tiene una asociación más fácil, como la sociología o la política, sino también campos como la horticultura, la crítica literaria, la estética, el urbanismo y los estudios tecnológicos, entre otros, han visto desarrollos en la investigación anarquista.

Impulso

Resulta significativo que la evolución social en términos de lucha y resistencia se haya cruzado con la evolución en términos de investigación académica y erudición a varios niveles. Los jóvenes que participan en las luchas callejeras contra la globalización capitalista y la austeridad neoliberal han entrado en las aulas de la enseñanza superior llevando consigo su crítica a las estructuras existentes y dirigiendo su mirada crítica hacia las disciplinas académicas que, con demasiada frecuencia, refuerzan o sostienen las relaciones de poder existentes en lugar de cuestionarlas, como debería ser el caso. Al mismo tiempo, los estudiantes actuales se enfrentan a la impotencia política y a la inacción de los recientes aspirantes a la teoría radical, especialmente el postmodernismo y el postestructuralismo y diversas teorías culturales que han perdido la atención a las estructuras políticas y económicas de poder, explotación y desigualdad, y que han sustituido la acción colectiva comprometida por un cinismo personalista y distanciado. Y estas teorías «críticas» han demostrado ser poco útiles como herramientas en las luchas más apremiantes del momento, en particular contra la austeridad neoliberal y los nuevos cercamientos de la tierra y el trabajo. De hecho, la trayectoria de la teorización posmodernista ha demostrado que se convierte con demasiada facilidad en apología o facilitadora de tales procesos. Los nuevos estudiosos han buscado alternativas a las teorías moribundas de la corriente dominante y ortodoxa y, como puede que hayan hecho en las calles, han encontrado historias pasadas por alto, olvidadas y descartadas de la teoría crítica y radical que proporcionan respuestas mejores y más perspicaces a sus preguntas: han encontrado el anarquismo. En particular, han descubierto que el anarquismo no sólo aborda importantes preocupaciones contemporáneas, sino que la teoría anarquista estaba a menudo presente en el inicio del campo académico que están estudiando, pero ha sido eliminada de los registros disciplinarios, con motivaciones políticas de status quo como única respuesta. Así pues, se ha prestado atención a la aplicación del análisis anarquista para comprender y avanzar en las luchas sociales, pero también para repensar las narrativas que enmarcan las disciplinas académicas y las prácticas académicas reconocidas.

Desde los márgenes: La Conferencia de la NAASN

En el contexto actual existe un creciente interés por el anarquismo como importante área de actividad académica. En el período actual el anarquismo ha surgido como una perspectiva crítica vital dentro de disciplinas tan diversas como la criminología y los estudios literarios, la geografía y las comunicaciones. Al mismo tiempo, muchos miembros de la comunidad implicados en la organización comunitaria se han interesado por el anarquismo como una perspectiva relevante para la justicia social. Esto se refleja, en parte, en la aparición de la propia Red de Estudios Anarquistas Norteamericanos y en el éxito de las cinco conferencias anuales de la NAASN. La NAASN reúne a activistas y académicos, estudiosos anarquistas y no anarquistas, todos con intereses en el anarquismo.

Del 16 al 18 de enero de 2014 se celebró la Quinta Conferencia Anual de Estudios Anarquistas de América del Norte en la Universidad Politécnica de Kwantlen (KPU) en Surrey, Columbia Británica. Como parte de la conferencia, la Primera Feria Anual del Libro Anarquista de Surrey se celebró en el Centro de Conferencias el 18 de enero. El jueves 17 de enero también se celebraron sesiones paralelas sobre la Soberanía Alimentaria Indígena. Más de 300 personas asistieron a estos actos en el campus de Surrey y participaron en toda una serie de eventos, desde mesas redondas hasta talleres y debates.

Estos hechos por sí solos representan un desarrollo significativo, tanto en términos del amplio interés en la investigación anarquista, con la participación de miembros de la comunidad, así como estudiantes y profesores, como en términos de organización de la comunidad local, en un contexto de clase trabajadora suburbana fuera de las principales esferas activistas en Metro Vancouver. Surrey es quizá el suburbio de Vancouver peor considerado. Es un lugar al que muchos activistas del centro de Vancouver simplemente no van, al menos de buena gana. Surrey ha tenido una indebida reputación de ser un poco reaccionario, a pesar de las historias de activismo sindical y amplia política socialdemócrata que sugerirían lo contrario. Muchos activistas y organizadores comunitarios recibieron con escepticismo la idea de celebrar una conferencia y una feria del libro anarquistas en Surrey. Sin embargo, y esto muestra algo del atractivo contemporáneo de las ideas anarquistas, funcionó y funcionó de maravilla. La gente acudió. Y se quedó. Muchos preguntaron si habría otro evento al año siguiente (lo habrá).

Uno de los grandes beneficios de desarrollos como la Red Norteamericana de Estudios Anarquistas y sus conferencias anuales es la oportunidad de ayuda mutua entre académicos y activistas. Proporciona nuevos lugares en los que pueden producirse fertilizaciones cruzadas e hibridaciones únicas. En la NAASN las fronteras entre disciplinas se disuelven un poco y pueden darse verdaderas multi (anti) disciplinariedades. También surgen nuevos proyectos. En Surrey se dio la curiosa, pero bienvenida, circunstancia de que varios académicos anarquistas vivían en Surrey pero no se conocían entre sí, a pesar de haber vivido cerca durante años. La conferencia les presentó y les dio a conocer. A partir de ahí se han forjado relaciones. La conferencia anunció la formación del Centro Kwantlen de Estudios Anarquistas, un nuevo recurso para desarrollar nuevos trabajos anarquistas y para albergar y archivar algunos anteriores.

Perspectivas

Este libro representa trabajos presentados para y en la Quinta Conferencia Anual de la Red Norteamericana de Estudios Anarquistas. Se invitó a todas las personas programadas para presentar en la conferencia a enviar su trabajo final a la colección. La mayoría lo hizo (algunos se comprometieron en otros lugares, como revistas académicas específicas).

Las ponencias aquí recogidas son una muestra de la gran diversidad de la investigación, la erudición y la acción anarquistas. Muestran una variedad de estilos y compromisos, énfasis teóricos y enfoques prácticos, tanto en la erudición representada como en los proyectos anarquistas a los que se dedican los autores. Se aborda una gran variedad de temas.

Se espera que la colección proporcione un nuevo e importante espacio para la investigación, el compromiso y el intercambio intelectual y práctico. A pesar del apasionante crecimiento de la investigación y la erudición anarquistas, sigue siendo difícil encontrar espacios para los trabajos anarquistas en las editoriales y revistas académicas tradicionales. Esta colección ofrece una oportunidad importante para las publicaciones de una variedad de profesionales que de otro modo no podrían encontrar un lugar para su publicación, dadas las todavía limitadas oportunidades para este tipo de trabajo crítico, incluso radical.

Esta colección debería poner de manifiesto la vitalidad y el vigor de los estudios anarquistas contemporáneos. Se trata de obras incisivas, atractivas y comprometidas. Plantean las ideas potencialmente profundas del pensamiento anarquista en diversas áreas de la vida social y muestran las contribuciones a la comprensión social, en sentido amplio, de las perspectivas teóricas aún en desarrollo. Se espera que New Developments in Anarchist Studies proporcione un nuevo recurso útil para la enseñanza dentro y fuera del aula.

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Alfredo Bonanno y la tensión anarquista (2006) – Jeff Shantz

De: Sabcat: The Class Struggle Anarchist Zine

«Los anarquistas habitan un planeta incómodo en cualquier caso porque cuando la lucha va bien se olvidan de ellos y cuando la lucha va mal se les acusa de ser los responsables, de haberla enfocado de manera equivocada, de haberla llevado a conclusiones erróneas (La tensión anarquista, 30).»

La tensión anarquista consiste en una charla pronunciada por el insurrecto italiano Alfredo Bonanno en alguna que otra conferencia sin nombre y comienza con el autor-conferenciante planteando la pregunta: «¿Qué es el anarquismo?». Bonnano sugiere que ésta es una pregunta que siempre vale la pena hacerse, en primer lugar porque los anarquistas somos a menudo incapaces de dar una respuesta por nosotros mismos y, lo que es más importante, porque el «anarquismo» es una noción en evolución.

«Porque no es una definición que se pueda hacer de una vez por todas, guardarla en una caja fuerte y considerarla un patrimonio que hay que explotar poco a poco. Ser anarquista no significa haber llegado a una certeza, o haber dicho de una vez por todas: «Ya está, a partir de ahora tengo la verdad y como tal, al menos desde el punto de vista de la idea, soy un privilegiado». Quien piensa así es anarquista sólo de palabra (3-4)».
Gran parte del panfleto está dedicado a la argumentación de Bonanno sobre la importancia de vivir la anarquía, de hacer que las ideas, los sentimientos, la estética, los deseos y las acciones sean uno en la vida.

«Cuando nos levantamos por la mañana y ponemos los pies en el suelo debemos tener una buena razón para levantarnos, si no la tenemos da igual que seamos anarquistas o no. Mejor nos quedamos en la cama y dormimos (4)».

La vida, para los anarquistas, tiene un carácter cualitativamente diferente que para los demócratas. En respuesta a las críticas democráticas al anarquismo, Bonanno responde que el anarquismo no es una cuantificación, un éxito o un fracaso, sino una tensión continua.

«Esta es la crítica que tenemos que devolver a los partidarios de la democracia. Si los anarquistas somos utópicos, lo somos como tensión hacia la calidad; si los demócratas son utópicos, lo son como reducción hacia la cantidad. Y contra la reducción, contra la atrofia vivida en una dimensión del mínimo daño posible para ellos y del máximo daño para la gran cantidad de gente que es explotada, a esta miserable realidad oponemos nuestra utopía que es al menos una utopía de calidad, una tensión hacia otro futuro, uno que será radicalmente diferente a lo que estamos viviendo ahora (8).»

Lo que hace falta es actuar para romper las mentiras de los distópicos democráticos.

«Porque cualquiera de nosotros puede darse cuenta de que nos han estafado, porque por fin nos hemos dado cuenta de lo que se está haciendo en nuestro perjuicio. Y al levantarnos contra todo ello podemos cambiar no sólo la realidad de las cosas dentro de los límites en que es posible conocerlas, sino también la propia vida, hacerla digna de ser vivida (9).»

El anarquismo es siempre más que la suma de acontecimientos y acciones, de teorías, personas y movimientos. Es precisamente esto, este «algo más» lo que, según Bonanno, garantiza que la anarquía siga viva.

«Así que necesitamos mantener continuamente una relación entre esta tensión hacia algo absolutamente otro, lo impensable, lo indecible, una dimensión que debemos realizar sin saber muy bien cómo, y la experiencia cotidiana de las cosas que podemos hacer y hacemos. Una relación precisa de cambio, de transformación (10)».

Bonanno advierte que los anarquistas no deben convertir ninguna idea en un concepto religioso, algo que nos consuele en nuestra miseria presente con promesas de entrega y salvación en algún futuro indeterminado. Las ideas bonitas, sostenidas acríticamente, no resuelven los problemas, sino que los mistifican y enturbian.

«Ahora bien, la libertad es una idea que debemos llevar en el corazón, pero al mismo tiempo debemos comprender que si la deseamos debemos estar dispuestos a afrontar todos los riesgos que implica su destrucción, todos los riesgos de destruir el orden constituido bajo el que vivimos. La libertad no es un concepto en el que acunarnos, con la esperanza de que las mejoras se desarrollen independientemente de nuestra capacidad real de intervención (14)».

Los anarquistas, por tanto, necesitan romper con las «ideas masificadas» (15), la reducción del pensamiento a opiniones «aplanadas», «uniformes» y «aceptables». «No estamos por más libertad. Se da más libertad al esclavo cuando se alargan sus cadenas. Estamos por la abolición de la cadena, así que estamos por la libertad, no por más libertad» (13).

En uno de los pasajes más perspicaces, Bonanno relaciona las transformaciones en el lugar de trabajo, es decir, la producción flexible, con la socialización de un «nuevo humano», la «persona flexible, con ideas modestas, bastante opaca en sus deseos, con niveles culturales considerablemente reducidos, lenguaje empobrecido, lectura estandarizada, una capacidad limitada para pensar y una gran capacidad para tomar decisiones de sí o no» (20). La producción ajustada se convierte en el modelo de las expectativas y experiencias humanas. Esta «identidad lean» extiende el lugar de trabajo a toda la sociedad haciendo que el capital sea plenamente social.

«¿Qué harán con una persona así?

Las utilizarán para llevar a cabo todas las modificaciones necesarias para reestructurar el capital. Serán útiles para una mejor gestión de las condiciones y relaciones del capitalismo del mañana…. Esta nueva persona es todo lo contrario de lo que somos capaces de imaginar o desear; lo contrario de la calidad, de la creatividad, lo contrario del deseo real, de la alegría de vivir, lo contrario de todo esto (20).»

A pesar de esta preocupación, Bonanno no considera a la clase obrera como el centro de la estructura social o del análisis social. Insta a los anarquistas a pensar más allá tanto de Marx como de los anarcosindicalistas ya que, en su opinión, «la clase obrera prácticamente se ha desintegrado» (23) -una afirmación que no parece válida ante más gente haciendo más trabajos pésimos durante más tiempo. Un análisis mejor podría encontrarse en los escritos de George Caffentzis sobre el retorno de la esclavitud.

Desgraciadamente, Bonanno sólo ofrece una caricatura limitada del anarcosindicalismo. Los sindicalistas, contrariamente a la descripción de Bonanno, no han defendido el simple control por parte de los trabajadores de las estructuras productivas existentes. Los sindicalistas han abogado por un mundo nuevo, pero reconocen que es improbable que ocurra a menos que los trabajadores rompan las cadenas de las relaciones sociales capitalistas (incluidas las relaciones laborales).

Por todo esto, Bonanno no es antiorganizacionalista. Sostiene que los anarquistas necesitan organizaciones ágiles, ya que «el poder se realiza en el tiempo y en el espacio» (29), y considera que el pequeño grupo de afinidad es la forma más eficaz. No es sólo un grupo de gente que se reúne para una fiesta o una charla, como en las zonas autónomas, el grupo de afinidad es un lugar de preparación consciente para la acción. Los distintos grupos de afinidad aportarán sus ideas a otros grupos a través de una federación informal. Curiosamente, gran parte de la discusión de Bonanno sobre este asunto no suena demasiado diferente a algunas nociones del anarcosindicalismo.

Se trata de una obra que plantea tantas preguntas como respuestas, lo que constituye su punto fuerte. Aunque algunas de las sugerencias de Bonanno no se abordan lo suficiente, lo que hace que muchos de sus argumentos no resulten convincentes, sigue siendo una obra convincente animada por un compromiso general con la acción.

Bibliografía

Bonanno, Alfredo M. 1998. The Anarchist Tension. London: Elephant Editions

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https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-alfredo-bonanno-and-the-anarchist-tension2

La anarquía es orden – Crear el nuevo mundo en el cascarón del viejo (2005) – Jeff Shantz


Referencias

La palabra «anarquía» procede del griego antiguo «anarchos» y significa «sin gobernante». Mientras que los gobernantes, como era de esperar, afirman que el fin del gobierno conducirá inevitablemente a un descenso hacia el caos y la confusión, los anarquistas sostienen que el gobierno es innecesario para la preservación del orden. En lugar de caer en la guerra de Hobbes de todos contra todos, una sociedad sin gobierno sugiere a los anarquistas la posibilidad misma de unas relaciones humanas creativas y pacíficas. Pierre-Joseph Proudhon resumió claramente la posición anarquista en su famoso eslogan: «La anarquía es el orden».

Históricamente, los anarquistas han tratado de crear una sociedad sin gobierno ni Estado, libre de relaciones coercitivas, jerárquicas y autoritarias, en la que las personas se asocien voluntariamente. Los anarquistas hacen hincapié en la libertad frente a las autoridades impuestas. Imaginan una sociedad basada en la autonomía, la autoorganización y la federación voluntaria, a la que oponen «el Estado como órgano particular destinado a mantener un esquema obligatorio de orden legal» (Marshall 12). Los anarquistas contemporáneos centran gran parte de sus esfuerzos en transformar la vida cotidiana mediante el desarrollo de acuerdos y organizaciones sociales alternativas. Por tanto, no se contentan con esperar a las reformas iniciadas por las élites ni a futuras utopías «posrevolucionarias». Para ampliar las libertades sociales e individuales, hay que empezar hoy.

Para dar vida a sus ideas, los anarquistas crean ejemplos prácticos. Tomando prestada la vieja frase de Wobbly, están «formando la estructura del nuevo mundo en la cáscara del viejo». Estos experimentos de vida, popularmente conocidos como «DIY» (Do-It-Yourself), son los medios por los que los anarquistas contemporáneos retiran su consentimiento y empiezan a «contratar» otras relaciones. El DIY libera contrafuerzas, basadas en nociones de autonomía y autoorganización como principios motivadores, frente a los discursos políticos y culturales normativos del neoliberalismo. Los anarquistas crean espacios autónomos que no tienen que ver con el acceso, sino con el rechazo de las condiciones de entrada (por ejemplo, el nacionalismo, etc.).

El ethos del «hazlo tú mismo» tiene una larga y rica asociación con el anarquismo. Se remonta a las ideas de Proudhon sobre los bancos populares y las monedas locales, que han vuelto en forma de LETS (Sistemas de Intercambio y Comercio Local). En Norteamérica, las comunas anarquistas del siglo XIX, como las de Benjamin Tucker, encuentran eco en las Zonas Autónomas y las comunidades okupas de la actualidad.

En el pasado reciente, los situacionistas, los kabouters y los movimientos punk británicos han fomentado las actividades de DIY como medio para superar las prácticas de consumo alienantes y la autoridad y el control del trabajo. Los punks recurrieron al DIY para grabar y distribuir música al margen de la industria discográfica.

En la vanguardia del DIY contemporáneo están las «Zonas Autónomas» o, más sencillamente, «Zonas A». Las «Zonas Autónomas» son centros comunitarios basados en principios anarquistas, que a menudo proporcionan comida, ropa y refugio a los necesitados. Estos lugares, a veces okupas pero no siempre, son puntos de encuentro para explorar y aprender sobre historias y tradiciones antiautoritarias. La autoeducación es un aspecto importante de la política anarquista. Las Zonas-A son importantes como lugares de reciclaje. El DIY y la democracia participativa son importantes precisamente porque fomentan los procesos de aprendizaje e independencia necesarios para las comunidades autodeterminadas.

Las zonas A suelen albergar actividades muy diversas y complejas. El «Trumbullplex» de Detroit es un ejemplo interesante. Ubicado, irónicamente, en la casa abandonada de un industrial de principios de siglo, el Trumbell Theatre funciona como espacio de vida cooperativa, refugio temporal, cocina y biblioteca. La casa de carruajes se ha convertido en escenario teatral de giras de bandas anarquistas y punk y de tropas de actuación como el «Circo Bindlestiff».

Debido a su preocupación por trascender las barreras culturales, los residentes de las Zonas A intentan establecer vínculos con los habitantes de los barrios en los que se alojan. La intención es crear zonas libres autónomas que puedan ampliarse según lo permitan los recursos y las condiciones. Todas estas prácticas forman parte de complejas redes transnacionales, transfronterizas y transmovimiento. Nos animan a pensar en escribir contra el movimiento como movimiento. Los procesos de movimiento implican redes complejas fuera y junto al Estado (transnacionales y transfronterizas).

Estos son los bloques de construcción de lo que Howard Ehrlich denomina la cultura de transferencia anarquista, una aproximación a la nueva sociedad dentro del contexto de la vieja. Dentro de ella, los anarquistas intentan satisfacer las exigencias básicas de la construcción de comunidades sostenibles.

Una cultura de transferencia es esa aglomeración de ideas y prácticas que guían a la gente en el viaje desde la sociedad de aquí a la sociedad de allá en el futuro….. Como parte de la sabiduría aceptada de esa cultura de transferencia, entendemos que puede que nunca consigamos nada que vaya más allá de la propia cultura. Puede ser, de hecho, que sea la propia naturaleza de la anarquía que siempre estemos construyendo la nueva sociedad dentro de cualquier sociedad en la que nos encontremos (Ehrlich 329).

En este sentido, las zonas autónomas anarquistas son lugares liminales, espacios de transformación y paso. Como tales, son importantes lugares de reciclaje, en los que los anarquistas se preparan para las nuevas formas de relación necesarias para romper las estructuras autoritarias y jerárquicas. Los participantes también aprenden las diversas tareas y las variadas habilidades interpersonales necesarias para el trabajo y la vida colectivos. Este intercambio de habilidades sirve para desalentar la aparición de élites del conocimiento y permitir el reparto de todas las tareas, incluso las menos deseables, necesarias para el mantenimiento social.

Para Paul Goodman, un anarquista estadounidense cuyos escritos influyeron en la Nueva Izquierda y la contracultura de la década de 1960, los futuros-presentes anarquistas sirven como actos necesarios para «trazar la línea» contra las fuerzas autoritarias y opresivas de la sociedad. El anarquismo, en opinión de Goodman, nunca estuvo orientado sólo hacia algún futuro glorioso; también implicaba la preservación de las libertades del pasado y de las tradiciones libertarias previas de interacción social. «Una sociedad libre no puede ser la sustitución del viejo orden por un ‘nuevo orden’; es la extensión de las esferas de acción libre hasta que constituyan la mayor parte de la vida social» (Goodman citado en Marshall 598). El pensamiento utópico siempre será importante, argumentaba Goodman, para abrir la imaginación a nuevas posibilidades sociales, pero el anarquista contemporáneo también tendría que ser un conservador de las tendencias benévolas de la sociedad.

Como sugieren muchos escritos anarquistas recientes, el potencial de resistencia puede encontrarse en cualquier lugar de la vida cotidiana. Si el poder se ejerce en todas partes, podría dar lugar a la resistencia en todas partes. A los anarquistas actuales les gusta sugerir que una mirada a través del paisaje de la sociedad contemporánea revela muchas agrupaciones que son anarquistas en la práctica, si no en la ideología.

Algunos ejemplos son los pequeños grupos sin líderes desarrollados por las feministas radicales, las cooperativas, las clínicas, las redes de aprendizaje, los colectivos de medios de comunicación, las organizaciones de acción directa; las agrupaciones espontáneas que se producen en respuesta a desastres, huelgas, revoluciones y emergencias; las guarderías controladas por la comunidad; los grupos vecinales; la organización de inquilinos y lugares de trabajo; etc. (Ehrlich, Ehrlich, DeLeon y Morris 18).

Aunque obviamente no se trata de grupos estrictamente anarquistas, a menudo funcionan como ejemplos de ayuda mutua y de modos de vida no jerárquicos ni autoritarios que llevan en sí la memoria de la anarquía. Es en estos ejemplos cotidianos donde los anarquistas vislumbran las posibilidades de un orden social libertario. Si, como sugiere Colin Ward, la anarquía es una semilla bajo la nieve de la sociedad autoritaria, las expresiones cotidianas de ayuda mutua son las primeras flores de las que crecerá un nuevo orden.

Al observar los proyectos que surgen de los movimientos anarquistas contemporáneos, sugeriría que, en palabras de Castells, Yazawa y Kiselyova, dichos proyectos ofrecen «visiones y proyectos alternativos de transformación social que rechazan los patrones de dominación, explotación y exclusión incrustados en las formas actuales de globalización» (22). Siguiendo a Leslie Sklair, sugiero que los movimientos autonomistas/anárquicos ejemplifican un modelo de «disrupción» de los movimientos sociales y las resistencias al capitalismo (en contraposición a un «modelo organizativo» o un «modelo integracionista»). A través de su retórica intransigente y sus estrategias impúdicas, se resisten a los intentos de desviar su fuerza disruptiva hacia la política normal. Los activistas intentan rechazar todo el contexto en el que pueden ser marginados o asimilados; ocupan su propio terreno. Esta «autonomía» debe construirse, reconstruirse y defenderse constantemente frente a poderosos enemigos, como han demostrado los acontecimientos de los últimos cuatro años.

Los movimientos autónomos de los barrios abandonados o empobrecidos son movimientos de individuos, grupos sociales o territorios excluidos o precarizados por el «nuevo orden mundial». Esto los distingue en cierto modo de los movimientos sociales globales institucionales que buscan una mayor participación de los miembros que aún no son irrelevantes (y que, por tanto, tienen algo con lo que negociar). En cualquier caso, ¿cómo pedir a un organismo mundial (o nacional) que conceda la «subversión del paradigma dominante» o la «liberación del deseo»?

Referencias

  • Ehrlich, Howard J. “Introduction to Reinventing Anarchist Tactics.” Reinventing Anarchy, Again. Ed. H. J. Ehrlich. Edinburgh: AK Press, 1996: 329–330.
  • ———. “How to Get from Here to There: Building Revolutionary Transfer Culture.” Reinventing Anarchy, Again. Ed. Howard J. Ehrlich. Edinburgh: AK Press, 1996: 331–349.
  • Ehrlich, Howard J., Carol Ehrlich, David DeLeon, and Glenda Morris. “Questions and Answers about Anarchism.” Reinventing Anarchy, Again. Ed. Howard J. Ehrlich. Edinburgh: AK Press, 1996: 4–18.
  • Horowitz, Irving L (Ed.). The Anarchists. New York: Dell, 1964.
  • Joll, James. The Anarchists. New York: Grosset and Dunlap, 1964.
  • Laclau, Ernesto, and Chantal Mouffe. Hegemony and Socialist Strategy. London: Verso, 1985.
  • Lange, Jonathan, I. “Refusal to Compromise: The Case of Earth First!” Western Journal of Speech Communication 54 (1990): 473–94.
  • Marshall, Peter. Demanding the Impossible: A History of Anarchism. London: Fontana Press, 1993.
  • Proudhon, Pierre-Joseph. Selected Writings of Pierre-Joseph Proudhon. Garden City: Anchor Books, 1969.
  • Sklair, Leslie. 1995. “Social Movements and Global Capitalism.” Sociology 29.3 (1995): 495–512.
  • Ward, Colin. Anarchy in Action. New York: Harper Torchbooks, 1973.
  • Woodcock, George. Anarchism: A History of Libertarian Ideas and Movements. New York: World Publishing, 1962.

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https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-anarchy-is-order

Sabotaje y flujos de capital – Las comunidades se resisten a los ataques a la naturaleza (2016) – Jeff Shantz

De: Fifth Estate # 395, Winter 2016 – 50th Anniversary


Según todos los climatólogos reputados, es necesaria una reducción inmediata del noventa por ciento de la producción material y energética para cumplir el objetivo de limitar el aumento medio de la temperatura mundial en unos desastrosos dos grados Fahrenheit. Al ritmo actual de extracción y uso de combustibles fósiles, la Tierra experimentará un aumento catastrófico de entre cuatro y nueve grados a finales de este siglo.

La crisis climática y otras crisis ecológicas amplias e interrelacionadas -en realidad, una crisis del capital- alcanzaron hace tiempo el punto más allá del cual el proceso manufacturado de deliberación capitalista estatal (grupos de presión, protestas simbólicas, llamamientos a la regulación) podía ofrecer algo por la vida en este planeta. Como en otros periodos de la historia de la expansión capitalista, las comunidades amenazadas han recurrido al sabotaje como respuesta.

El sabotaje, tal y como lo utilizaban los Trabajadores Industriales del Mundo (IWW) en los primeros años del siglo XX, era la interrupción organizada del movimiento de una mercancía. Lo definían como la «retirada concienzuda de la eficiencia»: procesos y prácticas de obstrucción, molienda, ralentización, aflojamiento o ineficiencia que pudieran impedir, interferir o detener la producción industrial.

En el caso de la extracción moderna de energía, el sabotaje, o monkeywrenching como lo llama el movimiento Earth First! se centra en detener los flujos, ya sea antes de que empiecen o, en su defecto, después de que empiecen mediante la desmovilización de equipos o maquinaria.

La táctica de la IWW de paros, huelgas y ralentizaciones no ha adquirido una expresión masiva en la era moderna, pero los activistas la consideran una táctica poderosa que se está organizando actualmente a pequeña escala. Nadie en el movimiento moderno de defensa de la tierra aboga por destruir oleoductos en funcionamiento u otras instalaciones que pudieran causar daños medioambientales.

Situaciones recientes en las que se ha utilizado este enfoque son las acciones de comunidades/trabajadores en dos emplazamientos canadienses. Especialmente el campamento del clan Unist’ot’en (C’ihlts’ehkhyu / Big Frog Clan, Wet’suwet’en Peoples, Yinka Dini-People of this Earth) construido en la trayectoria de los oleoductos propuestos de Enbridge Northern Gateway, un proyecto para construir líneas gemelas desde Alberta a Columbia Británica (BC), y un segundo oleoducto en dirección oeste para exportar betún diluido de las arenas petrolíferas de Alberta a una terminal marítima para su transporte a los mercados asiáticos en petroleros.

Las fuerzas del Estado que se movilizan en apoyo de la energía extrema y las extractivas se dan cuenta de la potencia y la promesa del sabotaje para oponerse a tales desarrollos, quizás incluso más que los movimientos ecologistas que aún se aferran a las esperanzas de reforma.

Un documento de seguridad recientemente revelado, «Critical Infrastructure Intelligence Assessment», redactado por la RCMP, la policía federal canadiense, muestra la centralidad de la preocupación del Estado por el sabotaje. La Policía Montada destaca la eficacia del sabotaje para detener proyectos extractivos y, lo que quizá sea igual de importante, para fomentar la solidaridad y el apoyo a los movimientos de oposición.

Para los movimientos y comunidades que recurren al sabotaje, es crucial que sea organizado y colectivo. También tiene que haber capacidad para colectivizar la absorción de la reacción punitiva de las fuerzas de seguridad estatales y/o privadas contra los saboteadores/saboteadores, como han aprendido muchos profesionales en los últimos años.

La construcción de posibilidades energéticas alternativas también puede entenderse como sabotaje, al igual que la autonomía local y la afirmación física de los bienes comunes.

Hasta ahora, el mayor obstáculo saboteador y la oposición más fuerte a las extractivas en el contexto estatal canadiense procede de la resistencia indígena. Se puede aprender de la «Declaración Save the Fraser», un documento de derecho indígena que prohíbe el oleoducto Northern Gateway, y de la declaración de oposición «Coastal First Nations Declaration». Esto es hablar de sabotaje por parte de gente que sabe cómo hacerlo y está preparada.

Las comunidades indígenas asumen una «responsabilidad infinita» sobre la tierra. El campamento Unist’ot’en es una reocupación indígena del territorio Wet’suwet’en en el norte de B. El campamento, con estructuras excavadas, presenta un bloqueo continuo contra varios oleoductos propuestos, incluidos los oleoductos Pacific Trail y Enbridge. Los bloqueos, como el campamento establecido por los unist’ot’en en tierras tradicionales, representan una potente forma de sabotaje de los flujos, a la vez que una afirmación de la vida comunitaria. No es de extrañar que las empresas extractivas y el Estado consideren este bloqueo con la máxima seriedad.

En otros lugares, activistas comunitarios y trabajadores se han unido en torno a actos de ecodefensa. En algunos casos, algunos (o unos pocos) trabajadores de los sectores del petróleo, el transporte o la navegación han llevado a cabo actos de sabotaje basados en su propio conocimiento del lugar de trabajo y de las tareas que realizan para interrumpir el trabajo. Muchos trabajadores de estos sectores están preocupados por las prácticas industriales y saben cómo hacer algo al respecto.

El trabajo de establecer contactos con los trabajadores-saboteadores de la industria se realiza de uno en uno y de dos en dos, al menos al principio. A menudo, los trabajadores sabrán mejor que nadie cómo llevar a cabo tales actos de forma que se oculte la causa o el origen del paro.

Un caso que ya se ha dado es el de un pequeño grupo de anarquistas de Canadá que han entablado relaciones con los trabajadores portuarios de un gran puerto presentándose en los cambios de turno y hablando directamente con los trabajadores de base. Los anarquistas llevan folletos sobre diversos temas relacionados con la crisis climática, tanto para iniciar conversaciones como para distribuir información. Estas conversaciones han demostrado ser fértiles en la construcción de relaciones continuas, y ayudan a fomentar los paros laborales y las interrupciones contra el trabajo relacionado con el petróleo en los muelles.

Otro caso informativo con elementos de sabotaje directo fue la interferencia con topógrafos e ingenieros de Kinder Morgan, la cuarta mayor empresa energética de Norteamérica, en Burnaby Mountain, en Columbia Británica.

Durante los primeros intentos de la empresa de inspeccionar el trazado propuesto para el oleoducto Mountain West, a través de la reserva natural de la montaña hasta la refinería de Burrard Inlet, los opositores de la comunidad interfirieron, obstruyeron y molestaron a los topógrafos hasta el punto de que el trabajo no pudo completarse. Hubo gente que se encadenó a los vehículos de inspección, pero la mayoría de las veces se trataba de caminar al lado y delante de los inspectores, imposibilitando un trabajo eficaz y preciso.

El intento de la empresa de obtener una orden judicial contra los posibles saboteadores provocó grandes concentraciones de un amplio abanico de personas (grupos indígenas, estudiantes de primaria y secundaria, profesores, ecologistas, sindicalistas, horticultores, residentes locales, etc.) en los lugares de inspección de las montañas, lo que dificultó aún más los esfuerzos de la empresa del oleoducto. Fue un inspirador paso del sabotaje de unos pocos a una amplia movilización saboteadora colectiva de eficaz interferencia y desastrosa publicidad para las acciones de la empresa). La gran concentración y la presencia policial y mediática tuvieron el efecto de sabotear aún más los trabajos de prospección.

Sin embargo, los movimientos contra el oleoducto, al margen de la resistencia indígena y de algunos terratenientes rurales, han sido hasta ahora una política de disidencia o publicidad, una política simbólica. Se movilizan expresamente para llamar la atención sobre las preocupaciones y la oposición a los proyectos. A menudo hay un discurso que se centra en el carácter antidemocrático del desarrollo de oleoductos y gasoductos y en la falta de participación pública. Por lo general, estos movimientos se basan en la esperanza de que los oleoductos se detendrán cuando un número suficiente de personas se entere de los peligros para el medio ambiente o cuando se avergüence a los políticos para que abandonen sus estrechas relaciones con los promotores.

Sin embargo, detener estos megaproyectos requerirá algo más que argumentos. No se disuadirá a las compañías petroleras ni a sus facilitadores gubernamentales, ni se les avergonzará (no tienen vergüenza). No hay esperanzas de que ni siquiera la creciente oposición pública provoque un cambio en la política o en la práctica de la forma que supone la mitología democrática liberal. >>

Las compañías petroleras intentarán repetidamente seguir otro camino y construir rutas alternativas. ¿Podrán las campañas publicitarias mantener sus esfuerzos a la altura dado el desembolso de recursos y energías necesario? A pesar de Internet y las redes sociales, es difícil mantener la publicidad en múltiples lugares de lucha de forma significativa.

Cabe preguntarse cómo sería aliar la publicidad y la política de sabotaje. ¿Puede la publicidad potenciar los actos de sabotaje o legitimar el sabotaje en debates públicos más amplios? Es necesario que el sabotaje se contextualice adecuadamente, es más, que se fundamente en una comprensión más amplia de la comunidad.

Igualmente importante es que vayamos más allá de la búsqueda de una solución de compromiso dentro de un contexto capitalista y estatal. No hay un fin adecuado que vea a las industrias extractivas extremas todavía en funcionamiento.

Jeff Shantz es un organizador comunitario anarquista de Surrey, Columbia Británica. Su sitio web es jeffshantz.ca.

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https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-sabotage-the-flows-of-capital

La hora de la criminología – Lo establecido no basta (2015) – Jeff Shantz

  • Referencias
  • Recomendado

La época actual tiene un cierto aire premonitorio. Una sensación de promesa histórica. Se respira un aire de cambio. El ambiente es de resistencia, de sublevación.

En términos de ciencias sociales, podría decirse que el actual periodo de austeridad y violencia estatal, y de resistencia a ellas, es un periodo de criminología. Algunos de los comentarios sociales más convincentes e incisivos han llegado en forma de obras criminológicas (véase The New Jim Crow de Michelle Alexander o Locked Down, Locked Out de Maya Schenwar como sólo un par de ejemplos[1]). Y en todo el mundo estamos viendo cómo los enfoques criminológicos críticos, e incluso radicales, avanzan con una urgencia renovada.

Durante periodos más plácidos de socialización y recuperación socialdemócrata (bajo el Estado del bienestar de posguerra, por ejemplo), la sociología pasó a primer plano como la ciencia social del momento. Ahora, después de casi cuatro décadas de austeridad capitalista neoliberal (impuesta a la clase trabajadora, a los pobres) el gerencialismo más suave del estado del bienestar ha sido despojado, el estado democrático liberal está más claramente racionalizado a su aspecto puramente represivo, su aspecto brutal -su aspecto criminológico.

Y estos aspectos represivos se ejercen a todos los niveles, altos y bajos, dramáticos y sutiles. Se expanden a través de regímenes y prácticas de vigilancia, restricciones fronterizas, detenciones, deportaciones, asesinatos a manos de la policía y policía militarizada. De hecho, la militarización en general continúa apace-guerras, invasiones, ocupaciones, incluso en operaciones señaladas como «ayuda en caso de catástrofe» por terremotos o huracanes, y especialmente en la represión de los refugiados desplazados por todas estas dislocaciones. También se ejerce a través del neocolonialismo (en realidad, colonialismo continuado) y la persecución de las comunidades indígenas por parte de los Estados (y sus patrocinadores de la industria extractiva).

Y todo esto se ampara en las nuevas leyes contra los «malos pensamientos» que se han aprobado en Estados Unidos, Reino Unido y, más recientemente, Canadá (como el proyecto de ley C-51, véase Shantz 2014). Estas leyes contra los malos pensamientos están surgiendo en las llamadas democracias liberales que supuestamente se enorgullecen de la libertad de pensamiento y expresión.

Dadas las historias coloniales y racistas de los Estados canadiense y estadounidense, los mecanismos de austeridad y represión han sido especialmente violentos en relación con las personas y comunidades racializadas e indígenas. No es de extrañar que, dadas las estructuras coloniales y esclavistas de los Estados norteamericanos, la resistencia haya vuelto a ser más aguda entre las comunidades indígenas y afroamericanas. Y estas comunidades en lucha están desarrollando las estrategias y tácticas para oponerse a la austeridad represiva del Estado policial, así como perfeccionando las perspectivas teóricas sobre la naturaleza y el carácter de la democracia (neo)liberal.

Los movimientos en las calles y en la tierra están llegando en muchos sentidos a conclusiones más profundas que muchos criminólogos. Tras el asesinato de Eric Garner a manos de la policía y la rabieta policial de negarse a perseguir actividades de bajo nivel en la ciudad de Nueva York, los residentes de barrios pobres y racializados observaron que sus vidas eran menos estresantes y violentas y que las comunidades se sentían más seguras en ausencia de la policía (Ford 2014; Hager 2015). Y la preocupación por la delincuencia no aumentó. Así surgió un abolicionismo orgánico, adquirido por la experiencia (o reforzado para quienes habían sido objeto de violencia policial y sabían que estarían mejor sin la policía en la cara).

Debe quedar claro que la criminología radical debe seguir desarrollando su análisis anticolonial y antirracista. También debe reconocer los aspectos en desarrollo de la propiedad y el control (como en las batallas de la industria extractiva) y la clase en relación con la crisis económica manufacturada y las políticas de austeridad (como en la vigilancia policial de los barrios pobres y la gestión carcelaria de la pobreza). La cuestión de la criminología pública ha resurgido recientemente y suele concebirse como una forma de llevar la criminología, los conocimientos criminológicos, a la gente, al público. Es más, en la actualidad podría ser más apropiado llevar las percepciones de la gente (los explotados, los oprimidos, los reprimidos) a la criminología.

Al mismo tiempo, debemos seguir adelante sin algunos de nuestros maestros más importantes, aquellos que desarrollaron y sostuvieron la criminología crítica en un período anterior de levantamientos en los años sesenta y setenta. Sólo en los últimos años hemos perdido a algunos de nuestros grandes mentores: Nils Christie, Stan Cohen, Julia Schwendinger y Jock Young, por nombrar sólo a algunos. Más cerca de nosotros, mi propio departamento sufrió el año pasado la pérdida de una de nuestras voces de confianza, Tom Allen, cuyos puntos de vista se basaban tanto en su vida como preso como en la de criminólogo.

Echamos de menos su orientación, pero nos deja lecciones cruciales. Obtenemos una visión significativa volviendo especialmente a sus trabajos anteriores. Las luchas del periodo actual encuentran importantes precursores en las luchas de la Escuela de Berkeley, documentadas, por ejemplo, por los Schwendinger (2014). Estas son historias de una criminología comprometida y arraigada que participa directamente en las luchas de resistencia en alianza y solidaridad con comunidades específicas explotadas, oprimidas y reprimidas.

Una vez más, la criminología debe lanzarse inequívocamente contra los sistemas de injusticia que con demasiada frecuencia tomamos como meros objetos de estudio. No son sistemas de justicia; no son eternos, no son naturales, no son neutrales, no son esfuerzos humanos legítimos.

Debemos ser inquebrantables e intransigentes en nuestro análisis y en nuestras acciones. Al mismo tiempo, debemos trabajar para desarrollar alternativas. Y en el periodo actual, afortunadamente, muchos están pensando también en esto.

Todavía es demasiado pronto para saber si éste se está convirtiendo en uno de esos momentos en los que, como sugiere Henri Lefebvre, la gente no quiere, de hecho no puede, seguir viviendo como antes, cuando lo establecido no es suficiente, y destrozan los límites de la vida cotidiana (1991, 297). No obstante, está claro que se está produciendo un cambio de importancia crítica.

Y los criminólogos, como aquellos que viven del estudio y análisis de las instituciones, estructuras y relaciones de justicia y castigo (y del Estado que reclama el monopolio de ambas) tienen, tanto como siempre, el deber de contribuir a él. En las comunidades de los vigilados, los reprimidos, los gobernados y los asesinados por el Estado se plantean nuevas preguntas y se dan nuevas y mejores respuestas. Es ahí donde debe situarse una criminología renovada. Con, y para, las comunidades, contra el Estado capitalista (neo)liberal y su «justicia» penal.»

Jeff Shantz, junio de 2015,
Surrey, B.C. (territorios salish costeros no fortificados)

Referencias

Recomendaciones

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https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-time-for-criminology-the-established-is-not-enough

Black Blocs y la «propaganda del hecho» contemporánea (2012) – Jeff Shantz

No es de extrañar que los anarquistas se enfrenten a las autoridades. De hecho, el anarquismo tiene una larga historia de conflicto directo con las instituciones del Estado y sus defensores. Algunas de las imágenes más llamativas de esta historia son las caricaturas de los «lanzadores de bombas» vestidos con gabardinas negras que deben su fama a las actividades de principios del siglo XX. Novelas como El agente secreto, de Joseph Conrad, y La bomba, de Frank Harris, han mantenido vivo el personaje del fanático. En la imaginación popular, el espectro de la anarquía sigue evocando nociones de terror, caos, destrucción y colapso de la civilización (Marshall, 1993). Algunos anarquistas contemporáneos eligen como elemento de estilo jugar con esta imagen, vistiéndose completamente de negro e imprimiendo «fanzines» con títulos como «La Explosión»[1] y «Agente 2771″[2].

No es de extrañar, por supuesto, que los gobernantes deseen tanto presentar a los anarquistas como fanáticos nihilistas, ya que cuestionan la propia legitimidad del gobierno. Como señala Marshall (1993: x), las implicaciones radicales del anarquismo no han pasado desapercibidas ni para los gobernantes (de izquierdas o de derechas) ni para los gobernados, «llenando de miedo a los gobernantes, ya que podrían quedar obsoletos, e inspirando esperanza a los desposeídos y a los reflexivos, ya que pueden imaginar un tiempo en el que podrían ser libres para gobernarse a sí mismos».

Aunque la historia anarquista no ha estado exenta de violencia, el anarquismo ha sido en gran medida una tradición de organización en el lugar de trabajo y en la comunidad (Woodcock, 1962; Marshall, 1993; Kornegger, 1996). Los escritos de gente como de Cleyre, Godwin, Goldman, Goodman, Kropotkin, Reclus y Ward se mueven abrumadoramente por sentimientos de mutualidad, convivencia, afinidad y afecto (aunque nunca rehuyeron la lucha). La mayoría de las iniciativas prácticas anarquistas se han dirigido a construir nuevas comunidades e instituciones. En todo caso, la historia del anarquismo demuestra que son los propios anarquistas quienes han sido víctimas de la violencia política. Como señala Marshall (1993: ix), el anarquismo «aparece como una débil juventud apartada del camino por las hordas en marcha de fascistas y comunistas autoritarios» (por no mencionar las hordas de nacionalistas y populistas). Ciertamente, a los anarquistas no les faltan mártires (los mártires de Haymarket, Joe Hill, Frank Little, Gustav Landauer, Sacco y Vanzetti, los marineros de Kronstadt y los Maknovistas de Ucrania son sólo algunas de las víctimas anarquistas de la violencia del Estado).

Mientras que los sociólogos han prestado poca atención a estos movimientos incívicos y revoltosos, los criminólogos han mostrado recientemente cierto interés en tomarse en serio el anarquismo como política. Ferrell (1997) sugiere que sintonizar con la práctica anarquista y la crítica anarquista del Estado es especialmente relevante en el contexto actual. En su opinión, prestar atención al anarquismo debería animar a los criminólogos a desarrollar una criminología de la resistencia.

Esta criminología de la resistencia tomaría en serio las actividades criminalizadas llevadas a cabo por los anarquistas (y otros), por ejemplo, los graffitis, las ocupaciones ilegales, la radio pirata, el sabotaje, «como medios para investigar la variedad de formas en que los comportamientos criminales o criminalizados pueden incorporar dimensiones reprimidas de la dignidad humana y la autodeterminación, y la resistencia vivida a la autoridad de la ley estatal» (Ferrell, 1997: 151).

Estos comportamientos ya no deberían descartarse como sintomáticos de un «trastorno infantil»[3] o de «bandidaje»[4], sino tomarse como lo que son: actos políticos. Esto, por supuesto, requiere romper con los supuestos de las formas privilegiadas de resistencia y las nociones recibidas sobre el activismo.

No protestar como siempre: Black blocs [bloque negro] para principiantes

La táctica de organizar bloques negros surgió de los movimientos autonomistas de Alemania Occidental en la década de 1980. Los autonomen, a menudo okupas y punkis influidos por las versiones libertarias del marxismo italiano y el anarquismo, vestían de negro en las defensas de las casas ocupadas y en las manifestaciones contra la energía nuclear y el apartheid. En particular, los autonomen, ya en 1988, organizaron manifestaciones militantes masivas contra el FMI y el Banco Mundial como agentes identificables del capitalismo global (véase Katsiaficas, 1997).

Dada la circulación de estrategias y tácticas anticapitalistas, espoleada aún más por el crecimiento de Internet, los anarquistas y punks de Norteamérica acabaron adoptando el black bloc. En febrero de 1991, durante las manifestaciones contra la Guerra del Golfo en Iraq, los anarquistas asociados a la federación Love and Rage llevaron el black bloc a las calles de Estados Unidos.

Como sugiere la comentarista anarquista Liz Highleyman (2001), el propio black bloc surgió como expresión de frustración por el carácter desempoderador de las protestas simbólicas que no amenazaban en modo alguno a las autoridades estatales o capitalistas: «Al salir del anquilosado clima político de los años de Reagan y Bush padre, muchos jóvenes activistas se habían hartado de las ‘protestas de siempre’. En su mayoría entre la adolescencia y la treintena, pocos bloqueadores negros recordaban la glorificada década de 1960; crecieron con una dieta de mítines bien coreografiados, marchas permitidas y arrestos masivos planificados». Para muchos activistas, las protestas que tenían demasiado de civil y poco de desobediencia habían seguido su curso. Organizar a cientos de personas para una manifestación, sólo para que se quedaran de pie sosteniendo pancartas y coreando eslóganes, había llegado a considerarse un uso ineficaz de los recursos o, lo que es peor, una pérdida de tiempo, dado que tales protestas apenas captaban la atención de los medios de comunicación que podría conferirles un valor simbólico más amplio (Highleyman, 2001).

Lo primero que hay que señalar sobre el bloque negro es que no se trata de una organización o un grupo, sino más bien de una táctica. Este es un punto que los participantes enfatizan universalmente contra las afirmaciones de los medios de comunicación de que el bloque es un grupo anarquista preestablecido. Como no hay miembros, tampoco hay divisiones de los participantes en «miembros» o «líderes». Como les gusta decir a los anarquistas «Aquí todos somos líderes».

El bloque negro toma su nombre de la ropa negra que llevan los participantes. Además del valor simbólico del negro como color de la anarquía, la vestimenta similar protege contra la identificación por parte de la policía o los agentes de seguridad. Si todos los integrantes del bloque visten relativamente igual, a la policía le resultará difícil identificar a los autores de actos concretos. Esta protección se extiende más allá de la acción inmediata, ya que la ropa de uniforme también sirve de protección contra las grabaciones de películas o vídeos que puedan utilizarse para identificar y detener a alguien después de una acción. Las máscaras y los pañuelos ocultan aún más las identidades y proporcionan cierta protección contra los gases lacrimógenos o el gas pimienta.

Al enmascararse para evitar ser reconocidos por la policía, el bloque negro muestra su desinterés por el diálogo «abierto» o la negociación. Además, pone de manifiesto su negativa a encumbrar a los líderes o cabecillas del movimiento, que podrían ser objeto de una atención especial, ya sea favorable por parte de los medios de comunicación, que claman por entrevistas, o negativa por parte de la policía, que trata de tomar medidas drásticas contra los supuestos cabecillas.

Desde hace mucho tiempo, la policía utiliza como táctica la persecución de los líderes de los movimientos sociales para intentar desbaratar sus actividades. Al mismo tiempo, el black bloc deja constancia de su opinión de que la policía, en lugar de ser pacificadores neutrales, son agentes de represión/defensores a sueldo de la propiedad privada que, en el desempeño normal de sus funciones, y no como una circunstancia excepcional, se encargarán de identificar y detener a activistas con el fin de circunscribir o contener las acciones políticas dentro de los cauces sancionados por el Estado.

Los participantes en el black bloc forman parte de diversos grupos autónomos de afinidad y puede haber varios black blocs en una misma manifestación. Si bien las perspectivas políticas específicas de los participantes varían, aunque la mayoría son anarquistas, los que participan en el bloque están comprometidos con la acción unificada para defenderse a sí mismos y a otros manifestantes de los ataques policiales. La autodefensa colectiva es, por tanto, otra razón para organizarse en el bloque. Esto puede incluir «desarrestar» a personas que han sido detenidas por la policía o construir barricadas en la calle para impedir que la policía entre en una zona ocupada por manifestantes. Esto distingue al bloque negro de gran parte de lo que se ha venido entendiendo como actos de desobediencia civil en las últimas décadas.

Como sugiere Highleyman (2001) «A diferencia de los manifestantes tradicionales de desobediencia civil, el black bloc no ve ninguna nobleza -o utilidad- en entregarse a la policía en arrestos orquestados. A medida que las vallas y los ejércitos policiales mantienen a los manifestantes cada vez más aislados de sus objetivos, los black blockers encuentran las tácticas tradicionales de una época pasada menos que inspiradoras».

Además de los enfrentamientos con la policía, la característica más distintiva del bloque negro como evento de imagen es probablemente su voluntad de participar en acciones callejeras dramáticas que pueden incluir la destrucción de propiedad corporativa. Los bloques negros han proporcionado una presencia tan llamativa y memorable en las manifestaciones porque también están organizados y preparados para enfrentarse a las instituciones del poder capitalista, especialmente bancos, oficinas corporativas, cadenas de tiendas multinacionales, cámaras de videovigilancia y gasolineras. En consonancia con una perspectiva anarquista, los black blockers no tienen ninguna consideración por las instituciones del capital y del Estado y rechazan la legitimidad tanto de las reivindicaciones de propiedad privada como de la defensa de la propiedad privada por parte de la policía. Independientemente de lo que algunos llamarían los ominosos atuendos negros, está claro que nadie se preocuparía mucho por el black bloc sin este aspecto de confrontación de su práctica.

Además de las actividades más dramáticas del black bloc, los participantes actúan como médicos y comunicadores. De este modo, existe un espacio dentro del black bloc para las personas que no se sienten capaces de participar en actividades de confrontación, pero que siguen apoyando al black bloc como una presencia importante en las calles. Dentro del bloque hay una serie de tareas que hay que hacer.

A medida que se han desarrollado las manifestaciones y los participantes han aprendido de sus experiencias, algunos activistas del black bloc han experimentado con nuevas formas de mejorar las tácticas y la organización dentro de los bloques. Algunos han elegido facilitadores tácticos para acciones específicas con el fin de aumentar la rapidez en la toma de decisiones y mejorar la movilidad, especialmente cuando se tiene un conocimiento limitado de calles desconocidas. En otros casos, grupos de afinidad específicos han asumido tareas especializadas dentro del bloque, como la ofensiva, la autodefensa, las comunicaciones o la asistencia médica (Highleyman, 2001).

Más allá de su valor táctico, los bloques negros ponen de relieve las afirmaciones de Kevin Hetherington sobre la importancia de la dimensión espacial del conflicto. Según Hetherington (1992: 96) el «uso del espacio es fundamentalmente un conflicto entre el control a través de la vigilancia y el establecimiento de nuevos estilos de vida a la vista del público».

Propaganda del hecho: Reimaginar la anarquía

En la década de 1890, los anarquistas se identificaban públicamente por las ondeantes banderas negras que portaban en las marchas del Primero de Mayo, en las manifestaciones masivas y durante las huelgas obreras. La bandera negra ha sido durante mucho tiempo la negación universal de todas las banderas nacionales que simbolizan, para los anarquistas, la división y conquista de los grupos subordinados que encuentra su máxima expresión en las guerras que matan principalmente a la clase obrera, los campesinos y los pobres (véase Ehrlich, 1995: 31-32). Hoy en día, como sugiere un participante del black bloc: «El black bloc es nuestra bandera». El black bloc es una vibrante manifestación contemporánea de la identidad anarquista, una personificación de la bandera negra. El webmaster anarquista Chuck Munson se refiere al black bloc como «el equivalente anarquista de una marcha del orgullo gay» (citado en Highleyman, 2001). Tanto Barbara Epstein como David Graeber sugieren que para muchos activistas contemporáneos el anarquismo es más una sensibilidad que un movimiento o filosofía con raíces históricas.

Para los jóvenes activistas radicales contemporáneos, el anarquismo significa una estructura organizativa descentralizada, basada en grupos de afinidad que trabajan juntos ad hoc y en la toma de decisiones por consenso. También significa igualitarismo; oposición a todas las jerarquías; sospecha de la autoridad, especialmente la del Estado; y compromiso de vivir de acuerdo con los propios valores. Es probable que los jóvenes activistas radicales, que se consideran a sí mismos anarquistas, sean hostiles no sólo a las empresas, sino también al capitalismo. Muchos imaginan una sociedad sin Estado basada en pequeñas comunidades igualitarias. Para algunos, sin embargo, la sociedad del futuro sigue siendo una incógnita. Para ellos, el anarquismo es importante principalmente como estructura organizativa y como compromiso con el igualitarismo. Es una forma de política que gira en torno a la exposición de la verdad más que a la estrategia. Es una política decididamente del momento (Epstein, 2001: 1).

Aunque no estoy de acuerdo con algunos aspectos de la descripción de Epstein del anarquismo como sensibilidad, sugeriría que esta visión del anarquismo está relacionada con el enfoque de las actividades anarquistas relacionadas con las acciones del black bloc en las protestas políticas. El bloque negro, como táctica, es por definición una política del momento, basada en grupos de afinidad específicos para la acción, la solidaridad y la autodefensa. Los black blocs se forman, se disuelven y se vuelven a formar según lo requiera la situación, reconstituyéndose sobre una base diferente para cada manifestación política.

Para muchos anarquistas, un paso para superar la explotación y construir movimientos que puedan desafiar al capitalismo es romper los códigos culturales y legales que sostienen las injusticias y desigualdades basadas en el control privado de la propiedad producida colectivamente. Desde esta perspectiva, el black bloc es una expresión contemporánea de la «propaganda de los hechos», una noción popular en el siglo XIX según la cual los actos ejemplares contra representantes del Estado y el capital podrían servir como herramientas pedagógicas en los procesos de deslegitimación de la moral burguesa y animar a los oprimidos a desprenderse de valores tan arraigados como el respeto a la propiedad y la ley.

Así, el bloque negro, y sus ataques a la propiedad corporativa, representan una dramática, aunque simbólica, ruptura de las reivindicaciones corporativas hegemónicas sobre la propiedad y los derechos de propiedad que están profundamente arraigados pero que los anarquistas consideran ilegítimos. El black bloc es una ola de negación que se estrella contra las manifestaciones materiales de las creencias más centrales y defendidas del capitalismo y la democracia liberal. Es significativo que los participantes en el black bloc sean cuidadosos (tanto como se puede serlo en el fragor de la batalla) a la hora de seleccionar objetivos que transmitan el mensaje anticapitalista de la forma más directa y contundente.

Hay un método bien meditado en su aparente locura; los black blockers saben de quién son los bienes que destruyen y por qué. Los bancos y las compañías petroleras suelen ser objetivos, al igual que los comercios minoristas que venden mercancías procedentes de fábricas explotadoras y las cadenas de restaurantes de comida rápida que contribuyen a la monocultura global. En Seattle, los «black blockers» utilizaron piedras, palancas, cajas de periódicos y huevos rellenos de solución vitrificante para atacar los escaparates de empresas como Niketown y Starbucks, dejando intactos los negocios familiares cercanos. La mayoría de los bloqueadores de fachadas evitan dañar pequeños comercios, casas y coches (aunque algunos son menos exigentes cuando se trata de coches de lujo y todoterrenos) (Highleyman, 2001).

Además de su rechazo visual de los derechos de propiedad, el bloque negro ofrece un rechazo del papel de los manifestantes como sujetos peticionarios. El bloque negro es también una vibrante manifestación de la negativa a aceptar la propia posición como súbdito obediente o incluso de oposición leal. Mientras que el gobierno y los líderes empresariales piden permisos para protestar o sólo permiten el derecho de reunión en «fosos de protesta» sancionados por las élites y fuertemente circunscritos, el black bloc afirma su derecho a ocupar el espacio público y a buscar el acceso directo a los organismos empresariales y gubernamentales gobernantes.

Tal vez en ningún otro lugar la negativa del bloque negro a aceptar las restricciones estatistas o capitalistas a la asamblea y la participación populares tuvo más fuerza simbólica que en las reuniones del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) celebradas en la ciudad de Quebec en 2001.

En la cumbre del ALCA celebrada en la ciudad de Quebec el verano pasado, las líneas invisibles que hasta entonces se habían tratado como si no existieran (al menos para los blancos) se convirtieron de la noche a la mañana en fortificaciones contra el movimiento de los aspirantes a ciudadanos del mundo, que exigían el derecho de petición a sus gobernantes. El «muro» de tres kilómetros construido en el centro de la ciudad de Quebec, para proteger a los jefes de Estado que se desplazaban al interior de cualquier contacto con la población, se convirtió en el símbolo perfecto de lo que el neoliberalismo significa realmente en términos humanos. El espectáculo del Bloque Negro, armado con cizallas y garfios, al que se unieron desde trabajadores del acero hasta guerreros mohawk para derribar el muro, se convirtió -por esa misma razón- en uno de los momentos más poderosos de la historia del movimiento (Graeber, 2002: 65).

Para muchos observadores externos que veían los acontecimientos de la globalización alternativa o las movilizaciones anticapitalistas desarrollarse en sus pantallas de televisión o de ordenador, han sido las impactantes escenas de manifestantes vestidos de negro poniendo ladrillos en las ventanas de las empresas y luchando con la policía las que han proporcionado las imágenes convincentes e imborrables de las calles. Fueron también esas imágenes las que sugirieron una ruptura con anteriores formas de desobediencia civil e insinuaron la aparición de un movimiento nuevo y más militante contra el capitalismo global. En cierta medida, el movimiento antiglobalización nació, al menos a los ojos del público en general, de las acciones inesperadas de los manifestantes vestidos de negro que se negaron a seguir las reglas de la protesta pública al expresar su oposición a la OMC y a sus patrocinadores corporativos.

En la serie de manifestaciones que se sucedieron a lo largo de varios días, los jóvenes activistas radicales que practicaron la desobediencia civil fueron superados ampliamente en número por sindicalistas y miembros de organizaciones ecologistas mayoritariamente liberales. Pero fueron los jóvenes radicales quienes bloquearon las reuniones de la OMC, lucharon contra la policía, liberaron las calles de Seattle y cuya militancia atrajo la atención de los medios de comunicación hacia una movilización que, de otro modo, habría pasado desapercibida fuera de la izquierda (Epstein, 2001: 9).

Y en cierto modo esto es significativo. Todo movimiento social necesita una imagen o un acontecimiento fundacional, algo que lo haga reconocible y memorable para las personas ajenas al movimiento. Además, estas imágenes o acontecimientos desempeñan un papel de mito social en las mentes de los activistas del movimiento, ya que sirven para proporcionar un marcador de solidaridad, comunidad e historia compartida.

En cierta medida, para los anarquistas contemporáneos, el bloque negro ha desempeñado el papel mítico que Georges Sorel atribuyó a la huelga general en sus escritos sobre los mitos sociales en los movimientos obreros. Sorel estaba interesado principalmente en los mitos por los que los agentes se organizan activamente para socavar un statu quo político. «Un aspecto importante de los movimientos sociales preocupados por el cambio social, señalaba Sorel, es la creación de mitos que ayudan a sus miembros a dar sentido al presente, justificar sus esfuerzos de cambio y apuntar hacia un nuevo futuro» (Neustadter, 1989: 345). Para Sorel, todo mito consiste en «un conjunto de significados imprecisos expresados en forma simbólica» (Hughes, 1958: 96). Dentro de los mitos se incluyen elementos simbólicos introducidos por lo que Sorel denomina «soportes expresivos». Estos soportes expresivos salvan las lagunas del discurso y, cargados de emoción, proporcionan parte del atractivo de los movimientos sociales.

El esfuerzo pedagógico del bloque negro va más allá de los cuerpos en las calles. En una popular serie de carteles anarquistas producidos con diversas imágenes bajo el título «Apoya a tu Black Bloc local», uno de los carteles más difundidos incluía la imagen de un ladrillo rompiendo una ventana de Niketown. La leyenda, inspirada en un eslogan de Nike, decía: «La vida es corta: lanza fuerte». Esto sugiere el carácter mítico del bloque negro, ya que su imagen se convierte en un símbolo ampliamente difundido de desafío, desobediencia y transgresión. La importancia de este aspecto del bloque negro dentro de los movimientos anarquistas se hace evidente si nos fijamos en la prevalencia de la imaginería del bloque negro en las principales publicaciones anarquistas o en los sitios web anarquistas más populares.

Domar a la bestia anarquista: Los medios de comunicación dominantes imaginan el bloque negro

El punto de debate más polémico en torno al bloque negro, y al movimiento antiglobalización en general, es la cuestión de la violencia. Se trata de un debate acalorado y continuo desde Seattle, cuando el black bloc hizo literalmente su aparición en la conciencia de la corriente dominante al romper las ventanas y destruir de otras formas la propiedad de las empresas en el centro de la ciudad, cerca de los lugares de reunión de la OMC. Ciertamente, los principales medios de comunicación han lanzado regularmente acusaciones de violencia contra el bloque negro.

Además de las disputas sobre la legitimidad o necesidad de la destrucción de propiedades, algunos han argumentado que las acciones del bloque negro incitan a la violencia policial o provocan una mayor violencia policial contra los manifestantes. En concreto, se afirma que el black bloc espolea la violencia policial contra los manifestantes que no forman parte de él.

Este tipo de expresiones suelen invocarse cuando una descripción simple y llana de lo que ocurrió (gente lanzando bombas de pintura, rompiendo ventanas de escaparates vacíos, cogidos de la mano mientras bloqueaban cruces, policías golpeándoles con palos) podría dar la impresión de que los únicos realmente violentos fueron los policías. Los medios de comunicación estadounidenses son probablemente los mayores infractores en este aspecto, y ello a pesar de que, tras dos años de acción directa cada vez más militante, sigue siendo imposible presentar un solo ejemplo de alguien a quien un activista estadounidense haya causado lesiones físicas. Yo diría que lo que realmente perturba al poder no es la «violencia» del movimiento, sino su relativa falta de ella; los gobiernos simplemente no saben cómo enfrentarse a un movimiento abiertamente revolucionario que se niega a caer en los patrones familiares de resistencia armada (Graeber, 2002: 66).

Chomsky (1989) sostiene que las democracias liberales, que no pueden confiar en el puño de hierro de la represión para controlar a las poblaciones subordinadas, deben alimentar sistemas de legitimidad para fabricar el consentimiento y la lealtad de los gobernados. Herman y Chomsky (1988) sostienen que los medios de comunicación estadounidenses forman parte de la estructura de poder dominante y reflejan los intereses dominantes en la presentación de sus mensajes. El apoyo a los intereses del statu quo no es sólo, o incluso de forma más significativa, el resultado de los sesgos individuales conscientes de los periodistas, sino que forma parte de las estructuras y procesos de la producción corporativa de noticias, incluidas las convenciones e ideologías profesionales, los vínculos económicos, las necesidades organizativas y las visiones hegemónicas del mundo (McLeod y Detenber, 1999: 4).

Aunque los medios corporativos criticarán ocasionalmente a los grupos de poder, McLeod y Detenber (1999) señalan que esto es más probable en los casos en los que existe un conflicto de élites. En contextos en los que hay poco conflicto de élites, como es el caso de las cumbres de libre comercio o las respuestas a los movimientos nacionales contra el neoliberalismo, el apoyo de los medios de comunicación al statu quo tiende a ser sólido (McLeod y Detenber, 1999; Herman y Chomsky, 1988).

El apoyo de los principales medios de comunicación al statu quo en la nueva cobertura de los movimientos sociales y las manifestaciones está bien establecido desde hace tiempo (Gitlin, 1981; Chomsky, 1989; McLeod y Detenber, 1999). Chan y Lee (1984) sugieren incluso que los supuestos comunes que guían la cobertura mediática de las manifestaciones políticas constituyen un «paradigma de protesta». McLeod y Detenber (1999: 5) identifican una serie de características de un paradigma de protesta en los principales medios de comunicación, entre las que se incluyen: «estructuras narrativas; dependencia de fuentes oficiales y definiciones oficiales; invocación de la opinión pública; y otras técnicas de deslegitimación, marginación y demonización». Donohue, Tichenor y Olien (1995) sostienen que, en lugar de desempeñar el papel de perro guardián que a menudo se le atribuye, los medios de comunicación dominantes hacen de perro guardián, defendiendo el sistema frente a toda una serie de amenazas.

La protesta social, sobre todo la que aboga por un cambio radical, puede representar una amenaza para el sistema social. La teoría normativa que sustenta a los medios de comunicación de perro guardián sostiene que los medios deben explorar objetivamente la crítica social de los manifestantes iniciando una investigación seria de sus méritos con respecto a todos los hechos disponibles. Los medios del perro guardián, por otra parte, adoptan una postura hostil hacia la amenaza que supone la protesta social. Debido a sus vínculos con la estructura de poder, los medios de comunicación de los perros guardianes suelen cubrir las protestas desde la perspectiva de quienes detentan el poder. La cobertura de los medios de los perros guardianes destaca la desviación de los manifestantes, disminuyendo sus contribuciones y su eficacia, aislando a la estructura de poder y desactivando la amenaza (McLeod y Detenber, 1999: 5).

Como señalan McLeod y Hertog (1992: 260) «la cobertura de las protestas adopta definiciones «oficiales» de la situación de protesta centrándose en cuestiones de «legalidad de las acciones» en contraposición a la «moralidad de las cuestiones». En el proceso, la cobertura legitima la autoridad oficial y margina a los grupos radicales de protesta». Mediante un examen minucioso del contenido de las noticias, McLeod y Detenber (1999: 3) llegan a sugerir que «las noticias sobre las protestas tienden a centrarse en las apariencias de los manifestantes más que en sus problemas, a hacer hincapié en sus acciones violentas más que en su crítica social, a enfrentarlos con la policía más que con los objetivos elegidos, y a restar importancia a su eficacia». Este tipo de cobertura contribuye a reinscribir los supuestos hegemónicos relativos a las formas aceptables de disidencia, la ley y el orden y el estatus de los grupos de oposición, entre otras cuestiones.

Chomsky (1989) señala que uno de los símbolos más duraderos de los que han dispuesto los creadores de consenso estadounidenses ha sido la amenaza fantasma del anarquismo. En la imagen del anarquista, especialmente la sombría figura del lanzador de bombas con gabardina negra que ha persistido desde el siglo XIX, se condensa el temor al desorden, la inestabilidad social y la amenaza del agitador exterior que actúa para socavar los «valores americanos» fundamentales o, incluso más allá, el «modo de vida americano».

Conviene recordar que el primer «miedo rojo» en EEUU se dirigió en realidad contra los anarquistas durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. En la década de 1880 se inició un periodo de intenso y muy cargado debate público sobre el anarquismo que culminó con la aprobación en 1903 de una ley de inmigración que pretendía prohibir la entrada de anarquistas en EEUU (Hong, 1992). Como sugiere Hong (1992:111) «El anarquista fue el demonio construido de la religión cívica estadounidense de finales del siglo XIX. Se convirtió en el hombre del saco para vigilar las fronteras de las lealtades políticas y la obediencia de los ciudadanos estadounidenses». El susto rojo anarquista introdujo un tema duradero en la vida política estadounidense, no sólo como justificación de las ideologías hegemónicas y la construcción de la cohesión social, sino también para delinear y reforzar los rasgos aceptables de la cultura política estadounidense (Hong, 1992: 110).

El tropo anarquista ha sido especialmente prominente durante periodos de gran agitación y transformación social como el actual periodo de globalización capitalista, caracterizado por el paso del fordismo al posfordismo, del Estado del bienestar al neoliberalismo. Del mismo modo, la era del primer «miedo rojo» fue una época de intensos conflictos y dislocaciones sociales, ya que las relaciones y valores sociales tradicionales se vieron socavados o desmantelados. En estas circunstancias cambiantes, las fuerzas que compiten por la hegemonía se enfrentan a la tarea de desarrollar estrategias institucionales e ideológicas para forjar cierto consenso y cohesión social, normalmente frente a movimientos de base que intentan establecer sus propias formas de solidaridad y cohesión social en sus propios términos. «Detrás del ataque a un tipo de revolución de las relaciones sociales se escondía una revolución diferente: la apropiación y concentración del poder en el capitalismo corporativo y en el Estado-nación fuerte.

Se cultivó un interés común con la ideología de esta última revolución en proporción inversa a la ansiedad creada sobre el retador» (Hong, 1992: 111).

Como describe Hong (1992: 111), durante el primer Terror Rojo la imagen del anarquista se desplegó de una manera que prefigura la respuesta oficial a los movimientos antiglobalización de hoy: «El enemigo simbólico anarquista llegó a personificar el desafío de las ideas y valores anticapitalistas. Se construyó para evocar asociaciones que fomentaban la dependencia de la autoridad, congelando las percepciones y concepciones políticas dentro de un marco aceptable. Al poner a la ‘bestia anarquista’ fuera de los límites, mantenía a los ciudadanos dentro del redil». A pesar de las afirmaciones de algunos de que el periodo de la globalización ha sido testigo de un declive del Estado-nación, es más exacto sugerir que las autoridades del periodo actual, al igual que las del periodo del primer susto rojo, han respondido a la agitación social mediante la promoción de un Estado-nación reforzado y de los valores que lo sustentan.

Como sugiere Hong (1992: 110), el susto rojo contra los anarquistas, que marca el inicio de una tradición política estadounidense, es significativo «porque produjo un símbolo de condensación evocador que ha reconvertido su poder en uso contemporáneo». Un exceso de democracia todavía puede desacreditarse como la amenaza de una anarquía inminente». La bestia anarquista sigue siendo, incluso un siglo después de su supuesta derrota, un símbolo ideológico clave para legitimar los discursos y prácticas estatales o corporativos, especialmente frente a los crecientes movimientos de oposición a la globalización capitalista.

Como se apresuran a señalar los participantes en el bloque negro, este tipo de caracterizaciones de los activistas y las manifestaciones serán presentadas por los principales medios de comunicación independientemente de la presencia o el tamaño de cualquier bloque negro. En esto han aprendido claramente una lección compartida por los historiadores de los medios de comunicación: «La intensidad de los sustos rojos supera con creces la amenaza real que representan los grupos chivo expiatorio. Esto tiene sentido, en la medida en que el objetivo principal de estas campañas no es derrotar al enemigo débil y sin recursos, sino ganar el favor de elementos dentro de la élite gobernante y lograr el rearme ideológico de una población» (Hong, 1992: 127, n. 4).

Los anarquistas, al igual que cualquier analista de los medios de comunicación, también son conscientes de que los medios corporativos no son foros para explicar cuestiones complejas. Son conscientes de que, en ausencia de actos polémicos y conflictos abiertos, los medios probablemente prestarían poca atención a las protestas. De hecho, algunos afirman que el factor que más ha contribuido a la atención prestada recientemente a las cuestiones del comercio mundial ha sido la aparición del bloque negro. En comparación, los activistas señalan la escasa atención prestada a las protestas contra los acuerdos de libre comercio en los años ochenta y principios de los noventa y la relativa falta de atención prestada a las masivas manifestaciones contra la guerra de Irak, en las que no hubo actividades del black bloc.

Dada la tendencia de las representaciones de los manifestantes en los principales medios de comunicación a marginar o deslegitimar los actos activistas durante las manifestaciones políticas, es evidente que la eficacia de la táctica del bloque negro como medio de «propaganda del hecho» tiene sus limitaciones. Mientras que los anarquistas han criticado correctamente las protestas simbólicas por su dependencia de los principales medios de comunicación para difundir el mensaje, ha habido menos voluntad de reconocer que la situación es aún más precaria para las acciones de confrontación que, de hecho, llevan mensajes más complejos como la negativa a reconocer los derechos de propiedad. A la luz de la bien documentada preferencia de los principales medios de comunicación por lo que McLeod y Detenber (1999: 6) describen como «noticias que se centran en los conflictos con la policía, ofuscando las cuestiones planteadas por los manifestantes… y caracterizando a los manifestantes como ‘desviados’ y ‘delincuentes'», es cuestionable que los mensajes del black bloc puedan tener alguna posibilidad de llegar a difundirse en algo parecido a lo que pretendían. Las perspectivas son aún menos probables si se tiene en cuenta que «cuanto más desafía un grupo de protesta el statu quo, más se adhieren los medios de comunicación a las características del paradigma de la protesta. En resumen, la cobertura informativa marginará a los grupos desafiantes, especialmente a aquellos que sean vistos como radicales en sus creencias y estrategias» (McLeod y Detenber, 1999: 6). Como he señalado en otro lugar (véase Shantz, 2003), esto es especialmente relevante dado que, antes del 11 de septiembre, ningún grupo era considerado más radical que los anarquistas del black bloc.

Dicho esto, sin embargo, hay que recordar que la táctica del black bloc, como propaganda, no está dirigida específicamente al público general que ve los acontecimientos por televisión.

El debate anterior sirve como confirmación de la tesis del black bloc de que no se puede considerar a los medios de comunicación dominantes como portadores fiables de mensajes de oposición y, por lo tanto, los manifestantes no deberían perder el tiempo en acciones simbólicas que dependen de los medios de comunicación de masas para «difundir el mensaje». En realidad, la táctica del black bloc se presenta más claramente como una lección para otros activistas u observadores que ya están politizados hasta cierto punto. Cuando el black bloc emite sus mensajes clave de autodefensa contra la agresión policial, las limitaciones de la democracia liberal y la ilegitimidad de la propiedad corporativa, se dirige principalmente a sus compañeros manifestantes para convencerles de la necesidad y la posibilidad de las luchas que perturban a los que detentan el poder, en lugar de negociar con ellos.

Frente a los mensajes que piden acceso a las estructuras gubernamentales o pretenden influir en el Estado o el capital, el bloque negro plantea visiblemente una alternativa que busca imposibilitar la actuación de tales autoridades. Y, hay que señalar que los anarquistas no se basan en las acciones del black bloc en la calle para plantear este punto. Para explicar las ideas que subyacen a la imagen, los anarquistas hacen uso de una variedad de sus propios «medios de comunicación hágalo usted mismo», especialmente páginas web, radio y listas de correo electrónico para asegurarse de que la propaganda no se deja sólo en manos de los hechos.

«Necesitamos el bloque negro, o algo parecido»: El bloque negro dentro del movimiento

Dicho con más propiedad, el supuesto debate sobre la violencia es más bien un debate sobre el lugar que ocupa la destrucción de la propiedad dentro del movimiento, ya que pocos grupos en Norteamérica, si es que hay alguno, abogan, defienden o participan en actos de violencia contra las personas. De hecho, incluso las organizaciones anticapitalistas contemporáneas más militantes de Norteamérica han sido extremadamente cuidadosas a la hora de evitar cualquier acción que pudiera causar daños físicos a seres humanos. Como señala Graeber (2002), muchos de estos grupos incluso trabajan escrupulosamente para evitar dañar a los animales.

Para los participantes del black bloc, en la cuestión de la destrucción de la propiedad no hay realmente debate alguno, ya que, desde una perspectiva anarquista, la propiedad corporativa es sólo un marcador visual de la explotación, del trabajo robado a los trabajadores. En las famosas palabras del anarquista del siglo XIX Pierre-Joseph Proudhon: «La propiedad es un robo». Y al decir esto los anarquistas tienen cuidado de hacer la distinción entre la propiedad como medio de explotación y las posesiones personales.

Para los anarquistas, los daños a la propiedad o el vandalismo no pueden compararse con la violencia que los Estados, las corporaciones o la policía dirigen regularmente contra las personas en defensa de la propiedad. Como un anarquista describe la fusión del vandalismo con la violencia: «Los medios de comunicación tratan la destrucción de la propiedad como si fuera lo mismo que la destrucción de personas. Esto concuerda bastante con los valores de las personas que dirigen la sociedad: que su propiedad vale más que la vida de los demás» (James Hutchings citado en Highleyman, 2001). Además, sugerir que la destrucción de la propiedad no tiene cabida en los movimientos no violentos, como han hecho algunos críticos de los bloques negros, es echar por tierra las historias de los movimientos por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam, así como gran parte del ecologismo y el feminismo.

El mayor peligro para los anarquistas es cuando otros activistas empiezan a creerse el bombo y se dejan atrapar en falsos debates llevados a cabo en los términos establecidos por los medios de comunicación corporativos y los portavoces del gobierno. Hasta cierto punto, el bloque negro se presta a este tipo de tergiversaciones. En los movimientos pacifistas, las hordas de guerrilleros enmascarados pueden resultar desconcertantes.

Algunos organizadores de las manifestaciones de Seattle se sorprendieron por las acciones del black bloc y han intentado distanciarse de ellas. Desde entonces, en casi todas las manifestaciones antiglobalización ha habido miembros de grupos de protesta más liberales que han intentado distanciarse del bloque negro. Es más, ha habido numerosos casos de manifestantes que han intentado contener a miembros del black bloc e incluso algunos casos de activistas que los han entregado a la policía. La importancia de estas acciones es que sugieren una temprana fisura dentro del movimiento antiglobalización; una fisura marcada como una línea divisoria negra dentro de las protestas antiglobalización.

Activistas mediáticos como Susan George, de ATTAC Francia, han sugerido: «Si no podemos garantizar manifestaciones pacíficas y creativas, los trabajadores y los sindicatos oficiales no se unirán a nosotros….. Nuestra base se escurrirá, la unidad actual -tanto transectorial como transgeneracional- se desmoronará» (2001). George (2001) fue aún más lejos al afirmar que «o conseguimos contener e impedir los métodos violentos de unos pocos, o corremos el riesgo de hacer añicos la mayor esperanza política de las últimas décadas». George (2001) intentó cínicamente mantener la división «manifestantes buenos/manifestantes malos» incluso después del asesinato policial de Carlos Giuliani durante las reuniones del G8 en Génova en 2001, sugiriendo que «sus propias convicciones… no eran las nuestras».

De hecho, desde el 11-S en EEUU ha habido algunos opositores a las fuerzas antiglobalización que han utilizado la imagen del bloque negro para sugerir una especie de organización terrorista «interna». Y lo que es más sorprendente, dentro del propio movimiento algunos activistas liberales han argumentado que tras el 11-S los atentados contra objetivos corporativos son inexcusables.

En respuesta a las críticas cada vez más agudas contra el black bloc y la destrucción de propiedades, especialmente por parte de participantes liberales en protestas antiglobalización, los partidarios del black bloc han argumentado que la fuerza del movimiento deriva en gran medida del compromiso con una «diversidad de tácticas». Las acciones autónomas llevadas a cabo por grupos de afinidad permiten oponer la más amplia gama de fuerzas a las organizaciones e instituciones de la globalización capitalista.

Como sugieren Graeber (2002: 66) y otros:

El esfuerzo por destruir los paradigmas existentes suele ser bastante consciente de sí mismo. Donde antes parecía que las únicas alternativas a marchar con pancartas eran la desobediencia civil no violenta de Gandhi o la insurrección directa, grupos como Direct Action Network, Reclaim the Streets, Black Blocs o Tute Bianche han intentado, a su manera, trazar un territorio intermedio completamente nuevo. Intentan inventar lo que muchos denominan un «nuevo lenguaje» de la desobediencia civil, combinando elementos del teatro callejero, el festival y lo que sólo puede denominarse guerra no violenta -no violenta en el sentido adoptado, por ejemplo, por los anarquistas del Black Bloc, en el sentido de que evita cualquier daño físico directo a seres humanos (Graeber, 2002: 66).

En otro uso interesante de las imágenes codificadas por colores, los organizadores de las acciones de la ciudad de Quebec intentaron establecer diferentes zonas en el centro de la ciudad para que los participantes pudieran elegir dónde ir en función de los niveles previstos de enfrentamiento con la policía. Las Zonas Verdes eran áreas destinadas a actividades festivas en la calle y en las que se preveía una escasa intervención policial, mientras que las Zonas Amarillas eran áreas en las que se esperaba una mayor presencia policial con formas de desobediencia civil de baja intensidad. Las zonas rojas estaban reservadas al bloque negro y a otros activistas de acción directa. Muchos participantes del black bloc sugirieron al principio que esta disposición era peligrosamente ingenua, ya que los manifestantes, especialmente en las Zonas Verde y Amarilla, tendrían una falsa sensación de seguridad, mientras que la policía no prestaría atención a tales designaciones de activistas. Los sucesos de la ciudad de Quebec, en los que una presencia policial masiva roció todo el centro de la ciudad con gases lacrimógenos, al tiempo que realizaba repetidas carreras entre la multitud con cañones de agua, confirmaron una vez más la evaluación realista del bloque negro. Al mismo tiempo, los sucesos de la ciudad de Quebec mostraron la potente fuerza del black bloc como símbolo de resistencia y determinación frente a la represión masiva y sostenida.

En un intento de proteger a los jefes de Estado y a los dirigentes empresariales de cualquier señal de protesta, los agentes de seguridad construyeron una valla alrededor de toda la zona del centro de la ciudad en la que se encontraban los hoteles de la conferencia y los centros de reuniones. Para muchos observadores, incluso casuales, esto representaba un símbolo sorprendente de las prácticas de gobierno excluyentes que acompañan al neoliberalismo.

El primer día de las acciones, el bloque negro, los «monos blancos» y otros activistas militantes atacaron y rompieron la valla. La policía lanzó gases lacrimógenos, cañones de agua, perros y balas de plástico, que sólo consiguieron enfurecer a la multitud. Al final del segundo día, manifestantes de todas las tendencias -junto con muchos residentes locales- se mantuvieron firmes, animando al bloque y lanzando sus propios botes de gas lacrimógeno y piedras a la policía (Highleyman, 2001).

Significativamente, los sindicalistas de base, que el segundo día habían sido conducidos a un descampado alejado de la valla por los dirigentes con la esperanza de evitar cualquier enfrentamiento, desobedecieron a los marshals sindicales y se dirigieron a las zonas rojas para luchar con el bloque negro contra la policía y reivindicar el derecho a estar en la calle.

Este fue un acontecimiento extremadamente importante que refutó las afirmaciones de los moderados de que la táctica del black bloc sólo alienaría a los trabajadores y demostró que sectores más amplios del movimiento antiglobalización se estaban convenciendo de la conveniencia de acciones más militantes.

Tras las acciones de Quebec, los miembros de base del sindicato Canadian Auto Workers (CAW) condenaron abiertamente a sus dirigentes por no celebrar la manifestación sindical en la valla y, aún más, exigieron talleres de formación en acción directa para los miembros del CAW, de modo que pudieran estar mejor preparados para defenderse a sí mismos y a sus compañeros activistas en futuras manifestaciones. Como señaló después la escritora anarquista Cindy Milstein (2001) «El odio generalizado hacia el muro y todo lo que encarnaba significaba que aquellos que asumieron el liderazgo para derribarlo no sólo se convirtieron en el centro de atención, sino que se ganaron el respeto y la admiración de otros manifestantes, de gran parte de la población local y de una saludable muestra representativa del público canadiense en general».

Todo ello contradecía las funestas predicciones de activistas moderados contrarios al bloque negro, como Susan George. Significativamente, otros activistas que se habían preocupado por el papel de las acciones del black bloc empezaron a reconocer el papel que los bloques han desempeñado a la hora de animar e incluso levantar a otros manifestantes durante las protestas. Starhawk, una conocida participante y comentarista de las manifestaciones antiglobalización, creía, antes de la ciudad de Quebec, que sólo se produciría una amplia participación en las acciones de masas si éstas mantenían unas directrices claras de no violencia. Desde su perspectiva de activista de larga trayectoria y formadora en acción directa:

Pensaba que los altos niveles de confrontación nos harían perder el apoyo popular, pero tuvimos el mayor apoyo de la población local. Pensé que la gente nueva en la acción directa se aterrorizaría por el nivel de conflicto que experimentamos. Pero al segundo día ya había más gente dispuesta a ir al paredón. Al tercer día, exigían mejores máscaras antigás (Starhawk, 2001).

A pesar de las críticas de los demás, y de algunas de sus propias preocupaciones sobre la desproporcionada atención cosechada por el bloque negro, Starhawk (2001) concluye: «Necesitamos el bloque negro, o algo parecido. Necesitamos espacio en el movimiento para la rabia, para la impaciencia, para el fervor militante».

En lugar de asustar a los miembros de los movimientos de base, los grupos comunitarios han recurrido a las técnicas del black bloc, cuando no a la ropa negra, para las acciones locales. Por ejemplo, la Coalición de Ontario contra la Pobreza (OCAP), una organización de base que lucha contra la pobreza en Ontario, Canadá, ha utilizado eficazmente la autodefensa coordinada para proteger a sus miembros de los ataques de la policía durante las manifestaciones contra la pobreza. Estas técnicas se pusieron en práctica el 15 de junio de 2000, cuando miembros y aliados de la OCAP contuvieron durante una hora un ataque masivo de la policía, incluidas oleadas de agentes a caballo, durante los disturbios policiales en la sede del gobierno provincial de Ontario. En otros lugares, grupos organizados localmente en torno al antirracismo o el antifascismo también han adoptado tácticas de black bloc para defender barrios contra racistas organizados.

Más allá del bloque negro

Sin embargo, más que los comentaristas externos, los propios anarquistas han debatido el carácter y el valor de la estrategia del black bloc. Muchos han sacado conclusiones que les harían coincidir con la valoración de Epstein:

Un enjambre de mosquitos es bueno para acosar, para perturbar el buen funcionamiento del poder y así hacerlo visible. Pero es probable que el número de personas dispuestas a asumir el papel de mosquito sea limitado. Un movimiento capaz de transformar las estructuras de poder tendrá que implicar alianzas, muchas de las cuales requerirán probablemente formas de organización más estables y duraderas que las que existen ahora dentro del movimiento antiglobalización (2001: 13).

Como señala Epstein (2001: 2), «decir la verdad al poder es o debería ser parte de la política radical, pero no sustituye a la estrategia y la planificación». Para muchos anarquistas, la estrategia del bloque negro estaba bien para un pequeño movimiento centrado en la política de protesta de acción directa, pero a medida que los movimientos anarquistas han crecido y han desarrollado un atractivo más amplio más allá de los círculos anarquistas, son necesarias nuevas estrategias. Los anarquistas que son críticos con el bloque negro argumentan que ahora hay que centrarse en prepararse para luchas a más largo plazo, desarrollando nuevas estrategias en los movimientos comunitarios y sindicales. Es hora de dejar las máscaras y salir a caminar con los trabajadores, en palabras de un crítico anarquista.

El bloque negro ha tenido más sentido en el contexto de manifestaciones masivas en las que la acción directa se enfrentaba con seguridad a una presencia policial numerosa y a menudo violenta. En circunstancias en las que el mero hecho de salir a la calle podía conducir a arrestos, detenciones, juicios y posibles condenas, el anonimato que proporcionaba el bloque negro ofrecía cierta protección, durante un tiempo. Con el tiempo, el black bloc se ha convertido en una especie de profecía autocumplida, ya que la policía ha cambiado sus tácticas para centrarse en el black bloc y atacar a sus participantes, a menudo con graves actos de violencia, antes incluso de que comenzara la manifestación.

Las imágenes de figuras enmascaradas violando directamente algunos de los supuestos morales y legales más arraigados y no examinados dentro de la democracia capitalista, especialmente la inviolabilidad de la propiedad privada, causarán un cierto shock en el sistema para muchos observadores externos. Al mismo tiempo, los defensores de los valores dominantes, como los medios de comunicación dominantes (que a menudo son propiedad de las mismas corporaciones que son el blanco de las acciones antiglobalización, cabe señalar), tratarán de contextualizar y contener actos tan abiertamente transgresores como el bloque negro dentro de los modos habituales de comprensión. Como sugiere Graeber (2002: 67): «Es este revoltijo de categorías convencionales lo que desconcierta a las fuerzas del orden y las desespera por devolver las cosas al territorio conocido (la simple violencia): incluso hasta el punto, como en Génova, de animar a los hooligans fascistas a que se amotinen como excusa para usar una fuerza abrumadora contra todos los demás».

Los participantes en el Black bloc son conscientes de los numerosos retos a los que se enfrenta el desarrollo de movimientos eficaces contra el Estado y el capital. Parte de la superación de este reto consiste en examinar y revisar periódicamente las estrategias y las tácticas. La creatividad y la imprevisibilidad, características del propio bloque negro, dan fuerza al movimiento frente a un adversario mucho más fuerte. Para mantener esta fuerza es necesario desarrollar nuevos enfoques. Muchos anarquistas están empezando a centrarse en otros tipos de esfuerzos, como las huelgas de alquiler o los sindicatos alternativos, que a largo plazo pueden resultar más militantes y eficaces que el bloque negro.

Como sugiere Highleyman (2001) «Reconocen que para ser eficaces deben basarse en el elemento sorpresa. Temen que romper ventanas y tirar piedras a la policía ya no sea suficiente, y que el bloque se haya convertido en una cultura o una identidad más que en una táctica». Debido a que el bloque negro ha tenido un lugar simbólico tan poderoso en el surgimiento de la política anarquista dentro de las luchas antiglobalización, y debido a su valor mítico duradero, existe el peligro de que el bloque deje de ser visto y evaluado principalmente como una táctica entre muchas otras. En su lugar, puede ser tratado como un objeto fetiche, una parte clave del imaginario activista.

El bloque negro tiene éxito cuando coge a la policía por sorpresa. Si el black bloc no hace más que destruir propiedades o enfrentarse a la policía, ésta desarrollará una estrategia para hacerle frente. Si luchamos como ejército contra ejército, perderemos. Pero si luchamos como un océano caótico chapoteando siempre contra una roca inamovible, entonces ganaremos, igual que el océano siempre gana (Robin Banks citado en Highleyman, 2001).

La mayoría de los anarquistas reconocen que otras acciones, especialmente las huelgas en el lugar de trabajo y las perturbaciones económicas, son más eficaces y tienen un mayor potencial a largo plazo en términos de movilización comunitaria que los bloques negros. Si nos fijamos en los ejemplos más duraderos y exitosos de organización anarquista de base comunitaria desde 1999, como los esfuerzos de la Federación del Noreste de Anarquistas-Comunistas (NEFAC) y sus sucesores, encontramos a muchos participantes en bloques negros que han pasado de las protestas en la cumbre como estrategia principal a esfuerzos cotidianos menos dramáticos en el lugar de trabajo, la lucha contra la pobreza y la inmigración (véase Shantz, 2005). Al mismo tiempo, sigue existiendo un acuerdo generalizado en que, en el contexto de las protestas políticas, en las que no se llevan a cabo acciones como huelgas, los daños a la propiedad afectarán más a las empresas que el hecho de evitar los daños a la propiedad.

Conclusión

El poder global de organizaciones privadas como las corporaciones multinacionales y de instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, así como las negociaciones secretas sobre acuerdos comerciales como el TLCAN, revelan una fuerte discrepancia entre la retórica de la democracia y las políticas y prácticas no democráticas de los órganos de gobierno tanto a nivel global como nacional. Los anarquistas pueden señalar las manifestaciones globales contra la invasión de Irak, que llevaron a millones de personas a las calles de todo el mundo, y su total rechazo por parte de los gobiernos de George W. Bush y Tony Blair como poderosos ejemplos de la inutilidad de las políticas de protesta que pretenden influir en los políticos a través de rituales de vergüenza o apelaciones a la conciencia.

Para los anarquistas del bloque negro, no hay términos para el debate, el compromiso o la negociación con organizaciones tan antidemocráticas e interesadas. «Sea cual sea el origen que se elija, estas nuevas tácticas están en perfecta consonancia con la inspiración anarquista general del movimiento, que no consiste tanto en tomar el poder del Estado como en exponer, deslegitimar y desmantelar los mecanismos de gobierno, al tiempo que se ganan espacios cada vez más amplios de autonomía con respecto a él» (Graeber, 2002: 68). Un aspecto de esa autonomía, que se manifiesta con fuerza en las acciones del bloque negro, es la determinación de expresar las propias necesidades, deseos y compromisos frente a un poder abrumador, en lugar de buscar la negociación o el compromiso con ese poder. Este sigue siendo un proceso largo y difícil.

Se trata en gran medida de un trabajo en curso, y la creación de una cultura democrática entre personas que tienen poca experiencia en este tipo de cosas es necesariamente una empresa dolorosa y desigual, llena de todo tipo de tropiezos y falsos comienzos, pero -como puede atestiguar casi cualquier jefe de policía que se haya enfrentado a nosotros en las calles- la democracia directa de este tipo puede ser asombrosamente eficaz. Y es difícil encontrar a alguien que haya participado plenamente en una acción de este tipo cuyo sentido de las posibilidades humanas no se haya visto profundamente transformado como resultado (Graeber, 2002: 72).

A diferencia de los movimientos sociales tradicionales que se organizan y movilizan para airear quejas o apelar a la conciencia de los gobernantes, el bloque negro no busca un sitio en la mesa ni un punto de acceso desde el que presionar a los dirigentes estatales o empresariales. En su lugar, el bloque negro afirma que, frente a gobernantes que no tienen conciencia en instituciones que están en gran medida cerradas al público, los subordinados deben afirmar sus propias identidades y valores y prepararse para defenderlos. Se trata de un cambio fundamental en la forma en que se han entendido los movimientos sociales durante los últimos cuarenta años aproximadamente.

De hecho, esto explica en parte la confusión y los malentendidos que rodean al bloque negro, incluso entre compañeros activistas. El bloque negro es la abreviatura visible de un nuevo tipo de movimiento social que no busca integrarse en las instituciones existentes de la sociedad civil a través de mecanismos preestablecidos y socialmente aceptables como la desobediencia civil o la protesta (entendida como el registro de la disidencia). Se podría considerar el bloque negro como un acto de autodeterminación en el que la gente desarrolla formas autónomas de solidaridad y relaciones sociales en términos que son relevantes para sus comunidades y no según las preferencias de las autoridades sancionadas. No se trata de una ciudadanía basada en la pertenencia al Estado o en el derecho legal, sino más bien de un ejemplo de participación de lo que Giorgio Agamben llama «comunidades venideras».

Referencias

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Notas

[1] Originalmente el título del periódico de Alexander Berkman de los años veinte, ha sido adoptado por los anarquistas contemporáneos de Minnesota para su propio periódico.

[2] Este fue el nombre en clave asumido por el asesino y terrorista Sergei Nechaev, colega de Bakunin y autor del tristemente célebre Catecismo de un Revolucionario. Nechaev fue la fuente del personaje de Dostoievski Peter Verkhovensky en Los Poseídos.

[3] Esta caracterización es famosa por Lenin (1965), El comunismo de izquierdas, un trastorno infantil.

[4] Véase la confusa polémica de Plejánov (1912) en Anarquismo y socialismo.

Anarquía y autonomía – Movimientos sociales contemporáneos, teoría y práctica (2012) – Jeff Shantz

En un artículo anterior (Shantz 1998), escrito casi tres años antes de las dramáticas intervenciones anarquistas durante las reuniones de la OMC en Seattle en 1999, sugerí que las teorías de los movimientos sociales no eran adecuadas ni para entender ni para apreciar las prácticas e ideas innovadoras que estaban llevando a cabo los anarquistas en Norteamérica. Ese artículo, y una serie de artículos posteriores, predijeron el regreso de los movimientos anarquistas a un lugar de gran importancia dentro de las luchas anticapitalistas y ofrecieron la opinión de que el análisis sociológico de los movimientos se vería en gran medida sorprendido por el desarrollo (Shantz, 1999a; 1999b).

Desgraciadamente, en los años posteriores a Seattle el cambio ha tardado en llegar para los análisis de los movimientos sociales que podrían comprender adecuadamente las prácticas y visiones políticas del anarquismo y su importancia en el desarrollo de los movimientos políticos, especialmente dentro de Norteamérica. El antiguo antropólogo de Yale, David Graeber (2002: 61), utiliza términos bastante vigorizantes para hablar de la brecha que existe entre los activistas de los movimientos sociales y los analistas de las ciencias sociales:

Es difícil pensar en otra época en la que haya habido tal abismo entre intelectuales y activistas; entre teóricos de la revolución y sus practicantes. Escritores que durante años han estado publicando ensayos que suenan como documentos de posición de vastos movimientos sociales que en realidad no existen parecen embargados por la confusión o, peor aún, por el desprecio desdeñoso, ahora que los verdaderos están surgiendo por todas partes. Resulta especialmente escandaloso en el caso de lo que todavía se denomina, sin ninguna razón de peso, movimiento «antiglobalización», que en apenas dos o tres años ha conseguido transformar por completo el sentido de las posibilidades históricas de millones de personas en todo el planeta. Esto puede ser el resultado de la pura ignorancia, o de confiar en lo que podría deducirse de fuentes tan abiertamente hostiles como el New York Times; por otra parte, la mayor parte de lo que se escribe, incluso en medios progresistas, parece en gran medida perder el punto – o al menos, rara vez se centra en lo que los participantes en el movimiento realmente piensan que es más importante al respecto.

En términos aún más provocativos, Graeber (2002: 61) sugiere que parte de este vacío está relacionado con el rechazo consciente de algunos científicos sociales a comprometerse con las ideas y prácticas del anarquismo.

Sospecho que gran parte de la vacilación radica en la reticencia de aquellos que durante mucho tiempo se han considerado radicales de algún tipo a aceptar el hecho de que en realidad son liberales: interesados en ampliar las libertades individuales y perseguir la justicia social, pero no en formas que desafíen seriamente la existencia de instituciones reinantes como el capital o el Estado. E incluso muchos de los que desearían un cambio revolucionario podrían no sentirse del todo satisfechos de tener que aceptar que la mayor parte de la energía creativa para la política radical procede ahora del anarquismo -una tradición que hasta ahora habían desestimado en su mayor parte- y que tomarse en serio este movimiento significará necesariamente también un compromiso respetuoso con él.

Ha habido, en su mayor parte, una desconexión entre los estudios y teorías de los movimientos sociales y los estudios y teorías de la acción directa. Del mismo modo, el interés por las estrategias y tácticas de los movimientos ha pasado a un segundo plano frente a los estudios sobre las organizaciones y los recursos de los movimientos, los marcos ideológicos o los procesos o contextos políticos más amplios (Schock, 2005).

Schock (2005) señala que los puntos débiles de los estudios sobre movimientos sociales podrían abordarse recurriendo a los conocimientos de la literatura sobre acción directa, que, por desgracia, ha permanecido en gran medida fuera del ámbito de los estudiosos de los movimientos sociales. La razón principal de esta falta de compromiso entre ambas literaturas es, según Schock (2005), el hecho de que la literatura sobre la acción directa se basa en teorías y filosofías anarquistas y gandhianas que siguen siendo periféricas para la sociología dominante. Al mismo tiempo, la bibliografía académica sobre movimientos sociales se basa en gran medida en teorías y filosofías marxistas que son fundamentales para la sociología dominante y que privilegian el análisis macroestructural. Dichas teorías también tienden a hacer hincapié en el papel de la violencia en el cambio social, pasando por alto las actividades cotidianas que sientan las bases sociales o comunitarias en períodos anteriores a los levantamientos revolucionarios. Schock (2005) también señala que gran parte de la bibliografía sobre la acción directa está dirigida a los activistas y no a los académicos. Esto ha dejado un vacío entre lo que él identifica como el discurso instrumental-normativo de la literatura sobre acción directa y el discurso científico-social de las ciencias sociales.

Para abordar esta situación, con vistas a desarrollar enfoques alternativos para el análisis de los movimientos sociales, es importante examinar el contexto en el que surgen los nuevos movimientos, especialmente las cambiantes relaciones sociales experimentadas en la transformación del capitalismo keynesiano al neoliberal. También es necesario examinar las diversas formas en que los activistas han respondido, y están respondiendo, a estas condiciones cambiantes y modificadas, y las innovaciones que están construyendo en términos de organizaciones de movimientos y repertorios de acción, así como su desarrollo de valores e ideas, estrategias y tácticas.

En mi intento de repensar los movimientos sociales en el contexto actual, me centro en tácticas, prácticas y formas de organización pasadas por alto o infravaloradas que han sido fundamentales en el desarrollo reciente de los movimientos y que plantean importantes desafíos al pensamiento convencional sobre la política. Los principios clave de los movimientos contemporáneos que identifico y examino en las siguientes secciones de este trabajo son la organización basada en la afinidad, la autovalorización, tal y como se discute en el marxismo autonomista, y la política del «hágalo usted mismo» (DIY), tal y como se desarrolla en los movimientos anarquista y punk. En conjunto, estos aspectos de la práctica de los movimientos expresan una lucha por la autonomía y la autodeterminación más que una política de disensión o reivindicación.

El keynesianismo y la sociología de los movimientos sociales

Las teorías de los movimientos sociales deben adaptarse a las especificidades del contexto actual y estar preparadas para reconocer los nuevos movimientos y antagonismos que están surgiendo en Norteamérica. Estos movimientos exigen un replanteamiento de la teorización de los movimientos sociales típica de la sociología keynesiana. Para comenzar ese replanteamiento es útil examinar el cambio contextual señalado a nivel de las relaciones Estado-sociedad por las transformaciones de un Estado de ciudadanía social keynesiano a un Estado de crisis neoliberal.

En la primera mitad del siglo XX, la amenaza de movimientos obreros militantes empujó a las sociedades capitalistas avanzadas a pasar de un Estado de derechos, en el que la actividad gubernamental se limitaba en gran medida a garantizar las condiciones para el libre mercado, al Estado de ciudadanía social, o lo que algunos marxistas autonomistas denominan Estado planificador. Los movimientos en respuesta a la «inseguridad del acceso de los ciudadanos a los medios de supervivencia» (Del Re, 1996: 102) empujaron al Estado a asumir mayores responsabilidades para con la población. La ciudadanía social o Estado planificador «distribuye administrativamente la legalidad para reintegrar a las clases desfavorecidas en la ficción de una comunidad garantizada a cambio de renunciar a la subversividad virtual de la diferencia» (Illuminati, 1996: 175). Bajo el Estado planificador, la reproducción de la fuerza de trabajo era gestionada por el Estado a través de las redes institucionales de escuelas, hospitales, programas de bienestar y provisiones para el desempleo (Dyer-Witheford, 1999). Este es el marco general de lo que se ha llegado a entender como Estado del bienestar.

Estas estructuras de bienestar bajo las relaciones fordistas se basaban en la lógica de «la reproducción de la norma de la relación salarial» (Vercellone, 1996: 84). Las disposiciones del Estado del bienestar y la distribución de servicios sociales, como la asistencia social, la seguridad social y la sanidad pública, representan una forma de renta (Del Re, 1996: 101). Parte de esto es un cambio crucial de la esfera de la producción a la esfera de la reproducción «donde lo que se garantiza y se controla (sin vínculos directos con la producción pero, no obstante, dirigido a ella) es la reproducción de los individuos» (Del Re, 1996: 101).

La mayoría de los análisis de los movimientos sociales en la sociología norteamericana se limitan en gran medida a las formas del Estado keynesiano y a aquellos movimientos que surgieron durante la época del keynesianismo (o los primeros años de su desaparición). Esto conduce a un enfoque restringido, como en gran parte del análisis de los movimientos sociales, a los movimientos y estrategias estatistas o reformistas o integradores. «Protestar utilizando el lenguaje de los derechos significa obviamente pedir permiso al Estado para que nos proteja. Los ‘derechos’ son invocados, impugnados, distribuidos y protegidos, pero también limitados y designados por la ley» (Del Re, 1996: 107). Las principales teorías de los movimientos sociales prestan atención a las estructuras, organizaciones y prácticas que resultan relativamente eficaces para plantear a los Estados estas exigencias basadas en los derechos o para obtener el reconocimiento o la legitimidad de las identidades marginadas o «excluidas». Todo ello refleja las prioridades de la política estadocéntrica o integracionista o lo que se ha denominado una política de la demanda.

Craig A. Rimmerman (2001) analiza la «estrategia de derechos civiles» asimilacionista que han adoptado muchos movimientos de posguerra. Estos movimientos se centran principalmente en reformar el sistema jurídico para proteger a su electorado o grupo de identidad, obtener acceso político y aumentar la aceptación para que sus miembros puedan integrarse en la sociedad mayoritaria (Rimmerman, 2001). Este enfoque de la justicia social pretende asimilar a las personas a un sistema inherentemente opresivo basado en la explotación. En lugar de luchar por la abolición de las instituciones sociales opresivas, se centra en la lucha por el reconocimiento y la inclusión en dichas instituciones. Tampoco reconoce que la igualdad de oportunidades significa algo muy distinto de la liberación (Rimmerman, 2001: 56). La estrategia de los derechos civiles que han adoptado tantos movimientos y teóricos de los movimientos da prioridad a que las personas obtengan la igualdad de oportunidades para ser explotadas, lo que puede representar, por supuesto, una ganancia temporal real, pero también se circunscribe sin duda dentro de una lógica que permite la reproducción y ampliación de los mismos procesos que permiten la exclusión en primer lugar.

No se trata de descartar o rechazar la importancia de estos movimientos. Se trata más bien de una cuestión de énfasis y del reconocimiento de la necesidad de comprender los importantes movimientos emergentes que se movilizan, y se han movilizado, de acuerdo con diferentes prioridades políticas y para los que las teorías sociológicas dominantes son menos apropiadas. Reconociendo estos límites, los movimientos políticos emergentes se han alejado de la política de la demanda, con sus manifestaciones o marchas simbólicas, y se han orientado hacia una política de la autonomía[1].

En muchos casos, la gente no tiene acceso a los recursos, en dinero o tecnología, que se consideran necesarios para el éxito del movimiento. Esto es cierto en todas las situaciones en las que existe desigualdad de clases. Por ello, entre otras razones, la gente recurre a formas no convencionales de acción política (Brym, 1998: 346). Los últimos veinte años han estado marcados por la aparición de una amplia y diversa gama de levantamientos sociales y políticos que han sugerido importantes innovaciones en las estrategias y tácticas de los movimientos radicales por el cambio social. Aún más, estos movimientos han planteado interesantes cuestiones sobre el carácter de lo que podría entenderse como actividad revolucionaria.

La aparición de Estados en crisis

Las vastas luchas sociales de los años 60 y 70, incluidas las luchas de los nuevos movimientos sociales, empezaron a corroer las bases del Estado planificador. «Los movimientos de trabajadores, desempleados, beneficiarios de la asistencia social, estudiantes y grupos minoritarios empezaron a plantear demandas al vasto sistema de administración social que transgredían los límites establecidos por la lógica capitalista» (Dyer-Witheford, 1999: 101). Estos ciclos de lucha diversos y a menudo superpuestos suscitaron múltiples respuestas por parte de las autoridades constituidas del Estado y el capital. Como sugiere Dyer-Witheford En el ámbito del gobierno, el Estado planificador es sustituido por el «Estado de crisis», un régimen de control mediante el trauma» (1999: 76). Bajo el Estado de Crisis, el Estado gobierna fundamentalmente planificando o, más comúnmente, simplemente permitiendo crisis dentro de las clases subordinadas. Dyer-Witheford (1999: 76) sugiere que la fase postfordista, en la que se desmantela la organización fordista de la fábrica social «debe entenderse como una ofensiva tecnológica y política dirigida a descomponer la insubordinación social».

El Estado de crisis surge como parte de formas cambiantes de acumulación, en particular los proyectos de globalización capitalista «en los que ciertos sectores de todo el mundo, el capital se está alejando de la dependencia de las industrias a gran escala hacia nuevas formas de producción que implican formas de trabajo más inmateriales y cibernéticas, redes de empleo flexibles y precarias, y mercancías cada vez más definidas en términos de cultura y medios de comunicación» (Hardt, 1996: 4). Esto podría llamarse «la posmodernización de la producción». Estas nuevas formas de producción marcaron una ruptura radical con la disposición fordista de concentraciones masivas de fuerza de trabajo y han repercutido en las condiciones en las que cabría esperar que surgieran los movimientos de oposición y en los tipos de estrategias y prácticas que se les podría animar a emprender.

Las recientes transformaciones para que el Estado esté más en consonancia con las necesidades del capital mundial han dado lugar a la aparición de lo que podría denominarse un «Estado en crisis»[2] que afirma ser débil frente a las fuerzas mundiales, al tiempo que flexiona sus músculos contra los pobres y los oprimidos. Las élites gobernantes han trabajado duro para eliminar las reformas ganadas al capital, a través de grandes luchas, durante el siglo pasado. Los programas sociales siguen siendo desmantelados con recortes en sanidad y educación pública, la introducción de nueva legislación antiobrera, restricciones a la asistencia social (y a la compensación de los trabajadores y al seguro de desempleo), y regulaciones medioambientales «relajadas», entre las iniciativas minarquistas más conocidas. En lugar de ofrecer una «red de seguridad» o algún tipo de «seguridad social», estas políticas crean diversas crisis dentro de las clases trabajadoras de las naciones industriales occidentales, crisis que socavan los intentos de ampliar las demandas de servicios o de resistir a las transformaciones que favorecen al capital.

En particular, estas políticas han sido adoptadas por los principales partidos políticos tanto de izquierda como de derecha. En Estados Unidos, por ejemplo, el Partido Demócrata ha adoptado sistemáticamente posiciones bastante similares a las de los republicanos en asuntos como el bienestar, la discriminación positiva y el TLCAN. Se observan cambios similares en Gran Bretaña y Australia bajo los llamados gobiernos laboristas. En respuesta a esta convergencia, los anarquistas se refieren a los «Republicratos», lo que significa su creencia de que no hay diferencia entre estos partidos de las clases dominantes. Los anarquistas se movilizan contra las políticas republicanas que abogan por la construcción de más prisiones y el endurecimiento de las penas, incluidas las obligatorias. Para los anarquistas, estas políticas sólo apelan a la «histeria racista del crimen» (Subways, 1996: 11) y a sentimientos que demonizan a los pobres.

Estas transformaciones del «Estado de crisis» han dado forma a una política de austeridad con la conversión del Estado del Bienestar en un Estado penal, cuya función principal se entiende como la de servir de mecanismo de ley y orden. Entre los servicios sociales dignos de mención se incluyen ahora los campos de entrenamiento, el «workfare», los cambios en la legislación sobre menores delincuentes y la represión violenta de manifestaciones pacíficas y la contravención de los derechos anteriormente reconocidos a la libertad de expresión y reunión. El desmantelamiento del Estado del Bienestar, sin desarrollar simultáneamente alternativas adecuadas, ha supuesto un aumento de la pobreza y disparidades más extremas entre ricos y pobres (Heider, 1994). Estas condiciones se han justificado ideológicamente mediante un vigoroso redespliegue de los discursos del laissez-faire. El disco rayado de las políticas neoliberales, en armonía con «crisis» de deuda manipuladas y un coro de súplicas de competitividad, han proporcionado la banda sonora del actual éxito de taquilla, «Retorno al capitalismo del siglo XIX».

Líneas de afinidad

Entre las formas de resistencia más notables de los últimos tiempos se encuentra la variedad de «nuevos movimientos de pobres que han surgido desde finales de la década de 1980 hasta la actualidad en respuesta, en parte, a la intensificación de la destrucción de las redes de seguridad social» (Dyer-Witheford, 1999: 103). Significativamente, estos movimientos han rechazado el confinamiento dentro de los parámetros de acciones o activismo considerados apropiados para «ciudadanos responsables». Más allá de las prácticas de desobediencia civil características de muchos nuevos movimientos sociales, estos nuevos movimientos de pobres han desarrollado y practicado un repertorio diverso de «prácticas inciviles.» Estos movimientos están comprometidos en proyectos para desarrollar comunidades/relaciones sociales democráticas y autónomas más allá de la representación y la jerarquía políticas. El significado político de sus políticas no se encuentra tanto en los objetivos inmediatos de acciones concretas o en los costes inmediatos para el capital y el Estado, sino «más bien en nuestra creación de un clima de autonomía, desobediencia y resistencia» (Aufheben, 1998: 107).

Los movimientos contemporáneos por la autonomía, de los que los anarquistas forman una parte importante, adoptan una postura crítica con respecto al estatismo tanto de la izquierda revolucionaria como de los movimientos sociales más reformistas. Para los anarquistas, tanto las posiciones llamadas revolucionarias como las llamadas reformistas convergen en torno a una política de representación que sustituye una forma de organización generalmente jerárquica y autoritaria por una política de autodeterminación y autonomía. Como sugieren los editores del periódico comunista libertario Aufheben: «Lo que tienen en común las posturas izquierdistas y ecorreformistas es que ambas buscan fuera de nosotros mismos y de nuestras luchas al verdadero agente del cambio, al verdadero sujeto histórico: los izquierdistas miran al ‘partido’ mientras que los ecorreformistas miran al parlamento» (1998: 106).

Los aspectos clave de movimientos como el anarquismo incluyen el énfasis en la autonomía y la construcción de estructuras sociales alternativas (Hardt, 1996). A través de las experiencias cotidianas de «lucha exhaustiva», estos movimientos constituyen «un indicador positivo del tipo de relaciones sociales que podrían existir: sin dinero, el fin de los valores de cambio, vida comunal, sin trabajo asalariado, sin propiedad del espacio» (Aufheben, 1998: 110). Los marxistas autonomistas se refieren a estas formas radicales y participativas de democracia que prosperan «fuera del poder del Estado y de sus mecanismos de representación» como un poder constituyente, «una libre asociación de fuerzas sociales constitutivas» (Hardt, 1996: 5-6).

Para muchos anarquistas contemporáneos, incluidos destacados comentaristas como Richard Day y David Graeber, quienes conciben la teoría como una lucha contra el poder trabajan según una lógica de afinidad más que según una lógica de hegemonía. Esta lógica de afinidad, que incluye el razonamiento intersubjetivo como uno de sus modos, también implica afectos típicamente descontados como la pasión, la estrategia, la retórica y el estilo (Day, 2001: 23).

Este modo de toma de decisiones compartida en un terreno de indecidibilidad, este tipo de comunidad, no puede adoptar la forma de una Sittlichkeit, ni siquiera de una civitas multicultural. De hecho, no puede ser una comunidad tal y como se conciben actualmente. Más bien, los individuos y grupos vinculados por afinidades que son temporales y siempre cambiantes se ven mejor como ejemplos de lo que Giorgio Agamben ha llamado comunidades «venideras» (Day, 2001: 23).

En mi opinión, ya hay atisbos de estas comunidades venideras, prefiguradas en los grupos de afinidad y las heterotopías del anarquismo contemporáneo. Como sugieren Epstein (2001: 10) y otros:

Esta forma anarquista de organización hace posible que grupos que discrepan en algunos aspectos colaboren en torno a objetivos comunes. En las manifestaciones de la ciudad de Quebec en mayo de 2001, los grupos de afinidad formaron sectores definidos por su disposición a participar o tolerar la violencia, desde los comprometidos con la no violencia hasta los que pretendían utilizar «tácticas no convencionales». Esta estructura permitió incorporar a grupos que, de otro modo, no habrían podido participar en la misma manifestación.

Esta forma de organización no centralizada y adaptable permite un movimiento inclusivo y abierto a una diversidad de tácticas, perspectivas y objetivos. Este es un aspecto importante de la organización en un contexto posfordista, ya que los participantes evitan las formas más estables de organización, como los sindicatos o los grupos comunitarios, en favor de una reunión flexible y variable de grupos de afinidad generalmente pequeños.

Hetherington (1992: 92) sugiere que la aparición de estos grupos está relacionada con dos procesos específicos: «la desregulación a través de la modernización y la individualización de las formas modernas de solidaridad e identidad» y la «recomposición en identidades ‘tribales’ y formas de sociación». Las transformaciones de las economías capitalistas fomentan formas reflexivas de individualismo que no se remiten fácilmente a características estructurales como la clase.

Estas «neotribus» no descriptivas, como las llama Maffesoli, son intrínsecamente inestables y no están fijadas por ninguno de los parámetros establecidos de la sociedad moderna; en su lugar, se mantienen a través de creencias compartidas, estilos de vida, un centrarse expresivo en el cuerpo, nuevas creencias morales y sentidos de la injusticia, y significativamente a través de prácticas de consumo (Hetherington, 1992: 93).

Hetherington sugiere que el concepto Bund, que expresa una forma intensa de solidaridad que es altamente inestable y que requiere un mantenimiento continuo a través de la interacción simbólica, expresa mejor el carácter de estas formas de sociación que el de comunidad. La implicación activa en proyectos anarquistas proporciona a los participantes importantes experiencias y lecciones de solidaridad, ayuda mutua y acción colectiva, todas ellas piedras angulares de la política anarquista.

Según Epstein (2001: 2) la práctica anarquista «combina tanto ideología como imaginación, expresando su perspectiva fundamentalmente moral a través de acciones que pretenden hacer visible (en tu cara) el poder al tiempo que lo socavan». Para los anarquistas, la convergencia entre ideología y organización es crucial.

No se opone a la organización. Se trata de crear nuevas formas de organización. No carece de ideología. Esas nuevas formas de organización son su ideología. Se trata de crear y promulgar redes horizontales en lugar de estructuras descendentes como Estados, partidos o empresas; redes basadas en principios de democracia de consenso descentralizada y no jerárquica. En última instancia, aspira a reinventar la vida cotidiana en su conjunto (Graeber, 2002: 70).

Las tácticas anarquistas, como los bloques negros, exhiben otra característica del bund, como describe Epstein (2001: 2), quien sugiere que «los activistas anarquistas de hoy en día se nutren de una corriente de política expresiva y cargada de moral». Este enfoque moral de la política se expresa a través de un enfoque en las tácticas de acción directa. Como sugiere Graeber (2002: 62), las tácticas de acción directa como el bloque negro simbolizan el «rechazo de una política que apela a los gobiernos para que modifiquen su comportamiento, a favor de la intervención física contra el poder estatal [y capitalista]».

Más allá de la afinidad

Las recientes celebraciones de la supuesta novedad de los grupos anarquistas de afinidad, ofrecidas especialmente por Richard Day y David Graeber, dejan de lado importantes debates y desarrollos dentro de los proyectos anarquistas reales. Tampoco contextualizan la afinidad como un aspecto variado y cuestionado de prácticas y relaciones más amplias que participan en lo que podríamos llamar luchas antisistémicas. Así, ni Graeber ni Day se comprometen mucho con los críticos que advierten sobre los límites de las celebraciones acríticas de los estilos de vida basados en la afinidad dentro del anarquismo contemporáneo. Del mismo modo, tienen poco que decir sobre la renovación de formas de anarquismo explícitamente orientadas a la lucha de clases que han surgido recientemente, ya que los anarquistas contemporáneos se enfrentan a los límites de la política de afinidad. Así, cuando se aborda el anarquismo de lucha de clases, o el comunismo anarquista, Graeber, explícitamente y Day, implícitamente, relegan estas manifestaciones de organización anarquista a la condición de remanente anacrónico del llamado «viejo anarquismo» (véase Graeber, 2002).

La afinidad, que debido a su expresión lúdica y afectiva dentro de los movimientos anarquistas ha ganado la mayor atención de los teóricos anarquistas recientes, especialmente aquellos informados por perspectivas sociológicas y antropológicas, tal vez ni siquiera sea el aspecto más significativo de la política anarquista contemporánea. Aunque la afinidad es crucial en el desarrollo de redes y ciclos de lucha, claramente en términos de impugnar el Estado y el capital, la afinidad no es suficiente.

Gran parte de la teoría de los nuevos movimientos sociales, incluida la nueva ciencia social anarquista, se basa en la premisa de que las sociedades capitalistas han entrado en una era «posmoderna» en la que el conflicto de clases ha dado paso a cuestiones culturales. No cabe duda de que la situación de clase de los participantes en los movimientos sociales recientes (especialmente los estudiantes y los jóvenes radicales) y las cuestiones planteadas por esos movimientos (ecologismo, derechos de gays y lesbianas, feminismo) han planteado un reto convincente a los análisis de clase.

Es evidente que han surgido nuevas categorías de subordinación como puntos de movilización. El reconocimiento de estas categorías y de las prácticas que las sustentan es importante para superar el economicismo de gran parte de la teoría marxista. Las explicaciones que consideran las nuevas cuestiones de movimiento como secundarias a la clase o como desviaciones de las luchas de clases son obviamente inadecuadas. La clase debe contextualizarse tal y como se vive, y la experiencia vivida de la clase incluye problemas de raza, género, sexualidad y medio ambiente.

Sin embargo, las acciones de los nuevos movimientos sociales también tienen efectos reales sobre el ejercicio de los derechos de propiedad y el poder del Estado (Adam, 1992: 39). «Limitarlos a una forma de expresión cultural es ignorar sus efectos sobre la ampliación de las libertades civiles, sobre el freno a la violencia de las instituciones estatales y capitalistas, y sobre una distribución más equitativa por parte de empresarios y burócratas» (Adam, 1992: 39). Como subrayan varios autores (Adam, 1992: Darnovsky, 1995: Starn, 1997: Tarrow, 1994), los movimientos sociales se resisten a las explicaciones unicausales. Como sugiere Starn (1997: 235), la decisión de movilizarse «subraya la necesidad de insistir en un análisis social que evite los extremos de un culturalismo sin fundamento o un economicismo determinista para examinar el entrelazamiento inseparable del significado cultural y la economía política en la experiencia humana».

Incluso los movimientos que se consideran expresivos de «nuevos valores», como el ecologismo, tienen intersecciones interesantes con los movimientos de clase, que quedan excluidos en gran medida en las teorías de los nuevos movimientos. Adam (1992: 46) plantea, por ejemplo, los esfuerzos significativos y sostenidos de los comités sindicales de salud y seguridad para controlar los impactos industriales sobre la naturaleza. Separar estos esfuerzos del «ecologismo» propiamente dicho es puramente arbitrario. Sobre todo si se tiene en cuenta que los contaminantes medioambientales y sus consecuencias se concentran y se dejan sentir con mayor crudeza en las comunidades obreras.

En contra de las afirmaciones de que los nuevos movimientos sociales reflejan un cambio hacia el «postindustrialismo» o el «postmodernismo», Adam (1992: 50) señala además que «todos estos movimientos tienen representación en América Latina, Asia, África y Europa del Este». De forma similar, Starn (1997) encuentra nuevos temas y luchas de movimiento en la movilización de los campesinos andinos que apenas han ido más allá de los conflictos sobre la propiedad y el gobierno. Además, los recientes movimientos contra las organizaciones comerciales globales como la OMC y el FMI y el Banco Mundial han desafiado fuertemente las prácticas imperialistas del capital global y sus agentes en los estados nacionales.

Ante la reestructuración económica y la «reducción de plantilla», el desmantelamiento de los servicios sociales y el descenso de los salarios reales desde mediados de la década de 1970, uno bien podría concluir con Brym (1998: 475) que la afirmación de que la mayoría de los habitantes de las naciones industrializadas están satisfechos materialmente es bastante dudosa. Del mismo modo, el aumento de los niveles de pobreza y de personas sin hogar sugiere claramente que los conflictos de clase, de propiedad y de gobierno, lejos de disminuir, se han hecho más frecuentes en los primeros años del siglo XXI. Las teorías que ignoran la economía política en favor de cuestiones culturales o «valores posmodernos» hacen un flaco favor al negar las formas en que los orígenes, las identidades y el desarrollo de las categorías subordinadas de personas siguen estando plenamente arraigados en la dinámica del capitalismo avanzado.

Tanto Adam (1992) como Brym (1998) sostienen que centrarse en la «novedad» de los movimientos sociales refleja una memoria histórica corta. Adam (1992: 46) sugiere que es más probable que la percepción de la novedad de los movimientos sea el resultado de un nuevo reconocimiento de movimientos que durante mucho tiempo habían sido descontados o devaluados o de un renacimiento de movimientos tras décadas de represión nazi, estalinista o macartista.

Lo que ahora se necesita es un marco explicativo que dé cuenta de la intersección de las transformaciones culturales con las prácticas actuales y emergentes del Estado y el capital. «Ignorar la dinámica del desarrollo capitalista, el papel de los mercados laborales en la reorganización de las relaciones espaciales y familiares, y la interacción de las categorías nuevas y tradicionales de personas con los modelos de des/empleo es ignorar los prerrequisitos estructurales que han hecho que los nuevos movimientos sociales no sólo sean posibles, sino también predecibles» (Adam, 1992: 56). Los análisis que ignoran la economía política tampoco comprenden las experiencias vividas a través de las cuales surgen las identidades y prácticas de los nuevos movimientos y las formas en que se relacionan con el Estado y el capital.

Lucha de clases «hágalo usted mismo»: Autovalorización

Las nuevas subjetividades surgidas de la transición al neoliberalismo han tratado de impugnar y superar las imposiciones de la flexibilidad productiva dentro de los regímenes de la globalización capitalista. En lugar de aceptar el terreno sociopolítico emergente o, alternativamente y más comúnmente, intentar contenerlo dentro de los territorios familiares del Estado del bienestar, los movimientos recientes se han «apropiado del terreno social como espacio de lucha y autovalorización» (Vercellone, 1996: 84).

Para muchos activistas y teóricos contemporáneos, el concepto de autovalorización ofrece un importante punto de partida para pensar en «los circuitos que constituyen una socialidad alternativa, autónoma del control del Estado o del capital» (Hardt, 1996: 6). Originada en las reflexiones marxistas autonomistas sobre los movimientos sociales que surgieron sobre todo en Italia durante las intensas luchas de la década de 1970, la idea de la autovalorización ha influido en una serie de escritores comunistas y anarquistas libertarios. Como sugiere Hardt (1996: 3)

La autovalorización era un concepto principal que circulaba en los movimientos, referido a formas y estructuras sociales de valor que eran relativamente autónomas de los circuitos capitalistas de valorización y planteaban una alternativa eficaz a los mismos. La autovalorización se concebía como la piedra angular para construir una nueva forma de socialidad, una nueva sociedad.

Un aspecto clave de la política de autovalorización basada en la afinidad es el énfasis en las tácticas de acción directa y las actividades de bricolaje. Para los participantes de diversos grupos del movimiento contemporáneo, las actividades de bricolaje ofrecen un contexto para reunirse, una oportunidad compartida de expresión mutua y, quizá lo más importante, un trabajo no alienado. El uso contemporáneo del término «hazlo tú mismo» en los movimientos underground procede del punk rock y su ataque visceral a la profesionalización del rock y la consiguiente distancia entre los fans y las estrellas del rock. Esta perspectiva antijerárquica y las prácticas que se derivan de ella se inspiran en un profundo anhelo de actividad autodeterminada que evita la dependencia de los productos de la cultura corporativa.

Como alternativa a la valorización del mercado y a la producción con ánimo de lucro que encarnan las empresas, los anarquistas del bricolaje recurren a la producción autovalorizadora basada en las necesidades, experiencias y deseos de comunidades específicas. En lugar de un ethos consumista que fomenta el consumo de artículos prefabricados, los anarquistas adoptan un ethos productivista que intenta una reintegración de la producción y el consumo.

Quizás sea muy revelador que, en la era de los conglomerados multinacionales de medios de comunicación y los gigantescos monopolios editoriales, muchos jóvenes hayan recurrido a formas artesanales de producción para producir y distribuir obras a menudo muy personales. Pero aún más importantes son los medios de producción, que implican una toma de decisiones colectiva, así como un trabajo colectivo en el que los participantes participan, en la medida en que lo desean, en todos los aspectos del proceso, desde la concepción hasta la distribución.

Mientras que el teórico de la cultura Walter Benjamin hablaba de desencanto en la «era de la reproducción mecánica», los proyectos DIY ofrecen expresiones de reencantamiento o autenticidad. Esta autenticidad se fundamenta al menos en el sentido de que tales obras ayudan a superar la división entre cabeza y mano que refleja la división del trabajo en una sociedad de representación producida en masa. Las actividades de bricolaje, como intentos de superar la alienación y hacer frente a la preocupación por las actividades excesivamente mediadas, sugieren un esfuerzo por lograr lo que en una época anterior podría haberse llamado el control sobre los medios de producción y que ahora se ha convertido en el control sobre los medios de representación. Tal vez, irónicamente, esto se ha visto favorecido por la disponibilidad de publicaciones de escritorio baratas y otros medios de «reproducción mecánica» desde la década de 1980 (aunque no todos los anarquistas optan por utilizarlos).

La producción de bricolaje suele ir acompañada de la producción colectiva de subjetividades alternativas. Para muchos, tanto el contenido como el proceso de producción del bricolaje expresan una confrontación con los códigos culturales de la vida cotidiana. Aunque tales actividades expresan una variedad de estilos y puntos de vista, tienden a presentar una visión de una sociedad deseada que es participativa y democrática. En la producción, el contenido y, a menudo a través de la distribución en economías de regalo, abogan por la producción activa de cultura en lugar del consumo pasivo de mercancías culturales (o incluso de entretenimiento). La autoproducción brinda a los productores la oportunidad de actuar contra la propiedad de la información. La mayor parte de la literatura DIY, por ejemplo, se produce en contra de los derechos de autor o como «copyleft» y se fomenta el intercambio de material. De hecho, como parte fundamental de las economías del regalo, el bricolaje ocupa un lugar importante en la experimentación con comunidades que no están organizadas en torno a los principios del mercado del valor de cambio. Ayudan a crear una cultura de autovalorización en lugar de entregar la creatividad a la lógica de la plusvalía.

Las nociones de autovalorización del siglo XX se hacen eco de los argumentos de los comunistas anarquistas clásicos, como Kropotkin y Reclus, sobre la construcción de formas de bienestar de base desarrolladas a través de sociedades de ayuda mutua. La autovalorización es una de las vías por las que diversos teóricos recientes han tratado de identificar formas sociales de bienestar que podrían constituir redes alternativas fuera del control estatal (Hardt, 1996; véase Vercellone, 1996 y Del Re, 1996). Como sugiere Del Re (1996: 110), parte de los nuevos parámetros de cambio incluyen «la propuesta de ir más allá del bienestar tomando como meta la mejora de la calidad de vida, a partir de la reorganización del tiempo de nuestras vidas.»

Para los teóricos de la política radical en Italia, las experiencias de los movimientos sociales «muestran las posibilidades de formas alternativas de bienestar en las que los sistemas de ayuda y socialización se separan del control del Estado y se sitúan en cambio en redes sociales autónomas. Estos experimentos alternativos pueden mostrar cómo los sistemas de bienestar social sobrevivirán a la crisis del Estado del Bienestar» (Vercellone, 1996: 81). Estos sistemas de bienestar social, sin embargo, se basan en la solidaridad social fuera del control estatal a través de prácticas de autogestión autónoma. Más allá de proporcionar los servicios necesarios, estas prácticas están orientadas a liberar a las personas de la necesidad del trabajo asalariado, de la valorización para el capital.

Podríamos referirnos a Manuel Castells, Shujiro Yazawa y Emma Kiselyova al sugerir que los movimientos autónomos ofrecen «visiones y proyectos alternativos de transformación social que rechazan los patrones de dominación, explotación y exclusión incrustados en las formas actuales de globalización» (1996: 22). Al construir estas alternativas, los anarquistas suelen desarrollar prácticas que perturban el buen funcionamiento de la economía capitalista o la política democrática liberal. Esto sugiere, siguiendo a la socióloga Leslie Sklair, que los movimientos anarquistas ejemplifican un modelo de «interrupción» de los movimientos sociales y de resistencia al capitalismo que no busca un modelo organizativo que permita una mayor integración dentro de los canales políticos dominantes. A través de su retórica intransigente y sus estrategias impúdicas, los movimientos anarquistas se resisten a los intentos de desviar su fuerza disruptiva hacia la política normal. Los activistas intentan rechazar todo el contexto en el que pueden ser marginados o asimilados; ocupan su propio terreno. Por lo tanto, hay que ir más allá del enfoque de Sklair sobre la política disruptiva para observar los proyectos constructivos que conforman gran parte del anarquismo contemporáneo.

Las políticas que impiden la capacidad de los Estados y del capital para imponer su agenda global ofrecen posibles comienzos para la política revolucionaria en una época en la que muchos pensaban que la política revolucionaria había agotado su curso. El colapso del comunismo autoritario y el aparente triunfo del capital neoliberal en gran parte del mundo llevaron a muchos a rebajar sus miras a poco más que una democracia radical. El anarquismo echa por tierra esos escenarios del «fin de la historia» y ofrece una visión radical para la renovación de las luchas por un futuro más allá del capitalismo estatista.

¿Hacia las comunidades que vienen?

Para el sociólogo anarquista Richard Day, ahora necesitamos un análisis de la relación de los proyectos de transformación social con la «democracia realmente existente». A pesar de las aportaciones del Estado liberal-democrático (redistribución de la riqueza, cumplimiento de los «derechos»), la democracia liberal «sigue siendo una forma espantosamente arborescente que se apoya en el poder muerto para conseguir sus efectos». El análisis emprendido por los anarquistas contemporáneos es, para Day, compatible con un alejamiento de las posiciones de sujeto asociadas al sistema de Estados-nación liberal-capitalista, en favor de las identificaciones producidas por lo que Giorgio Agamben ha llamado «comunidades venideras». Tal perspectiva proporciona una forma de pensar la «comunidad sin universalidad» y la «historia sin teleología». Para Agamben la tarea de la política contemporánea ya no será «una lucha por la conquista o el control» del poder como dominación, sino que implicará la creación de «una comunidad sin presupuestos ni Estado»

Day rechaza la idea de una sociedad radicalmente democrática, especialmente tal como se expresa en las obras de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, porque mantiene un nivel global-singular de comunidad con una identidad específica que contendría una pluralidad de espacios. Como he argumentado anteriormente, y como se ha sugerido en un trabajo anterior (véase Shantz, 1998), esta visión democrática radical ha aparecido generalmente como algo así como «sociedad civil global» o democracia cosmopolita o ciudadanía cosmopolita.

Parece que esta forma de democracia radical depende de algo parecido, si no formalmente idéntico, a los Estados-nación que conforman el actual sistema de Estados, dentro de los cuales «se mantienen las instituciones liberales -parlamento, elecciones, división de poderes» (Day, 2001: 34).

Tanto en la visión marxista como en la socialdemócrata, la respuesta a las cuestiones planteadas por la presencia de la diferencia dentro de los grupos y movimientos subordinados ha sido el espacio unificador del partido. Para Day, los proyectos radicales contemporáneos buscan alternativas que tal vez no necesiten un componente universalista.

Más bien, imaginemos que sólo prosperarán como una multiplicidad de comunidades venideras, trabajando juntas y en disparidad para rechazar simultáneamente las identificaciones corporativas, nacionales y estatales, y para alimentar nuevas formas de comunalidad creativa (2001: 36).

Para Hakim Bey, otro escritor anarquista influido por las teorías postestructuralistas, la mayor esperanza de resistencia (revolución) reside en la afirmación de la diferencia frente al hegemonismo capitalista (igualdad). La diferencia es revolucionaria en una época de globalidad capitalista unimundial precisamente porque desbarata el mundo único, la monocultura (1996: 25). Sin embargo, para ser revolucionaria, la particularidad no debe buscar la hegemonía, debe mantener un carácter antihegemónico. Como en el anarquismo clásico, las dos fuerzas de la oposición son la autonomía y la federación. La autonomía sin federación sería reacción, mientras que la federación sin autonomía acabaría con la autodeterminación. La auténtica diferencia no es hegemónica y debe ser defendida contra el hegemonismo de la reacción (y del capital). Contra la igualdad y la separación (un mundo), diferencia y presencia. El ejemplo favorito de Bey de diferencia revolucionaria, y de hecho el favorito de muchos anarquistas incluidos Graeber y Day, son los zapatistas de México porque defienden su diferencia (como mayas) sin pedir a los demás que se conviertan en mayas.

Conclusión

La anarquía fomenta una reconceptualización crítica de la política tal y como está constituida en la actualidad. Ofrece una visión de la política que se niega a ser contenida por cualquiera de los contenedores habituales, como la protesta, la «desobediencia civil» o el Estado. Así, puede cuestionar aún más el significado de la soberanía en el contexto actual. Tales manifestaciones pueden abrir espacios para una (re)constitución de la política desestabilizando las tendencias al encierro de cualquier discurso totalizador, ya sea de Estado, de clase o de identidad. Al igual que las transformaciones globales desestabilizan las metáforas del «Estado como contenedor», las reformulaciones de la identidad y la comunidad, como en el anarquismo, desestabilizan las nociones de la «identidad como contenedor». Los espacios políticos se crean desafiando a los contenedores políticos.

Siguiendo a Castells, Yazawa y Kiselyova (1996), se podría sugerir que los movimientos autónomos responden a los procesos de precarización social y alienación cultural asociados actualmente a los procesos globales de gobernanza desafiando el orden global, interrumpiendo los circuitos de explotación y afirmando contrainstituciones. Se intenta (re)construir el significado cultural a través de modelos específicos de experiencia en los que los participantes crean significado contra las lógicas de las intrusiones globales que los dejarían sin sentido. Las alianzas de los movimientos sociales radicales se dedican en gran medida a transformar los códigos normativos culturales y políticos de las relaciones globales emergentes.

Los movimientos autónomos son movimientos en los que participan individuos, grupos sociales o territorios excluidos o convertidos en irrelevantes por el «nuevo orden mundial». Esto los distingue en cierto modo de los movimientos sociales globales institucionales que buscan una mayor participación de los miembros que aún no se han vuelto irrelevantes (y que, por tanto, tienen algo con lo que negociar). En cualquier caso, ¿cómo se le pide a un organismo global (o nacional) que conceda la «subversión del paradigma dominante» o la «liberación del deseo»?

La teoría requiere una comprensión más sofisticada de aquellas luchas que permiten la (re)producción de categorías, que inhiben o fomentan la forja de la comunidad o la solidaridad, y que impiden que surjan alternativas. Las teorías sociales convencionales no han sabido reconocer las alternativas, en parte debido a su aceptación acrítica de metáforas dudosas. Los estudios sobre los movimientos sociales han infrateorizado la importancia de los aspectos «irracionales» o afectivos del comportamiento de los movimientos. El presente trabajo ofrece un intento de comprender dichas estrategias discursivas «irrazonables», más allá de la condena (o el rechazo) como ilegítimas o poco prácticas. «Los intereses y grupos definidos como marginales porque se han convertido en ‘perturbaciones’ en el sistema de integración social son precisamente las luchas que pueden ser más significativas desde el punto de vista de la emancipación histórica de la jerarquía social y la dominación [énfasis en el original]» (Aronowitz, 1990: 111). La anarquía nos pregunta por qué deberíamos suponer que una «sociedad civil global» será mejor que la sociedad civil que trajo la pobreza, la falta de vivienda, el racismo y la aniquilación ecológica en primer lugar.

Bibliografía

Mutualismo – Anarquismo mutualista (2001) – Jeff Shantz


El mutualismo es una teoría social y económica, a menudo asociada con el anarquismo, que hunde sus raíces en los escritos de Pierre-Joseph Proudhon. En lugar de las instituciones políticas, Proudhon abogaba por organizaciones económicas basadas en los principios del mutualismo en el trabajo y el intercambio, a través de cooperativas y «bancos populares», como medios para alcanzar ese fin. Las consecuencias de esta reorganización de la vida social incluyen la limitación de las coacciones, la reducción de los métodos represivos y la convergencia de los intereses individuales y colectivos. Proudhon llama a esto «estado de libertad total» o anarquía y sugiere que es el único contexto en el que las «leyes» operan espontáneamente sin invocar el mando y el control. Los mutualistas siguen a Proudhon al concebir las futuras organizaciones sociales como económicas más que políticas. Ven la sociedad organizada en torno a federaciones libres de productores, tanto rurales como urbanos. Cualquier coordinación de esfuerzos debe ser voluntaria y razonada.

Los mutualistas difieren de otros anarquistas, así como de la mayoría de los comunistas y socialistas, en permitir la existencia de la propiedad privada e incluso del dinero, en una sociedad postcapitalista. A los mutualistas les preocupa menos la propiedad privada que el control monopolístico de la propiedad por parte de intereses corporativos respaldados por el Estado. Sostienen que una gran parte de la riqueza creada a través del desarrollo social y tecnológico en una economía de mercado se concentra en manos de monopolistas en forma de rentas económicas. Esta riqueza concentrada, no ganada e improductiva, es la causa principal de la pobreza en las economías capitalistas. Obtener beneficios privados restringiendo el acceso a los recursos naturales, de los que todos dependen para sobrevivir, equivale a un sistema de robo y esclavitud. Esto se agrava aún más si se tiene en cuenta que la actividad productiva, como las obras industriales, estaba gravada con impuestos, mientras que el valor de la tierra no lo estaba. Los recursos naturales son producto de la naturaleza y no del trabajo o la iniciativa humanos y, como tales, no deberían constituir la base para que los individuos obtengan ingresos. La naturaleza, como patrimonio común de toda la humanidad, debe convertirse en propiedad común de toda la sociedad.

Para los mutualistas, todo el mundo tiene derecho a los productos de su trabajo aplicado directamente, a través de medios de producción controlados individual o colectivamente, y el pago debe reflejar el valor producido socialmente. Los mutualistas abogan por un «mercado libre» sin el apoyo de la fuerza del Estado ni de leyes que permitan y protejan la riqueza concentrada. Esto incluye un mercado laboral en el que la gente elija, sin coacción, trabajar para otros, para sí mismos o cooperativamente. Un banco de crédito mutuo proporciona dinero para facilitar este esquema. A diferencia del comunismo, que propugna el intercambio sobre la base de la máxima «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad», el mutualismo propugna el comercio sobre la base de cantidades equivalentes de trabajo.

A veces se hace una distinción entre el anarquismo individualista, o filosófico, con su énfasis en la libertad individual y la transformación personal, o el anarquismo comunista, con su énfasis en la igualdad y la movilización colectiva para un amplio cambio social. El mutualismo suele considerarse una perspectiva intermedia entre estos dos enfoques. El anarquismo filosófico hace mayor hincapié en la libertad individual para actuar sin las limitaciones de las costumbres y normas sociales. Aunque pone menos énfasis en el individuo y en el trabajo cooperativo, el mutualismo también difiere del anarquismo social en su desconfianza hacia la organización social a gran escala, especialmente la organización de masas para el cambio social radical o revolucionario que prefieren los socialistas y los anarquistas sociales.

Los mutualistas no entienden el anarquismo como el establecimiento revolucionario de algo nuevo, un salto a lo desconocido o una ruptura con el presente. Más bien, consideran el anarquismo como la realización de prácticas antiautoritarias de ayuda mutua y solidaridad que ya están presentes en la sociedad, pero que han sido eclipsadas por la autoridad estatal. Como sugirió Paul Goodman, el anarquismo es la ampliación de las esferas de libertad hasta que constituyan la mayor parte de la vida social. Partiendo de esta perspectiva, los mutualistas buscan desarrollar relaciones no autoritarias y no jerárquicas en el aquí y ahora de la vida cotidiana.

El anarquismo mutualista, a diferencia del comunismo anarquista, se basa en un cambio social y cultural gradual y no violento, en lugar de revolucionario. En lugar de la fuerza, Benjamin Tucker abogaba por la liberación de las capacidades creativas del individuo. Tucker consideraba la ilustración gradual a través de instituciones alternativas, escuelas, bancos cooperativos y asociaciones de trabajadores, como medios prácticos para llevar a cabo el cambio. El cambio social, para Tucker, requería ante todo la transformación personal, pero al mismo tiempo, aunque rechazaba la fuerza, que él denominaba dominación, Tucker afirmaba el derecho de los individuos y los grupos a defenderse.

Las nociones de Proudhon de bancos populares y monedas locales han regresado en forma de LETS (Local Exchange and Trade Systems). En Norteamérica, las comunas mutualistas del siglo XIX, como las de Benjamin Tucker, encuentran eco en las zonas autónomas y las comunidades okupas de la actualidad.

Entre los teóricos recientes y contemporáneos que en algunos lugares presentan versiones del mutualismo figuran Paul Goodman, Colin Ward y Kevin Carson.

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Hippolyte Havel (2013) – Jeff Shantz


Nacido en 1869 en Burowski, Bohemia, y educado en Viena, Hippolyte Havel fue un destacado organizador, ensayista, editor y cuentista dentro del movimiento anarquista internacional. Havel, una figura en gran parte olvidada, incluso entre los círculos anarquistas, estuvo en su época en el centro de la vanguardia artística y política de Greenwich Village.

Havel, un personaje extravagante cuyo cabello alborotado y afición a la bebida sugerían el estereotipo de bohemio, era mucho más que eso. Havel, que dominaba al menos seis idiomas y poseía amplios conocimientos de historia anarquista, había sido expulsado de Austria-Hungría, Alemania y Francia por su activismo político.

En 1899 conoció a Emma Goldman, con la que entabló una relación. Ambos viajaron a París para organizar en 1900 el Congreso Anarquista Internacional, una alternativa no autoritaria a la Internacional Socialista. Su «Esbozo biográfico» se sigue publicando como ensayo introductorio en la influyente colección de Goldman Anarquismo y otros ensayos.

Tras unirse a Goldman en Nueva York, Havel se convirtió rápidamente en uno de los principales colaboradores de las publicaciones, reuniones y actos públicos anarquistas. Havel se convirtió en un incansable colaborador de la revista de Goldman Mother Earth, posiblemente la revista anarquista más importante de América entre 1906 y 1918, y de la institución educativa alternativa Centro Ferrer.

Entre las innovaciones de Havel estaba el desarrollo de espacios creativos en los que se pudieran presentar y debatir las ideas anarquistas, más allá de la forma didáctica de los discursos políticos. Influenciado por los salones y cabarets que había conocido en París, Havel se propuso establecer este tipo de locales en Nueva York, sobre una base anarquista. Havel prestó especial atención a la creación de espectáculos de diversos tipos. Havel consideraba estos espacios cruciales para la creación de la solidaridad y la comunidad anarquistas.

De hecho, este énfasis en el desarrollo de un sentido de comunidad anarquista le distinguía tanto de los anarquistas individualistas, que hacían hincapié en la singularidad personal, como de los comunistas anarquistas que se centraban en la lucha de clases.

Para Havel, los cafés, los salones, las cenas y el teatro eran cruciales para el desarrollo de la solidaridad entre anarquistas y artistas. Havel veía a artistas y anarquistas como aliados naturales que desafiaban los límites del pensamiento y la acción convencionales, un desafío necesario tanto para el desarrollo creativo como para el cambio social. Defendía la idea de que el arte era revolucionario, no estrictamente sobre una base realista, como sería el caso de los realistas socialistas que vendrían después, sino también a través de la experimentación y la abstracción.

Havel fundó tres importantes revistas anarquistas, Guerra Social, El Almanaque Revolucionario y Revuelta. Estas revistas sirvieron como lugares críticos para el compromiso del arte modernista y la política radical y su difusión a través de las fronteras que separan el arte y la política. Eugene O’Neill realizó un breve aprendizaje con Havel en Revolt antes de que el periódico fuera clausurado tras sólo tres meses por su oposición a la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Este aprendizaje sirvió para situar a O’Neill en el centro cultural de la actividad anarquista en Estados Unidos, favoreciendo su propio desarrollo intelectual y político.

Aunque es concebible que O’Neill y Havel se cruzaran ya en 1909, cuando O’Neill compartió estudio con pintores anarquistas en el Lincoln Arcade Building, o ciertamente en 1915, cuando el dramaturgo estudió en el Ferrer Center, su amistad se consolidó durante los días en Revolt. Havel es retratado como Hugo Kalmar en The Iceman Cometh, en lo que un comentarista identifica como «una caricatura bastante desagradable» (Porton, 1999:12). Kalmar (Havel) es dado a los desplantes joviales y ebrios, como en sus «denuncias en la tribuna» («¡Cerdos capitalistas! ¡Burgueses soplones! ¿Acaso los esclavos no tienen derecho a dormir?», Iceman, 11), que comienzan como declamaciones salvajes y terminan en un sueño profundo y repentino. Ofrece esta visión del futuro anarquista: «Pronto, proletarios jóvenes, haremos un picnic gratis a la fresca sombra, comeremos perritos calientes y beberemos cerveza gratis bajo los árboles del pueblo». (Iceman, 105).

O’Neill llama la atención sobre la preocupación de Kalmar por mantener una apariencia elegante y pulcra, «incluso su vaporosa corbata Windsor (Iceman, 4)», y la pobreza real de su existencia material reflejada en su «raída ropa negra» y su camisa «deshilachada en cuello y puños (Iceman, 4)». La vida de Havel mostró la dualidad que a menudo ha caracterizado la existencia anarquista. En Havel, los sueños estéticos de un mundo nuevo, reflejados en los cafés y salones, se yuxtaponían a la realidad de la pobreza y el trabajo precario como friegaplatos y cocinero de comida rápida. Murió en 1950, habiendo vivido los últimos años de su vida en la pobreza y la oscuridad, durante un periodo en el que los movimientos anarquistas habían sufrido un marcado declive.

Para más información

Alexander, Doris. 2005. Eugene O’Neill’s Last Plays: Separating Art from Autobiography. Athens: University of Georgia Press

Antliff, Allan. 2001. Anarchist Modernism: Art, Politics and the First American Avant Garde. Chicago: University of Chicago Press

Porton, Richard. 1999. Film and the Anarchist Imagination. London: Verso

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Luigi Galleani (2001) – Jeff Shantz

De: Sabcat: The Class Struggle Anarchist Zine

Luigi Galleani, autor del clásico anarquista ¿El fin del anarquismo? (1925) fue, en vida, uno de los anarquistas-comunistas más importantes y conocidos. En gran parte olvidado durante décadas, ha sido redescubierto recientemente por la generación de anarquistas politizados durante las luchas por una globalización alternativa. Partidario de la «propaganda por los hechos», el semanario Cronaca Sovversiva de Galleani, publicado mientras estaba exiliado en América, acaparó la atención internacional durante el juicio de Sacco y Vanzetti. La supuesta asociación de los dos anarquistas acusados con el periódico se utilizó como prueba de su confesión de violencia.

Como defensor de la «propaganda por los hechos», la perspectiva utilizada para explicar los actos de violencia y los ataques a la propiedad, Galleani se negó a separar los actos individuales de rebelión del contexto en el que surgieron. Del mismo modo, se negó a separar los actos individuales de rebelión del proceso revolucionario más amplio, considerándolo como una fase necesaria entre la afirmación teórica y el movimiento insurreccional. Para Galleani, no tiene sentido condenar tal acto porque se origina en una intrincada convergencia de condiciones predisponentes que, en determinados momentos, lo exigen. Galleani presenta la «propaganda por los hechos» como la contrapartida manual al trabajo intelectual de los discursos, los escritos, las denuncias y las reuniones públicas. Uno fulmina, el otro actúa; ambos son necesarios.

Galleani distingue entre «comunismo-anarquista» y «colectivismo-socialista» y critica el «gobierno administrativo» o consejo que algunos socialistas imaginan como sustituto del Estado. También defiende con firmeza al «individuo libre dentro de la sociedad libre» (10), argumentando en contra incluso de una administración y representación limitadas. Galleani también se establece como un firme oponente del reformismo, utilizando argumentos tanto económicos como políticos para ilustrar cómo las reformas restauran la ventaja del capital, ayudando a los capitalistas a revisar y extender su dominio. Las reformas («el lastre que la burguesía arroja por la borda para aligerar su viejo barco con la esperanza de salvar el triste cargamento de sus privilegios de hundirse en la tormenta revolucionaria», 13) son asunto de las clases dominantes, no de los anarquistas o los socialistas.

En lugar del reformismo de corto alcance, Galleani aboga por «tácticas de corrosión» y «ataque continuo». Galleani ofrece una visión inmanente del anarquismo, viendo las inclinaciones anarquistas en actos desinteresados de ayuda y apoyo en el presente. Galleani también recuerda a sus lectores que tales actos son recibidos con una alegría y aprecio «nunca saludados un mandamiento de dios, un edicto de un rey, una ley del parlamento (27). Reconociendo las contradicciones y obstáculos diarios (trabajo, alquiler) a los que se enfrentan los anarquistas, aboga, siempre que sea posible, por labrarse ámbitos de autonomía, creatividad y autodeterminación.

Tales tácticas no deben limitarse a perseguir ganancias materiales, aunque Galleani y sus camaradas eran extremadamente pobres, sino que deben buscar una experiencia más amplia y una conciencia más profunda en diversos aspectos de la vida. Galleani defiende con entusiasmo los «intentos inmediatos de expropiación parcial» junto con la «rebelión individual» y la insurrección «por el bien de la lucha misma» (12). Galleani es también partidario del «uso inevitable de la fuerza y la violencia» para obtener la «rendición incondicional de las clases dominantes» (11), reconociendo que, al final, sólo cederán a la fuerza.

En términos bastante duros, Galleani desestima el supuesto desacuerdo entre los anarquistas «individualistas» y los anarquistas «organizativos» por no tener una «base realmente importante», caracterizándolo más bien como «sólo el resultado de la incomprensión y el equívoco, causados más a menudo por la inacción y la indolencia que por la mala fe, y que la dura experiencia está obligada a disipar» (35). La posición de Galleani deriva de su definición del anarquismo como la lucha por una condición social en la que la solidaridad de intereses materiales y morales proporcione el único vínculo entre los individuos, en ausencia de competencia viciosa. El carácter de la solidaridad se forma a su vez a partir de la espontaneidad y la libertad. El comunismo, entendido como libre cooperación de las personas, y el individualismo, desarrollo del individuo libre de la autoridad institucional, en lugar de ser términos contradictorios o incompatibles, son términos complementarios.

Al tiempo que defiende la libre cooperación, Galleani reserva poca simpatía a las organizaciones formales, ya sean partidos proletarios, grupos programáticos o sindicatos. Galleani rechaza cualquier noción de que los anarquistas, por el mero hecho de serlo, no sucumbirían a las jerarquías y autoridades estructuradas dentro de las organizaciones.

La perspectiva de Galleani está marcada por un fuerte progresismo en el que el anarquismo se presenta como una fase evolutiva más allá del socialismo y él veía el desarrollo humano en términos de la satisfacción de una variedad cada vez mayor de necesidades. Incluso propuso que las necesidades más complicadas y extensas constituyen el índice del progreso, tanto para los individuos como para las comunidades. Además, consideraba este desarrollo nada menos que como la creciente solidaridad de los seres humanos unidos en lucha contra un mundo natural al que sólo ve como adversario.

Galleani, Luigi. 1982. ¿El fin del anarquismo? Orkney: Cienfuegos Press

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Responsables sólo ante sí mismos: Sobre los asesinatos policiales (2018) – Jeff Shantz


En 2017, al menos 65 personas murieron en Canadá en encuentros con la policía. En la llamada Columbia Británica, en 2017 seis personas quedaron muertas en encuentros con la policía. La RCMP es la fuerza histórica de ocupación, desposesión y control del Estado canadiense. La RCMP en todo Canadá mató a 14 personas en 2017. En lo que va de año ha habido al menos 27 muertes con participación policial, en menos de cinco meses. Tres de las cuatro personas victimizadas por la RCMP estaban en BC, incluido un hombre que fue electrocutado hasta la muerte en Chilliwack en febrero.

La policía no necesita justificar sus muertes. Matan porque pueden. No existe ningún mecanismo de rendición de cuentas cuando el Estado mata. La policía sólo es responsable ante la policía. Y el papel social de la policía, como sostén de los sistemas de desigualdad, exige que utilice la fuerza letal con la frecuencia que considere oportuna.

La violencia abierta del Estado sigue siendo una característica central del gobierno democrático liberal, aunque prevalezcan los mitos de un gobierno receptivo y representativo. En las democracias liberales, las muestras de violencia estatal son necesarias para que el Estado muestre al público que aún conserva el monopolio de la violencia y para reforzar sus pretensiones de legitimidad de este monopolio, al tiempo que trata estos fundamentos como momentos excepcionales que diferencian a las democracias liberales de los países colonizados y ex colonizados que son objeto de una forma internacional de fuerza militar canadiense. Las demostraciones abiertas de fuerza también sirven para mostrar quién puede ser objeto de violencia: los pobres, la clase trabajadora, las personas racializadas, los desempleados, etc. Los asesinatos policiales ofrecen una dura (re)ordenación de la estructura y el estatus sociales.

19 de marzo en South Surrey

El 19 de marzo, un hombre murió tras sufrir problemas médicos durante una detención en South Surrey en la que participaron miembros de la RCMP y del Departamento de Policía de Vancouver (VPD). La RCMP de Surrey informó haber recibido múltiples llamadas sobre un hombre aparentemente en cierta situación de peligro en la calzada cerca de la intersección de la 10 Avenue y la 161A Street alrededor de la 1:40 PM.

Según un comunicado de prensa de la Oficina de Investigaciones Independientes de Columbia Británica, el organismo que examina los casos de daños policiales a civiles en Columbia Británica, el hombre entró en crisis médica cuando la RCMP «intentó controlarlo y ponerlo bajo custodia». Al parecer, el hombre se había enfrentado primero a un agente de la VPD fuera de servicio. Los servicios sanitarios de urgencia llegaron e intentaron prestarle ayuda, pero el hombre fue declarado muerto hacia las 15.00 horas.

Una vez más hay que preguntarse: ¿por qué se envió a la policía a interactuar con alguien en peligro personal que no representaba ninguna amenaza para el público? ¿Y qué papel desempeñó el agente de la VPD fuera de servicio en la confrontación (o escalada) de la situación?

8 de mayo en Nanaimo

El 8 de mayo, agentes de la RCMP y del Equipo de Respuesta a Emergencias del Distrito de Islandia dispararon y mataron a un hombre en la terminal del ferry de Departure Bay, en Nanaimo. Los primeros informes, que no han sido confirmados de forma independiente, sugieren que los agentes de la RCMP intentaban detener a un hombre sospechoso de haber robado un coche en otra parte de la provincia. Al parecer, dieron el alto al vehículo y el hombre salió cuando la policía le disparó. Más tarde murió a causa de las heridas infligidas por la policía.

Un testigo, el ex alcalde de Saanich Frank Leonard, que estaba esperando para embarcar en el transbordador en el momento de la matanza, declaró a CBC News que oyó varios disparos, quizá hasta ocho.

Otro testigo, Ed Pearce, ex agente de policía de West Vancouver, vio cómo se desarrollaba la operación policial y también declaró haber oído hasta ocho disparos. También dijo que oyó un fuerte estruendo y se asomó para ver un vehículo que estaba siendo embestido por lo que él creía que era un vehículo del Equipo de Respuesta a Emergencias. Informó de que entonces oyó una «gran explosión» que, según dijo, sonó como una granada flash o de aturdimiento. Otros testigos también dijeron haber oído la fuerte explosión.

Continúan los homicidios policiales

Mientras escribía este artículo, la policía canadiense ha matado a otras dos personas. Se trata del homicidio de Bradley Thomas Clattenburg a manos de agentes de la RCMP en Dartmouth (Nueva Escocia) y del homicidio de un hombre anónimo en Summerside (Isla del Príncipe Eduardo) el fin de semana del 26 y 27 de mayo.

Algunos albergan la esperanza de que los organismos de supervisión, como la Oficina de Investigaciones Independientes de Columbia Británica, puedan frenar la violencia policial o exigir responsabilidades a la policía. Se trata de una falsa esperanza que nunca se ha hecho realidad y que no puede hacerse realidad en el contexto de un Estado capitalista que necesita la violencia policial para mantener su orden social injusto y desigual. El Estado protege ante todo al Estado.

Los órganos de supervisión de la policía no son realmente independientes, dependen de los agentes para su formación o incluso para el trabajo de investigación (como en Quebec). El IIO está formado por policías del Instituto de Justicia. Numerosos estudios han demostrado que la policía no coopera, acosa a los investigadores, intimida a los organismos e interfiere en las investigaciones. Porque pueden. Y están protegidos al hacerlo; las unidades de investigación no tienen poder para obligar a la policía a testificar o a participar en el proceso de forma que no deseen. La policía controla las pruebas en las escenas de sus asesinatos y controla el flujo de información.

A pesar de asesinar regularmente a personas, se financia, dota de recursos y despliega a la policía en lugar de otros servicios sociales necesarios (que en realidad son servicios) como la atención sanitaria, la asistencia social, la educación y la vivienda social. Las personas más vulnerables de la sociedad son también las más necesitadas de estos servicios: indígenas, pobres, trabajadores, sin techo, drogodependientes, indocumentados, trabajadores del sexo, trans, inmigrantes, etc., son también quienes más a menudo se ven acosados por la policía en lugar de recibir los recursos que necesitan. Las víctimas de la violencia policial son consideradas desechables simplemente porque han sido estigmatizadas y deshumanizadas, ya sea porque están «en algo», «locas», racializadas o simplemente porque son pobres.

Así es como podemos entender que un hombre que sufría cierta angustia en South Surrey y que buscaba ayuda se viera rodeado y acosado por la policía, y que su muerte se justificara más tarde por la misma angustia que le hizo buscar ayuda en primer lugar.

La policía y la creencia de sentido común de que la necesitamos o de que protege a las personas, en lugar de a la propiedad y a las clases dominantes, sirven como mecanismo de control social, diseñado para patologizar y matar a personas que se consideran desechables por su vulnerabilidad. Cada vez que la policía asesina a otra persona, justifica la creencia de que las poblaciones criminalizadas merecen la muerte. Ningún tipo de supervisión o reforma podrá desvincular a la policía de su papel de protectora de un Estado capitalista y colonial.

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Aprender a ganar: Infraestructuras anarquistas de resistencia – Pedagogías anarquistas: Acciones colectivas, teorías y reflexiones críticas sobre la educación (2012) – Jeffery Shantz

CAPÍTULO 9 Aprender a ganar: Infraestructuras anarquistas de resistencia

Jeffery Shantz

Los activistas, instalados en espacios familiares, incluso cómodos, habitados por otros activistas, pueden olvidar con demasiada facilidad que las actividades en las que participan cada día -ya sean reuniones, organización o debates- no surgen de forma natural. Hay que aprenderlas con la práctica y el trabajo compartido. Del mismo modo, las acciones que se emprenden con menos frecuencia, de forma irregular -como piquetes, ocupaciones y manifestaciones- también tienen que aprenderse y reaprenderse a través de la experiencia directa para poder llevarse a cabo con eficacia. Más aún, ¿tienen los activistas y organizadores que aprender y revisar posiciones y perspectivas teóricas específicas? En sociedades en las que estamos predispuestos a perder, todos tenemos que aprender a ganar y lo que puede significar ganar en contextos específicos.

Normalmente, el aprendizaje que conllevan estas diversas actividades, y las reflexiones sobre las mismas, se alimentan en espacios colectivos específicos. Estos espacios, que van desde los centros comunitarios hasta las infraestructuras de resistencia, son recursos que apoyan la organización de las clases trabajadoras y oprimidas y facilitan la transferencia de conocimientos a lo largo del tiempo y del espacio. Para la clase trabajadora de Canadá y Estados Unidos, los principales espacios de aprendizaje han estado asociados históricamente a los sindicatos y las asociaciones de trabajadores. Sin embargo, en los últimos treinta años, con el descenso de las tasas de sindicación y la conversión de los sindicatos en agentes principalmente negociadores, los espacios de aprendizaje, en particular el aprendizaje radical o activista, se han erosionado o incluso han desaparecido. Esto ha privado a los trabajadores de base de oportunidades para conocer la historia de la lucha de la clase obrera, incluso de sus propios sindicatos y locales. También ha privado a los trabajadores de recursos para aprender, crear y debatir estrategias, tácticas, prácticas e ideas de lucha, ya sean históricas o más recientes.

Este capítulo examina los intentos de los trabajadores anarquistas de restaurar, revivir y mantener espacios de aprendizaje e infraestructuras de resistencia. Se discuten, en particular, los esfuerzos de los trabajadores anarquistas para construir redes radicales de base y recursos a través de los centros de trabajadores. Específicamente, detalla el trabajo de la coalición de anarquistas, empleados y trabajadores desempleados que se ha formado para desarrollar un centro de acción de trabajadores en Windsor, Ontario. Más allá del resultado inmediato de cada ocupación o lucha concreta, el giro hacia tácticas más militantes y de acción directa plantea un replanteamiento de las vías de que disponen los trabajadores. Los proyectos y las alianzas, redes y experiencias forjadas en su seno sientan las bases de nuevas infraestructuras de resistencia. También sirven para avivar el recuerdo de luchas, prácticas y visiones de la clase trabajadora que parecían olvidadas, perdidas en el tiempo.

Reconstruir infraestructuras de resistencia

Como señala mi colega Alan Sears (2008, p. 8), el hábitat en el que podía prosperar el radicalismo de la clase obrera del siglo XX, como el anarquismo, ya no existe en el siglo XXI en la forma que antes sustentaba los movimientos y las ideas radicales. Las formas de radicalismo político que animaron gran parte de la resistencia de las clases trabajadoras, los pobres y los oprimidos, eran vitales como componentes de infraestructuras de resistencia más amplias (Shantz, 2009c). Las infraestructuras de resistencia incluían una serie de instituciones, lugares, organizaciones y prácticas. Algunos ejemplos importantes eran las escuelas libres, los medios de comunicación y las editoriales alternativas, los espacios compartidos como las librerías de los centros sociales, los salones sindicales y los bares, y los campamentos y las clínicas médicas de los trabajadores. Estas infraestructuras se desarrollaron en contextos de organizaciones particulares de vida y trabajo. A través de la lucha y de las apremiantes realidades de satisfacer necesidades y deseos materiales, culturales, personales y sociales, las personas y sus comunidades desarrollaron infraestructuras de resistencia para sostenerse a sí mismas y proporcionar los apoyos necesarios para mantener las luchas en curso y la inspiración del nuevo mundo que pretendían construir. En las últimas décadas se han producido cambios significativos en la organización de las relaciones sociales y las condiciones de producción, que han transformado las posibilidades de proyectos políticos concretos (Sears, 2008, p. 8). Los movimientos emergentes deben centrarse en el resurgimiento de infraestructuras de resistencia si quieren ser partes relevantes de las contribuciones al desarrollo y crecimiento de nuevas olas de renovación y resistencia radicales.

Como el organizador sindical anarquista Sam Dolgoff subrayaba a menudo, el movimiento obrero dedicó en su día una gran cantidad de energía a construir formas más permanentes de instituciones alternativas. En los primeros tiempos del movimiento obrero, los sindicatos ofrecían una variedad cada vez mayor de funciones de Ayuda Mutua.

Crearon una red de instituciones cooperativas de todo tipo: escuelas, campamentos de verano para niños y adultos, residencias de ancianos, centros sanitarios y culturales, planes de seguros, educación técnica, vivienda, asociaciones de crédito, etcétera. Todos estos y muchos otros servicios esenciales fueron proporcionados por la propia gente, mucho antes de que el gobierno monopolizara los servicios sociales derrochando miles de millones en un aparato burocrático parasitario; mucho antes de que el movimiento obrero fuera corrompido por el «sindicalismo empresarial». (1990, p. 31)

Las infraestructuras de resistencia también incluían prácticas como las redes de bases, los escuadrones móviles y los grupos de trabajo y movimientos de oposición dentro de los sindicatos (véase Shantz, 2009d). Las infraestructuras de resistencia también incluían, en particular, a los propios grupos y organizaciones anarquistas y socialistas. En este sentido, fueron clave las redes informales de trabajadores y miembros de la comunidad dentro y fuera de las estructuras sindicales oficiales. Estas diversas infraestructuras de resistencia proporcionaron, permitieron y fomentaron una serie de apoyos materiales e imaginarios dentro de las comunidades de trabajadores, pobres y oprimidos. De hecho, es dentro de estas infraestructuras de resistencia donde la comunidad se hizo posible y se practicó de forma real. Como señala Sears (2008, p. 8), estas infraestructuras de resistencia «cultivaron capacidades colectivas para la memoria (reflexiones sobre experiencias y luchas pasadas), el análisis (discusión y debate sobre teoría y cambio), la comunicación (fuera de los canales mediáticos oficiales o comerciales) y la acción (redes de solidaridad formal e informal».

Durante el último medio siglo, muchas de estas infraestructuras de resistencia se han erosionado gravemente en las comunidades obreras de toda Norteamérica. La erosión de las infraestructuras de resistencia ha sido el resultado de una serie de transformaciones significativas en el trabajo y la vida social. También se ha visto afectada por los cambios en la reorganización de las prioridades y oportunidades políticas y sociales de las instituciones oficiales dentro de las comunidades de la clase trabajadora y oprimida. La mayoría de los cambios se han producido como consecuencia de las derrotas sufridas por las ofensivas de los estados y el capital. Al mismo tiempo, otros han sido el resultado de aparentes victorias de la clase trabajadora, incluida la legalización de los propios sindicatos (Sears, 2008, p. 8). A pesar de todo su poder potencial, los sindicatos de Ontario están limitados por una dirección que no puede permitir que se desate una fuerza decisiva.

Esto ha significado que, durante las últimas décadas, la oposición de la clase trabajadora en Norteamérica se ha contenido en gran medida dentro de los canales oficiales, típicamente legalistas. Los más comunes han sido los procedimientos establecidos de negociación y reclamación a través de los representantes sindicales en asuntos económicos. Esto ha ido acompañado de una contención de la acción política dentro de los canales oficiales de la política de partidos y las elecciones. De hecho, la separación entre las esferas económica y política (y la relegación de los sindicatos al terreno limitado de la gestión económica) es un reflejo, y el resultado, del colapso de las infraestructuras de resistencia que expresaban las conexiones, incluso la unidad, de la acción económica y política, y la necesidad de organizaciones que reconocieran las conexiones entre las luchas en estas áreas. Actividades como las ocupaciones, los bloqueos, las huelgas salvajes y el sabotaje han sido descartadas o disminuidas dentro de los lugares de trabajo sindicalizados en los que los sindicatos actúan como un nivel de vigilancia y regulación de los trabajadores, intentando contener sus acciones dentro del marco de los contratos con los empresarios.

De hecho, el papel principal de los sindicatos pasó a ser la supervisión del contrato durante los periodos entre negociaciones y la movilización simbólica para apoyar las negociaciones sindicales oficiales durante la negociación legal. Los militantes de base se han enfrentado a medidas disciplinarias, falta de apoyo o rechazo directo por parte de los responsables sindicales. Los contratos incluyen disposiciones que prohíben las movilizaciones salvajes, acordadas por los representantes sindicales.

En Canadá, la institucionalización de los sindicatos como gestores económicos ha ido acompañada de la institucionalización de la política obrera dentro de la política electoral en las campañas del Nuevo Partido Democrático a nivel federal y provincial, a nivel nacional y local. La política se ha reducido a las campañas del partido y al cabildeo a favor de la reforma legislativa propuesta y canalizada a través de los caucus del NDP (Shantz, 2009b).

En el periodo actual, estas presiones y hábitos institucionales han limitado las respuestas de la clase trabajadora a las transformaciones estructurales del neoliberalismo y la crisis económica. Los sindicatos han tratado de limitar las pérdidas en lugar de obtener beneficios. El planteamiento ha consistido en negociar indemnizaciones que limiten el daño causado a los antiguos empleados (y miembros) en lugar de cuestionar los derechos de los empresarios y los gobiernos a determinar el futuro de los lugares de trabajo y los medios de subsistencia de los trabajadores.

Estos acuerdos también han engendrado cierta fe o confianza en el sistema entre las clases trabajadoras. En lugar de buscar nuevas relaciones, una nueva sociedad, las instituciones de la clase obrera presentaron y repitieron el mensaje de que los deseos y necesidades de la clase obrera no sólo podían satisfacerse dentro de la sociedad capitalista, sino que, aún más, dependían del capitalismo para su realización.

Esta noción se ajustaba a las fantasías de «goteo» de la Reaganomics neoliberal, que insistía en que debían aplicarse políticas y prácticas que beneficiaran a las empresas, ya que algunas de las ganancias obtenidas por el capital acabarían llegando a la clase trabajadora y a los pobres. Tal fue la justificación de los enormes rescates multimillonarios concedidos a las empresas en el marco de la crisis económica de 2008 y 2009.

Las infraestructuras de resistencia proporcionaban el universo imaginario en el que las alternativas podían pensarse, perseguirse e incluso, aunque fuera en parte, implementarse y realizarse. El declive de las infraestructuras de resistencia dejó a las comunidades sin alternativas o sin la posibilidad de alternativas, relegadas a la sensación de que el capitalismo era la única opción. Esta sensación de resignación se vio reforzada por las instituciones oficiales (sindicatos y partidos obreros) que, en su retórica y acciones, sugerían que otro mundo no era posible y que todos los deseos debían satisfacerse o descartarse en el contexto de las relaciones sociales capitalistas. Relaciones de explotación.

También se ha producido un declive de las instituciones de la clase obrera, como los centros sociales obreros, los «templos del trabajo» o las salas sindicales, como centros de vida y actividad cultural. Las actividades culturales se han reducido a la ocasional barbacoa sindical o noche de pub. Los espacios compartidos para discutir, debatir estrategias y desarrollar visiones y prácticas colectivas se han erosionado. También se han reducido las oportunidades de establecer vínculos entre generaciones de trabajadores.

Las actividades culturales de los mayores y los jóvenes de la clase trabajadora se han separado, e incluso segregado. Existen grandes distancias entre las llamadas «subculturas juveniles» y los referentes de las culturas adultas, a su vez divididas en función de las preferencias de los consumidores.

Todo esto ha hecho que no se hayan planteado respuestas más militantes, posibilidades de ocupación, recuperación de fábricas o salvajadas, como respuestas razonables a la crisis o reestructuración capitalista. Ahora que las anteriores conquistas conseguidas por los trabajadores y los movimientos sociales están siendo, o han sido, borradas bajo los regímenes neoliberales, la clase trabajadora, los pobres y los oprimidos se ven abandonados a su suerte ante una existencia precaria y una explotación sin las infraestructuras necesarias que pudieran sostenerlos u ofrecerles una base para una lucha renovada. Esto es cierto en cuanto a la pérdida de instituciones autónomas de la clase trabajadora y los pobres, pero también en cuanto a la pérdida de instituciones públicas (los resultados reificados de la lucha reflejados en el Estado del bienestar y en diversos servicios sociales), que han sido privatizadas, entregadas al mercado y a su fría lógica del beneficio.

Estos recuerdos suelen quedar enterrados bajo capas de burocracia, procedimientos legales y procesos parlamentarios. La agitación de las iniciativas de las bases y las lecciones aprendidas en la práctica dan energía a una esperanza militante que plantea nuevas preguntas y nuevas oportunidades. Pueden cambiar el contexto en el que se desarrollan las expectativas de los trabajadores. También pueden cambiar el contexto en el que se entienden los derechos de los trabajadores, el capital e incluso el significado de la propia propiedad. Ofrecen maravillosas oportunidades para que los trabajadores adquieran un poderoso sentido de su propia fuerza y muestra con bastante claridad el tipo de impacto que pueden tener más allá de los típicos confines de las negociaciones y regateos legales.

Los anarquistas siempre han hecho hincapié en la capacidad de organización espontánea de las personas, pero también reconocen que lo que parece «espontáneo» se desarrolla a partir de una base a menudo extensa de prácticas radicales preexistentes. Sin esas prácticas y relaciones preexistentes, la gente se ve obligada a improvisar en medio de la agitación social o a recurrir a vanguardias previamente organizadas y disciplinadas. Las infraestructuras preexistentes, o culturas de transferencia, son componentes necesarios de la reorganización social popular, participativa y liberadora. Una transformación social liberadora requiere experiencias de participación activa en el cambio radical, antes de cualquier insurrección, y el desarrollo de estructuras previas para construir una nueva sociedad dentro del armazón de la vieja sociedad.

Diversas instituciones alternativas, ya sean escuelas libres u okupas o contramedios, forman redes como medios para desarrollar infraestructuras sociales alternativas. Cuando las escuelas libres se unen a cooperativas de trabajadores y centros sociales colectivos, las infraestructuras sociales alternativas se hacen visibles al menos a nivel comunitario. Los proyectos contemporáneos son todavía bastante nuevos. Ninguno se ha acercado a la escala que sugeriría que plantean alternativas prácticas, excepto quizás en el caso de las actividades de los nuevos medios de comunicación y las redes de Internet. Sin embargo, todos están reuniendo los elementos básicos que podrían promover alternativas prácticas que se extiendan mucho más allá de los proyectos que les dieron origen.

Hacia la reconstrucción de infraestructuras de resistencia en una ciudad obrera

Las infraestructuras de resistencia ayudan a las personas y a las comunidades a desarrollar las capacidades necesarias para mantener las luchas humanas en el tiempo y en el espacio. Proporcionan una base para autodirigir estas luchas estratégicamente. También permiten la conexión crucial entre luchas y campañas locales e inmediatas y proyectos más amplios y profundos de impugnación e incluso derrocamiento de las estructuras sociales existentes (Sears, 2008, p. 10).

Windsor, como muchos centros obreros, es sin duda una comunidad que se beneficiaría de una renovación de la acción directa de las bases. Como señalan Ross y Drouillard (2009), entre 2002 y 2006, los puestos de trabajo seguros, bien remunerados y sindicados en el sector manufacturero de Windsor disminuyeron un 28%. La pérdida de puestos de trabajo ha devastado la comunidad, y la gente ha perdido sus casas, ha abandonado la comunidad o ha recurrido a bancos de alimentos, comedores sociales y refugios para salir adelante. El centro de la ciudad ha quedado abandonado en algunas zonas, y los escaparates tapiados son un fantasmal recuerdo de la ciudad que una vez fue. Aunque ha habido signos externos de oposición, como la manifestación comunitaria de 40.000 personas en 2007, que pedía apoyo gubernamental para los trabajadores desempleados y los que se enfrentan a la pérdida del empleo, la sensación general ha sido de resignación y desesperanza (Ross y Drouillard, 2009). Tal ha sido el impacto de las continuas y profundas experiencias de desempleo, marginación y pobreza en toda la comunidad (Ross y Drouillard, 2009).

En Windsor, muchas de las organizaciones e instituciones que habían proporcionado recientemente infraestructuras de resistencia, como la Coalición de Windsor por la Justicia Social y el Grupo de Trabajo Anarquista, habían desaparecido. Los espacios centrales en los que los activistas se habían reunido, encontrado y organizado, como el Café Ecléctico, que había proporcionado una especie de centro neurálgico de organización durante las manifestaciones contra las reuniones de la Organización de Estados Americanos (OEA), habían desaparecido. Las reuniones anarquistas semanales itinerantes de Coffeehouse 36 se habían desvanecido después de proporcionar animados lugares para la discusión, el debate y la organización. Como señalan Ross y Drouillard (2009)

La estrategia del CAW de utilizar las compras como forma de mitigar los despidos (al tiempo que permite a los empresarios reducir permanentemente la plantilla) ha generado un número creciente de ex miembros del sindicato en la comunidad, algunos de los cuales eran activistas sindicales locales. A medida que estos trabajadores se marchan a otros lugares de trabajo o luchan por encontrar nuevos empleos, y sin nada que les conecte con su antiguo sindicato o comunidad laboral, experimentan el aislamiento y la disipación de sus conocimientos, experiencia y capacidades activistas.

A finales de 2008 surgió en Windsor un interesante intento de los anarquistas de reconstruir las infraestructuras de resistencia de la clase trabajadora. El 1 de noviembre de 2008, el Centro de Acción de los Trabajadores de Windsor (WWAC, por sus siglas en inglés) abrió sus puertas con una celebración a la que asistió una multitud de pie (Ross y Drouillard, 2009). Los participantes ven el WWAC como un lugar para desarrollar nuevas estrategias de lucha colectiva y para proporcionar recursos, materiales e imaginarios, que contribuyan a nuevos tipos de organización y acción de los trabajadores. No se trata únicamente de ayudar a la gente a sobrevivir a la crisis, sino, más aún, de forjar la solidaridad y el apoyo que puedan crear la capacidad de plantear seriamente alternativas obreras al capitalismo (Ross y Drouillard, 2009). Un reto clave es establecer conexiones entre los trabajadores desempleados y los que aún tienen trabajo. Del mismo modo, existe la necesidad de crear solidaridad entre los trabajadores sindicados que intentan conservar puestos de trabajo con salarios relativamente decentes y los trabajadores no sindicados, muchos de los cuales nunca han disfrutado de tales puestos de trabajo en primer lugar.

La iniciativa surge de la creciente sensación de que las organizaciones de la clase trabajadora, y los grupos de defensa de la comunidad, no son capaces de afrontar, y mucho menos de superar, los problemas y dificultades a los que se enfrentan la clase trabajadora y los oprimidos en el capitalismo del siglo XXI. El WWAC es una manifestación material de la clase trabajadora y los pobres para desarrollar y compartir recursos entre ellos de forma que se forjen relaciones duraderas dentro de los individuos y los grupos o entre ellos, al tiempo que se ayuda a superar el sentimiento de aislamiento y derrotismo que a menudo impide las luchas. Es un espacio de Ayuda Mutua y solidaridad, una infraestructura de resistencia en construcción.

En otros contextos y épocas, las infraestructuras de la disidencia proporcionaban lugares y recursos a través de los cuales los trabajadores y los activistas de la comunidad podían reunirse y colaborar en proyectos compartidos, estableciendo conexiones entre cuestiones y preocupaciones aparentemente distintas y creando una masa crítica para abordarlas con eficacia. Como nos recuerdan Ross y Drouillard (2009), «los espacios sociales y culturales independientes de los trabajadores fuera del lugar de trabajo […] permitían a los trabajadores reunirse, socializar, debatir y discutir, desarrollar sus propias formas de expresión cultural, así como lazos de amistad y solidaridad que podían apuntalar luchas difíciles, así como generar perspectivas alternativas». Así pues, en las reuniones iniciales se hizo hincapié en crear oportunidades para salvar distancias, reuniendo a movimientos, grupos y activistas para encontrar una causa común y un terreno común.

Las infraestructuras contemporáneas de resistencia deben ser lugares que reconozcan y estén abiertos a la diversidad de la experiencia de la clase trabajadora. Deben ser espacios en los que personas procedentes de distintos lugares de trabajo y comunidades puedan sentirse cómodas y bienvenidas. Esto los distingue de los salones sindicales, los sótanos de las iglesias y los campus universitarios, espacios que a menudo se han utilizado para la organización. Como saben los participantes en el WWAC, las salas sindicales pueden ser espacios de difícil acceso para los trabajadores no sindicados «dada la atmósfera cultural más amplia de antisindicalismo, el resentimiento fomentado contra los trabajadores sindicados y el miedo a las represalias de los empresarios si se les ve asociándose con el movimiento» (Ross y Drouillard, 2009). Del mismo modo, muchas personas de clase trabajadora siguen sintiéndose incómodas o mal recibidas en los campus universitarios, espacios que se consideran dominio de las élites que no se relacionan o no pueden relacionarse con la clase trabajadora o, lo que es peor, que la menosprecian. Todavía tengo recuerdos vívidos de haber sido agredido físicamente en mi primera semana como estudiante universitario simplemente por llevar mi chaqueta del sindicato en el campus; los estudiantes agresores me preguntaron repetidamente por qué llevaba una chaqueta del sindicato en su campus. En otros casos, los organizadores comunitarios a veces no reconocen la diversidad cultural. Recuerdo que un grupo de lucha contra la pobreza organizó una clínica de asistencia social en el sótano de una iglesia y se encontró con que algunos musulmanes, que formaban parte de los grupos a los que se dirigían las actividades de divulgación, no querían entrar en el edificio.

Para los fundadores del WWAC, era esencial que el espacio que creaban estuviera abierto a cualquier persona de clase trabajadora que quisiera participar, procedente de una amplia diversidad de entornos y experiencias. El espacio de reunión no debía estar dirigido por ningún grupo, organización o lugar de trabajo concreto (como la universidad). Su objetivo debe ser directamente proporcionar un espacio libre, tanto en términos de apertura como literalmente libre en términos de coste, en el que la gente pueda reunirse para perseguir sus propias necesidades de organización. Además, este espacio debe permitir que la gente conozca a otras personas, desconocidas para ellos, que puedan tener intereses, experiencias, preocupaciones e intenciones similares. Se espera que estas oportunidades y encuentros den lugar a nuevas formas de lucha interconectada e incluso permitan a la gente «desarrollar formas de conciencia más amplias» (Ross y Drouillard, 2009).

Un objetivo clave que motivó la creación del espacio WWAC fue desafiar y superar la falsa división que con demasiada frecuencia separa las luchas de la comunidad y del lugar de trabajo, como si de alguna manera fueran esferas separadas (Ross y Drouillard, 2009). De hecho, las estructuras organizativas, las actividades y los miembros de los grupos de justicia social a menudo (re)producen esa división. Los grupos de lucha contra la pobreza, los defensores de la vivienda, los grupos de trabajadores lesionados y las organizaciones de trabajadores inmigrantes tienen con demasiada frecuencia objetivos, alcances y actividades limitados relacionados con las preocupaciones específicas de un colectivo concreto de la clase trabajadora, con muy poca interacción entre ellos, miembros compartidos o estrategias y tácticas mutuamente comprometidas. Precisamente porque esas divisiones son falsas, en muchos sentidos el resultado de luchas y derrotas anteriores, e incluso de victorias (véase Sears, 2008), «los activistas necesitaban comprender mejor y organizarse en torno a las intersecciones entre las desigualdades e injusticias basadas en el trabajo y las que se experimentan en la familia, en las escuelas, en la tienda de comestibles, en los barrios y en la ciudad» (Ross y Drouillard, 2009). Los participantes en el WWAC eran conscientes y estaban preocupados por el hecho de que los sindicatos todavía no hayan hecho de la organización en torno a los problemas de la clase trabajadora más allá del lugar de trabajo una prioridad real. Esta situación no ha hecho más que empeorar a medida que los sindicatos retroceden y se repliegan en torno a una defensa limitada frente a las demandas de concesiones (Sears, 2008; Ross y Drouillard, 2009).

En enero de 2009, el WWAC creó una línea telefónica para ayudar a los trabajadores a tratar con sus empleadores actuales o a los trabajadores desempleados y miembros de la comunidad a tratar con organismos y programas gubernamentales como el Seguro de Empleo (EI) o las reclamaciones de indemnización por accidente laboral (Ross y Drouillard, 2009). Los participantes en el WWAC también han desarrollado y organizado talleres sobre normas de empleo para el Centro de Ayuda a Desempleados de Windsor y Windsor Women Working With Immigrant Women (una organización que ayuda a las mujeres inmigrantes a conseguir empleo), y ha desarrollado talleres sobre EI y la Junta de Seguridad y Seguros en el Trabajo (WSIB). En la actualidad, la labor del WWAC se centra en la prestación de servicios, en un contexto en el que muchas personas carecen del apoyo adecuado para tratar con sistemas gubernamentales que no son accesibles ni fáciles de navegar (Ross y Drouillard, 2009). En particular, las personas carecen a menudo de los conocimientos necesarios para desenvolverse eficazmente en esas instituciones de autoridad de forma que satisfagan sus necesidades específicas. Se ofrece ayuda para cualquier cosa, desde rellenar correctamente formularios gubernamentales hasta emprender acciones directas contra un empleador o propietario que estafa a la gente. Los afectados deciden cuál es la mejor manera de afrontar su situación y el WWAC les ayuda con recursos y personas para que lo consigan. Reconociendo que los «canales establecidos» rara vez funcionan a favor de los pobres, el grupo de trabajo se compromete a desarrollar las capacidades y los recursos necesarios para que la gente pueda emprender cualquier acción que sea necesaria para conseguir lo que necesita. Se trata de un ejemplo de infraestructura de resistencia, en la que se comparten habilidades y se aprende colectivamente para ayudar a la gente a satisfacer necesidades más bien esenciales.

Una de las infraestructuras centrales y esenciales de las que carecen diversas organizaciones de la clase trabajadora y de los pobres es, sencillamente, espacio para reunirse y congregarse de forma segura y protegida. En respuesta a esta necesidad constante, el WWAC pone a disposición de varios grupos de organización comunitaria espacios de reunión gratuitos, como la Red de Jardinería Comunitaria FedUp, la Coalición por la Paz de Windsor y el grupo Windsor Fair Trade, dedicado a convertir Windsor en una ciudad de comercio justo (Ross y Drouillard, 2009). El centro también imparte una serie de clases gratuitas, incluidas clases sobre economía y teoría anarquista.

La disponibilidad de un espacio organizativo común permite a una diversidad de grupos y organizadores de justicia social reunirse, hablar y entablar relaciones. Esto brinda la oportunidad de ir más allá de la fragmentación y el aislamiento que suelen caracterizar las luchas y los problemas, y permite a los organizadores establecer conexiones que de otro modo no surgirían. De hecho, los participantes en el WWAC destacan el número de personas que han comentado que antes de pasar tiempo en el centro no conocían otros proyectos en marcha en la ciudad (Ross y Drouillard, 2009). Se trata claramente de un caso en el que la implicación o el interés por un grupo o acontecimiento específico puede, a través de la presencia de un espacio compartido, llevar al contacto y la implicación con otros grupos y cuestiones, contribuyendo a ampliar la participación del grupo y a forjar relaciones de Ayuda Mutua y solidaridad (Ross y Drouillard, 2009).

Desarrollar prácticas para superar las barreras entre las personas y los movimientos y superar la fragmentación y el aislamiento que forman parte de las relaciones de explotación y opresión siguen siendo retos clave que hay que abordar para construir y alimentar infraestructuras de resistencia. Ross y Drouillard (2009) señalan que la mayoría de los centros de trabajadores se han orientado hacia grupos más claramente definidos o específicos, normalmente en torno a determinadas industrias, trabajadores, estatus de ciudadanía o situación laboral. En su opinión, organizar a los trabajadores como clase es una tarea difícil, sobre todo porque debe evitar los escollos de las organizaciones y movimientos sindicales tradicionales.

El tipo de prestación de servicios en el que suelen participar los sindicatos y las organizaciones comunitarias, como el acceso a recursos gubernamentales, contractuales o jurídicos, no entraña grandes riesgos, ni para los beneficiarios ni para los proveedores (Ross y Drouillard, 2009). Existen diversos recursos limitados para apoyar a los trabajadores individuales, siempre que se mantenga dentro de un contexto que los reintegre en el sistema de trabajo asalariado. Organizarse colectivamente para conseguir más que esto es más difícil y más arriesgado, en términos materiales y emocionales. Antes de que la gente esté dispuesta o preparada para participar en este tipo de acciones colectivas, debe experimentar o ver ejemplos de éxito. Como señalan Ross y Drouillard (2009): «Muchas personas, sindicalizadas o no, son muy conscientes de la injusticia generalizada del actual estado de cosas, pero se muestran escépticas de que la acción colectiva pueda cambiar estas circunstancias». Si el CAW, el sindicato más poderoso de Windsor, debe hacer grandes concesiones para conservar los puestos de trabajo, ¿qué pueden hacer otras organizaciones?».

Las infraestructuras de resistencia, como el WWAC, deben desarrollar y mantener capacidades cruciales para conseguir y asegurar victorias reales que sean significativas en la vida de la gente. Al mismo tiempo, esto requiere que la gente desarrolle la confianza necesaria para seguir luchando (Ross y Drouillard, 2009). Incluso las supuestas victorias menores, como conseguir indemnizaciones o prestaciones adecuadas o retrasar el cierre de una planta, pueden ser esenciales. Las personas, en un contexto de demasiadas pérdidas, a menudo continuas, necesitan ganar para experimentar qué se siente al ganar. Como señalan Ross y Drouillard (2009), en el contexto actual, incluso abordar la cuestión de conseguir verdaderas victorias e intentar desarrollar nuevas formas de responder a ella puede ser una contribución real a la regeneración de la resistencia de los trabajadores.

Reflexiones

Necesitamos estar preparados no sólo intelectualmente, sino también organizativamente para las luchas y transformaciones radicales. Las infraestructuras de resistencia sirven como medios por los que la gente puede sostener el cambio social radical antes, durante y después de los periodos insurreccionales.

Como niño que crecía en el seno de una familia sindicalista en Windsor, puedo recordar muchas ocasiones en las que los miembros se reunían para compartir buenos momentos, discusiones, juegos y amistad: fiestas en el local del sindicato, picnics, clubes deportivos, etc. Estos eventos proporcionaban espacios en los que los afiliados y sus familias podían beneficiarse cultural y materialmente de una comunidad y una cultura compartidas, de la Ayuda Mutua en la práctica. Cuando entré a trabajar en la fábrica y me afilié al sindicato, la mayoría de estas actividades y espacios eran cosa del pasado. Mis compañeros de línea no encontraban apoyo y solidaridad en los espacios compartidos del local, sino a menudo en religiones renacidas y clubes reaccionarios.

De hecho, esta es quizás una de las lecciones que debemos aprender de la exitosa organización llevada a cabo por la derecha en los años ochenta y noventa. En tiempos de necesidad y crisis, las iglesias evangélicas proporcionaron apoyo institucional y defensa emocional contra la alienación capitalista (aunque no necesariamente de formas que la izquierda deba emular). Muchas comunidades evangélicas proporcionan alimentos, ropa y refugio a sus miembros. Muchas pueden movilizar a cientos de personas para construir una casa para alguien de su comunidad. La izquierda ha sido menos activa en el desarrollo de estas capacidades infraestructurales, aunque son cosas que podríamos estar haciendo en nuestros propios barrios.

Las infraestructuras de resistencia animan a la gente a crear espacios sociales alternativos en los que puedan alimentarse instituciones, prácticas y relaciones liberadoras. Incluyen los inicios de la autogestión económica y política a través de la creación de instituciones que puedan fomentar una transformación social más amplia y, al mismo tiempo, proporcionar algunas de las condiciones para el sustento y el crecimiento personal y colectivo en el presente. Se trata de cambiar el mundo, no tomando el control del Estado, sino creando oportunidades para que la gente desarrolle su poder personal y colectivo.

Las infraestructuras de resistencia crean situaciones en las que comunidades concretas construyen sistemas económicos y sociales que funcionan, en la medida de lo posible, como alternativas operativas a las estructuras capitalistas estatales dominantes. Se organizan en torno a instituciones alternativas que ofrecen al menos un punto de partida para satisfacer las necesidades de la comunidad, como la educación, la alimentación, la vivienda, las comunicaciones, la energía, el transporte, el cuidado de los niños, etcétera. Estas instituciones son autónomas y, de hecho, se oponen a las relaciones e instituciones dominantes del Estado y el capital. También pueden oponerse a los órganos «oficiales» de la clase obrera, como los sindicatos burocráticos o los partidos políticos. A corto plazo, estas instituciones se oponen a las estructuras oficiales con vistas a sustituirlas a largo plazo. La creación de instituciones y relaciones alternativas, que expresen nuestras visiones de mayor alcance, puede ser deseable en sí misma. Es importante liberar o crear un espacio en el que podamos vivir vidas más libres y seguras hoy, mientras trabajamos para construir una nueva sociedad.

Superar el statu quo requiere, en parte, negarse a participar en las relaciones sociales dominantes. Las comunidades pueden intentar reorganizar las instituciones sociales para reclamar el poder social y económico y ejercerlo en su propio interés colectivo. Podrían buscar una infraestructura social alternativa que responda a las necesidades de las personas porque está desarrollada y controlada directamente por ellas. Este enfoque se opone firmemente a la autoridad conferida a los políticos y a sus amos corporativos. También podría hablar en contra de los acuerdos jerárquicos que ejemplifican las principales instituciones como los lugares de trabajo, las escuelas, las iglesias e incluso la familia. Es importante desarrollar las capacidades y los recursos, algunos olvidados o pasados por alto, que puedan contribuir a ello.

Las perspectivas y prácticas de nuestros movimientos, al abordar preocupaciones cotidianas inmediatas, nos recuerdan que debemos ofrecer ejemplos que resuenen con las experiencias y necesidades de la gente. Además, cualquier movimiento que no ofrezca espacios y prácticas organizativas alternativas y fiables estará condenado a la marginación y al fracaso. O como ha señalado Herzen: «Una meta infinitamente remota no es una meta en absoluto, es un engaño» (citado en Ward, 2004, p. 32). Estas prácticas podrían señalar el camino hacia el desarrollo de alternativas al capitalismo en el mundo real. El reto sigue siendo cómo estas actividades podrían permitir la creación de mayores espacios para su desarrollo y extensión autónomos. Existe un continuo tira y afloja entre las fuerzas que impulsan la des/valorización del capitalismo y las fuerzas que trabajan por el desarrollo autónomo.

Proyectos como el centro de trabajadores juntos están mostrando lo razonable y prometedor del control obrero como respuestas y alternativas significativas a los fracasos del capitalismo. Ejemplos como el WWAC sugieren que cuando estas infraestructuras de resistencia reemergentes son capaces de reforzarse y animarse mutuamente, pueden surgir nuevos contextos de lucha.

Referencias

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Espacios de aprendizaje: La escuela libre anarquista – Pedagogías anarquistas: Acciones colectivas, teorías y reflexiones críticas sobre la educación (2012) – Jeffery Shantz

CAPÍTULO 7. Espacios de aprendizaje: La escuela libre anarquista

Jeffery Shantz

El teórico social Michel Foucault aprovechó la ocasión de su conferencia de 1967, «De otros espacios», para introducir un término que, en general, pasaría desapercibido en su extensa obra: la noción de «heterotopía», con la que se refería a un espacio alternativo, algo así como una utopía realmente existente. A diferencia de las tierras de ninguna parte de las utopías, las heterotopías se sitúan en el aquí y ahora de la realidad actual, aunque desafían y subvierten esa realidad. Las heterotopías son espacios de diferencia. Entre los ejemplos que Foucault señaló se encuentran los espacios sagrados y prohibidos, que son lugares de transición personal.

Décadas más tarde, el escritor anarquista Peter Lamborn Wilson se haría eco de la noción de heterotopías de Foucault. Publicado en 1985 bajo el seudónimo de Hakim Bey, el libro T.A.Z.: The Temporary Autonomous Zone, Ontological Anarchy, Poetic Terrorism se convertiría en un clásico anarquista contemporáneo casi instantáneo. En T.A.Z., Wilson/Bey esboza, con florituras a menudo estimulantes, una viva versión de las heterotopías anarquistas. Estas heterotopías anarquistas, ahora llamadas TAZ, son la sociedad anarquista en miniatura. En ellas se suspenden las estructuras de autoridad y se sustituyen por relaciones de convivencia, reparto de regalos y celebración. Son la encarnación viva de lo que el anarquista Piotr Kropotkin denominó «Ayuda Mutua». Y existen, no en un futuro postrevolucionario o en la distancia, sino aquí y ahora.

Aunque el trabajo de Bey planteó algunas visiones únicas, y lo hizo en un lenguaje a menudo provocador que generó bastante controversia dentro de los círculos anarquistas, lo que él llama TAZ, o algo muy cercano a ellas, siempre han formado parte de la cultura y la política anarquistas, así como de la cultura y la política de las clases trabajadoras y oprimidas en general. Han sido, en otros contextos, infraestructuras de resistencia (Shantz, 2009). Por citar solo algunos ejemplos, cabe mencionar los culturalmente vitales y políticamente estridentes salones sindicales Wobbly de las décadas de 1910 y 1920, los centros comunitarios revolucionarios de Barcelona durante la Revolución Española en la década de 1930 y la variedad de centros culturales okupados de Europa desde la década de 1960 hasta la actualidad. De hecho, la inspiración de Wilson/Bey procede explícitamente de la diversidad de heterotopías y comunidades intencionales de la historia, incluidas las utopías piratas, el Soviet de Múnich de 1919, París 1968, los levantamientos autonomistas en Italia durante la década de 1970 y los campamentos ecologistas radicales de las décadas de 1980 y 1990.

En las dos últimas décadas, conscientes o no de esta historia, muchos jóvenes anarquistas, punks y artistas se tomaron muy a pecho el mensaje de Bey, construyendo multitud de centros comunitarios, infoshops y espacios libres en ciudades de toda Norteamérica, incluida Toronto. Estos espacios pretendían ser algo un poco más permanente que la zona autónoma temporal. Concebidos como zonas autónomas permanentes, o al menos potencialmente duraderas, estos espacios anarquistas han proporcionado estructuras de apoyo para las culturas de oposición, infraestructuras de resistencia. Han constituido aspectos cruciales de los movimientos más amplios de bricolaje, que proporcionan infraestructuras culturales y económicas alternativas en los ámbitos de la música, la edición, el vídeo, la radio, la alimentación y, de forma significativa, la educación. Las heterotopías anarquistas proporcionan lugares importantes para el desarrollo de habilidades, para aprender y practicar aquellas habilidades que no se desarrollan en las relaciones sociales autoritarias.

Su existencia permite cierta autonomía de los mercados de capital, cierta libertad de las restricciones de la educación dominante. Su ética es contraria al consumismo capitalista: juego en lugar de trabajo, regalos en lugar de mercancías, necesidades en lugar de beneficios. Para los participantes, constituyen el medio imaginario, si no material, de socavar las relaciones y las autoridades estatales y del capital, tanto ideológicas como estructurales. A menudo, la práctica se conforma con mucho menos que eso.

Las heterotopías anarquistas contemporáneas no deben confundirse con las comunidades intencionales o de «abandono» que han surgido en diversos puntos de Norteamérica, más recientemente las comunas contraculturales de los años sesenta y setenta. Los anarquistas contemporáneos están menos interesados en abandonar, prefiriendo construir alternativas en alianza con personas implicadas en proyectos más convencionales arraigados en las experiencias cotidianas de la gente pobre y de la clase trabajadora. Es más probable que las heterotopías anarquistas de hoy en día estén situadas en barrios urbanos y sean abiertas y accesibles a la participación de la comunidad, en lugar de los espacios arcádicos de las comunas rurales aisladas.

A continuación se ofrece una visión de una de estas heterotopías, el Espacio Libre Anarquista y la Escuela Libre (AFS). Esperamos que las imágenes revelen tanto las promesas como los problemas a los que se enfrenta la gente cuando intenta crear un espacio para la educación fuera de las estructuras confinadas de lo permitido. Se trata de experiencias de aprendizaje colaborativo a lo largo de varios años que tienden puentes entre las aulas y las comunidades, especialmente las marginadas, para poner de relieve las oportunidades de una enseñanza y un aprendizaje críticamente comprometidos. Mediante enfoques participativos que reúnen a estudiantes y personas implicadas en la calle en contextos en los que las personas son simultáneamente profesores y alumnos, estos esfuerzos contribuyeron a una praxis de enseñanza/aprendizaje informada por la pedagogía crítica y las perspectivas sociales antiautoritarias que contribuyen al empoderamiento de los alumnos y las comunidades. Por el camino, los participantes intentaron introducir cambios positivos en sí mismos, en la escuela y en la comunidad.

Anarquía y educación

Para los anarquistas, el aprendizaje debería ayudar a las personas a liberarse y animarlas a cambiar el mundo en el que viven. Como sugiere Joel Spring (1998, p. 145) «[L]a educación puede significar adquirir conocimientos y habilidades mediante los cuales uno pueda transformar el mundo y maximizar la autonomía individual». La pedagogía anarquista aspira a desarrollar y fomentar nuevas formas de socialización, interacción social e intercambio de ideas que puedan iniciar y sostener prácticas y formas de relación no autoritarias. Al mismo tiempo, se espera que tales prácticas pedagógicas puedan contribuir a cambios revolucionarios en las perspectivas de las personas sobre la sociedad, fomentando cambios sociales más amplios.

Los anarquistas buscan liberarse de la autoridad interiorizada y de la dominación ideológica. «En el Estado moderno, las leyes estaban interiorizadas en el individuo, de modo que ‘libertad’ significaba simplemente la libertad de obedecer las leyes que a uno le habían enseñado a creer» (Spring, 1998, p. 40). La interiorización de las leyes a través de la socialización en la escuela se ha considerado un medio para acabar con la desobediencia y la rebelión. La libertad es la liberación del control directo del Estado, pero sólo si uno actúa de acuerdo con las leyes del Estado (Spring, 1998).

El protoanarquista Max Stirner se refería al pensamiento del que uno no podía deshacerse, el pensamiento que poseía al individuo, como «ruedas en la cabeza». Dicho pensamiento controlaba la voluntad y utilizaba al individuo, en lugar de ser utilizado por el individuo (Stirner). Lo que Stirner llamaba «la propiedad del yo» significaba la eliminación de las ruedas en la cabeza. Stirner distinguía entre el educado y el libre. Para la persona educada, el conocimiento formaba el carácter. Era una rueda en la cabeza que permitía al individuo ser poseído por la autoridad de la Iglesia o del Estado. Para el libre, en cambio, el conocimiento facilitaba la elección, despertaba la libertad. Con la idea de libertad despertada en su interior: «los libres irán incesantemente a liberarse; si, por el contrario, sólo se les educa, entonces se acomodarán en todo momento a las circunstancias de la manera más educada y elegante y degenerarán en almas serviles y encogidas» (Stirner, 1967, p. 23). Para el libre, el conocimiento es una fuente de mayor elección más que un determinante de la elección (Spring, 1998, p. 39). Las ideas, como ruedas en la cabeza, someten a las personas a las propias ideas. La dominación no se refiere sólo a la interiorización de ideologías que remiten al sacrificio por supuestas necesidades de la sociedad, externas al individuo. También se refiere a imperativos morales que capturan las capacidades creativas de la persona.

Había dos niveles de ruedas en la cabeza. El primero nivelaba a las personas a través de la vida cotidiana. Se iba a la iglesia y se pagaban impuestos porque eso era lo que se enseñaba; así se vivía. En el segundo nivel estaban los ideales: ideales que movían a la gente a sacrificarse por el bien de la patria, que les hacían intentar parecerse a Cristo, ideales que les llevaban a renunciar a lo que eran por algún objetivo irrealizable. Sobre este reino de ideales se construyó la fuerza de la Iglesia y del Estado. El patriotismo y el fervor religioso eran el resultado de personas poseídas por ideales. (Primavera, 1998, pp. 40-41)

Stirner se opuso a las nociones de «libertad política» porque sólo hablaban de la libertad de las instituciones y de la ideología. La libertad política «significa que la polis, el Estado, es libre; la libertad de religión que la religión es libre, como la libertad de conciencia significa que la conciencia es libre; no por tanto que yo sea libre del Estado, de la religión, de la conciencia, o que me libre de ellos» (Stirner, 1963, pp. 106-7). Esta perspectiva resultó profundamente influyente para una serie de participantes en Free Skool, como lo ha sido para los educadores anarquistas durante décadas.

El movimiento de la escuela libre encuentra su inspiración en el movimiento anarquista de la Escuela Moderna iniciado por Francisco Ferrer en España. El movimiento de la escuela libre surgió en la década de 1950 y se extendió a lo largo de la década de 1960 como un esfuerzo por desarrollar formas alternativas de educación y autodesarrollo en un contexto que se consideraba cada vez más alienante, racionalizado e industrial. Los anarquistas participaron activamente en el movimiento de las escuelas libres y su participación se considera crucial para el carácter antiautoritario y la dirección del movimiento. Las escuelas libres eran vistas como «un oasis del control autoritario y como un medio de transmitir el conocimiento para ser libres» (Spring, 1998, p. 55). De hecho, uno de los principales defensores del movimiento de las escuelas libres fue el anarquista más conocido de Estados Unidos, Paul Goodman, cuyas obras fueron muy leídas y debatidas durante las décadas de 1960 y 1970. En particular, los activistas anarquistas contemporáneos han redescubierto las obras de Goodman a través de los recientes movimientos emergentes. Para Goodman, las escuelas libres formaban parte de un proceso más amplio de descentralización y desburocratización de las instituciones sociales. Goodman argumentaba que la escolarización se había convertido en un proceso de clasificación y certificación que beneficiaba en gran medida a las élites industriales que obtenían personal formado y, en gran medida, obediente. La educación se había orientado cada vez más hacia las demandas percibidas del mercado laboral. Para Goodman (1966, p. 57): «Esto significa, en efecto, que unas pocas grandes corporaciones se están beneficiando de un enorme proceso de desbroce y selección: todos los niños son alimentados en la fábrica y todos pagan por ello». En respuesta, Goodman abogó por el desarrollo de escuelas a pequeña escala o miniescuelas en los centros urbanos. Mediante la participación y la descentralización, estas miniescuelas podrían permitir una dirección acorde con las necesidades y deseos de los alumnos y de las comunidades y barrios en los que estuvieran situadas. Goodman también sugirió que «en algunos casos, las escuelas podrían prescindir de sus clases y utilizar calles, tiendas, museos, cines y fábricas como lugares de aprendizaje» (Spring, 1998, p. 56). De hecho, los participantes de la Anarchist Free Skool siguieron este planteamiento, impartiendo clases regularmente en las aceras del mercado de Kensington. En otras ocasiones, las clases se impartían en lavanderías, parques cercanos y en los piquetes de huelga de los trabajadores.

La Escuela Libre Anarquista

El Anarchist Free Space and Free Skool (AFS) fue creado en abril de 1999 por artistas y activistas que habían organizado un freeskool bastante animado en un local que pronto cerraría, el Community Cafe. Cuando el Community Cafe cerró, algunos de los participantes en el freeskool, deseosos de mantener la actividad, se instalaron en un amplio local del Kensington Market, un barrio multicultural e históricamente obrero del centro de Toronto.

El Espacio Libre pretendía ser un lugar en el que anarquistas comprometidos, novatos y no anarquistas pudieran reunirse y compartir ideas sobre las perspectivas, dificultades y estrategias para crear nuevas relaciones sociales antiautoritarias. El principal vehículo para ello fue un ambicioso programa de clases sobre diversos temas. La esperanza del nuevo colectivo se expresaba en una declaración que figuraba en la portada de su calendario de cursos.

La educación es un acto político. Al profundizar nuestro conocimiento de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, compartiendo habilidades e intercambiando experiencias en un entorno igualitario, no jerárquico y libre de prejuicios, desafiamos hábitos que nos restan poder y ampliamos nuestra conciencia de alternativas a las desigualdades de una sociedad capitalista. La Escuela Libre Anarquista es una contra-comunidad dedicada a efectuar el cambio social a través de la aplicación de los principios anarquistas en todas las esferas de la vida. Este Espacio representa una oportunidad para que la comunidad en general se reúna y explore estas alternativas. El Espacio Libre Anarquista da la bienvenida a todas las solicitudes de uso del Espacio.

Los cursos reflejaron el deseo de apertura: no todos eran anarquistas hablando con anarquistas sobre la anarquía (aunque algunos de ellos eran precisamente eso). Algunos de los cursos fueron «Canciones de amor de los años 20 y 30», «Arte callejero», «Entender la violencia contra las mujeres» y «Economía alternativa». No sólo se cuidó la mente, sino también el cuerpo en una clase de yoga y en talleres de shiatsu. Durante la mayor parte del año hubo al menos una clase cada tarde entre semana. Las de mayor éxito y duración fueron «Introducción al anarquismo» y «Anarquismo de lucha de clases, sindicalismo y socialismo libertario» (véase el Apéndice).

Para mí, algunos de los cursos más interesantes no eran cursos en absoluto, sino más bien eventos. Todos los martes a las 9:23 p.m. en punto, la Oficina Internacional de Investigación Recordista se reunía para hacer excursiones en su particular tipo de caos. Los Recordistas prometían y a menudo cumplían: «Una reunión semanal, abierta a aquellos interesados en el Recordismo, el Surrealismo y otras corrientes de lo Fantástico y lo Absurdo en el arte y la cultura contemporáneos (y la espiritualidad, y la política, etc., etc.), para la exploración de esos temas mediante debates, presentaciones, juegos y otras actividades colectivas, y tonterías y payasadas en general». Una de las veladas de Recordist consistió enteramente en un tipo cortando una caja de cartón. Cuando apareció en el sótano una de las momias de los Recordistas, todo el espacio se quedó boquiabierto. Sin embargo, la momia se hizo popular, consiguió su propio armario y un lugar privilegiado en el escaparate.

Otra clase interesante fue la titulada «La deriva como fundamento de un urbanismo unitario». Inspirado en el «dérive» de los situacionistas (o creación de caminos espontáneos por la ciudad), «The Drift», como llegó a conocerse, reunía a la gente para deambular por la ciudad nocturna explorando los lugares ocultos, inadvertidos y apartados de un alter-Toronto.

Además de las clases, la AFS intentó revivir la tradición de los salones anarquistas. Como se indicaba en el folleto del curso «Los salones tienen una colorida historia en todo el mundo y en particular dentro de las comunidades anarquistas. Los salones son foros de conversación intencionales en los que la gente entabla un discurso apasionado sobre lo que considera importante». En la AFS, el tercer viernes de cada mes se reservaba para animadas discusiones sobre diversos temas decididos por los participantes. A menudo los salones incluían una cena y una actuación. Según todos los indicios, los salones eran agradables y atractivos, y atraían a más de cuarenta personas.

Otros acontecimientos memorables, desde los más extravagantes a los más profundos, fueron la infame Fiesta de Rituales Satánicos, que atrajo a la policía y casi hizo dimitir a uno de nuestros miembros paganos; las actuaciones de Go Guerrila y el lanzamiento del fanzine; un par de espectáculos punk organizados por la tarde después del cierre de Emma; y (en el lado profundo) las lecturas de poesía de Books to Prisoners por el ex-líder John Rives.

Algunos proyectos nunca llegaron a cuajar y otros sufrieron la falta de atención. La biblioteca de préstamo sufrió un abandono regular, ya que nadie parecía interesado en ocuparse de ella. Con el tiempo, se deterioró por completo. La propuesta de una mesa libre de artículos usados nunca llegó a ponerse en marcha. Tampoco lo hizo la Liga Anarquista Revolucionaria de Bolos (RABL). Más positivamente, Anti-Racist Action y el Toronto Video Activist Collective (TVAC) siguen utilizando el espacio para reuniones y proyecciones de vídeos. Otros, como Food Not Bombs y los Recordists, se retiraron antes de disolverse por completo.

Los participantes en Free Skool reconocieron abiertamente el ejemplo del educador anarquista Francisco Ferrer, quien sugirió que la pedagogía radical debía cuestionar y desafiar las prácticas tradicionales o habituales que sostienen las estructuras sociales existentes (Ferrer, 1913). Los cursos hacían hincapié en las capacidades de las personas para actuar y dar forma a la dirección de la sociedad, empezando por el entorno local en el que vivían, trabajaban y aprendían. El anarquista Paul Goodman sostenía que, en las escuelas libres, «se podía prescindir del uso de profesores titulados y utilizar como maestros a personas como el farmacéutico, el tendero y el obrero de la fábrica» (Spring, 1998, p. 56). Los participantes en la Escuela Libre Anarquista siguieron este enfoque. En lugar de instructores que presentaban la información de forma unilateral, con una voz dominante, en las clases participaban miembros de AFS que actuaban como facilitadores, responsabilizándose de fotocopiar y poner a disposición lecturas, y asegurándose de que el espacio estuviera disponible y abierto y de que la gente fuera bienvenida. Dada su familiaridad inicial con las ideas y textos anarquistas, ayudaron a rellenar lagunas de conocimiento, en particular sobre prácticas, teorías o historias específicas, cuando fue posible y necesario, o a sugerir textos para futuras lecturas. A menudo, los nuevos alumnos hacían preguntas específicas sobre cómo los anarquistas habían tratado históricamente determinadas cuestiones, como la justicia o el castigo. Normalmente, la responsabilidad de presentar un tema rotaba entre los participantes de la clase según sus intereses personales o su disponibilidad, ya que se ofrecían voluntarios para responsabilizarse de lecturas específicas o temas semanales. Tras una breve introducción a las lecturas o los casos, las clases se abrían a un debate poco estructurado basado en lecturas individuales y colectivas del tema.

Aún más, dentro de las clases y reuniones de Free Skool, los anarquistas intentaron desarrollar la escucha activa, el debate respetuoso y el desacuerdo productivo, en un contexto que reconoce el daño hecho a muchos «estudiantes» por sus experiencias negativas previas en las escuelas convencionales. La puntualidad, la pasividad y la obediencia no se promovían en absoluto en la AFS. Se hacía hincapié en la formación para la acción comunitaria y el desarrollo de una conciencia social crítica. Algunos incluso identificaron las estructuras y el ritmo de los entornos urbanos modernos como barreras para el aprendizaje.

Los organizadores se dieron cuenta de que existen muchas barreras a las que se enfrenta la gente para aprender de forma libre e independiente. Hicieron hincapié en los esfuerzos por romper la dependencia y la inhibición dentro del proceso de aprendizaje. La anarquista Emma Goldman criticó los enfoques del aprendizaje que hacían hincapié en las acciones de los gobernantes, las élites y los gobiernos. Este tipo de enfoque, todavía demasiado común hoy en día, condiciona a las personas a aceptar una sociedad en la que la mayoría de la gente es pasiva, esperando que grupos de líderes dirijan los acontecimientos. Estos enfoques suelen reforzar las instituciones autoritarias. Los participantes de la Escuela Libre Anarquista vieron de primera mano el impacto de este tipo de enseñanza. En las reuniones iniciales de las clases, los participantes no anarquistas expresaron a menudo su aceptación de la estratificación social o expusieron su opinión de que las élites tenían derecho a las desiguales recompensas sociales que recibían. Una de las respuestas comunes era que tenían «trabajos más importantes» o «mayores responsabilidades». Las clases de la Escuela Libre Anarquista brindaron una importante oportunidad para debatir estas cuestiones de forma constructiva y respetuosa. Los anarquistas señalaron que a menudo los trabajos más importantes, como la recogida de basuras, eran los menos recompensados. Del mismo modo, el trabajo de mayor responsabilidad, como la maternidad, no era recompensado monetariamente en absoluto. El trabajo asistencial, como la educación preescolar y la enfermería, no se recompensa en términos de estatus y a menudo se recompensa poco monetariamente, en relación con la importancia del trabajo.

Para los anarquistas, el aprendizaje debe contribuir a la independencia de pensamiento y acción y a la capacidad de autodeterminación. En opinión de los participantes de Free Skool, siempre es importante evitar los enfoques ideológicos del aprendizaje. Las ideas anarquistas deben ser sometidas a una crítica y revisión vivas como cualquier otra idea. El debate debe ser siempre abierto y bienvenido dentro de los espacios anarquistas. Se debe evitar la insistencia dogmática en la corrección de teorías o ideas particulares y se deben socavar activamente las tendencias al dogma.

Los anarquistas de la Escuela Libre no veían el espacio como un lugar para adoctrinar o difundir una ideología particular. Tal enfoque estaría destinado al fracaso de todos modos, y además contravendría los principios anarquistas y antiautoritarios de los participantes. La educación debería ayudar a las personas a liberarse del dogma social y alentar sus esfuerzos por cambiar positivamente las estructuras sociales y las relaciones sociales. Se presentaron diferentes variedades de anarquismo y otras corrientes de pensamiento radical para su debate, discusión y valoración. Se exploraron historias ocultas de resistencia y organizaciones sociales alternativas.

Las clases contaron con una participación de entre cinco y treinta personas. La proporción de hombres, mujeres y transexuales varía en función de la clase. Del mismo modo, las clases fueron impartidas por hombres y mujeres en una proporción aproximadamente igual. El AFS consiguió superar con bastante éxito las divisiones generacionales que afectan a muchos grupos de activistas, especialmente a algunos de los grupos de acción directa del movimiento de globalización alternativa. El Free Skool proporcionó un espacio en el que niños de apenas unos meses jugaban mientras personas de más de ochenta años debatían y compartían chistes. La edad de los participantes en las clases era muy variada, y en ellas solían participar desde adolescentes tardíos hasta personas de sesenta y setenta años.

Además de las clases, la Free Skool también funcionaba como centro de información en el que se prestaban libros y otros materiales a los miembros de la comunidad. Además de ofrecer cursos sobre medios de comunicación alternativos e independientes, la Free Skool puso a disposición de la comunidad cámaras y equipos de edición de películas. La cineasta experimental Kika Thorne trajo equipos para editar películas en Super 8 y enseñó a utilizarlos a todos los interesados.

Todo ello formaba parte de un énfasis más amplio en el intercambio de habilidades. La gente registraba sus conocimientos en la Free Skool para que quienes quisieran aprender algo concreto pudieran ponerse en contacto fácilmente con alguien dispuesto a compartir información y experiencias. Periódicamente se organizaban talleres más amplios sobre temas, habilidades y actividades específicas, como la creación de fanzines, la guitarra, el arte, el tejido, la cocina y la jardinería. También se ofrecieron sesiones sobre defensa personal. Como reflejo de los enfoques holísticos de la salud, se impartieron clases y talleres sobre nutrición, primeros auxilios y atención sanitaria básica.

«Organización «de clase

Los enfoques libertarios o anarquistas de la educación hacen hincapié en la implicación participativa, las prácticas y relaciones consensuadas y la limitación de las estratificaciones basadas en la pericia o la experiencia (Spring, 1998). En la Free Skool, el énfasis educativo se puso en el aprendizaje para la justicia social, el aprendizaje como justicia social. No se trataba de una búsqueda académica, ni siquiera puramente intelectual, sino más bien de un enfoque holístico de la educación en y como práctica. Para los participantes, el aprendizaje se orientaba hacia una transformación positiva tanto social como personal. Los alumnos, que también eran profesores, se comprometían a utilizar sus oportunidades y recursos, su práctica colectiva y sus conocimientos para contribuir a la mejora de comunidades especialmente pobres. El fomento de la justicia social por parte de Free Skool no se limitaba al contenido radical de los cursos, sino que se expresaba tanto en la estructura como en la práctica de los cursos y del espacio en general. En particular, esto incluía procesos de toma de decisiones basados en el consenso y prácticas participativas en las que los alumnos guiaban la dirección de los cursos y del propio espacio.

Los anarquistas hacen hincapié en la escuela como lugar de poder político, cultural, social y económico. La escuela inculca el respeto a la autoridad y construye una deferencia y adhesión habituales a las leyes del país. En palabras de uno de los directores del movimiento anarquista Escuela Moderna de Nueva Jersey en la década de 1920: «Desde el momento en que el niño entra en la escuela pública se le entrena para someterse a la autoridad, para hacer la voluntad de los demás como algo natural, hasta que se forman hábitos mentales que en la vida adulta benefician a la clase dominante» (Kelly, 1925, p. 115). Las críticas al sistema escolar público basado en el gobierno incluyen su énfasis nacionalista (con himnos para iniciar los días lectivos y banderas en los edificios e imágenes de presidentes o monarcas en todas las aulas. También preocupa la formación para las exigencias del mercado laboral y el sistema industrial, en lugar de para el análisis crítico o la «ciudadanía» comprometida. Forma parte de una organización más amplia contra el patriotismo y la regulación moral dentro de la sociedad, así como de los sistemas escolares.

Los anarquistas, al igual que otros teóricos de la educación radical, expresan su preocupación por el modo en que la escolarización tradicional forma a las personas para que acepten un trabajo monótono, aburrido o sin satisfacción personal (Spring, 1998, p. 14). Existe una gran y creciente presión por parte de los responsables políticos, los funcionarios, los burócratas y los líderes empresariales para que toda la educación se oriente hacia el cumplimiento de las demandas percibidas o previstas del mercado laboral. La educación se considera principalmente, o incluso únicamente, como preparación para la carrera profesional. El aprendizaje se pone al servicio de un futuro papel social y de la preparación para ese papel. Como señala Spring (1998, p. 146) «El conocimiento no se presenta como un medio de comprensión y análisis crítico de las fuerzas sociales y económicas, sino como un medio de sumisión a la estructura social».

No se trataba simplemente de una preocupación abstracta o filosófica, los participantes en Free Skool criticaban las políticas educativas neoliberales de su propia provincia, que desplazaban el énfasis de la educación hacia una formación orientada casi exclusivamente al mercado laboral.

El gobierno de Ontario en el momento de la apertura de Free Skool había legislado recientemente el requisito de que los programas universitarios justificaran su financiación en función del éxito laboral de los graduados. Obligó a los programas a justificar su existencia sobre la base de vagas referencias a la empleabilidad. Esta prueba de empleabilidad desplazó el énfasis de los programas del análisis crítico a consideraciones supuestamente prácticas. Los programas de sociología, por ejemplo, pasaron de la teoría crítica o los estudios de movimientos sociales a áreas supuestamente más comercializables como la criminología y los estudios sobre la familia.

Otra preocupación de los anarquistas es la contribución de los discursos educativos al mito de la movilidad social dentro de las relaciones sociales capitalistas estratificadas. Dentro de estos discursos populares, las credenciales educativas se aceptan acríticamente como una base, incluso la base, para las recompensas sociales, o más bien como una medida de la valía o posición social (Wotherspoon, 2009; McLaren, 2005, 2006). Lamentablemente, tales credenciales se distribuyen en gran medida a lo largo de las líneas de desigualdad existentes y reflejan las divisiones actuales de clase y estatus. En lugar de aumentar la movilidad, la educación y el énfasis en las credenciales, el prestigio y la recompensa refuerzan las divisiones de clase social (Spring, 1998; McLaren, 2005; 2006). Como señala Spring (1998, p. 29)

A los pobres se les hace creer que la escuela les brindará la oportunidad de ascender socialmente, y que el ascenso dentro del proceso de escolarización es el resultado del mérito personal. Los pobres están dispuestos a apoyar la escolarización sobre la base de esta fe. Pero como los ricos siempre tendrán más años de escolarización que los pobres, la escolarización se convierte en una nueva forma de medir las distancias sociales. Como los propios pobres creen en la corrección de la norma escolar, la escuela se convierte en un medio aún más poderoso de división social. A los pobres se les enseña a creer que son pobres porque no consiguieron ir a la escuela. A los pobres se les dice que se les dio la oportunidad de progresar, y se lo creen. La posición social se traduce a través de la escolarización en logros y fracasos. Dentro de la escuela, las desventajas sociales y económicas de los pobres se denominan bajo rendimiento. Sin escuela no habría abandono escolar.

El enfoque anarquista pretende transformar radicalmente la sociedad en lugar de reformarla. Como sugiere Joel Spring (1998, pp. 9-10), mientras que los enfoques reformistas de la educación intentan eliminar la pobreza educando a los hijos de los pobres para que funcionen dentro de las estructuras sociales existentes, la educación radical intenta cambiar las estructuras sociales que apoyan y perpetúan las relaciones sociales desiguales. No cabe duda de que los enfoques reformistas pueden aportar mejoras, que no deben descartarse, pero no introducen los profundos cambios socioestructurales necesarios para abordar la pobreza y la desigualdad. En palabras de Spring (1998, p. 10) «El primer enfoque haría hincapié en cambiar el comportamiento para que encaje en la estructura social existente, mientras que el segundo trataría de identificar aquellas características psicológicas de la estructura social que mantienen a los pobres bajo control». Para los participantes en Free Skool, la educación debe formar parte de los procesos de transformación social y emancipación humana. Los esfuerzos individuales por triunfar dentro de las estructuras existentes no suelen acabar con la desigualdad y la injusticia. Las escuelas no deben reforzar la organización social de la sociedad. Deben desafiarla y cambiarla.

Lo que hay que buscar en el futuro es un sistema de educación que eleve el nivel de conciencia individual hasta la comprensión de las fuerzas sociales e históricas que han creado la sociedad existente y determinado el lugar del individuo en esa sociedad. Esto debe ocurrir mediante una combinación de teoría y práctica en la que ambas cambien a medida que todas las personas trabajan por una sociedad liberada. No debe haber un proyecto para el cambio futuro, sino más bien un diálogo constante sobre los medios y los fines. La educación debe estar en el centro de este esfuerzo revolucionario. (Primavera, 1998, p. 146)

Para los anarquistas, las alternativas educativas se sitúan como parte de intentos generales, dentro de movimientos colectivos, de cambiar sistemas de poder más amplios, incluyendo pero no limitándose a los de la educación. Los anarquistas buscan una desinstitucionalización del proceso de socialización. Para los anarquistas, las escuelas enseñan a las personas a confiar en el juicio del educador mientras desarrollan desconfianza en su propio juicio (Spring, 1998; McLaren, 2005; 2006).

Implícito en el concepto de una sociedad sin escuelas está el fin de todas las demás instituciones que son caldo de cultivo para el dogma y los imperativos morales. En cierto sentido, la Iglesia y el Estado son escuelas, con ideas sobre cómo deben actuar las personas y cómo deben ser. Una sociedad sin escuelas sería una sociedad sin instituciones de misticismo y autoridad. Sería una sociedad de autorregulación en la que las instituciones serían producto de la necesidad y la utilidad personales y no fuentes de poder. (Primavera, 1998, pp. 52-53)

Para los anarquistas de la AFS, trabajar hacia una nueva sociedad depende, en parte, de cambios en las ideas y actitudes. Las nuevas relaciones sociales no surgen totalmente formadas de la nada. Hay que enseñarlas, aprenderlas, jugar con ellas, experimentarlas, revisarlas y volver a aprenderlas. Al mismo tiempo, las prácticas menos aceptables o menos deseables deben desaprenderse o descartarse. Esto no se hace inmediatamente, es el resultado de un acto de voluntad. Es más, las personas criadas en contextos autoritarios, socializadas dentro de supuestos autoritarios, necesitarán, comprensiblemente, aprender nuevas formas de actuar. Tendrán que adaptarse, por ensayo y error, a nuevas formas de relacionarse. Sin embargo, existen relativamente pocos espacios accesibles en los que se puedan llevar a cabo estas prácticas. El anarquista Max Stirner (1967, p. 23) se preguntaba: «¿Dónde se educará a una persona creativa en lugar de una que aprende, dónde se convierte el maestro en un compañero de trabajo, dónde reconoce el conocimiento que se convierte en voluntad, dónde cuenta el hombre libre como meta y no meramente el educado?». Los anarquistas de AFS intentaron ofrecer oportunidades para que la gente experimentara y luchara por crear nuevas formas de relación, interacción y entendimiento mutuo.

La mayoría de los miembros de Free Skool lucharon bajo regímenes de escolarización pública, encontrando que su educación era limitante, restrictiva y carente de espacios para la expresión de la creatividad. Muchas de las personas que participaron en las clases de Free Skool llevaban décadas sin asistir a la escuela formal. Para ellos, el Free Skool supuso una grata alternativa a sus experiencias educativas, por lo general insatisfactorias e insatisfactorias. Muchos estaban agradecidos por la presencia de la Free Skool, sugiriendo que habían buscado toda una vida experiencias de aprendizaje tan atractivas.

Para los anarquistas de Free Skool, la cuestión del contenido no es la única. Los anarquistas también destacan la importancia de los métodos. Como en otras áreas de actividad, los anarquistas subrayan la importancia de la correspondencia entre medios y fines, forma y contenido. Para los anarquistas, las relaciones y prácticas antiautoritarias no pueden provenir de métodos autoritarios. En la educación existe una relación entre los métodos y enfoques de aprendizaje y la organización del aula y el carácter del desarrollo de las relaciones entre los participantes. El aprendizaje puede ser un fin en sí mismo y debe ser un proceso enriquecedor que permita la experiencia gratificante del no autoritarismo en la práctica.

Las preocupaciones sobre los tipos de métodos aplicados en el aula tienen que ver con la naturaleza y el alcance del control y la autoridad (Spring, 1998, p. 26). Los críticos de la educación radical sugieren que las técnicas de clase han estado relacionadas con la formación de un carácter que encaje y funcione de acuerdo con las instituciones de autoridad existentes fuera de la escuela (en el gobierno o las empresas). Las sociedades modernas de consumo de masas, según el teórico crítico Ivan Illich, requieren un carácter ciudadano que confíe o dependa del asesoramiento de expertos, que pueden integrarse ampliamente en los procesos de toma de decisiones (véase Hardt y Negri, 2009). La sociedad depende del consumo de paquetes expertamente planificados y puestos en circulación según estrategias de marketing. Para los críticos radicales, la escolarización prepara al individuo asumiendo la responsabilidad de «todo el niño» (Spring, 1998, p. 26).

Al intentar enseñar a conducir automóviles, educación sexual, a vestirse, a adaptarse a los problemas de personalidad y una serie de temas relacionados, la escuela también enseña que hay una forma experta y correcta de hacer todas estas cosas y que uno debe depender de la pericia de los demás. Los alumnos de la escuela piden libertad y lo que reciben es la lección de que la libertad sólo la confieren las autoridades y debe usarse de forma «experta». Esta dependencia crea una forma de alienación que destruye la capacidad de acción de las personas. La actividad ya no pertenece al individuo, sino al experto y a la institución. (Spring, 1998, pp. 26-27)

De hecho, los participantes en Free Skool trabajaban explícitamente para superar el dominio de los expertos en la vida social. Esto no quiere decir que rechacen el conocimiento desarrollado por algunas personas en áreas específicas, como la informática, la sanidad, la nutrición o la carpintería, basado en la experiencia y la formación. Se trata más bien del dominio de amplias esferas de la vida social por parte de expertos y del estado de ánimo que sugiere una deferencia acrítica hacia las autoridades. También habla en contra del carácter propietario de gran parte del conocimiento experto, como posesión privilegiada o ventaja competitiva, dentro de las sociedades capitalistas. Más concretamente, los anarquistas de Free Skool pretendían que todo el mundo tuviera la oportunidad de desarrollar su propia pericia y confianza. Esto formaba parte de un énfasis general en las prácticas de «hágalo usted mismo» (DIY) o «hágalo usted mismo» (DIO). Se animaba a la gente a formular respuestas y desarrollar soluciones a los problemas de forma participativa y colectiva, aportando ideas, experimentando, practicando y reelaborando con los demás participantes.

Los críticos anarquistas sostienen que los pobres aprenden en la escuela que deben someterse al liderazgo o la autoridad de los más escolarizados. Los que tienen más estudios, en términos de años y grados, suelen ser los que proceden de clases más privilegiadas y completan la educación postsecundaria y los estudios de posgrado. Por lo tanto, los anarquistas buscan subvertir esta relación entre educación y liderazgo o autoridad, particularmente sobre la base de la clase.

En este caso, la preocupación no es el orden y la eficacia, sino el aumento de la autonomía individual. El objetivo del cambio social es aumentar la participación individual y el control del sistema social. Este modelo se basa en la convicción de que gran parte del poder de las instituciones sociales modernas depende de la voluntad de las personas de aceptar la autoridad y la legitimidad de estas instituciones. En este contexto, la cuestión no es cómo encajar al individuo en la maquinaria social, sino por qué la gente está dispuesta a aceptar un trabajo sin satisfacción personal y una autoridad que limita la libertad. (Spring, 1998, p. 131)

Los anarquistas intentan superar las relaciones tradicionales entre profesores y alumnos, que pueden inhibir a los estudiantes y reforzar las estructuras de autoridad de mando y obediencia. Para Stirner, la educación debería ayudar a los individuos a ser personas creativas en lugar de aprendices. Los alumnos pierden su libertad si quieren depender cada vez más de los expertos y de las instituciones para aprender a actuar. En lugar de aprender cómo actuar, podrían determinar por sí mismos cómo actuar.

Los anarquistas buscan prácticas y relaciones educativas que contribuyan a formar personas no autoritarias «que no acepten obedientemente los dictados del sistema político y social y que exijan un mayor control personal y capacidad de elección» (Spring, 1998, p. 14). Esto incluye la experiencia en el desarrollo de prácticas colaborativas, el intercambio de conocimientos y la Ayuda Mutua, en lugar de la competición por las calificaciones o el estatus, o el énfasis en la posesión individual de conocimientos, la propiedad intelectual y la «originalidad» que caracteriza a gran parte de la educación convencional, especialmente la postsecundaria.

Para los anarquistas, los métodos de disciplina y recompensa de la enseñanza convencional socavan la libertad y la autodeterminación (Spring, 1998, p. 25). Con demasiada frecuencia, los profesores utilizan la motivación extrínseca, a través de las notas, las amenazas de castigo o las promesas de ascenso (Spring, 1998, p. 25). El foco de atención puede desplazarse fácilmente hacia el motivo extrínseco, como las notas. Esta es una característica común de las aulas neoliberales, ya que las notas, un sustituto del salario, se convierten en la principal preocupación de los estudiantes que buscan una credencial específica, que pueda convertirse en un puesto de trabajo en el mercado laboral. Esto es similar al proceso por el cual la satisfacción en las cualidades intrínsecas del trabajo ha sido desplazada hacia la satisfacción en el salario, incluso cuando el trabajo en sí es despreciado o debilitante.

Parte del poder del Estado moderno reside en su conciencia de la importancia de la «dominación de la mente» (Spring, 1998, p. 40). Para los anarquistas, la libertad debe extenderse más allá de la libertad política y la igualdad ante la ley, para hacer hincapié en el autocontrol sobre las propias perspectivas, creencias y prácticas. La mayoría de los sistemas educativos se han orientado hacia la interiorización de valores y creencias o el desarrollo de una conciencia que favorece el apoyo a las estructuras y relaciones sociales existentes (Spring, 1998; McLaren, 2005; 2006). Las prácticas no autoritarias de educación pretenden fomentar este enfoque más amplio de la libertad, a través de los propios esfuerzos y experimentación, éxitos y fracasos de las personas. Los anarquistas no pretenden tener prácticas pedagógicas perfectas ni respuestas prefabricadas a preguntas difíciles. Reconocen que ellos mismos tienen mucho que aprender sobre prácticas de libertad y transformación radical, socializados dentro de sistemas autoritarios como lo han sido.

El anarquista Colin Ward sugiere que una de las tragedias de la lucha social es que la gente no sabe inmediatamente cómo abordar la libertad. Todos necesitamos aprender a través de la experiencia prácticas de consenso, acción directa, Ayuda Mutua, solidaridad y justicia reparadora. La educación es un aspecto clave en la organización de cualquier sociedad, sea cual sea su escala. El objetivo de los planteamientos libertarios «es, por tanto, un método educativo que anime y apoye a los individuos no autoritarios que no están dispuestos a someterse a la autoridad y que exigen una organización social que les proporcione el máximo control y libertad individuales» (Spring, 1998, p. 131). El enfoque DIO de la educación perseguido por los anarquistas de Free Skool estaba impulsado por la creencia de que «ningún cambio social tiene sentido a menos que la gente participe en su formulación» (Spring, 1998, p. 132). Esta convergencia de organización revolucionaria y educación radical es un aspecto clave del trabajo para desarrollar infraestructuras de resistencia. Por lo tanto, es un área de cierto énfasis para los anarquistas. Para los anarquistas, el fracaso de las revoluciones anteriores y su desarrollo en direcciones conservadoras, se relaciona con la falta de «medios radicalmente nuevos de educación y socialización mediante los cuales todas las personas pudieran ser incorporadas al movimiento revolucionario y convertirse en miembros activos del mismo en lugar de sus objetos» (Spring, 1998, p. 133). Los miembros del Free Skool anarquista tenían claro que no se podía desear la existencia de una sociedad no autoritaria y que ésta no se produciría sin organización, debate y compromiso. La Free Skool formaba parte de esos procesos más amplios. Al mismo tiempo, los organizadores de la Free Skool eran conscientes de que no debían convertirse en un espacio terapéutico ni producir dependencia de la Free Skool como institución.

En términos sociales y políticos, el AFS estuvo más vivo, y de hecho fue más relevante, durante su segunda primavera y verano, cuando varios miembros consiguieron aportar al espacio una perspectiva de organización comunitaria. Cansados de la deriva aparentemente interminable hacia debates pedantes y ensoñaciones místicas, los activistas comunitarios intentaron desarrollar el AFS como un recurso útil para la comunidad. Es importante destacar que, a diferencia de otros miembros del colectivo, los organizadores comunitarios tenían una visión y unas estrategias claras que querían seguir. Consideraban que el AFS podía (y debía) ser un centro de organización y educación útil y se pusieron en contacto con activistas serios de la ciudad. La Coalición de Ontario contra la Pobreza (OCAP) fue invitada a celebrar sus noches de cine en el espacio todos los sábados y organizó con éxito varias «proyecciones» multitudinarias.

El fanzine anarquista Sabcat salió del AFS y, desde su primera aparición, ha suscitado un enorme entusiasmo en la ciudad y en el extranjero. Sabcat ha presentado obras de arte originales, reseñas y artículos sobre temas como «sindicalismo verde», «OCAP» y «educación alternativa».

Tratando de superar la división educativa que separa a «ciudadanos» y presos, los miembros de AFS iniciaron un programa de Libros a Presos que tuvo bastante éxito. Las lecturas de poesía y los espectáculos de hardcore punk consiguieron cientos de donaciones de libros junto con la ayuda de algunas editoriales y distribuidores independientes. En poco tiempo, el Free Skool hizo los primeros envíos a reclusos de prisiones de hombres y mujeres.

¿El mercado de quién? Contra el vapuleo de los pobres

Casi todo lo que he leído sobre este tipo de espacios alternativos plantea el asunto de la gentrificación en las ciudades norteamericanas. Esta historia no es una excepción. Al mismo tiempo, el planteamiento educativo del Free Skool mantenía que sus miembros desarrollaran un compromiso con la justicia social y la participación comunitaria en apoyo de quienes carecen de recursos. Poniendo en práctica su educación, los miembros de los colectivos de Free Skool tomaron parte destacada en la batalla contra el aburguesamiento del barrio de Kensington Market.

Durante una reunión general celebrada en mayo de 2000, un miembro alertó a los participantes de Free Skool sobre una petición que había empezado a circular contra los planes de la St. Stephen’s Community House de abrir un comedor social y un albergue para personas sin hogar en Augusta Avenue, justo al norte del Free Space. La petición, redactada con bastante maldad, atacaba abiertamente a los pobres diciendo que no eran bienvenidos en el Mercado. Los miembros de Free Skool lo consideraron un acto de lo que la organizadora contra la pobreza Jean Swanson (2001) denomina «ataque a los pobres». En la misma reunión, el colectivo decidió sin demora entrevistar a todos los propietarios o gerentes de tiendas del Mercado para ver quién llevaba la petición y quién apoyaba los ataques contra los sin techo y los pobres. Con el apoyo de la AFS, equipos de dos personas pasaron los días siguientes hablando con la gente por todo el mercado. En los lugares en los que se encontraban peticiones -afortunadamente muy pocos las habían aceptado-, se dejó claro que esa propaganda contra los pobres era inaceptable. Se inició un boicot a una cafetería de moda frecuentada anteriormente por activistas, y quizá casualmente cerró a finales de verano.

A finales de junio se distribuyó en el mercado un panfleto que preguntaba: «¿Quieres que el mercado de Kensington se convierta en un barrio degradado más, sin esperanzas para su futuro?». Un segundo panfleto, distribuido por el Grupo de Trabajo del Mercado de Kensington, despotricaba histéricamente contra el comedor social previsto, sugiriendo que alimentar y dar cobijo a los sin techo no era más que encubrir el verdadero «objetivo de destruir el ambiente comercial familiar que es Kensington». Los miembros de la AFS organizaron una campaña para asistir a la audiencia del Comité de Ajustes de la ciudad y llevaron cartas de apoyo al comedor social. Finalmente se aprobaron los planes, aunque la asociación de comerciantes de Kensington ha prometido mantener los ataques.

Más tarde, en verano, se desarrolló otra batalla más directamente agresiva por el acoso del Ayuntamiento de Toronto a unos cuantos indigentes que vivían en el Mercado. La situación llegó a un punto crítico cuando uno de ellos nos pidió ayuda a varios miembros del Free Skool para impedir que los trabajadores municipales se llevaran sus cosas al vertedero. Cuando nos acercamos a los trabajadores, se negaron a decirnos qué ordenanza estaban invocando para llevarse las cosas, pero insinuaron que estaban presionados por la asociación de comerciantes. Tras debatirlo, llegamos a un acuerdo por el que los trabajadores municipales se comprometían a no tocar nada de lo que quedaba en la zona frente al Espacio Libre. Los chicos se quedaron en el espacio y vendieron su maravillosa variedad de artículos usados delante y al lado del Espacio Libre. Durante un par de meses fue como un auténtico bazar callejero. A los compradores les encantaban los montones de cosas y siempre había regateos. En esos dos meses vendieron más que el AFS.

Problemas de visión

La Escuela Libre Anarquista estaba abierta a la participación de cualquiera que estuviera de acuerdo con las perspectivas y prácticas no autoritarias y no opresivas. Cualquiera que estuviera de acuerdo con estos principios básicos podía tomar parte en las reuniones de miembros e implicarse en el proceso de toma de decisiones. El igualitarismo y la democracia participativa de un colectivo relativamente pequeño deberían permitir que las desigualdades y agravios en desarrollo se identificaran más fácilmente y se trataran de forma más inmediata, como muchos anarquistas han argumentado históricamente (Hartung, 1983, p. 96). En la Free Skool esto era así en general, aunque de forma imperfecta.

A veces, a la Escuela Libre le resultaba difícil desarrollar proyectos políticos continuos. Incluso era difícil llegar a un acuerdo sobre acciones a corto plazo. La visión de la Free Skool, reproducida más arriba, era un compromiso bastante vago para «profundizar en nuestro conocimiento de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, compartiendo habilidades e intercambiando experiencias». Aunque prometía una dedicación «a efectuar el cambio social a través de la aplicación de los principios anarquistas en todas las esferas de la vida», había poco acuerdo sobre cuáles eran estos principios y aún menos sentido de qué estrategias podrían ser necesarias para «efectuar el cambio social» o incluso para «desafiar los hábitos desempoderadores».

El colectivo tomó como modelo de proceso de toma de decisiones el enfoque de consenso esbozado por los Grupos de Investigación de Interés Público. El consenso, según el cual las decisiones se basan en largos debates y en un amplio compromiso de posturas, es un artículo de fe para muchos grupos anarquistas, que lo consideran más participativo, más abierto y con más probabilidades de conducir a decisiones mejores y más satisfactorias. También se considera una parte importante de la pedagogía participativa.

A pesar del compromiso con el consenso como herramienta pedagógica, hubo dificultades con el proceso. En primer lugar, la Free Skool fue a veces díscola a lo largo de su historia, nunca muy segura de si era un «lugar de reunión» contracultural, una colonia de artistas o un centro de recursos activistas; nunca segura de si su política era «lifestylista», socialista de mercado pequeñoburgués o anarquista de guerra de clases. ¿Arte, teoría, educación práctica o activismo? La AFS fracasó en su intento de aunar estos enfoques.

En segundo lugar, el consenso, por el largo tiempo que lleva tomar decisiones y porque siempre tiende a respuestas de compromiso, es en muchos sentidos inadecuado para un grupo activista vivo que debe tomar decisiones rápidas y puede no ser capaz de comprometerse con los principios. Los grupos diversos con nociones muy divergentes de lo que es el anarquismo requieren un proceso que permita que cada visión se exprese sin limitar o implicar a los otros miembros del grupo más grande. En la práctica, esto es muy difícil de negociar y de llevar a cabo. Las reuniones de Free Skool a menudo se atascaban en horas de acaloradas discusiones sobre si se podían colocar carteles activistas en las ventanas porque algunos de los artistas consideraban que los carteles eran antiestéticos y estéticamente desagradables. Ni que decir tiene que los activistas pensaban que era más importante dar publicidad a los acontecimientos importantes sin tener en cuenta las consideraciones estéticas.

La persistente falta de análisis y visión, junto con la incapacidad para evaluar el contexto político de la acción y desarrollar estrategias útiles para alcanzar los objetivos fijados, socavaron constantemente la capacidad de los colectivos para realizar una labor política. Está claro que las buenas intenciones no bastaban.

Conclusión

Proyectos como la Escuela Libre Anarquista surgen para satisfacer necesidades específicas, se transforman a medida que cambian las prioridades y los intereses y, finalmente, se disuelven sólo para surgir en otro lugar, como la Escuela Libre Anarquista que se ha transformado en la Universidad Anarquista. Prefiero la sugerencia del marxista autonomista Harry Cleaver de que estos espacios son actos de «autovalorización» que pueden desbaratar los circuitos de re/producción capitalista. Ciertamente, representan lugares en los que la gente tiene tiempo para valorarse a sí misma y a sus relaciones con los demás más allá del tiempo mercantilizado en el que transcurren gran parte de nuestras vidas. Siguiendo a Cleaver, podríamos entender las zonas autónomas temporales (ZAT) como aspectos de un rechazo a la dominación y como intentos creativos de llenar el tiempo, el espacio y los recursos así liberados.

Hay que tener cuidado de no subestimar la gran cantidad de trabajo real necesario para mantener una TAZ en funcionamiento. Aunque Bey suele describir las TAZ como momentos profundamente místicos, es importante recordar que tienen una materialidad sustancial. Las TAZ se construyen con lo mundano, lo cotidiano. Como proclama un cartel en el Espacio Libre: «Anarquía no significa platos sucios». (Aunque un vistazo al fregadero del Espacio Libre sugiera a menudo lo contrario.) Al final, lo que puede determinar el éxito o el fracaso de las zonas autónomas es cómo se satisfacen las exigencias de lo cotidiano.

Sin embargo, siempre hay un aspecto carnavalesco en espacios como el AFS. Ya sean las animadas conversaciones, la música hardcore de mala calidad, los extravagantes fanzines, los botones de humor, la alegre camaradería o el clarín del agit-prop, los espacios señalan su diferencia con el entorno, su «otredad». Como sitios liminales, son lugares de transformación del presente al futuro, vislumbres del «nuevo mundo en la cáscara del viejo».

Las zonas autónomas son centros de cultura y política del bricolaje. En escenas donde la fugacidad y lo efímero suelen predominar, los espacios libres ofrecen cierta permanencia, cierto arraigo. Proporcionan un espacio en el que los clandestinos pueden salir a la superficie y entablar un debate cotidiano con los no activistas, con gente que quiere saber de qué va esto de la anarquía.

Los participantes de Free Skool consiguieron llevar las ideas anarquistas más allá de los confines de las subculturas anarquistas y las «escenas» políticas radicales. A diferencia de muchos otros infoshops y espacios libres, el Free Skool consiguió atraer a gente del barrio a los espacios. La mayoría sólo se dejaba caer para charlar, pero muchos participaron en las clases y algunos incluso se unieron al colectivo. El Free Skool proporcionó un lugar, dentro de un barrio obrero, para que los no anarquistas se informaran sobre el anarquismo, hicieran preguntas difíciles y mantuvieran debates sobre la teoría y la práctica anarquistas. También proporcionó un centro comunitario, un espacio en el que los miembros de la comunidad podían reunirse para discutir los problemas del barrio y organizarse para hacer frente a las necesidades de la comunidad, tanto a través del desarrollo de sus propias actividades autodirigidas, sino también mediante la preparación de enfoques colectivos a las autoridades del gobierno local en torno a aspectos de la planificación y la política de la ciudad. Sin el Free Skool es seguro que el albergue para personas sin hogar y el comedor social habrían sido derrotados y no se habría dispuesto en el barrio de un importante recurso para los pobres. También es seguro que las personas sin hogar se habrían enfrentado a un mayor acoso y criminalización.

El hecho de que la Escuela Libre Anarquista fuera capaz de ampliar su alcance más allá de los estudiantes actuales para atraer a no estudiantes, en particular a personas de entornos pobres y de clase trabajadora, y a aquellos que habían abandonado la escuela hace mucho tiempo, es un testimonio de la promesa del compromiso de los participantes con el aprendizaje abierto y comprometido. También mostró el importante trabajo realizado por los miembros de Free Skool en la difusión en los barrios y comunidades locales, trabajando activamente para construir puentes y llevar el anarquismo fuera de cualquier zona de confort subcultural preexistente. Un comienzo prometedor, aunque todavía no ha crecido de la manera necesaria para forjar una conexión orgánica con otras comunidades.

Este no es ni mucho menos el último párrafo de esta historia. En este mismo momento se están escribiendo otros nuevos. Varias personas implicadas en AFS ya han trabajado para poner en marcha un nuevo espacio, un centro de recursos activistas orientado a proyectos políticos y al trabajo solidario. En lugar de limitarse a afirmar un compromiso con una noción nebulosa de anarquía, esta gente está desarrollando las bases de unos principios y un trabajo compartidos como parte de la preparación para abrir nuevos proyectos.

Pensados como algo un poco más permanente que la zona autónoma temporal, estos espacios anarquistas proporcionan las estructuras de apoyo para las culturas de oposición. Forman parte de movimientos más amplios de bricolaje que proporcionan infraestructuras comunitarias y económicas alternativas en los ámbitos de la música, la edición, el vídeo, la radio, la alimentación y la educación. Las heterotopías anarquistas son lugares para el desarrollo de habilidades, para aprender aquellas habilidades que no se desarrollan en las relaciones sociales autoritarias.

La existencia de TAZ permite cierta autonomía respecto a los mercados del capital. Su ethos es contrario al consumismo capitalista: juego en lugar de trabajo, regalos en lugar de mercancías, necesidades en lugar de beneficios. En teoría, ofrecen medios para socavar las relaciones y las autoridades estatales y del capital, tanto ideológicas como materiales. En la práctica, a menudo se conforman con mucho menos que eso.

Como siempre, el reto es mantener la apertura y la inclusión mientras se trabaja realmente para crear «el nuevo mundo en la cáscara del viejo». Muchos en la Escuela Libre se esforzaron por demostrar que la libertad no es una idea fantasiosa, algo sobre lo que puedan reflexionar filósofos y místicos. Sólo tiene sentido cuando se vive.

Apéndice

Descripciones de los cursos más populares de la Escuela Libre Anarquista:

ANARQUISMO DE LUCHA DE CLASES, SINDICALISMO Y SOCIALISMO LIBERTARIO

El anarquismo, como movimiento político, surgió como parte de luchas obreras más amplias por el socialismo y el comunismo y contribuyó enormemente a esas luchas. Sin embargo, los anarquistas contemporáneos de Norteamérica han olvidado en general esta importante conexión, ya que el anarquismo se ha convertido en un fenómeno en gran medida subcultural. Del mismo modo, las distinciones entre las tradiciones autoritarias y antiautoritarias dentro de la diversa historia del socialismo han sido borradas por los horrores de los regímenes capitalistas de estado que se autodenominan «socialistas». Este curso pretende reconectar el anarquismo con las luchas de los trabajadores para construir un mundo mejor más allá del capitalismo de cualquier tipo. El curso lo inician activistas preocupados por el análisis de clase y la organización cotidiana y no pretende ser simplemente un grupo de estudio.

INTRODUCCIÓN AL ANARQUISMO

Este curso será una amplia introducción a la teoría y práctica anarquista, así como una mirada a la historia del anarquismo y las luchas anarquistas. Se realizarán lecturas de algunos de los principales pensadores anarquistas como: Bakunin, Kropotkin, Goldman y otros. Además, la clase se estructurará de manera que los participantes puedan sugerir el enfoque y la dirección de las lecturas y los temas de debate.

Referencias

Bey, H. (1985). T.A.Z.: The temporary autonomous zone, ontological anarchy, poetic terrorism. New York: Autonomedia.

Bookchin, M. (1995). Social anarchism or lifestyle anarchism: An unbridgeable chasm. Edinburgh: AK Press.

Cleaver, H. (1992). The inversion of class perspective in Marxian theory: From valorisation to self-valorisation. In W. Bonefeld, R. Gunn & K. Psychopedis (Eds.), Open Marxism: Volume II, theory and practice. London: Pluto Press, 106–44.

Ferrer, F. (1913). The origin and ideals of the modern school. London: Watts and Company.

Foucault, M. (1986). Of other spaces. Diacritics, 16(1), 22–27

Hartung, B. (1983). Anarchism and the problem of order. Mid-American Review of Sociology, 8(1), 83–101.

Shantz, J. (2009). Rebuilding infrastructures of resistance. Socialism and Democracy, 23(2): 102–109.

Spring, J. (1998). A primer of libertarian education. Montreal: Black Rose.

Stirner, M. (1963). The ego and his own: The case of the individual against authority. New York: Libertarian Book Club.

Stirner, M. (1967). The false principle of our education. Colorado Springs: Ralph Myles.

Swanson, J. (2001). Poor bashing: The politics of exclusion. Toronto: Between the Lines.

No hay justicia en las tierras indígenas robadas en Canadá (2018) – Jeff Shantz

De: Georgia Straight



El 17 de agosto de 2014, el cuerpo de Tina Fontaine, una niña indígena de 15 años de la Primera Nación Sagkeeng, fue sacado del Río Rojo en Winnipeg, Manitoba. Había estado envuelta en un edredón lastrado por las rocas. Sumergida intencionadamente.

Su muerte dio un gran impulso a la formación de una investigación nacional sobre las mujeres y niñas indígenas desaparecidas y asesinadas en Canadá. La Asociación de Mujeres Indígenas de Canadá calcula que el número de mujeres indígenas desaparecidas y asesinadas en Canadá asciende a la asombrosa cifra de unas 3.000.

El 22 de febrero de 2018, un jurado predominantemente blanco de Winnipeg emitió un veredicto de no culpabilidad en el juicio de Raymond Cormier, de 56 años, el hombre que admitió haber arrojado su cuerpo al río. Este veredicto se produjo sólo unas semanas después de otra decisión infame, ésta de Saskatchewan, en la que el granjero blanco Gerald Stanley fue declarado no culpable de matar al joven indígena Colten Boushie, a pesar de admitir que había disparado al joven en la cabeza cuando entró en la granja de Stanley.

En respuesta a estos veredictos, se han celebrado concentraciones y marchas pidiendo «Justicia para Tina Fontaine» y «Justicia para Colten Boushie» en ciudades y pueblos de la llamada Canadá. Aunque los dos asesinatos, y la ira por los resultados de los juicios, fueron las chispas de las concentraciones, el verdadero objetivo era el sistema legal de Canadá y el carácter actual de la (in)justicia colonial en el país.

El asesinato de Fontaine va mucho más allá del horrible y despiadado acto que acabó directamente con su vida, sino que abarca todo el sistema colonial de justicia penal y el sistema de bienestar infantil en Manitoba y Canadá. Estos son en sí mismos sistemas asesinos durante la historia de la ocupación colonial. Muchos han concluido: «Todo el maldito sistema es culpable».

Sistemas de justicia penal

En contraste con la falta de justicia que sienten las víctimas indígenas, el sistema judicial de Canadá es especialmente duro con los indígenas. La población indígena de Canadá es objeto de un trato desproporcionado por parte de los sistemas de justicia penal de Canadá.

Mientras que los indígenas en Canadá representan el 4,3 por ciento de la población, representan más del 25 por ciento de los presos. Entre 2005 y 2015, la población reclusa indígena creció un 50 por ciento, frente a un crecimiento general del 10 por ciento. Las mujeres indígenas representan el 37% de todas las mujeres que cumplen una condena de más de dos años. En algunas partes de Canadá, los indígenas son encarcelados a un ritmo 33 veces mayor que los no indígenas. Y las prácticas de encarcelamiento están racializadas. Las mujeres indígenas pasan más tiempo en prisión. Cumplen la mayor parte de la reclusión en régimen de aislamiento. Están sometidas a más internamientos de máxima seguridad. Y están sometidas a más intervenciones de uso de la fuerza.

Los tribunales coloniales han ganado, y siguen ganando, millones de dólares con el procesamiento de los cuerpos de los indígenas. Como he argumentado, sin el procesamiento de personas pobres y oprimidas, y el flujo de dinero público generado por esto, el sistema de justicia penal en Canadá se colapsaría. Generaciones han sido procesadas a través del sistema. No están en conflicto con la ley; la ley está en conflicto con ellos. Los colonos (y los criminólogos, abogados y estudiosos del derecho de los colonos) tienen que enfrentarse a esta realidad.

Los oradores en las manifestaciones han preguntado, con razón, por qué los indígenas tienen que pasar por un sistema judicial que proscribe las prácticas de gobierno y justicia propias de los pueblos indígenas. El documento legal que enmarca y gestiona la gobernanza estatal canadiense de los pueblos y comunidades indígenas, la Ley India, es una legislación abiertamente racista que sirvió de modelo a los nazis y sus programas racistas.

Vidas robadas: De los internados a los sistemas de bienestar infantil

El sistema de internados robó legalmente a los niños indígenas de sus familias y comunidades y los transfirió a instituciones totales de borrado cultural. En esas instituciones (no eran escuelas), los niños fueron sometidos a inanición, experimentación, tortura y abusos físicos, emocionales y exuales, entre otros.

Más de 6.000 de los niños robados internados en escuelas residenciales nunca salieron vivos. Esto no es historia antigua, como afirman muchos apologistas del colonialismo de colonos cuando dicen a los indígenas que «lo superen» o que «sigan adelante con sus vidas». El último internado de Canadá no se cerró hasta 1996.

En el momento de su asesinato, Fontaine estaba bajo el llamado cuidado del sistema de bienestar infantil. Estaba sola en un hotel sin ningún tipo de apoyo social ni atención. Hoy en día, juristas como Pam Palmater sugieren que los sistemas de bienestar infantil cumplen una función similar a la de los internados.

Y los niños indígenas dentro de los sistemas de bienestar infantil siguen siendo sometidos a condiciones y circunstancias degradantes, deshumanizadas y abusivas. Esto incluye, de nuevo, el abuso físico, emocional y sexual. Palmater señala que para los más de 10.000 niños indígenas de Manitoba, la provincia en la que vivía y fue asesinado Fontaine, el sistema de acogida se ha convertido en el nuevo internado.

El colonialismo tiende a mutar, a evolucionar. Y lo hace dentro de los marcos legales. Como señalan tanto los activistas indígenas como los académicos, hoy, en el siglo XXI, hay más niños indígenas que han sido separados por la fuerza de sus padres y colocados en centros de acogida que en el momento álgido de la era de los internados.

Según los registros de 2011, aunque los niños indígenas representaban menos del siete por ciento de la población, representaban más del 48 por ciento de todos los niños acogidos en Canadá. La cifra correspondiente a Manitoba era de un asombroso 85%.

No hay justicia en las tierras indígenas robadas

La justicia en Canadá debe incluir -de hecho, sólo se basará en- abordar el hecho del robo de tierras y los derechos territoriales de los indígenas. El hecho de que Stanley pudiera salirse con la suya al matar a Boushie por entrar en «su tierra» en un contexto de ocupación colonial de la tierra por parte de los colonos y del Estado colono canadiense dice mucho sobre la naturaleza de los problemas de la tierra en Canadá.

En los últimos mítines se ha insistido en que la cuestión de la tierra debe tratarse en toda la llamada América del Norte. Varias personas han relacionado la violencia colonial contra la tierra con la violencia colonial contra las mujeres. En Vancouver, los oradores recordaron a la asamblea que las mujeres indígenas empezaron a desaparecer en cuanto llegaron los colonizadores. Kanahus Manuel señaló que la Hudson’s Bay Company se llevó a las niñas y mujeres indígenas. Desafiante, dijo: «¿Cómo se atreve Canadá?».

Ahora los gobiernos quieren traer más hombres de fuera a sus territorios, y más mujeres desaparecerán. Defender la tierra es el trabajo de impedir que las mujeres desaparezcan.

Justicia indígena

En una reciente conferencia del Consejo Ejecutivo Aborigen de Metro Vancouver a la que asistí, Norm Leech preguntó: «¿Cuándo ha habido justicia para los indígenas?». La respuesta fue directa: «Antes de la colonización». Así es como sería la justicia para los pueblos indígenas. No la injusticia colonial de los sistemas coloniales.

La justicia transformadora en Canadá significará la restauración de las prácticas de gobierno indígenas y el reconocimiento de la justicia indígena. Se están tomando medidas sobre esta base. Sólo este mes, eclipsado quizás por los veredictos de Stanley y Cormier, se anunció que la Universidad de Victoria ha lanzado el primer programa de derecho indígena en un contexto universitario. Esto se debe en gran medida a los esfuerzos de organización de las comunidades indígenas, los estudiantes y el profesorado. Es una contribución, como ha sugerido el senador Murray Sinclair, comisionado jefe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, al reconocer el programa.

John Borrows, titular de la cátedra de investigación de derecho indígena de Canadá, que concibió el programa junto con Val Napoleon, titular de la cátedra de justicia y gobernanza aborigen de la Fundación de Derecho, describe la diferencia entre el derecho común y el derecho indígena de la siguiente manera: «El derecho indígena mira a la naturaleza y a la tierra para proporcionar principios de ley y orden y formas de crear paz entre los pueblos, mientras que el derecho común mira a los casos antiguos en las bibliotecas para decidir cómo actuar en el futuro».

Hay que recordar también que cada nación tenía sus propias leyes para mantener el cuidado y la estabilidad en la nación y el cuidado de, y con, la tierra. Esas leyes y sistemas de justicia se desarrollaron durante muchos miles de años. Estaban bien desarrollados y se practicaban. Esto se destaca claramente en las declaraciones del programa de derecho indígena.

La sociedad dominante habla de reconciliación pero dice poco sobre la verdad. Así que no se menciona el genocidio y el propio término se evita en la sociedad dominante. Sin embargo, los pueblos indígenas se centran, con razón, en la verdad del genocidio. Esta verdad incluye las escuelas residenciales, los sistemas de bienestar infantil, el asesinato y la desaparición de mujeres y niñas indígenas.

Y se lleva a cabo no de forma ilegal, sino a través de los propios mecanismos de los sistemas de justicia penal y legal en tierras indígenas robadas.

[]

https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-there-is-no-justice-on-stolen-indigenous-land-in-canada

Anarquía académica (2012) – Jeff Shantz


El académico anarquista David Graeber dedica la primera sección de su libro Fragmentos de una antropología anarquista a su intento de responder a la pregunta: «¿Por qué hay tan pocos anarquistas en la academia?» Para Graeber se trata de una pregunta apremiante dada la verdadera explosión de la teoría anarquista y los animados debates sobre el anarquismo fuera de la academia, especialmente dentro de los numerosos movimientos sociales que han surgido recientemente. A pesar del florecimiento del pensamiento y la práctica anarquista, David Graeber está perplejo porque este florecimiento del anarquismo ha encontrado poco reflejo en la academia. Graeber parece anhelar el tipo de éxito del que han disfrutado los marxistas en su paso a la academia tras el auge de la teoría marxista entre los estudiantes de la Nueva Izquierda. Como señala en su decepcionada comparación de los éxitos anarquistas con los de los marxistas: «En Estados Unidos hay miles de marxistas académicos de un tipo u otro, pero apenas una docena de académicos dispuestos a llamarse abiertamente anarquistas» (2004: 2). En su opinión, esto es algo que debería ser motivo de preocupación para los anarquistas.

Sin embargo, parece que los temores de Graeber son bastante infundados. Un vistazo al panorama académico muestra que en menos de una década, desde Seattle en 1999, ha habido un crecimiento sustancial en el número de personas en posiciones académicas que se identifican como anarquistas. De hecho, probablemente se puede decir que, a diferencia de cualquier otro momento de la historia, en los últimos diez años los anarquistas se han hecho un hueco en los salones del mundo académico. Esto es especialmente cierto en lo que respecta a las personas que cursan estudios de postgrado y a las que se han convertido en miembros del profesorado. Varios anarquistas han ocupado puestos en universidades destacadas, incluso en las llamadas de élite, como Richard Day en la Queen’s University de Canadá, Ruth Kinna en la Loughborough University de Inglaterra y, durante un tiempo, David Graeber en Yale (ahora en Londres). De hecho, el Departamento de Política de Loughborough ha reclutado activamente a estudiantes de posgrado para un programa de estudios centrado específicamente en el anarquismo. El florecimiento del anarquismo en la academia también se refleja en otros marcadores clave de la actividad académica profesional. Estos incluyen: Artículos académicos centrados en diversos aspectos de la teoría y la práctica anarquista; la publicación de numerosos libros sobre el anarquismo por la mayoría de las principales prensas académicas; y un número creciente de cursos que tratan de alguna manera el anarquismo o que incluyen el anarquismo dentro del contenido del curso. También han surgido, quizás de forma irónica, asociaciones y redes de investigadores anarquistas reconocidas profesionalmente, como la Red de Estudios Anarquistas de la Asociación de Ciencias Políticas en Gran Bretaña. De repente está casi de moda ser un académico anarquista.

En una época, no hace mucho, de hecho, esta habría sido una situación curiosa para los anarquistas. Entre los anarquistas hubo una vez una sospecha bastante saludable de la academia como una institución elitista totalmente ligada a la reproducción y extensión de las estructuras de poder dentro de las sociedades capitalistas. Sin embargo, el creciente entusiasmo entre algunos anarquistas sobre su nueva aceptación dentro de la academia, y el estímulo que esto da a un número cada vez mayor de anarquistas para considerar los programas académicos, no ha sido acompañado por una reflexión crítica sobre las limitaciones de un giro hacia la academia por parte de los anarquistas. Este artículo ofrece los inicios de tal reflexión y plantea ciertas advertencias.

Debo dejar claro que no estoy criticando de ninguna manera a los anarquistas individuales por elegir el trabajo académico. Ciertamente no estoy sugiriendo que los anarquistas se queden fuera de la escuela o abandonen la academia a la manera de las generaciones anteriores de socialistas que abandonaron las universidades para dedicarse al trabajo industrial. Por supuesto, cuantos más lugares en los que el pensamiento anarquista pueda desarrollarse y florecer, mejor. Los avances logrados por los académicos neoconservadores en el cambio de las políticas económicas y sociales, proporcionando el capital intelectual para el capitalismo neoliberal y el imperialismo, mientras hacen que la educación post-secundaria sea aún menos accesible para los estudiantes de la clase trabajadora, muestra lo que puede suceder cuando abandonamos o somos derrotados en cualquier campo de lucha.

Al mismo tiempo, es importante contextualizar la actividad académica anarquista en relación con otros tipos de actividades anarquistas. Si los anarquistas han de ser efectivos en la lucha en la academia, y aún más importante, si el anarquismo académico ha de contribuir en algo a las luchas fuera de la academia, entonces necesitamos una discusión clara del asunto, que no se incline hacia una celebración acrítica o una añoranza envidiosa de algo de lo que bien podríamos prescindir. Escribo esto como alguien de origen obrero, el primero de mi familia en ir a la universidad, que también ha pasado quizás demasiado tiempo en la escuela, así que he visto el punto de vista desde múltiples perspectivas.

¿Anarquía académica?

David Graeber describe su reciente obra Fragmentos de una antropología anarquista como «una serie de pensamientos, esbozos de teorías potenciales y pequeños manifiestos, todo ello con la intención de ofrecer un vistazo al esbozo de un cuerpo de teoría radical que no existe en realidad, aunque posiblemente pueda existir en algún momento en el futuro» (2004: 1). La teoría cuya inexistencia tanto preocupa a Graeber es, principalmente, una corriente anarquista dentro de la antropología académica. Digo principalmente porque Graeber también se pregunta de forma similar por qué no existe una sociología anarquista, una economía anarquista, una teoría literaria anarquista o una ciencia política anarquista. Al plantear estas preguntas, y al no reconocer que en algún nivel existen versiones anarquistas de cada una de estas «disciplinas», Graeber traiciona lo que realmente está en la raíz de su preocupación. Es decir, la existencia de versiones académicas o profesionales del pensamiento anarquista en estas áreas y la aceptación de las teorías anarquistas dentro de las disciplinas e instituciones académicas establecidas.

De hecho, al plantear la pregunta «¿por qué no hay sociología anarquista?» Graeber pasa totalmente por alto los importantes trabajos sociológicos de gente como Colin Ward, Paul Goodman y John Griffin, por nombrar sólo algunos. Uno podría hacer el mismo punto en la identificación de contribuyentes significativos a una economía anarquista, gente como Tom Wetzel y Larry Gambone. Notablemente, estos escritores, aunque extremadamente importantes en el desarrollo del pensamiento anarquista contemporáneo e influyentes dentro de los círculos anarquistas, ocupan sólo lugares marginales, si es que hay alguno, en los círculos académicos de sociología o economía. Así que el problema no es tanto la existencia de la sociología anarquista, sino su reconocimiento, aceptación y legitimación entre los académicos o sociólogos profesionales. Curiosamente Graeber incluso pasa por alto las contribuciones de los sociólogos anarquistas que han logrado llevar la teoría anarquista a la academia como Lawrence Tifft y Jeff Ferrell, de nuevo, por nombrar sólo algunos.

El caso es el mismo cuando se vuelve a la antropología. Graeber (2004: 38) afirma que «una antropología anarquista no existe realmente» y luego establece como su tarea el sentar las bases para tal cuerpo de teoría y práctica. Sin embargo, al hacer esta afirmación, y más aún al erigirse como la persona que corregirá la situación, Graeber hace un flaco favor a personas como Harold Barclay que han estado trabajando incansablemente durante décadas para establecer una antropología anarquista dentro de los círculos académicos aceptados. Curiosamente Barclay es un nombre que no aparece en ninguna parte de los escritos de Graeber sobre este asunto.

En este punto, sin embargo, me gustaría señalar, a la luz del deseo de Graeber de ver el anarquismo reconocido dentro de la academia, que muchos anarquistas han sido bastante buenos en el desarrollo de análisis que van más allá de la corriente principal de las ciencias sociales. De hecho, tal ha sido el inestimable trabajo aportado por lo que yo llamo teóricos anarquistas constructivos, desde Gustav Landauer hasta Paul Goodman y Colin Ward. Una vez más, el problema no ha sido la ausencia de teoría o teóricos anarquistas, de bajo o alto nivel, sino la aceptación de esas teorías y teóricos dentro de la academia. Esto es lo que preocupa profundamente a Graeber, pero tengo que preguntarme si tal preocupación podría ser exagerada, si no equivocada.

Academización

Por supuesto, defender sin problemas el paso de la teoría anarquista a la academia es presentar una interpretación acrítica de los peligros y procesos implicados en la producción de conocimiento académico. Beth Hartung, en un relato mucho más temprano y menos optimista sobre el compromiso de la anarquía con la academia, lanzó esta nota de cautela: «Una vez que una teoría es llevada de las calles o las fábricas a la academia, existe el riesgo de que el potencial revolucionario sea subvertido a la erudición…; en otras palabras, el conocimiento se convierte en tecnología» (Hartung, 1983: 88).

Como Murray Bookchin (1978: 16) ha argumentado de forma similar, los trabajos académicos suelen someter las perspectivas y prácticas de los movimientos sociales, como en el anarquismo, a una reformulación en «términos altamente formalizados y abstractos». Casi treinta años después de la observación de Bookchin, parece que los recientes trabajos académicos sobre el anarquismo, producidos por anarquistas autoidentificados como Newman y Day, podrían añadirse, han continuado esta práctica de hacer que el pensamiento anarquista se ajuste al estilo y la sustancia del discurso académico del momento.

Incluso con una formación de posgrado en teoría social y familiaridad con el lenguaje utilizado en tales textos, encuentro que estas obras son bastante inaccesibles. Son textos dirigidos principalmente a otros académicos, que abordan cuestiones que preocupan casi exclusivamente a los académicos en un lenguaje especializado que resulta más familiar a los académicos. Estos enfoques contradicen el compromiso antivanguardista compartido por la mayoría de los anarquistas.

Algunos intentan excusar este uso del lenguaje argumentando que la complejidad de las ideas que se abordan requiere un lenguaje complejo, más allá de la gramática de las expresiones más cotidianas. Aunque esta puede ser una buena posición para los académicos de la corriente principal, creo que los anarquistas tienen que trabajar más para romper la exclusividad de los discursos académicos.

Acercarse a la academia

Para los anarquistas, como señala Graeber (2004), el papel de los intelectuales no es en absoluto la formación de una élite que intente líneas políticas correctas o análisis por los que dirigir a las masas. Graeber (2004) sugiere que el mundo académico podría beneficiarse de un compromiso con los enfoques anarquistas de la producción y el intercambio de conocimientos. En su opinión, este compromiso permitiría reformar la teoría social siguiendo las líneas de la práctica democrática directa. Un enfoque de este tipo, basado en la práctica real de los movimientos sociales más recientes, fomentaría un movimiento más allá de las prácticas medievales de la universidad, que ve a los pensadores «radicales» dando la batalla intelectual en conferencias en hoteles caros, y tratando de fingir que todo esto de alguna manera promueve la revolución» (Graeber, 2004: 7). Un enfoque tomado de los movimientos sociales, más allá de su rechazo a los intentos de conversión del tipo «el ganador se lo lleva todo», también podría permitir un movimiento más allá de un enfoque de «grandes pensadores» del conocimiento.

Sin embargo, no estoy convencido de que las energías de los anarquistas estén mejor empleadas en tratar de reformar la academia de esta manera. El verdadero problema es la existencia de una estructura social jerárquica e inigualitaria que separa y eleva la producción de conocimiento de tal manera que reproduce la existencia de las universidades como instituciones exclusivas y privilegiadas. En las últimas dos décadas, en gran parte gracias al arduo trabajo de las investigadoras feministas y antirracistas, se ha producido un cambio hacia una investigación más participativa y basada en la comunidad. Sin duda, esto ha supuesto una mejora con respecto a los días de la gran teoría, conjurada en un sillón, y la ciencia social de las encuestas, las estadísticas y los sujetos sociales. Al mismo tiempo, toda esta nueva investigación, por muy «basada en la comunidad» que sea, sigue teniendo lugar dentro de una economía política de producción de conocimiento autoritaria y desigual, y está condicionada por su existencia. La presencia de cien o mil profesores anarquistas más dentro de los salones sagrados no va a cambiar esto mucho más de lo que lo ha hecho la presencia de unos cuantos miles de académicos marxistas durante varias décadas.

Mi preocupación es que en lugar de derribar los muros entre la ciudad y la toga, la cabeza y la mano, el académico y el aficionado, el movimiento de los anarquistas en la academia puede simplemente reproducir, reforzar e incluso legitimar, las estructuras políticas y económicas de la academia. Ciertamente, da cierto brillo a las afirmaciones de aquellos académicos conservadores a los que les gusta cacarear la libertad académica y la apertura de la universidad neoliberal: «Mira, no excluimos a nadie. Incluso permitimos a los anarquistas un lugar en la mesa».

Más que esto, por supuesto, es lo que sucede cuando los anarquistas, a través de las presiones de «publicar o perecer» de la promoción y la búsqueda de la titularidad, comienzan a moldear el anarquismo para que encaje en el lenguaje y las expectativas de la producción de conocimiento académico en lugar de al revés. Este ha sido uno de los defectos fatales del marxismo académico. Tomar un lenguaje del pueblo, nacido de sus luchas y aspiraciones, y convertirlo en algo distante, abstracto e inaccesible para el pueblo, que ahora se ha convertido en poco más que sujetos pasivos de estudio o «indicadores sociales» cuando aparecen. Gran parte del marxismo académico se ha convertido en otra variante de la gran teoría, algo así como un juego de salón, emocionante por sus ideas tal vez, pero de poca preocupación social. ¿No podría ocurrir lo mismo con el anarquismo? Algunos críticos del «post-anarquismo» de inspiración académica, que ha intentado fusionar la teoría anarquista con las filosofías esotéricas del post-estructuralismo, podrían sugerir que ya está ocurriendo.

No cabe duda de que es valioso recurrir a los trabajos de las ciencias sociales, por ejemplo, para fundamentar el pensamiento anarquista. Incluso las ciencias sociales dominantes pueden proporcionar información y análisis importantes que podrían ayudar a los anarquistas a examinar, comprender, criticar y cambiar la sociedad. Los trabajos de los anarquistas, desde Kropotkin a Reclus, pasando por Paul Goodman y Colin Ward, han demostrado los aspectos beneficiosos para el desarrollo teórico anarquista de un compromiso informado con la investigación académica. Del mismo modo, ha habido una serie de trabajos sorprendentes proporcionados por los historiadores que proporcionan información sobre los movimientos anarquistas que, de otro modo, podrían haberse perdido en el tiempo. Sin duda, los trabajos de los historiadores han hecho las mayores y más largas contribuciones a los movimientos anarquistas recientemente.

Conclusión

En general, hay que seguir haciendo hincapié en utilizar el trabajo académico para informar y enriquecer el análisis anarquista, en lugar de utilizar el análisis anarquista para reforzar las disciplinas académicas o las posiciones teóricas que tienen poca conexión con la vida de la gente. En términos de teoría social, sugeriría que el trabajo realizado por teóricos como Paul Goodman, Colin Ward, Murray Bookchin y Howard Ehrlich, personas que pueden haber sido formadas en universidades pero que han ofrecido sistemáticamente análisis complejos en términos atractivos y accesibles, ofrecen más para los movimientos anarquistas «sobre el terreno». Este es el caso tanto en términos de la aplicabilidad de sus análisis como en términos de las cuestiones y preocupaciones a las que dedican su atención.

La orientación principal de los académicos anarquistas debe seguir siendo los movimientos anarquistas involucrados activamente en las luchas contra el capitalismo y el estado. En algunos sentidos, los académicos anarquistas son subvencionados por los activistas de los movimientos que están haciendo el trabajo diario de construir movimientos mientras los académicos persiguen sus propios intereses, a menudo muy personales. Los académicos anarquistas necesitan reconocer que mientras están haciendo el trabajo académico, gran parte del cual está involucrado en el «trabajo departamental» o en el «desarrollo profesional» que contribuye poco a las luchas sociales, alguien más se está encargando del trabajo de organización (que ellos pueden estar teorizando). Esto no quiere decir que los académicos anarquistas no puedan contribuir a la organización al mismo tiempo que hacen su trabajo, es más bien un llamado a recordar la división del trabajo.

Quiero señalar que de ninguna manera estoy criticando a los anarquistas que han tomado trabajo como profesores por su elección de empleo. Los argumentos de que esto representa algún tipo de venta o compromiso son ridículos. Hay trabajos peores en el capitalismo, créanme que los he tenido, y no hay que avergonzarse de aceptar un trabajo que ofrezca un buen sueldo, beneficios y, en general, condiciones laborales decentes: Siempre y cuando uno no se convierta en un jefe académico con asistentes de enseñanza e investigación trabajando para ti, por supuesto. Mi preocupación es más bien la medida en que la creación de un espacio dentro de la academia se toma como una prioridad para la organización anarquista o llega a tomar el tiempo que los anarquistas activos y reflexivos podrían poner en el trabajo en contextos menos exclusivos.

Referencias

Bookchin, 1978. «Más allá del neomarxismo». Telos. 36: 5-28.

Graeber, David. 2004. Fragmentos de una antropología anarquista. Chicago: Prickly Paradigm Press.

Hartung, Beth. 1983. «Anarchism and the Problem of Order». Mid-American Review of Sociology. VIII(1): 83-101.

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Original: https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-anarchism-in-the-academy

Desarrollar la autonomía de los trabajadores – Una mirada anarquista a las brigadas móviles (2003) – Jeff Shantz

Escrito por Jeff Shantz, miembro del local 3903 del Sindicato Canadiense de Empleados Públicos, de la Industrial Workers of the World (IWW) y del Punching Out Collective (NEFAC-Toronto). Publicado en el número 8 de The Northeastern Anarchist, otoño/invierno de 2003.

Recientemente se ha generado mucho interés y debate por la aparición de brigadas móviles sindicales en Ontario. Las brigadas móviles -redes de respuesta rápida de trabajadores que pueden movilizarse para apoyar huelgas, manifestaciones, acciones directas y la defensa de la clase obrera de los inmigrantes, los pobres y los trabajadores desempleados- presentan un desarrollo potencialmente significativo para revitalizar el activismo laboral organizado y la militancia de base.

Se trata de organizaciones con participación de las bases que trabajan para construir la solidaridad entre sindicatos y locales y junto a grupos comunitarios, participando en la acción directa mientras se esfuerzan por democratizar sus propios sindicatos. No es de extrañar, por tanto, que la reaparición de las brigadas móviles en Ontario, en un contexto de resistencia a un feroz ataque neoliberal, especialmente entre algunos sectores del movimiento obrero, haya sido motivo de gran entusiasmo.

Los anticapitalistas militantes de diversas tendencias, que reconocen el papel crucial que desempeñan los trabajadores en las relaciones de producción, han considerado que las brigadas móviles son importantes para el desarrollo de la organización de los trabajadores contra la autoridad y la disciplina capitalistas. Los anarquistas, manteniendo la necesidad de la autoorganización de la clase obrera y su autonomía respecto a las estructuras burocráticas, se han visto alentados por la posible aparición de redes activas de trabajadores de base que aporten recursos colectivos para defender amplios intereses de la clase obrera.

Al mismo tiempo, las luchas por la composición y el control o la dirección de las brigadas móviles han reflejado las luchas entre los miembros de base y las burocracias sindicales en general. La mayoría de los relatos se han quedado tan atrapados en el entusiasmo generado por la aparición de las brigadas móviles que no han abordado de forma crítica los obstáculos y las dificultades a las que se enfrentan las brigadas móviles cuando intentan construir sobre una base verdaderamente de base. Del mismo modo, estos relatos esperanzadores no hacen un balance de la situación actual, disminuida, del movimiento de brigadas móviles en Ontario, sustituyendo la promesa por la realidad.

Grupos de rango y archivo

La brigada móvil es un grupo de respuesta rápida de miembros que están listos para movilizarse con poca antelación para proporcionar apoyo directo a piquetes o acciones. Puede ser o no un órgano reconocido por la localidad. La estructura de la brigada volante puede consistir en poco más que listas telefónicas y reuniones, pero, significativamente, debe mantener su autonomía con respecto a los ejecutivos del sindicato local y nacional. Por lo general, las brigadas móviles deben estar abiertas sólo a los miembros de base, ya que deben ser libres de iniciar y emprender acciones que la dirección no apruebe.

Algunas brigadas móviles rechazan incluso una partida presupuestaria para no depender en absoluto de la dirección. En Canadá, las brigadas móviles han ofrecido un apoyo crucial a las acciones directas en torno a la defensa de la inmigración, la protección de los inquilinos, los derechos de los ocupantes ilegales y el apoyo a la asistencia social, movilizando a un número considerable de sindicalistas que están preparados para realizar acciones sin tener en cuenta la legalidad. Las brigadas móviles emprenden acciones directas para interferir en la capacidad de los empresarios para obtener beneficios. Al no estar limitado su ámbito de acción por convenios colectivos o centros de trabajo específicos, las brigadas móviles se movilizan tanto para la defensa de la comunidad como del lugar de trabajo.

Los grupos de trabajo son órganos generalmente reconocidos que se crean para tratar áreas de necesidad específicas. Van más allá de las limitaciones del sindicalismo tradicional para ayudar tanto a los afiliados como a los no afiliados. Las alianzas entre sindicatos y comunidades ofrecen un ejemplo de cómo establecer las conexiones que son cruciales para desarrollar la solidaridad de la clase trabajadora militante. Pueden reunir a activistas anticapitalistas, miembros de la comunidad y sindicalistas para trabajar en el día a día.

Los comités de base y las brigadas móviles pueden convertirse en partes importantes de las luchas en torno a un amplio espectro de cuestiones que afectan a la vida comunitaria de la clase trabajadora, incluidas aquellas que los sindicatos convencionales ignoran, como la vivienda y el desempleo. Pueden ofrecer espacios para tender puentes entre los trabajadores, entre los sindicatos y las industrias y entre los grupos sindicales y comunitarios. Autónomos de las estructuras sindicales tradicionales y organizados en torno a prácticas militantes no jerárquicas, los grupos de trabajo de base y las brigadas móviles pueden constituir una verdadera oposición al conservadurismo dentro de los sindicatos. Proporcionan un enfoque mejor que el modelo más común del «caucus de izquierda», que intenta reformar la política sindical, normalmente, de nuevo, a través de resoluciones en las convenciones (Clarke, 2002). Los comités de base desafían activa y directamente a los dirigentes dentro de sus propios locales y entre ellos.

Los piquetes móviles de diversos tipos han sido durante mucho tiempo una parte importante de la militancia laboral a nivel internacional. En Gran Bretaña, los piquetes móviles comunitarios se movilizaron con éxito para defender los hospitales de los barrios obreros contra el cierre en la década de 1970. En la India, varios sindicatos de agricultores han formado recientemente brigadas móviles para enfrentarse a los funcionarios de los centros de compra y asegurarse de que se satisfagan sus demandas de un pago adecuado por sus cosechas. Los miembros del Sindicato de Carpinteros del sur de California, que eran principalmente inmigrantes, muchos de ellos indocumentados, utilizaron eficazmente brigadas móviles y la acción directa durante la huelga de enmarcadores de 1995.

Aunque algún tipo de organización de las bases, en la línea de lo que ahora llamamos brigadas móviles, ha sido una constante en los movimientos obreros, las brigadas móviles contemporáneas de Ontario se inspiran en los piquetes móviles que surgieron durante las huelgas del CIO de los años 30. Las brigadas móviles desempeñaron un papel importante en la huelga de 1945 de la UAW contra la Ford en Windsor. Aquella huelga, que consiguió los derechos asociados a la Fórmula Rand (reconocimiento del sindicato, retirada de las cuotas y cierre del taller) para los trabajadores de Canadá, dio un giro cuando los huelguistas organizaron un increíble piquete de vehículos en el que toda la planta de Ford fue rodeada y cerrada por varias filas de vehículos. Las brigadas móviles se utilizaron eficazmente para movilizar a la gente para las acciones a lo largo de la huelga y para difundir la información en toda la comunidad.

No es casualidad que las brigadas móviles contemporáneos de Ontario reaparecieran en varios locales del Canadian Auto Workers (CAW) en Windsor a mediados de la década de 1990 como fuerza de movilización para las acciones contra el recién elegido gobierno provincial neoliberal (véase Levant, 2003: 20). La red dentro del CAW se extendió durante la organización de los Días de Acción de Ontario, huelgas masivas rotativas de un día por ciudad contra los conservadores. En medio de una prolongada huelga contra la minera Falconbridge, durante la cual los piquetes fueron objeto de una violencia continua por parte de los matones de la empresa y de la seguridad, los miembros del local 598 del CAW iniciaron una brigada regional móvil del norte para reforzar y defender las líneas e intensificar la lucha contra la empresa. Ayudaron a organizar un fin de semana de solidaridad que reunió a brigadas móviles de todo Ontario para realizar acciones militantes contra Falconbridge, acciones que muchos consideran que fueron el punto culminante de la huelga.

Mi sindicato, el CUPE 3903, inspirado por las brigadas móviles del CAW y los movimientos de acción directa contra la globalización capitalista, formó una brigada volante hace tres años para apoyar el trabajo de acción directa del OCAP en torno a la defensa de la inmigración y el apoyo a la asistencia social, así como la solidaridad en la huelga y la organización de acciones directas en el marco de las manifestaciones masivas anticapitalistas. La brigada móvil está formado actualmente por más de 80 miembros que están preparados para movilizarse con poca antelación para proporcionar apoyo directo a piquetes o acciones. Significativamente, la brigada móvil mantiene su autonomía respecto a la ejecutiva del sindicato, rechazando incluso una partida presupuestaria. El 3903 ya ha hecho saber que está dispuesto a impartir formación sobre acción directa y a organizar talleres sobre la formación y el desarrollo de brigadas móviles.

A principios de septiembre de 2001, la OCAP, junto con la brigada volante 3903, se dirigió directamente al aeropuerto internacional Pearson para exigir el fin de las amenazas de deportación contra tres familias. Se entregaron folletos a los pasajeros alertando de la situación y se realizó una visita a la oficina de deportación de Inmigración de Canadá, situada en el sótano de la Terminal Uno. La OCAP solicitó y obtuvo una reunión con la dirección de Inmigración del aeropuerto y dio un plazo hasta el final del día hábil para que la dirección emitiera suspensiones de expulsión en los tres casos. Las tres deportaciones fueron finalmente anuladas. Este resultado inusual, en el que las fechas de expulsión se cancelaron antes de una impugnación ante el Tribunal Federal, es un testimonio de los poderes de la acción directa.

También hay que destacar que la presencia de brigadas móviles ha sido crucial en el éxito de esta y otras acciones. Está claro que los funcionarios del gobierno, la seguridad y la policía responden de forma diferente cuando se enfrentan a una sala repleta de trabajadores con banderas y pancartas sindicales que cuando se enfrentan a un número menor de personas que están dispuestas a descartar como activistas. A través de estas acciones, la brigada volante demuestra cómo las organizaciones de trabajadores de base pueden salir de las preocupaciones tradicionales con el lugar de trabajo para actuar en una defensa más amplia de los intereses de la clase trabajadora. La expansión de las brigadas móviles sindicales, con autonomía de las burocracias sindicales, podría proporcionar una respuesta sustancial a los esfuerzos del Estado por aislar a los inmigrantes y refugiados de la comunidad en general. La agresividad envalentonada de Inmigración Canadá después del 11 de septiembre hace que tales acciones en defensa de la clase trabajadora sean absolutamente cruciales.

Además, el 3903 alberga grupos de trabajo vitales con vínculos reales con las luchas de la comunidad. En noviembre de 2001, el 3903 proporcionó una oficina y recursos para que la OCAP trabajara junto con los miembros del Grupo de Trabajo contra la Pobreza del 3903. El grupo de trabajo va más allá de las limitaciones del sindicalismo tradicional para ayudar a las personas (afiliadas y no afiliadas) que tienen problemas con las agencias de cobro, los caseros, los jefes y la policía, y para ayudar a cualquiera que tenga dificultades con la asistencia social u otras burocracias gubernamentales. La nueva oficina ofrece un ejemplo posiblemente significativo de una iniciativa de las bases que forja alianzas comunitarias al tiempo que lucha contra la aplicación local de la agenda neoliberal global. Este tipo de alianza ofrece un ejemplo de cómo establecer las conexiones que son cruciales para hacer crecer nuestros movimientos. De hecho, reúne a los activistas antiglobalización y a los sindicatos para trabajar en el día a día.

La burocracia contra las brigadas móviles

Las ejecutivas nacionales y locales de algunos sindicatos en los que han surgido las brigadas móviles han mostrado claramente su preocupación por este desarrollo. Esto ha sido especialmente grave en el CAW.

Durante el verano de 2001, los habitantes de las ciudades, reservas y pueblos de todo Ontario se prepararon para una campaña de perturbación económica que se enfrentaría e interferiría directamente con los programas políticos y las prácticas económicas del gobierno y sus patrocinadores corporativos. Este esfuerzo sufrió un pequeño revés cuando la dirección del CAW decidió retirar su apoyo a la campaña en junio. La decisión se produjo tras un simulacro de desalojo del Ministro de Economía de su oficina electoral por parte de la OCAP, estudiantes y miembros de las brigadas móviles del CAW y el CUPE. El presidente nacional del CAW, Buzz Hargrove, estaba tan disgustado por la acción que aceptó reunirse con el ministro de Trabajo para discutir el apoyo sindical a la OCAP. En un acto inexplicable de colaboración, Hargrove se sentó a establecer la política sindical con el hombre que sólo unos meses antes había introducido una legislación que eliminaba la Ley de Normas de Empleo y ampliaba la semana laboral legal de 44 a 62 horas.

De manera significativa, Hargrove no sólo recortó la mayor fuente de financiación de la OCAP, sino que también tomó medidas drásticas contra las brigadas móviles del CAW, que estaban empezando a crecer. Las brigadas móviles del CAW fueron puestas bajo el control de la Nacional, exigiendo la aprobación de la Nacional o de los presidentes locales antes de cualquier acción. La nacional incluso intentó prohibir el uso de camisetas, gorras y pancartas del CAW en acciones no sancionadas por la nacional. Así, la dirección del CAW utilizó cínicamente la excusa del desalojo para acampar contra un movimiento de base que veía como una posible amenaza a su autoridad. El estrangulamiento de las brigadas móviles por parte de los burócratas puede ser uno de los golpes más fuertes que han sufrido los activistas de base recientemente y perjudicará profundamente los esfuerzos de lucha en Ontario.

Estas acciones desbarataron efectivamente las acciones en importantes centros industriales como Windsor, donde los activistas, reconociendo la vulnerabilidad de la producción justo a tiempo en Windsor y Detroit, habían planeado inicialmente bloquear el puente Ambassador, el principal nodo entre Estados Unidos y Canadá en la superautopista del TLCAN. La interrupción del tráfico en el puente, incluso durante un breve período de tiempo, habría causado millones de dólares en daños debido a la dependencia de la producción «justo a tiempo» en las fábricas de ambos lados de la frontera. Esta posibilidad no pasó desapercibida para Hargrove, que la dejó escapar durante una reunión con representantes de los Aliados de la OCAP cuando expresó airadamente su preocupación por el hecho de que en Windsor algunos miembros hablaran de cerrar la producción en «nuestras plantas».

En este punto parece que la represión de la burocracia del CAW contra las brigadas móviles es completa. En una mesa redonda sobre tácticas creativas en la que participé en la conferencia de Labor Notes de este año, Michelle Dubiel, una representante de las brigadas móviles de la «sección de Ontario» del CAW, declaró con gran satisfacción que por fin se habían instituido mariscales en las brigadas móviles del CAW. Dubiel señaló que se había discutido mucho y que había habido cierta resistencia a ello, pero concluyó con satisfacción que los miembros acabaron viendo la necesidad de los marshals.

El impacto de esta toma de posesión de las brigadas móviles ha sido letal en algunas zonas. Un camarada de Sudbury me dijo recientemente que las brigadas móviles del norte estaban prácticamente extinguidas. De igual manera, la brigada móvil interlocal de Windsor no ha podido despegar.

Reformismo leninista: Las brigadas móviles como oposición de izquierda

Algunos leninistas y sus adláteres trotskistas han visto a las brigadas móviles principalmente como un medio de reforma sindical, una pieza de acompañamiento de la oposición leal de la bancada de izquierda a la dirección del sindicato. Un ejemplo excelente de este enfoque es el expresado por Alex Levant, (que ha trabajado mucho en la construcción de la brigada móvil de mi sindicato y es actualmente vicepresidente en el local), en un reciente artículo en la revista ‘New Socialist’ (marzo/abril, 2003).

Levant plantea el problema del activismo de base en gran medida como uno de «líderes conservadores que practican el ‘sindicalismo empresarial'» (Levant, 2003: 22). Levant (2003: 22) sugiere que las brigadas móviles «suponen una amenaza para las posiciones de esos líderes sindicales al fomentar el activismo de las bases, que refuerza las corrientes de oposición de izquierdas en esos sindicatos». Sin embargo, el sindicalismo empresarial, lejos de ser una preferencia de líderes específicos, es una relación estructurada, legal y organizativamente, dentro de los sindicatos y entre éstos y los jefes. Levant (2003: 22) tiene razón al sugerir que esos locales «contribuyen a la crisis de la autoorganización de la clase trabajadora al desalentar la autoactividad de los miembros», pero esta crisis no se superará sustituyendo a los líderes conservadores por otros de izquierdas. Tampoco hay que aceptar que el sindicalismo social no siga siendo una forma de sindicalismo empresarial. Esto se muestra claramente en el caso del CAW, que ha practicado durante mucho tiempo el «sindicalismo social».

Adoptando la perspectiva de la oposición de izquierdas, Levant no puede o no quiere criticar abierta o directamente a los burócratas del CAW por sus continuos esfuerzos por controlar las brigadas móviles de ese sindicato. En su artículo, Levant cita al representante del CAW, Steve Watson, de manera aprobatoria, pero no menciona su papel en la ruptura del CAW con los aspectos de las bases de los equipos móviles. En particular, en la mencionada acción contra la deportación en el aeropuerto, fue Watson quien intervino en el último minuto para evitar que las brigadas móviles del CAW participaran, a pesar de que muchos trabajadores del aeropuerto son miembros del CAW, y podrían haber desempeñado un papel importante para detener la deportación.

Del mismo modo, aunque Levant critica con razón a la Red de Solidaridad de la Federación del Trabajo de Ontario, que requirió el permiso de la burocracia de la OFL para emprender cualquier acción, ha sido menos crítico con acontecimientos similares dentro de nuestra propia brigada móvil. En una reunión celebrada en julio de 2003 se determinó que la brigada móvil estaría coordinada por no más de 3 miembros que tienen una serie de responsabilidades, entre las que se incluyen, de manera crucial, las de mantener la lista de miembros y convocar y organizar las acciones de la brigada móvil. Lo ideal sería que todos los miembros tuvieran acceso a la lista de miembros y pudieran convocar acciones. La creación de puestos de coordinador con esta autoridad es un hecho preocupante y potencialmente peligroso. Durante una reunión anterior en la que la estructura de coordinadores fue cuestionada por los miembros que estaban a favor de hacer llegar las listas a todos los miembros y cancelar los puestos de coordinador, varios miembros que adoptan el enfoque trotskista y apoyan la estructura de coordinadores se marcharon, rompiendo a propósito el quórum justo antes de la votación.

Estoy de acuerdo con Levant en que las brigadas móviles tienen un tremendo potencial en la construcción de la militancia de base y la autoorganización. Sin embargo, ese potencial sólo puede alcanzarse si se establece una autonomía respecto a la dirección y se defiende con vigilancia. Las brigadas móviles NO «funcionan mejor» cuando «respetan» las funciones de los dirigentes como defensores del Levante. Las brigadas móviles funcionan mejor cuando comprenden las funciones que desempeña la dirección, incluida la de domar y reinar las iniciativas de autoorganización de los miembros.

Notas sobre la buarocracia

A pesar de todo su poder potencial, los sindicatos están limitados por una dirección que no puede permitir que se desate una fuerza decisiva. Para entender las dificultades a las que se enfrenta la resistencia de las bases, debemos comprender las funciones y estructuras de la dirección más allá de centrarnos en los líderes sindicales conservadores o progresistas. En Ontario, durante las oleadas de organización sindical de los años 1930 y 1940, las huelgas salvajes y las ocupaciones presionaron un repliegue táctico sobre la patronal y su Estado, lo que condujo a la extensión de nuevos derechos a las organizaciones de trabajadores.

En lugar de la guerra de clases abierta, se estableció un proceso de concesión limitada y desigual. Esta tregua tuvo el efecto de regular y compartimentar las luchas en los lugares de trabajo para mantenerlas por debajo del nivel de perturbación grave. Se consideró que cada industria, lugar de trabajo o sector de trabajadores tenía sus propios problemas que atender o, incluso, que negociar. Surgió una nueva capa de funcionarios sindicales para negociar y ejecutar este acuerdo. Estos ejecutivos sindicales necesitaban aplacar a los miembros con ganancias contractuales reguladas y, al mismo tiempo, garantizar la estabilidad de la fuerza laboral y un entorno propicio para la acumulación para los jefes. La negociación se presenta como una solución razonable y eficaz para la mayoría de los problemas. Los burócratas se esfuerzan por conseguir el mejor acuerdo posible para la fuerza de trabajo en lugar de atacar o acabar con el sistema general de explotación. Se hace hincapié en el poder de negociación dentro del mercado laboral capitalista.

La huelga se convierte en un último recurso que sólo se utiliza en condiciones muy limitadas y legalmente definidas. Las huelgas salvajes y las diversas acciones iniciadas por los trabajadores en los talleres se negocian y se prohíben en los contratos. Los trabajadores que realizan este tipo de acciones se exponen a ser sancionados, algo que la dirección del sindicato suele reforzar entre sus miembros.

Aunque se permiten algunos arrebatos, los dirigentes están obligados a vigilar el acuerdo y a restablecer el orden en las filas de los trabajadores cuando la patronal lo considere necesario. Los jefes no van a negociar con personas que no pueden o no quieren cumplir lo acordado. La burocracia desarrolló estructuras y métodos de control y dirección centralizados que se ajustaban a su papel y función. En tiempos de movilización, los dirigentes sindicales, en lugar de ayudar a superar las vacilaciones, ven a los que se movilizan como una amenaza que hay que aislar o detener por completo. Críticamente, todo esto está relacionado con las presiones estructurales sobre la dirección del sindicato basadas en su papel dentro de las relaciones de producción capitalistas y no en las características o perspectivas personales, como querrían los reformistas de izquierda.

A veces los burócratas recurren a los servicios de los militantes de izquierda cuando una demostración de fuerza es tácticamente ventajosa, sólo para abandonarlos, aislarlos o purgarlos cuando las cosas han llegado tan lejos como la dirección considera necesario. Esta es una lección crucial que debe tenerse en cuenta cuando consideramos brigadas móviles con mariscales bajo la dirección de las ejecutivas nacionales y locales. Los activistas militantes deben rechazar el papel de «críticos de izquierda» de la burocracia, rechazar los términos del compromiso con la patronal y desafiar directamente a los que pretenden imponerlo. Es necesario construir una rebelión de base en los sindicatos que realmente trabaje para romper el dominio de la burocracia.

Conclusión: Autonomía de las bases

La verdadera autonomía de las bases significa estar preparados y dispuestos a luchar independientemente de la burocracia y contra ella cuando sea necesario. Como anarquistas debemos ser francos, abiertos y directos a la hora de enfrentarnos a los burócratas y conservadores de nuestros sindicatos. No debemos dar ningún brillo a los esfuerzos para contener la militancia de base o excusarla por cualquier razón. Debemos refutar los enfoques reformistas y leninistas de los movimientos de base que los posicionan como grupos de presión conscientes.

Nada de esto quiere decir que la dirección esté reteniendo a una membresía que, por lo demás, es radical. Eso es una tontería romántica. Más bien, la cuestión es que el desarrollo de la militancia dentro de los movimientos sindicales requiere un claro reconocimiento de la necesidad de desarrollar experiencias de lucha efectivas que vayan más allá de lo que la patronal o los gobiernos permitirían y, al mismo tiempo, ver honestamente cómo la actual dirección de los sindicatos lo impide.

Los movimientos de base ofrecen un espacio para que los trabajadores radicalizados nos unamos y concentremos nuestras energías. Cuando la gente participa en las luchas, ya sean huelgas o manifestaciones contra el neoliberalismo, desarrollamos al menos un cierto sentido de poder colectivo, confianza y una experiencia de hacer las cosas de forma diferente. Esto puede fomentar una apertura a ideas y prácticas más radicales con las que abordar los problemas a los que nos enfrentamos. Los sindicatos convencionales, incluso cuando se destinan algunos recursos a la formación política, no van a presentar ni desarrollar alternativas radicales. Ciertamente, no se puede esperar que los dirigentes de los sindicatos convencionales lo hagan. Como trabajadores anarquistas, esta es un área en la que podemos y debemos ser activos. Presentar alternativas radicales, agitar por esas alternativas y trabajar para hacerlas realidad debería ser parte del trabajo que hacemos dentro de las redes de base.

Estos son sólo los primeros pasos en un largo proceso de construcción de la oposición de las bases. Son iniciativas de autoactividad de la clase trabajadora que no deben limitarse a ser un complemento democrático de la burocracia. Tenemos que pensar más allá para ver algo más en el surgimiento y crecimiento de las redes autónomas de base. La necesidad de construir una resistencia que incluya a los sindicalistas de base, a los trabajadores no organizados, a los trabajadores sin estatus y a los migrantes es fundamental.

Las ofensivas capitalistas de la última década en Ontario han acabado con la organización y la resistencia de la clase trabajadora. El desmantelamiento de las normas de empleo, la congelación del salario mínimo, la eliminación del control de los alquileres y la profundización de los recortes en la asistencia social para los trabajadores desempleados han hecho más precaria la vida de sectores cada vez más amplios de la clase obrera.

Esta situación no es sólo una cuestión de profunda preocupación humanitaria, sino una seria advertencia para el movimiento obrero. Si la clase obrera está alcanzando tal nivel de polarización y una parte de ella está experimentando tal miseria y privación, estamos en una situación profundamente peligrosa.

La clase obrera es potencialmente una fuerza para llevar las luchas más allá de la rebelión para transformar fundamentalmente las relaciones sociales y crear realmente una sociedad nueva. Esta fuerza debe, sin embargo, romper muchas de las restricciones y limitaciones que impiden que su desarrollo realice este potencial anticapitalista. En la actualidad, los sindicatos son en gran medida organizaciones defensivas orientadas a proteger y mejorar los salarios y las condiciones de trabajo de los trabajadores. No son organizaciones revolucionarias, ni siquiera radicales. Al mismo tiempo, surgen movimientos radicales dentro de los sindicatos existentes.

Muchos trabajadores se están cansando de participar en la lucha sólo para encontrarse bajo el ataque, no sólo del patrón, sino de los funcionarios de sus propios sindicatos. Las cuestionables acciones de la OFL, especialmente durante la convención de los conservadores del año pasado, cuando la OFL organizó una acción separada y luego abandonó la escena cuando los activistas fueron atacados por la policía, han convencido a algunos activistas de base y a los trabajadores de base de la necesidad de rodear a los funcionarios de los sindicatos y desarrollar verdaderas alianzas. Ciertamente, se trata de un desarrollo saludable, que los anarquistas deben tomar en serio. Esto significa reunirse con los trabajadores de base y tener discusiones serias sobre el tipo de ayuda que los movimientos anticapitalistas pueden ofrecer en sus luchas contra el liderazgo conservador, las políticas y las estructuras en sus propios sindicatos.

Con demasiada frecuencia, la medida de la participación de los trabajadores en las coaliciones en Ontario ha sido la cantidad de dinero aportada a una campaña, la contundencia de la retórica de los líderes de alto nivel o la obtención de una moción en tal o cual convención. Sin embargo, la única manera de forjar cualquier tipo de movimiento de resistencia creíble en Ontario es redoblar los esfuerzos para establecer conexiones entre los grupos comunitarios de base y los trabajadores de a pie. Los talleres de acción directa son algo que los activistas anarquistas pueden y deben ofrecer. También deberíamos estar preparados para proporcionar apoyo a los piquetes, ayudar a construir brigadas móviles o sindicatos industriales entre los trabajadores no organizados, como han hecho los Trabajadores Industriales del Mundo (IWW) entre los trabajadores de las escobillas de goma en Vancouver e implicarnos en la creación de grupos de trabajo conjuntos sindicato-comunidad contra el racismo y la pobreza. Los trabajadores anarquistas deben jugar un papel activo en la construcción de verdaderas brigadas móviles y grupos de trabajo, ya sea que estemos en un sindicato, en lugares de trabajo no organizados o desempleados.

Referencias

Clarke, John. 2002. The Labor Bureaucracy and the Fight Against the Ontario Tories. Manuscrito inédito.

Neill, Monty. 2001. «Repensando el análisis de la composición de clase a la luz de los zapatistas». En Auroras de los zapatistas: Local and Global Struggles of the Fourth World War, editado por Midnight Notes. Brooklyn: Autonomedia, p.119-143.

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Original: https://usa.anarchistlibraries.net/library/jeff-shantz-toronto-nefac-developing-workers-autonomy

La anarquía de la vida cotidiana (2012) – Jeff Shantz

  • La acumulación primitiva: El capital contra la ayuda mutua
  • Anarquía constructiva: El comunismo como ayuda mutua
  • Linajes de la anarquía constructiva: Kropotkin y la ayuda mutua
  • La anarquía constructiva en acción: El anarquismo sociológico de Colin Ward
  • Afinidades teóricas: Repensar el comunismo
  • Conclusión
  • Referencias

El anarquismo contemporáneo ofrece un movimiento de rango medio organizado en algún lugar entre los niveles de la vida cotidiana, a los que está más cerca, y la insurrección. Enraizados en el primero, buscan avanzar hacia el segundo. Los anarquistas se fijan en los aspectos de la vida cotidiana de las personas que sugieren una vida sin gobierno por parte de autoridades externas y que podrían servir de base para unas relaciones sociales anarquistas más amplias. Este compromiso constituye una corriente fuerte y persistente dentro de las diversas teorías anarquistas. Esta perspectiva expresa lo que podría llamarse una anarquía constructiva o una anarquía de la vida cotidiana, a la vez conservadora y revolucionaria. Colin Ward sugiere que el anarquismo, «lejos de ser una visión especulativa de una sociedad futura… es una descripción de un modo de organización humana, enraizado en la experiencia de la vida cotidiana, que opera junto a, y a pesar de, las tendencias autoritarias dominantes de nuestra sociedad» (Ward, 1973: 11). Como sugiere Graeber (2004), los ejemplos de anarquismo viable son casi infinitos. Podrían incluir casi cualquier forma de organización, desde una brigada de bomberos voluntarios hasta el servicio postal, siempre y cuando no sea impuesta jerárquicamente por alguna autoridad externa (Graeber, 2004). Es más, como sugieren muchos escritos anarquistas recientes, el potencial de resistencia podría encontrarse en cualquier lugar de la vida cotidiana. Si el poder se ejerce en todas partes, podría dar lugar a la resistencia en todas partes. A los anarquistas actuales les gusta sugerir que una mirada a través del paisaje de la sociedad contemporánea revela muchas agrupaciones que son anarquistas en la práctica si no en la ideología. Algunos ejemplos son los pequeños grupos sin líderes desarrollados por las feministas radicales, las cooperativas, las clínicas, las redes de aprendizaje, los colectivos de los medios de comunicación, las organizaciones de acción directa; las agrupaciones espontáneas que se producen en respuesta a los desastres, las huelgas, las revoluciones y las emergencias; las guarderías controladas por la comunidad; los grupos de vecinos; la organización de los inquilinos y de los lugares de trabajo, etc. (Ehrlich, Ehrlich, DeLeon y Morris 18). Aunque evidentemente no se trata de grupos estrictamente anarquistas, a menudo funcionan como ejemplos de ayuda mutua y de modos de vida no jerárquicos ni autoritarios que llevan el recuerdo de la anarquía en su interior. A menudo, estas prácticas son esenciales para la supervivencia diaria de la gente en los estados de crisis del capitalismo. Ward señala que «lo único que hace posible la vida de millones de personas en los Estados Unidos son sus elementos no capitalistas…..

Enormes áreas de la vida en los Estados Unidos, y en todas partes, se construyen en torno a organizaciones voluntarias y de ayuda mutua» (Ward y Goodway, 2003: 105). Kropotkin (1972: 132) señala que el Estado, el gobierno formalizado de las minorías dominantes sobre las mayorías subordinadas, no es «más que una de las formas de la vida social». Para los anarquistas, la gente es muy capaz de desarrollar formas de orden para satisfacer necesidades y deseos específicos. Como sugiere Ward (1973: 28), «dada una necesidad común, un conjunto de personas… mediante la improvisación y la experimentación, desarrollará un orden a partir de la situación, siendo este orden más duradero y más estrechamente relacionado con sus necesidades que cualquier tipo de orden que la autoridad externa pueda proporcionar». El orden al que se llega de este modo es también preferible para los anarquistas, ya que no está osificado y se extiende, a menudo por la fuerza, a situaciones y contextos diferentes de los que surgió, y para los que puede no ser adecuado. Este orden, por el contrario, es flexible y evolutivo, dando paso, cuando es necesario, a otros acuerdos y formas de orden en función de las necesidades de los pueblos y de las circunstancias a las que se enfrentan. Los ejemplos vivos de las perspectivas anarquistas sobre el orden que surgen «espontáneamente» de las circunstancias sociales se observan quizás con mayor facilidad o regularidad en condiciones de necesidad inmediata o de emergencia, como en tiempos de catástrofes naturales y/o de crisis económica, durante periodos de agitación revolucionaria o durante acontecimientos masivos como las fiestas. Los anarquistas intentan extender las relaciones de ayuda mutua hasta que constituyan el grueso de la vida social. La anarquía constructiva consiste en desarrollar formas en las que las personas puedan tomar el control de sus vidas y participar de forma significativa en los procesos de toma de decisiones que les afectan, ya sea la educación, la vivienda, el trabajo o la alimentación.

Los anarquistas señalan que los cambios en la estructura del trabajo, en particular la llamada producción ajustada, la flexibilización y la institucionalización del trabajo precario, han robado a la gente el tiempo de la familia junto con el tiempo que de otro modo podría dedicarse a actividades en la comunidad (Ward y Goodway, 2003: 107). En respuesta, la gente debe encontrar formas de escapar a la ley capitalista del valor, para perseguir sus propios valores en lugar de producir valor para el capital. Este es el verdadero significado de la actividad anarquista de «hazlo tú mismo» y la razón por la que sugeriría que tales actividades tienen implicaciones radicales, aunque pasadas por alto, para las luchas anticapitalistas.

Para Paul Goodman, un anarquista estadounidense cuyos escritos influyeron en la Nueva Izquierda y la contracultura de los años 60, los futuros-presentes anarquistas sirven como actos necesarios para «trazar la línea» contra las fuerzas autoritarias y opresivas de la sociedad. El anarquismo, en opinión de Goodman, nunca estuvo orientado sólo hacia algún futuro glorioso; también implicaba la preservación de las libertades del pasado y de las tradiciones libertarias anteriores de interacción social. «Una sociedad libre no puede ser la sustitución del viejo orden por un ‘nuevo orden’; es la extensión de las esferas de acción libre hasta que constituyan la mayor parte de la vida social» (Marshall, 1993: 598). El pensamiento utópico siempre será importante, argumentaba Goodman, para abrir la imaginación a nuevas posibilidades sociales, pero el anarquista contemporáneo también tendría que ser un conservador de las tendencias benévolas de la sociedad.

Acumulación primitiva: El capital contra la ayuda mutua

La sociedad capitalista consiste en gran medida en «la acumulación de la vida como trabajo», por utilizar la acertada descripción de Cleaver (1992: 116). La valorización se refiere a los procesos por los que el capital puede conseguir poner a la gente a trabajar, y hacerlo de tal manera que el proceso se repita en una escala cada vez mayor (Cleaver, 1992a). La estructura del salario, la división del trabajo y la plusvalía son mecanismos a través de los cuales se organiza la explotación (Cleaver, 1992a). En particular, el circuito de valorización implica tanto la circulación (el intercambio) como la producción.

La valorización expresa el hecho de que, desde la perspectiva del capital, el carácter específico de cada actividad productiva carece de importancia, siempre y cuando esa actividad produzca algo que pueda, a través de su venta, realizar suficiente excedente para permitir que el proceso vuelva a comenzar (Cleaver, 1992a). La enorme variedad de actividades humanas, mentales o físicas, de las que son capaces las personas se convierten en lo mismo a los ojos del capital. Lo importante es que puedan ponerse al servicio de la creación de valor (de cambio) (para el capital). Más recientemente, teóricos como Antonio Negri y Michael Hardt han discutido la forma en que el capital contemporáneo hace uso del «trabajo inmaterial», especialmente de las capacidades emocionales o psicológicas que permiten a las personas cuidar de los demás, un punto que se hace eco de las preocupaciones anarquistas históricas.

Si la valorización representa la subordinación de las actividades productivas de las personas al mando capitalista, Cleaver (1992a: 120) sugiere que la desvalorización expresa la pérdida de las personas de esas capacidades tomadas por el capital. Esto tiene como efecto un empobrecimiento más amplio de la vida social, ya que las cualidades específicas de una diversidad de habilidades y destrezas son sustituidas por una gama más estrecha de habilidades comercializadas y mecanizadas (Cleaver, 1992a).

Un proceso central y continuo en la historia del capitalismo es «la sustitución de la autoproducción de valores de uso por el consumo de mercancías» (Cleaver, 1992a: 119). Esto es en gran parte lo que toda una serie de prácticas, desde los cercados a través del colonialismo más ampliamente, han estado orientadas. Esta separación de las personas de las capacidades de autoproducción de valores de uso ha conllevado las diversas formas de violencia que Marx ha denominado acumulación primitiva. La acumulación primitiva, un proceso continuo, implica las prácticas reales, a menudo sangrientas, por las que el capitalismo se apodera y comercializa áreas crecientes de la vida humana. Esto ha incluido la expulsión de los campesinos de las tierras comunes, la destrucción de los talleres artesanales, la anulación de los derechos locales sobre la tierra y la destrucción de hogares y pueblos enteros.

Como señala Cleaver (1992a: 119), un aspecto central de la acumulación primitiva ha sido «el desplazamiento de la producción doméstica de alimentos y artesanía por las mercancías capitalistas». En ninguna parte se ha establecido la creación del «mercado doméstico» sin tales desplazamientos.

Pero Marx no nos da mucha información al respecto. En su ignorancia de chico de ciudad de la vida rural y tal vez en un deseo de evitar cualquier sentimentalismo retrospectivo, Marx parece haber gastado poco tiempo o energía durante sus estudios de la acumulación primitiva en Inglaterra y en las colonias tratando de entender qué valores positivos podrían haberse perdido. A diferencia de muchos de su generación, que sí se preocuparon por la naturaleza de esos lazos sociales y valores comunales que estaban desapareciendo rápidamente, Marx mantuvo su atención fijada firmemente hacia el futuro (Cleaver, 1992a: 122).
Curiosamente, la respuesta a la acumulación primitiva, y sus efectos, ha sido uno de los puntos clave que distinguen a los marxistas de los anarquistas históricamente. Los anarquistas han adoptado un enfoque de la acumulación primitiva muy diferente, y menos sanguíneo, del adoptado por muchos marxistas, y ciertamente del enfoque adoptado por Marx. Hablando de Marx, Cleaver (1992a: 121) señala:

Cuando examinamos sus escritos sobre la acumulación primitiva y el colonialismo -desde el Manifiesto Comunista hasta El Capital- a menudo encontramos poca o ninguna empatía por las culturas que son destruidas/subsumidas por el capital. Ciertamente reconocía esa destrucción/subsunción, pero a menudo veía sus efectos en el feudalismo y otras formas de sociedad precapitalistas como históricamente progresistas. Para Marx, los trabajadores se estaban liberando de las formas precapitalistas de explotación («escapaban del régimen de los gremios») y los campesinos de la «servidumbre» y de «la idiotez de la vida rural».

Este enfoque despreocupado encontró su expresión más extendida e influyente dentro del marxismo bajo el punto de vista de la Segunda Internacional de que las sociedades no podían ser revolucionarias hasta que hubieran entrado en la etapa capitalista. Esta perspectiva se utilizó, entre otras cosas, para argumentar en contra de la posibilidad de la revolución en Rusia, ya que era una sociedad feudal y no capitalista.

Los anarquistas han estado profundamente preocupados exactamente por los valores que se han perdido. Para los anarquistas, estas habilidades y destrezas perdidas van más allá de las tareas laborales e incluyen elementos importantes de la vida social como la toma de decisiones o la interacción social. Cleaver discute esta pérdida, y la centralización y profesionalización relacionadas, en términos que recuerdan el análisis histórico anarquista que se discute a continuación: «El auge de la medicina profesional, por ejemplo, no sólo produjo una pérdida generalizada de la capacidad de curar, sino que también supuso la sustitución de un paradigma particular de curación por un número mucho mayor de enfoques de la ‘salud’, y por tanto una pérdida social absoluta: la desaparición virtual de una multiplicidad de ‘valores’ alternativos» (1992a: 120). Es el intento de identificar, comprender y recuperar los valores que se han perdido, pasado por alto o subsumido bajo el capitalismo lo que ha inspirado los principales proyectos anarquistas, ya sea la Ayuda Mutua de Kropotkin, los trabajos de Elisee Reclus o, más recientemente, la Falsa Moneda de Graeber.

Más que la destrucción de pueblos, talleres, granjas o casas, la acumulación primitiva implica la destrucción de formas de vida, comunidades y culturas enteras. La acumulación primitiva implica fundamentalmente el robo de los medios de producción y de vida independientes de las personas. Cleaver (1992a: 124) sugiere que la propia historia del capitalismo ha sido, fundamentalmente, «la historia de una guerra contra las actividades autónomas de subsistencia» (lo que podríamos llamar en este punto la historia de la desvalorización). Sugiere que ha habido tal guerra «porque tales actividades de subsistencia han sobrevivido y han sido creadas de nuevo repetidamente, más en algunos lugares que en otros» (Cleaver, 1992a: 124). No es en absoluto una simple coincidencia que la acumulación primitiva se haya dirigido específicamente a las prácticas indígenas de las economías del regalo, por ejemplo.

En relación con estos procesos está la degradación de las habilidades experimentada por muchos trabajadores y la monopolización del trabajo cualificado por parte de los «trabajadores mentales» mejor pagados, como los ingenieros. Oponerse a esta sustitución, y hasta cierto punto revertirla, es un aspecto crucial, quizá el más importante, de la actividad anarquista actual. Es esta oposición la que subyace en las críticas anarquistas a la monopolización de las habilidades de aprendizaje por parte de los instructores profesionales o la monopolización de las habilidades de cuidado por parte de los trabajadores sociales profesionales.

Al mismo tiempo, los anarquistas tienen cuidado de no sobreestimar el éxito del poder destructivo del capital o de no apreciar la tenacidad y perseverancia de las relaciones sociales no capitalistas. De hecho, una amplia gama de luchas contra el capitalismo, tanto históricas como contemporáneas, se han basado precisamente en estas relaciones supuestamente «arcaicas». Los estilos anarquistas de sociación y organización expresan la persistencia de formas arcaicas dentro del contexto (post)moderno. Revelan el retorno de lo reprimido en tipos sociológicos ejemplares de «solidaridad mecánica» y Gemeinschaft [comunidad].

Los anarquistas intentan organizarse contra la dependencia de las mercancías y de los «expertos» profesionales, manifestaciones de la mercantilización de las necesidades y de los servicios suministrados por el mercado. Los anarquistas destacan la importancia de la creatividad autónoma en las luchas contra los estados y el capital. Los anarquistas ven estas actividades en términos de las posibilidades de un futuro post-capitalista.

Anarquía constructiva: El comunismo como ayuda mutua

En muchos de sus escritos, el anarcosindicalista Sam Dolgoff destaca la importancia del anarquismo constructivo, rico en ideas positivas y prácticas más que en actos instintivos y posturas negativas o reactivas. Sin embargo, el anarquismo constructivo no se basa en planes prefabricados ni en cálculos «científicos». La base del anarquismo constructivo, como en la discusión de Cleaver sobre la autovalorización, ya está disponible en las relaciones sociales actualmente existentes, incluso si estas relaciones están dominadas y oscurecidas por la sociedad autoritaria que las rodea.

Los teóricos anarquistas se limitaron a sugerir la utilización de todos los organismos útiles de la vieja sociedad para reconstruir la nueva. Contemplaron la generalización de las prácticas y tendencias que ya están en vigor. El mismo hecho de que la autonomía, la descentralización y el federalismo sean alternativas más prácticas al centralismo y al estatismo ya presupone que estas vastas redes organizativas que ahora desempeñan las funciones de la sociedad están preparadas para sustituir a las antiguas administraciones hipercentralizadas en quiebra. Que los «elementos de la nueva sociedad ya se están desarrollando en la sociedad burguesa que se derrumba» (Marx) es un principio fundamental compartido por todas las tendencias del movimiento socialista (1979: 5).
Si la sociedad es «una vasta red entrelazada de trabajo cooperativo» (5), entonces esas redes de cooperación proporcionarán un buen punto de partida, aunque sólo sea un punto de partida, para deshacerse de las ataduras de la coerción, el autoritarismo y la explotación. Es en las relaciones de trabajo cooperativo, que abarcan millones de actos cotidianos, donde se encuentra la verdadera base de la vida social. Sin estas redes, a menudo no reconocidas y no remuneradas, la sociedad se derrumbaría.

Lo que hace falta es emanciparse de las instituciones autoritarias SOBRE la sociedad y del autoritarismo DENTRO de las propias organizaciones. Sobre todo, hay que infundirles el espíritu revolucionario y la confianza en las capacidades creativas del pueblo. Kropotkin, al elaborar la sociología del anarquismo, ha abierto una vía de investigación fructífera que ha sido en gran medida descuidada por los científicos sociales ocupados en trazar nuevas áreas de control estatal (1979: 5).
Un paso inicial en estos procesos de emancipación es la abolición del sistema salarial y la distribución de bienes y servicios según el viejo principio comunista, «de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad».

El Comunismo Libertario es la organización de la sociedad sin Estado y sin relaciones de propiedad capitalistas. Para establecer el Comunismo Libertario no será necesario inventar formas artificiales de organización. La nueva sociedad surgirá de la «cáscara de la vieja». Los elementos de la futura sociedad ya están plantados en el orden existente. Son el sindicato y la comuna libre (a veces llamada «municipio libre»), que son instituciones populares antiguas, profundamente arraigadas y no estatistas, organizadas espontáneamente y que abarcan todas las ciudades y pueblos de las zonas urbanas y rurales. La Comuna Libre es ideal para afrontar con éxito los problemas de la vida social y económica de las comunidades libertarias. Dentro de la Comuna Libre también hay espacio para que los grupos cooperativos y otras asociaciones, así como los individuos, satisfagan sus propias necesidades (siempre que, por supuesto, no empleen mano de obra contratada a cambio de un salario). Los términos ‘Libertario’ y ‘Comunismo’ denotan la fusión de dos conceptos inseparables, los prerrequisitos individuales para la Sociedad Libre: LA LIBERTAD COLECTIVA Y LA LIBERTAD INDIVIDUAL (1979: 6).

Por supuesto, las experiencias tanto del sindicato como de la comuna libre se han visto muy erosionadas, si no eliminadas por completo, a lo largo de siglos de imposición estatista. Esta situación ha sido abordada por el anarquista Paul Goodman en términos bastante conmovedores: «El pathos de los pueblos oprimidos, sin embargo, es que, si se liberan, no saben qué hacer. Al no haber sido autónomos, no saben cómo es, y antes de que aprendan, tienen nuevos gestores que no tienen prisa por abdicar» (Goodman citado en Ward, 2004: 69). Eso significa que la gente tiene que construir aproximaciones en las que se puedan aprender, experimentar y alimentar las relaciones sociales de una sociedad futura.

Este es parte del impulso que hay detrás de la creación de «escuelas libres», «infoshops», sindicatos industriales y okupas. Son lugares en los que la vida de la comuna libre, enterrada bajo los escombros de los sistemas autoritarios, puede volver a vislumbrarse, aunque sea de forma limitada.

El anarquismo imagina una sociedad flexible y pluralista en la que todas las necesidades de la humanidad serían satisfechas por una infinita variedad de asociaciones voluntarias. El mundo está lleno de grupos de afinidad, desde clubes de ajedrez hasta grupos de propaganda anarquista. Se forman, se disuelven y se reconstituyen según los caprichos y fantasías de los adherentes individuales. Precisamente porque «reflejan las preferencias individuales», estos grupos son la savia de la sociedad libre (1979: 8).

En su análisis del movimiento obrero estadounidense, «The American Labor Movement: A New Beginning» (ALM), Dolgoff recuerda a los lectores que el movimiento obrero dedicó una gran cantidad de energía a construir formas más permanentes de instituciones alternativas. En los primeros tiempos del movimiento obrero, los sindicatos ofrecían una variedad cada vez mayor de funciones de ayuda mutua.

Crearon una red de instituciones cooperativas de todo tipo: escuelas, campamentos de verano para niños y adultos, hogares para ancianos, centros de salud y culturales, planes de seguros, educación técnica, vivienda, asociaciones de crédito, etc. Todos estos, y muchos otros servicios esenciales, eran proporcionados por la propia gente, mucho antes de que el gobierno monopolizara los servicios sociales, desperdiciando incontables miles de millones en un aparato parasitario burocrático de alto nivel; mucho antes de que el movimiento obrero fuera corrompido por el «sindicalismo empresarial» (1980: 31).

El hecho de que Dolgoff aprendiera estas lecciones, a menudo olvidadas o pasadas por alto, a partir de un compromiso crítico con el movimiento obrero es revelador. Como anarquista militante, Dolgoff tenía poco tiempo para aquellos que, buscando comodidad o privilegio moral en la «pureza» anarquista, se niegan a participar en las luchas reales en las que se encuentra la gente. La anarquía no puede abstraerse de las situaciones de la vida cotidiana y de las difíciles decisiones a las que se enfrenta la gente.

No hay anarquismo «puro». Sólo existe la aplicación de los principios anarquistas a las realidades de la vida social. El objetivo del anarquismo es estimular las fuerzas que impulsan a la sociedad en una dirección libertaria. Sólo desde este punto de vista puede evaluarse adecuadamente la relevancia del anarquismo para la vida moderna (1979: 8).

Como concluye Dolgoff, el anarquismo no es una «panacea que curará milagrosamente todos los males del cuerpo social» (1979: 10). El anarquismo es simplemente una «guía de acción basada en una concepción realista de la reconstrucción social» (1979: 10-11). Lejos del determinismo económico o del obrerismo del que se acusa tan a menudo a los sindicalistas, la visión de Dolgoff comparte muchas ideas importantes con los puntos de vista de recientes anarquistas «culturales» como Paul Goodman y Colin Ward.

Linajes de la anarquía constructiva: Kropotkin y la ayuda mutua

Entre las principales influencias históricas en la anarquía cotidiana, quizás la más significativa sea la versión de Kropotkin del anarcocomunismo y, especialmente, sus ideas sobre la ayuda mutua. En La ayuda mutua, Kropotkin documenta la centralidad de la cooperación en los grupos animales y humanos y vincula la teoría anarquista con la experiencia cotidiana. La definición de Kropotkin sugiere que el anarquismo, en parte, «representaría una red entrelazada, compuesta por una variedad infinita de grupos y federaciones de todos los tamaños y grados… temporales o más o menos permanentes… para todos los fines posibles» (citado en Ward y Goodway, 2003: 94). Como nos recuerda Ward (2004: 29) «Hace un siglo, Kropotkin señaló la interminable variedad de ‘sociedades de socorro mutuo, las uniones de compañeros raros, los clubes de pueblo y ciudad organizados para pagar las facturas de los médicos’ construidos por la autoayuda de la clase obrera». Tanto Kropotkin como, en mucha menor medida, Marx, comentaron y se inspiraron en la colaboración campesina en diversos aspectos de la vida cotidiana, desde el cuidado de las tierras y bosques comunales, la recolección, la construcción de carreteras, la construcción de casas y la producción de lácteos.

La arqueología política de Kropotkin, y especialmente sus estudios sobre la Revolución Francesa y la Comuna de París, informaron sus análisis de las revoluciones rusas de 1905 a 1917 y colorearon sus advertencias a los camaradas sobre las posibilidades y los peligros que aguardaban a lo largo de los diferentes caminos del cambio político (Cleaver, 1992b). Esto sigue siendo una importante empresa social y política en el contexto de la crisis y el ajuste estructural impulsado por las fuerzas de la globalización capitalista.

En 1917 Kropotkin vio los peligros de la crisis: tanto los de la reacción como los disfrazados con el ropaje de la revolución, ya sea parlamentaria o bolchevique… En 1917 Kropotkin también sabía dónde buscar el poder para oponerse a esos peligros y crear el espacio para que el pueblo ruso elaborara sus propias soluciones: En 1917, como sabemos, el poder de los trabajadores para resistir tanto a la reacción como a la centralización resultó inadecuado, en parte porque los portavoces de esta última encubrieron sus intenciones tras una brillante retórica de revolución. Hoy… esa retórica ya no es posible y en su lugar sólo existe el lenguaje monótono y alienante de los funcionarios estatales nacionales y supranacionales (Cleaver, 1992b: 10)

La amplia investigación de Kropotkin sobre la «ayuda mutua» estaba motivada por el deseo de desarrollar una comprensión general del carácter de las sociedades humanas y sus procesos de evolución. En parte, se trataba de ofrecer una crítica sociológica a las opiniones populares de darwinistas sociales como Huxley y Spencer. Más que eso, como señala Cleaver (1992b), su trabajo pretendía sentar las bases de su política anarcocomunista al mostrar una tendencia recurrente en las sociedades humanas, así como en muchas otras sociedades animales, a que los individuos se ayuden entre sí y cooperen con otros miembros de la especie, en lugar de competir en una guerra hobbesiana de todos contra todos.

En varios libros de investigación, como Ayuda mutua, La conquista del pan y Campos, fábricas y talleres, Kropotkin intentó esbozar la manifestación y el desarrollo de la ayuda mutua a lo largo de la historia. Lo que le sugirió su investigación fue que la ayuda mutua siempre estuvo presente en las sociedades humanas, aunque su desarrollo nunca fue uniforme o igual en diferentes períodos o dentro de diferentes sociedades. En algunos momentos, la ayuda mutua fue el factor principal de la vida social, mientras que en otros quedó sumergida bajo las fuerzas de la competencia, el conflicto y la violencia. La clave, sin embargo, era que, independientemente de su forma, o de la adversidad de las circunstancias en las que operaba, siempre estaba ahí «proporcionando la base para los esfuerzos recurrentes de autoemancipación cooperativa de diversas formas de dominación (el estado, la religión institucional, el capitalismo)» (Cleaver, 1992b: 3).

Kropotkin no trataba de sugerir, de manera utópica, cómo podría o debería desarrollarse una nueva sociedad. En su opinión, ya estaba ocurriendo. Las instancias ya estaban apareciendo en el presente.

El anarquismo no está involucrado en la elaboración de planos sociales para el futuro. Esta es una de las razones por las que los anarquistas, hasta hoy, han sido tan reacios a describir la «sociedad anarquista». En su lugar, los anarquistas han tratado principalmente de identificar y comprender las tendencias sociales, incluso las contrarias. La atención se centra decididamente en las manifestaciones del futuro en el presente.

En obras importantes como La conquista del pan, Kropotkin trata de detallar cómo el futuro poscapitalista ya estaba surgiendo en el aquí y ahora. Su investigación en este caso se ocupó, y de hecho consiguió ofrecer ejemplos, de casos prácticos en el presente, que sugerían aspectos de una sociedad postcapitalista. De este modo, la obra de Kropotkin, al igual que la de otros anarco-comunistas, ofrece algo más que una simple propuesta. Por lo tanto, su política se basaba en aspectos actuales, aunque poco apreciados, de las sociedades humanas (Cleaver, 1992b).

Kropotkin sostenía que las sociedades humanas se desarrollaban a través de procesos implicados en la interacción continua de lo que él llamaba la «ley de la lucha mutua» y la «ley de la ayuda mutua». Estas fuerzas se manifestaban de diversas maneras según el período histórico o el contexto social, pero, significativamente para Kropotkin, se observaban típicamente en conflicto y no en estasis o equilibrio. Tampoco se trataba de un esquema estrictamente evolutivo, ya que Kropotkin incluía de forma crítica en su visión de la interacción entre estas fuerzas, períodos de agitación revolucionaria.

Por un lado estaban las instituciones y los comportamientos de lucha mutua, como el individualismo estrecho de miras, la competencia, la concentración de la propiedad terrateniente e industrial, la explotación capitalista, el Estado y la guerra. Del otro lado estaban las de la ayuda mutua, como la cooperación en la producción, los folkmotes de las aldeas, las celebraciones comunales, el sindicalismo y el sindicalismo, las huelgas, las asociaciones políticas y sociales (Cleaver, 1992b: 4).
Según Kropotkin, una u otra fuerza tendía a ser predominante, dependiendo de la época o del caso, pero consideraba que las fuerzas de ayuda mutua estaban en alza, incluso cuando el capitalismo parecía triunfar. De hecho, en su opinión, el tipo de desarrollo industrial por el que era famoso el capitalismo no podía ser posible sin un grado increíble de trabajo cooperativo. Kropotkin argumentó en contra de la creación de mitos capitalistas que presentaban el rápido crecimiento del desarrollo industrial como el resultado de la competencia y, en cambio, sugirió que el alcance y la eficiencia de la cooperación eran factores más importantes (véase Cleaver, 1992a; 1992b). En este sentido, su análisis se acercaba notablemente al de Marx, que de hecho veía la cooperación masiva de la producción industrial como un requisito previo para el comunismo.

Allí donde los economistas hacían hincapié en la ventaja comparativa estática, Kropotkin demostró la contratendencia dinámica hacia una complejidad e interdependencia (cooperación) crecientes entre las industrias, un desarrollo estrechamente asociado a la imparable circulación internacional de conocimientos y experiencias. Donde los economistas (y más tarde los sociólogos del trabajo) celebraron la eficacia y la productividad de la especialización en la producción, Kropotkin mostró cómo esa misma productividad no se basaba en la competencia, sino en los esfuerzos interconectados de trabajadores sólo formalmente divididos (Cleaver, 1992b: 5).

Los sociólogos anarquistas harían bien en recordar los consejos de Kropotkin sobre los métodos que deben seguir los investigadores anarquistas. En su libro de 1887, El comunismo anarquista, Kropotkin sugiere que el enfoque anarquista difiere del utópico: «[El anarquista] estudia la sociedad humana tal como es ahora y fue en el pasado… trata de descubrir sus tendencias, pasadas y presentes, sus necesidades crecientes, intelectuales y económicas, y en su [sic] ideal se limita a señalar en qué dirección va la evolución» (citado en Cleaver, 1992b: 3).

Este enfoque en las tendencias, o en los patrones de comportamiento concreto en desarrollo, diferenció su enfoque tanto de los primeros utopistas como de los posteriores marxistas-leninistas, al abandonar el «debería» kantiano en favor del estudio científico de lo que ya está llegando a ser. Ni Fourier ni Owen dudaron en detallar la forma en que consideraban que debía organizarse la sociedad, desde las cooperativas hasta los falansterios. Tampoco Lenin y sus aliados bolcheviques fueron reacios a especificar, con bastante detalle, la forma en que debía organizarse el trabajo (taylorismo y competencia) y cómo debía organizarse la toma de decisiones sociales (de arriba abajo a través de la administración del partido y la planificación central) (Cleaver, 1992b: 3).
Los escritos de Marx ofrecían muchos menos detalles que las obras de Kropotkin en lo que respecta a la cuestión de la subjetividad de la clase obrera, en contraste con el análisis bastante extenso que Marx proporcionó con respecto a la dominación capitalista. Sólo a través de las décadas de trabajo llevado a cabo por varios marxistas autonomistas se desarrolló algún análisis marxista de la autonomía de la clase obrera que se acercara a un paralelo del trabajo de Kropotkin (Cleaver, 1992b: 7).

La anarquía constructiva en acción: El anarquismo sociológico de Colin Ward

Quizás la visión más amplia y sostenida de la anarquía constructiva proviene de Colin Ward. Ward es más conocido a través de su tercer libro Anarchy in Action (1973) que fue, hasta su contribución de 2004 a la serie «Short Introduction» de Oxford Press, Anarchism: A Very Short Introduction, su único libro explícito sobre la teoría anarquista. El veterano anarquista George Woodcock identificó Anarchy in Action como una de las obras teóricas más importantes sobre el anarquismo y yo tendría que estar de acuerdo. Es en las páginas de esa obra relativamente corta donde Ward hace explícita su versión altamente distintiva del anarquismo, lo que yo llamo «una anarquía de la vida cotidiana».

Ward sigue a Kropotkin al identificarse como un comunista anarquista e incluso ha sugerido que Anarquía en Acción es simplemente una nota a pie de página contemporánea ampliada de Ayuda Mutua (Ward y Goodway, 2003: 14). Sin embargo, Ward va más allá de Kropotkin en la importancia que otorga a los grupos cooperativos en la transformación social anarquista.

Ward es crítico con la preocupación de los anarquistas por la historia anarquista y en sus propias obras prefiere enfatizar el aquí y el ahora y el futuro inmediato (Ward y Goodway, 2003). Ward describe su enfoque del anarquismo como uno que se basa en experiencias reales o ejemplos prácticos más que en teorías o hipótesis. A través de las respuestas de los lectores a los artículos publicados en Anarchy, Ward descubrió que para muchas personas la anarquía describía adecuadamente el «caos organizado» que la gente experimentaba durante su vida cotidiana, incluso en sus lugares de trabajo. Increíblemente, esta perspectiva del anarquismo estaba tan fuera de los parámetros de la corriente principal del anarquismo que en 1940, cuando Ward trató de convencer a sus colegas del Freedom Press Group para que imprimieran un panfleto sobre el movimiento de los okupas «no se pensó que esto fuera de alguna manera relevante para el anarquismo» (Ward y Goodway, 2003: 15).

Aunque no tiene una formación formal en sociología, Ward defiende la importancia de adoptar un enfoque sociológico del mundo. Al desarrollar un anarquismo sociológico, Ward recoge la llamada de su compañero anarquista y educador sexual Alex Comfort, que fue uno de los primeros en argumentar que los anarquistas tenían mucho que aprender de los sociólogos. En su obra Delinquency (1951), Comfort pedía que el anarquismo se convirtiera en una sociología de acción libertaria.

Ward se inspira en parte en la sociología de los grupos autónomos. Sus lecturas del boletín de sociología de los grupos autónomos, ya agotado, contribuyeron a la comprensión de las capacidades para influir en el cambio social dentro de redes informales como el Grupo Batignolles, los fundadores del impresionismo y la Sociedad Fabiana. En particular, estos grupos fueron increíblemente eficaces, ejerciendo una influencia muy superior a su número. Como señala Ward (2003: 48) porque los anarquistas tradicionalmente «han concebido el conjunto de la organización social como una serie de redes entrelazadas de grupos autónomos». Por lo tanto, es importante que los anarquistas presten mucha atención a las lecciones que se pueden aprender de los que tienen éxito.

Los grupos autónomos que ha estudiado o en los que ha participado se caracterizan por «tener una red interna segura basada en la amistad y las habilidades compartidas, y una serie de redes externas de contactos en una variedad de campos» (Ward, 2003: 44). Entre estos grupos, Ward incluye el Freedom Press Group, la Summerhill School de educación alternativa de A.S. Neill, la Burgess Hill School y el Peckham Health Centre del sur de Londres, que ofrecían enfoques de medicina social. Los grupos autónomos se distinguen de otras formas de organización caracterizadas por «jerarquías de relaciones, divisiones fijas del trabajo y reglas y prácticas explícitas» (Ward, 2003: 48). Los grupos autónomos se caracterizan por un alto grado de autonomía individual dentro del grupo, la confianza en las reciprocidades directas en la toma de decisiones, para las decisiones que afectan a todos los miembros del grupo, y el carácter temporal y fluctuante del liderazgo.

Cuando las personas no tienen el control ni la responsabilidad de las decisiones cruciales sobre aspectos importantes de la vida, ya sea en relación con la vivienda, la educación o el trabajo, estas áreas de la vida social se convierten en obstáculos para la realización personal y el desarrollo colectivo. Sin embargo, cuando las personas son libres de tomar decisiones importantes y contribuyen a la planificación y ejecución de las decisiones que afectan a las áreas clave de la vida cotidiana, se producen mejoras en el bienestar individual y social (Ward y Goodway, 2003: 76). Ward encuentra eco en las conclusiones de los psicólogos industriales que sugieren que la satisfacción en el trabajo está muy relacionada con el «lapso de autonomía», o la proporción de tiempo de trabajo en el que los trabajadores son libres de tomar sus propias decisiones y actuar en consecuencia.

Las disposiciones del estado de bienestar son, por supuesto, contradictorias y la mayoría de los anarquistas no adoptan un enfoque arrogante hacia lo que han sido servicios importantes, y a menudo necesarios, para muchas personas, incluidos muchos anarquistas. Al hablar del estado del bienestar, Colin Ward resume sus aspectos positivos y negativos en pocas palabras: «La característica positiva de la legislación del bienestar es que, en contra de la ética capitalista, es un testimonio de la solidaridad humana. La característica negativa es precisamente que es un brazo del Estado» (Ward y Goodway, 2003: 79). Ward señala que la provisión de bienestar social no se originó en el gobierno a través del «estado de bienestar». Más bien, surgió en la práctica «de la amplia red de sociedades de socorro mutuo y organizaciones de ayuda mutua que habían surgido a través de la autoayuda de la clase trabajadora en el siglo XIX» (Ward, 2004: 27). Es lo mismo que señala Sam Dolgoff en referencia a la importancia de los grupos de ayuda mutua para la provisión de educación al cuidado de los ancianos dentro del movimiento obrero en los Estados Unidos.

En numerosos trabajos, Ward ha ilustrado cómo, desde finales del siglo XIX, «‘la tradición de las asociaciones fraternales y autónomas surgidas desde abajo’ ha sido sucesivamente desplazada por una de ‘instituciones autoritarias dirigidas desde arriba'» (Ward y Goodway, 2003: 17). Como sugiere Ward, este desplazamiento se llevó a cabo activamente, con resultados a menudo desastrosos, en el desarrollo del estado de ciudadanía social: «La gran tradición de autoayuda y ayuda mutua de la clase trabajadora fue descartada no sólo como irrelevante, sino como un verdadero impedimento, por los arquitectos políticos y profesionales del Estado del bienestar… La contribución que tenían que hacer los receptores… fue ignorada como una mera vergüenza» (citado en Ward y Goodway, 2003: 18). A partir de su investigación sobre los movimientos de la vivienda, Ward comenta que «las sociedades de construcción de autoayuda, inicialmente de clase trabajadora, se despojaron de los últimos vestigios de mutualidad; y esta degeneración ha coexistido con una tradición de vivienda municipal que se oponía rotundamente al principio de control de los habitantes» (Ward y Goodway, 2003: 18).

El trabajo de Ward está dirigido a proporcionar «indicaciones útiles sobre el camino a seguir si queremos tener alguna posibilidad de reinstaurar la autoorganización y la ayuda mutua que se han perdido» (Ward y Goodway, 2003: 18). Ward se centra en ejemplos recientes, como las colonias de vacaciones en Gran Bretaña, «en las que desempeñaron un papel clave las principales organizaciones de autoayuda y ayuda mutua de la clase trabajadora, el movimiento cooperativo y los sindicatos» (Ward y Goodway, 2003: 17). Un tema significativo en las perspectivas de la anarquía cotidiana es «la importancia histórica de tales instituciones en la provisión de bienestar y el mantenimiento de la solidaridad social» (Ward y Goodway, 2003: 17).

Afinidades teóricas: Repensar el comunismo

El colapso de los Estados socialistas «realmente existentes» y el desarrollo de la globalización capitalista, que induce a la crisis, han impulsado de diversas maneras un replanteamiento de las cuestiones de la transformación social y la superación del capitalismo por parte de los anarquistas y los marxistas. Varias corrientes del anarcocomunismo, sobre todo las que forman parte de la corriente de la anarquía cotidiana desde Kropotkin a Goodman y Ward, pueden verse con fuertes similitudes, o incluso afinidades, con ciertas tradiciones del socialismo libertario. Esto es especialmente cierto cuando se consideran los enfoques anarcocomunista y socialista libertario a las cuestiones de la construcción de alternativas al capitalismo en el aquí y ahora.

Hay sorprendentes similitudes, por ejemplo, entre los escritos marxistas autonomistas sobre la autovaloración y los escritos anarquistas sobre la ayuda mutua y la afinidad. Los tipos de actividades de ayuda mutua concretas/realmente existentes, iniciadas o apoyadas por los anarquistas, ciertamente encarnan la noción de autovalorización y la autoconstitución de modos de vida alternativos, tal como lo discute Cleaver (1992a). Se trata de actividades autónomas de autovalorización que, tal y como han discutido de nuevo los autonomistas, se enfrentan a los intentos capitalistas de desvalorización.

Como se ha señalado anteriormente, Harry Cleaver (1992b) encuentra una gran resonancia, especialmente, entre los análisis de Peter Kropotkin, y su preocupación por el surgimiento de una nueva sociedad desde dentro del capitalismo, y los análisis de los marxistas autonomistas que sugieren que el futuro podría vislumbrarse dentro de los procesos actuales de autovalorización de la clase trabajadora, o aquellas prácticas autónomas por las que la gente intenta crear relaciones sociales alternativas, ya sea en el trabajo o en sus comunidades. Cleaver (1992b: 11) señala que como «un reemplazo para una ortodoxia agotada y fracasada» los marxistas autonomistas ofrecen un marxismo más vital y comprometido, «uno que ha sido regenerado dentro de las luchas de la gente real y como tal, ha sido capaz de articular al menos algunos elementos de sus deseos y proyectos de autovalorización». Dada esta estrecha afinidad política, Cleaver (1992b) sugiere que, frente a posiciones más sectarias, quienes se inspiran en Kropotkin podrían hacer bien en prestar atención a los socialistas libertarios, del mismo modo que los marxistas podrían encontrar inspiración para su propio trabajo en los esfuerzos de Kropotkin. Estoy de acuerdo y sugiero que los anarquistas contemporáneos, que han tendido a evitar los análisis de clase, pueden ganar mucho especialmente a través de un compromiso con las ideas marxistas autonomistas de autovalorización. La autovalorización ayuda a crear algunas posibilidades más amplias para que la gente, individual y colectivamente, tome más acciones para actuar en su propio interés y para obtener mayores oportunidades para la autodeterminación de partes más amplias de sus vidas.

La noción de autovalorización, tal y como la utilizan los anarquistas contemporáneos y los comunistas libertarios, se basa en la discusión de Marx sobre el valor de uso frente al valor de cambio. Aunque en las relaciones sociales comunistas no habrá valor de cambio, lo que se produzca seguirá teniendo valor de uso. La gente produce cosas porque tiene algún tipo de uso para ellas; satisfacen alguna necesidad o deseo. Aquí es donde entra el aspecto cualitativo de la producción. En general, la gente prefiere los productos que están bien hechos, que funcionan según lo previsto, que no son venenosos, etc. En el capitalismo, el valor de cambio, en el que un abrigo puede conseguir dos pares de zapatos, predomina sobre el valor de uso. Este es el aspecto cuantitativo del valor al que no le importa si el producto es duradero, de mala calidad o tóxico mientras asegure su valor (potencial) en la venta u otro intercambio con otra cosa.

Y el enfoque del capitalismo en lo cuantitativo a expensas de lo cualitativo también llega a dominar el trabajo humano. La calidad (destreza, placer, creatividad) del trabajo concreto que realizan las personas no es lo más importante para el capitalista (salvo que el trabajo cualificado cuesta más de producir y tiene más valor de cambio). Esto se debe, en parte, a que el intercambio se basa en la cantidad de «tiempo de trabajo socialmente necesario» incorporado en el producto que produce el trabajo humano. Esto significa simplemente que si una empresa tarda más tiempo en producir algo con maquinaria anticuada, no puede reclamar el tiempo de trabajo extra que emplea, debido a las ineficiencias, en comparación con una empresa que produce más rápidamente utilizando tecnología actualizada, y esa es una de las razones por las que los productores anticuados se hunden.

La producción capitalista se orienta hacia el intercambio como la única forma en que la plusvalía se realiza realmente en lugar de ser potencial; el capitalista no puede depositar el excedente como valor hasta que el producto haya sido intercambiado. El valor de uso desempeña un papel sólo en la medida en que algo tiene que tener alguna utilidad para la gente o, de lo contrario, no lo comprarían; bueno, si la cosa parece totalmente inútil, los jefes todavía tienen publicidad para convencer a la gente de lo contrario. En otros «modos de producción» no capitalistas, como el feudalismo, la mayor parte de la producción está orientada a la producción de valor de uso y no de valor de cambio.

Seguramente, si en el comunismo la gente produce para satisfacer sus necesidades, seguirá produciendo valores de uso (e incluso un excedente de ellos en caso de emergencia) sin tener en cuenta el valor de cambio (que, ciertamente, estaría ausente en una sociedad verdaderamente comunista de todos modos): A no ser que se hable de un comunismo de la inutilidad. Ciertamente, la gente valoraría su trabajo (cualitativamente) de una manera que no se puede imaginar ahora, ya que estaría satisfaciendo las necesidades de su comunidad y trataría de hacerlo con cierta alegría y placer en el trabajo, proporcionando productos decentes sin ensuciar el medio ambiente.

Los anarquistas tratan de evitar una visión productivista de la vida, haciendo hincapié en la gran diversidad de formas en que la vida humana podría realizarse. Los anarquistas vuelven a compartir un terreno común con los marxistas autonomistas al argumentar que la única forma en que el trabajo puede ser un modo interesante de autorrealización para las personas es «a través de su subordinación al resto de la vida, exactamente lo contrario del capitalismo» (Cleaver, 1992: 143, n. 59). Los anarquistas intentan organizar sus actividades productivas, y extender esta organización, para impedir, inicialmente y, eventualmente, romper el mando capitalista sobre la sociedad.

Lo que es común en el enfoque adoptado por Kropotkin a la cuestión de la superación del capitalismo y el adoptado por los marxistas autonomistas es el énfasis en las manifestaciones del futuro en el presente. La preocupación compartida es, como sugiere Cleaver (1992b: 10), «la identificación de actividades ya existentes que encarnan formas nuevas y alternativas de cooperación social y formas de ser». Los marxistas autonomistas, al igual que los anarquistas, hacen hincapié en la importancia primordial de la autoactividad y la creatividad de las personas en lucha.

El intento de reconceptualizar el proceso de superación del capitalismo, tal y como se desarrolla en las obras de los marxistas autonomistas, guarda similitudes bastante llamativas con el enfoque ofrecido por Kropotkin en relación con esta cuestión (Cleaver, 1992b). Los marxistas autonomistas comparten con la mayoría de los anarquistas el rechazo a los conceptos de «el período de transición» o «el programa de transición». En lugar de «la transición» los autonomistas y anarquistas enfatizan alguna versión de lo que Hakim Bey llama «inmediatismo», o actividades que sugieren que la revolución ya está en marcha.

El enfoque en la autonomía de los trabajadores ha llevado a un rechazo de los argumentos marxistas ortodoxos de que la trascendencia del capitalismo y el movimiento hacia una sociedad post-capitalista requiere alguna forma de orden de transición, es decir, el socialismo, caracterizado por la gestión del estado por parte del partido en nombre del pueblo (Cleaver, 1992b). El énfasis de los marxistas autonomistas en la autonomía de la actividad propia de la clase obrera hace hincapié no sólo en la autonomía con respecto al capital, sino también en la autonomía con respecto a las organizaciones «oficiales» de la clase obrera, especialmente con respecto a los sindicatos y a los partidos socialistas (o más específicamente, socialdemócratas). Este enfoque comparte con el anarquismo un análisis de la revolución rusa de 1917 que vio la toma de posesión de los soviets por parte de los bolcheviques como el comienzo de la restauración de la dominación y la explotación (Cleaver, 1992b). Así, se considera que la subversión de la revolución se produjo mucho antes que con la aparición del estalinismo, al que la mayoría de los leninistas y trotskistas señalan como el momento que marcó la traición de la revolución.

Los autonomistas, al igual que los anarquistas, sostienen que el proceso de construcción de una nueva sociedad debe ser obra del propio pueblo para que no esté condenado desde el principio. La lucha de clases tiene un carácter dual y sus categorías pueden entenderse tanto desde la perspectiva del capital como de la clase obrera. El cambio de enfoque desde el capital, el dominio de los enfoques marxistas ortodoxos, hacia los trabajadores ha abierto nuevas realizaciones, incluyendo el reconocimiento de que la «clase trabajadora» es en sí misma una categoría del capital, y, crucialmente, una que la gente ha luchado por evitar o escapar (Cleaver, 1992b: 7).

Conclusión

Los anarquistas sostienen que durante la mayor parte de la historia de la humanidad las personas se han organizado colectivamente para satisfacer sus propias necesidades. La organización social se concibe como una red de agrupaciones locales voluntarias. Los anarquistas proponen una sociedad descentralizada, sin un organismo político central, en la que las personas gestionan sus propios asuntos libres de cualquier coacción o autoridad externa. Estas comunas autogestionadas podrían federarse libremente a nivel regional (o más amplio) para garantizar la coordinación o la defensa mutua. Sin embargo, deben mantener su autonomía y especificidad. Cada localidad decidirá libremente los acuerdos sociales, culturales y económicos que desea seguir. Más que una pirámide, las asociaciones anarquistas formarían una red.

Los anarquistas a veces señalan las oficinas de correos y las redes ferroviarias como ejemplos de la forma en que los grupos y asociaciones locales pueden combinarse para proporcionar complejas redes de funciones sin ninguna autoridad central (Ward, 2004). Los servicios postales funcionan como resultado de acuerdos voluntarios entre diferentes oficinas de correos, en diferentes países, sin ninguna autoridad postal mundial central (Ward, 2004). Como sugiere Ward «La coordinación no requiere ni uniformidad ni burocracia» (2004: 89).

Como hemos visto, los anarquistas no están de acuerdo con las tácticas que consideran necesarias para realizar una sociedad libre. Los anarquistas también varían mucho en sus visiones del futuro libertario. A diferencia de los pensadores utópicos, los anarquistas son extremadamente cautelosos cuando discuten los «planos» de las futuras relaciones sociales, ya que creen que siempre depende de aquellos que buscan la libertad el decidir cómo desean vivir. Sin embargo, hay algunas características comunes a las visiones anarquistas de una sociedad libre. Aunque los anarquistas no están de acuerdo sobre los medios para lograr la futura sociedad libertaria, tienen claro que los medios y los fines no pueden separarse.

En el momento en que dejemos de insistir en ver todas las formas de acción sólo por su función en la reproducción de formas más grandes, totales, de desigualdad de poder, también podremos ver que las relaciones sociales anarquistas y las formas de acción no alienadas están a nuestro alrededor. Y esto es crítico porque ya muestra que el anarquismo es, ya, y siempre ha sido, una de las principales bases de la interacción humana. Nos autoorganizamos y nos involucramos en la ayuda mutua todo el tiempo. Siempre lo hemos hecho (Graeber, 2004:76).

El futuro presente anarquista debe, casi por definición, basarse en experimentos continuos de arreglos sociales, al intentar abordar el dilema habitual de mantener tanto las libertades individuales como la igualdad social (Ehrlich, 1996b). La revolución está siempre en ciernes. Estos proyectos conforman lo que el sociólogo anarquista Howard Ehrlich llama «culturas de transferencia anarquista».

Por eso, a pesar de la tendencia autoritaria dominante en la sociedad actual, la mayoría de los anarquistas contemporáneos intentan ampliar las esferas de acción libre con la esperanza de que algún día se conviertan en la corriente principal de la vida social. En tiempos difíciles, son, como Paul Goodman, conservadores revolucionarios, manteniendo las antiguas tradiciones de ayuda mutua y libre investigación cuando están amenazadas. En momentos más propicios, se alejan de las zonas libres hasta que con su ejemplo y sabiduría empiezan a convertir a la mayoría de la gente a su visión libertaria (Marshall, 1993: 659).

Algunos críticos podrían tachar la anarquía constructiva de «no revolucionaria». Hacerlo es repetir el error, común en gran parte del pensamiento de la izquierda, de concebir la revolución estrechamente como un momento específico de agitación o toma de poder (normalmente en términos de Estado). Bajo este tipo de visión estrecha, que insiste en una oposición bastante abstracta entre revolución y reforma, una gran variedad de anarquistas serían concebidos como reformistas, independientemente de su práctica real. Los anarquistas constructivos reconocen que las revoluciones no surgen totalmente formadas de la nada. Esta perspectiva enfatiza la necesidad, en tiempos prerrevolucionarios, de instituciones, organizaciones y relaciones que puedan sostener a la gente, así como construir capacidades de autodefensa y lucha.Como señala Goodman: «El patetismo de los oprimidos, sin embargo, es que, si se liberan, no saben qué hacer. Al no haber sido autónomos, no saben cómo es, y antes de que aprendan, tienen nuevos gestores que no tienen prisa por abdicar» (Goodman citado en Ward, 2004: 69). Adoptando un enfoque más matizado de la transformación revolucionaria, se puede entender la anarquía constructiva como algo relacionado con el desarrollo práctico de las culturas de transferencia revolucionaria. La organización anarquista se basa en lo que Ward llama «empresas sociales y colectivas que crecen rápidamente hasta convertirse en organizaciones profundamente arraigadas para el bienestar y la convivencia» (2004: 63). Colin Ward se refiere a estas manifestaciones de anarquía cotidiana como «revoluciones silenciosas».

Referencias

Cleaver, Harry 1992a. “The Inversion of Class Perspective in Marxian Theory: From Valorization to Self-Valorization.” In Essays on Open Marxism, eds. W. Bonefeld, R. Gunn, and K. Psychopedis. London: Pluto, 106–144.

———. 1992b. “Kropotkin, Self-valorization and the Crisis of Marxism.” Paper presented at the Conference on Pyotr Alexeevich Kropotkin, Russian Academy of Science, Moscow, St. Petersburg, and Dimitrov, December 8–14.

Dolgoff, Sam. 1980. The American Labor Movement a New Beginning. Resurgence.

———. 1979. The Relevance of Anarchism to Contemporary Society. Minneapolis: Soil of Liberty.

Ehrlich, Howard. 1996. Reinventing Anarchy, Again. Oakland: AK Press.

Ehrlich, Howard, Carol Ehrlich, David DeLeon, and Glenda Morris. 1996. “Questions and Answers about Anarchism.” In Reinventing Anarchy, Again, ed. Howard Ehrlich. Oakland: AK Press.

Kropotkin, Peter. 1902. Mutual Aid: A Factor in Evolution. London: Heinemann.

Marshall, Peter. 1993. Demanding the Impossible: A History of Anarchism. London: HarperCollins.

Ward, Colin. 2004. Anarchism: A Very Short Introduction. Oxford: Oxford University Press.

———. 1973. Anarchy in Action. New York: Harper Torchbooks.

Ward, Colin and David Goodway. 2003. Talking Anarchy. Nottingham: Five Leaves.

Woodcock, George. 1962. Anarchism: A History of Libertarian Ideas and Movements. New York: World Publishing Company.

[]

Original: https://theanarchistlibrary.org/library/jeff-shantz-an-anarchy-of-everyday-life

Arcos y flechas: Trabajadores indígenas, IWW Local 526 y sindicalismo en los muelles de Vancouver (2021) – Jeff Shantz

El primer sindicato en los muelles de la llamada Vancouver fue organizado por trabajadores indígenas, en su mayoría Squamish y Tsleil-Waututh. Y se organizó sobre una base explícitamente sindicalista como el Local 526 de la Industrial Workers of the World (IWW), que se conocería como Bows and Arrows (Arcos y Flechas).
Los Arcos y Flechas adoptaron un enfoque activo y políticamente militante con un compromiso con la solidaridad indígena y se organizaron sobre una base multicultural/multirracial de solidaridad de clase.

Puede que pocos sepan que el primer sindicato del muelle de Vancouver fue organizado por trabajadores indígenas, en su mayoría squamish y tsleil-waututh. Y se organizó sobre una base explícitamente sindicalista como Local 526 de la Industrial Workers of the World (IWW). El grupo de la IWW pasaría a ser conocido como los Arcos y Flechas, un nombre que hablaba de su perspectiva activa y políticamente más militante y de su compromiso con la solidaridad indígena. Los Arcos y Flechas se organizaron sobre una base multicultural y multirracial de solidaridad de clase.

Aunque la vida del Local 526 de la IWW fue breve (formalmente sólo un año, mientras que informalmente duró unos siete años), tuvo un impacto duradero en la organización de la clase trabajadora en los muelles, en el antirracismo y la solidaridad racial en los muelles, y en la organización política en las comunidades indígenas. También demostró el papel fundamental de la organización dentro de las cadenas logísticas del capitalismo global para sabotear las industrias extractivas de recursos, a la vez que proporcionaba un modelo de organización laboral que sostenía el trabajo relevante para la comunidad y los ciclos de trabajo en lugar de la monocultura de carrera única del capitalismo industrial de la época.

Como sugiere el historiador Andrew Parnaby, los Bows and Arrows

«Se unieron al aumento de apoyo a los Wobblies que tuvo lugar entre los madereros, los mineros, los trabajadores del ferrocarril y los marineros antes de la Gran Guerra… Reformistas, rebeldes y revolucionarios: colectivamente, fueron responsables de un nivel de militancia en los muelles que no tuvo parangón en la mayoría de las otras ocupaciones, a nivel provincial o nacional. Los trabajadores de los muelles de Vancouver fueron a la huelga al menos dieciséis veces entre 1889 y 1923; las cuatro huelgas más grandes y dramáticas fueron en 1909, 1918, 1919 y 1923». (2008, 9)

Si bien el Local 526 finalmente se rompería a través de batallas con los empleadores de los muelles que han sido descritas como titánicas, estos trabajadores proporcionaron ejemplos importantes y duraderos de militancia de la clase obrera, tácticas de organización en el lugar de trabajo, solidaridad racial y antirracismo, y defensa cultural. Ofrecen un modelo crítico de sindicalismo en fuerzas laborales diversas y condiciones económicas cambiantes dentro de un contexto de capitalismo colonial de colonos.

Historias de los estibadores

La historia de los hombres y niños indígenas que trabajan como estibadores en el muelle de lo que ahora se llama Burrard Inlet data de antes de la incorporación de Vancouver como ciudad. Las familias indígenas se dedicaron a la estiba desde que se construyó el primer aserradero en la ensenada de Burrard, en 1863, y se cargaron y enviaron los troncos aserrados para su exportación. Varias generaciones de trabajadores de las mismas familias trabajaron en los muelles durante décadas, y muchos de ellos empezaron a trabajar como estibadores a los trece años de edad. Los trabajadores indígenas constituyeron una parte importante de la mano de obra de los muelles entre 1863 y finales de la década de 1930. Según Parnaby

«El número de cuadrillas de «indios» que trabajaban en Burrard Inlet entre 1863 y 1939 variaba. Las estimaciones de los estibadores veteranos, que pensaban específicamente en los primeros años del siglo XX, sitúan el número entre cuatro y seis, lo que significa que, dependiendo del tamaño del barco y de si se estaba cargando o descargando, se podían encontrar entre cuarenta y noventa manipuladores de madera indios en los muelles en un día determinado. Las cifras disponibles para principios de la década de 1920, extraídas de los registros del sindicato y del Departamento de Trabajo, son más elevadas, situando el número en unos 125″. (2008 83)

Varios de los que llegarían a ser líderes indígenas bien considerados trabajaron como estibadores, entre ellos Andy Paull, el jefe Dan George y el jefe Simon Baker. Muchos de ellos mencionaron sus experiencias como miembros de Bows and Arrows como algo fundamental para la formación de sus perspectivas y compromisos políticos. El jefe Joe Capilano utilizó el dinero ganado con la estiba en el muelle para financiar un viaje a Londres para presionar al Rey por los derechos de las Primeras Naciones de Columbia Británica en 1906. Ese viaje desempeñaría un papel importante en el desarrollo del trabajo político pan-nativo contra el colonialismo en los años siguientes.

El primer intento de organizar a los estibadores en el muelle de Vancouver tuvo lugar en 1888, cuando varios estibadores se organizaron con los Caballeros del Trabajo (Delgado 2010). Participaron como individuos y no formaron un sindicato en el muelle. El primer sindicato en el muelle sería el Local 526 de la IWW, fundado en 1906. El Local 526 comenzó con un impresionante grupo de cincuenta a sesenta manipuladores de madera, la mayoría de los cuales eran squamish.

La decadencia del Local 526 experimentaría periodos de fractura, lo que demuestra la importancia de la organización sindical en el desarrollo y mantenimiento de la solidaridad de clase en los muelles. Los estibadores, predominantemente blancos, formarían un sindicato separado en marzo de 1912. El local de Vancouver de la Asociación Internacional de Estibadores (ILA), el local 38-52, se fundó con 60 miembros fundadores (Delgado 2010, 69).

Los trabajadores de Squamish y Tsleil-Waututh organizarían un local indígena independiente de la ILA en 1913. Con un 90% de apoyo de los trabajadores portuarios indígenas, el Local 38-57 de la ILA se mantuvo como una organización política independiente. El Local 38-57 perduró como organización autónoma e independiente hasta 1916, cuando se fusionó con el Local 38-52 (Parnaby 2008, 90). La influencia de las perspectivas y prioridades sindicalistas persistió. El ILA de Vancouver apoyaría al One Big Union, un sindicato revolucionario formado en 1919 que llegaría a ser muy activo e influyente en la organización de la clase trabajadora en el contexto estatal canadiense, especialmente en el oeste de Canadá (véase Parnaby 2008). El One Big Union desempeñaría un papel central en la Huelga General de Winnipeg de 1919 y ganaría importancia gracias a ella. El núcleo de One Big Union en la ILA participaría en numerosas acciones de huelga hasta la huelga general de 1918. Decaería tras la amarga huelga de 1923.

Los arcos y flechas y los mercados laborales capitalistas coloniales en el frente marítimo

El período de las décadas de 1860 y 1870 fue de creciente invasión espacial y económica de las comunidades squamish y tsleil-waututh de la costa norte de Burrard Inlet, a medida que lo que sería la ciudad de Vancouver se expandía en gran medida por las tierras indígenas (ya que Vancouver se asienta en territorios no cedidos). La creciente urbanización e industrialización en torno a las tierras de las reservas supuso que las economías tradicionales de los squamish y los tsleil-waututh se vieran cada vez más marginadas y amenazadas. Este no fue un proceso inocente y sin dirección. Al mismo tiempo que crecían las industrias capitalistas, las leyes impuestas por el gobierno restringían cada vez más las prácticas de pesca y caza de los nativos, así como el acceso a las tierras y aguas necesarias para la subsistencia. El resultado fue que las comunidades indígenas afectadas no tuvieron más remedio que recurrir cada vez más a la participación en la economía asalariada para sobrevivir. Este es otro ejemplo claro del proceso de acumulación primaria descrito por Marx, por el que los mercados capitalistas (incluidos los mercados laborales) se imponen agresivamente a las comunidades socavando o destruyendo, tanto por medio de la legislación como por la fuerza, las prácticas y economías de subsistencia tradicionales, comunales y ecológicamente apropiadas.

La estiba se convirtió en una fuente de ingresos bastante importante entre 1863 y 1963. La economía del transporte marítimo adquiriría una importancia creciente a lo largo de las décadas de finales del siglo XIX y del XX, ya que el mercado laboral de otras industrias, como la maderera, era cada vez más competitivo.

La estructura descentralizada de la IWW encajaba bien con las prácticas laborales flexibles y móviles de los miembros indígenas, que preferían múltiples pautas de trabajo en diferentes economías estacionales. La estructura de los estibadores de la época era a menudo informal. Esto se ajustaba a los intereses de los trabajadores indígenas que trabajaban en otras economías tradicionales relacionadas con la comunidad. También se ajustaba al estilo organizativo de la IWW, que se organizaba para apoyar el trabajo eventual sin pérdida de puestos de trabajo o de salario según las necesidades de los estibadores (de forma que permitiera que hubiera más puestos de trabajo).

Como sugiere Parnaby, los estibadores indígenas encontraron en la estiba un marco de trabajo adecuado que les permitía seguir trabajando en otras áreas relevantes para la comunidad. Esto se convirtió en una cuestión de lucha. La flexibilidad del trabajo se convirtió en un aspecto clave de la lucha de clases. En palabras de Parnaby

«Al igual que sus colegas de la industria maderera, los empresarios de los muelles veían los conflictos laborales no sólo en términos de quejas específicas en el lugar de trabajo, sino como un subproducto de un problema más amplio: la rotación de la mano de obra. Al igual que los madereros, se pensaba que los estibadores no tenían voto, ni raíces, ni familia; como tales, no tenían interés en la sociedad civil y, por tanto, eran propensos a la agitación. Para rectificar esta situación, la Federación Naviera esperaba que, eliminando a los extranjeros y a los radicales, reclutando a hombres blancos casados y promoviendo los valores de la clase media de la disciplina, la sobriedad y el ahorro, podría dar forma a una nueva identidad de la clase trabajadora más complaciente». (2008, 12)

Cabe destacar que el activismo dentro del sindicato en torno al trabajo en los muelles proporcionó un mecanismo colectivo para defender los intereses económicos de los squamish y los tsleil-waututh en un momento en el que ellos y otras comunidades indígenas se vieron afectados por importantes presiones sociales y transformaciones socioeconómicas.

Los Bows and Arrows fueron más allá de los intentos de la sociedad capitalista dominante de marginación política y asimilación cultural. Su enfoque sindicalista mantenía el respeto cultural, al tiempo que ofrecía una organización política y económica eficaz, con formas culturalmente significativas, en un espíritu de solidaridad y militancia de clase. Los trabajadores indígenas utilizaban la lengua squamish en el trabajo para contribuir a la camaradería. Al mismo tiempo, el uso de su lengua permitía a los trabajadores indígenas subvertir la autoridad al mantener sus conversaciones socialmente inasequibles a la vigilancia de los empleadores blancos y de los colegas opositores (Parnaby 2008, 85-86). Se podría sugerir, utilizando un lenguaje contemporáneo, que esto era una forma de encriptación social.

Al mismo tiempo, los Arcos y Flechas abordaron las crecientes presiones económicas resultantes de los mercados laborales cada vez más competitivos de las primeras décadas del siglo XX.

Racismo y trabajo en el frente marítimo

La especialización del trabajo en los muelles de Vancouver se estructuró según criterios raciales desde las últimas décadas del siglo XIX hasta las primeras del XX. Las cuadrillas de trabajo, compuestas principalmente por hombres indígenas, se hicieron famosas por su habilidad, competencia y resistencia en el manejo de la madera, y adquirieron reputación sobre todo por la combinación de velocidad y eficiencia con la que podían dar la vuelta a los barcos madereros. La eficacia de las tripulaciones indígenas se convirtió en un punto manipulado por los jefes navieros, que contrataron a trabajadores indígenas como especialistas (los llamados corredores laterales, los encargados de las escotillas y los «hombres-burro»).

Las habilidades especializadas en la carga de madera y la destreza con la que los trabajadores indígenas hacían el trabajo sirvieron como una especie de arma de doble filo para los trabajadores indígenas. Por un lado, sirvió para ganarse el respeto de los estibadores indígenas y, al mismo tiempo, fue utilizado por los jefes navieros como justificación para dividir el mercado laboral en los muelles. Los jefes propusieron una noción racial determinista de la raza como asociada a las habilidades implicadas en tareas específicas (Parnaby 2008, 84). El historiador Rolf Knight sugiere que la racialización del trabajo en los muelles desempeñó un papel importante en la prevalencia de los hombres indígenas que realizaban el trabajo de estiba. Como argumenta Knight «la carga de madera era uno de los tipos de estiba más extenuantes, [por lo que] los empleadores intentaron mantener la competencia entre tripulaciones racialmente distintas y parece que se desarrolló una reticencia entre los empleadores a contratar indios para manejar la carga [no maderera]» (Knight 1978, 127). Sam Engler, que trabajó en los muelles durante cuarenta y cinco años, recuerda que la preferencia para los mejores trabajos sobre cubierta se daba a los estibadores blancos. Cuenta: «[Los indios] nos llamaban hermanos blancos y nos daban los mejores trabajos» (citado en ILWU 1975, 99).

Según Chris Roine, el «trabajo de estiba [de la madera] era una forma de trabajo difícil y a menudo peligrosa, pero ofrecía salarios ligeramente más altos que el trabajo general en un aserradero y proporcionaba la oportunidad de trabajar de forma intermitente y dedicarse a otras actividades cuando se deseaba» (1996, 32). El trabajo de estiba de la madera implicaba la manipulación de troncos sin procesar y de madera aserrada y su traslado a las bodegas de los barcos (Parnaby 2008, 81). En las primeras décadas de la estiba, esto implicaba transportar los troncos a mano a los barcos de vela maniobrándolos a través de los ojos de buey o la popa, o deslizándolos por «una serie de rampas hasta la bodega del barco» (Parnaby 2008, 81). La madera fresada se cargaba en las bodegas de los barcos mediante una eslinga que se levantaba con un cable con un motor de vapor, llamado «burro», que se situaba en los muelles o en barcazas en la ensenada o el río (Parnaby 2008, 81).

La patronal naviera veía claramente el racismo y la división racial de los trabajadores como una estrategia esencial para controlar el frente marítimo. Eso significaba dedicar una gran energía a separar a los trabajadores indígenas de los no indígenas (especialmente teniendo en cuenta que los trabajadores indígenas tenían un historial de prácticas organizativas sindicalistas). En particular, los jefes vieron un interés en promover las estructuras familiares nucleares estatistas como mecanismo para crear lealtad a la sociedad anglo-canadiense dominante en la Columbia Británica.

El Local 526 se reunía en una sala de la reserva de Squamish. A diferencia de otros sindicatos de la época, y como reflejo de su carácter sindicalista, el Local 526 de la IWW era en realidad un local multicultural, aunque organizado predominantemente por trabajadores indígenas y que se ocupaba de los problemas de la comunidad indígena. Esto se oponía a los esfuerzos de los jefes navieros y de algunos trabajadores que pretendían mantener la separación racista de puestos y tareas y la programación del trabajo en los muelles.

Conclusión

Los sindicalistas verdes contemporáneos afirman la necesidad de establecer alianzas con los trabajadores y las comunidades indígenas como algo fundamental para construir la resistencia al colonialismo, el capitalismo y la destrucción ecológica. Tal vez muy pocos sindicalistas reconozcan que los trabajadores indígenas han desempeñado un papel importante en la historia de la organización sindical. El análisis del caso del Local 526 de la IWW y de los legados de Bows and Arrows puede suponer una importante contribución a la comprensión de las historias de la lucha de clases en contextos capitalistas coloniales. La organización indígena forma parte de la historia del sindicalismo. El sindicalismo forma parte de la historia de la organización indígena.

Referencias

Delgado, James P. 2010. Waterfront: The Illustrated Maritime History of Greater Vancouver. North Vancouver: Stanton Atkins & Dosil Publishers

ILWU. 1975. ¡Man Along the Shore! Vancouver: ILWU Local 500 Pensioners

Knight, Rolfe. 1978. Indians at Work: An Informal History of Native Indian Labour in British Columbia, 1858-1930. Vancouver: New Star Books

Parnaby, Andrew. 2008. Citizen Docker: Making a New Deal on the Vancouver Waterfront 1919-1939. Toronto: University of Toronto Press

Roine, Chris. 1996. «The Squamish Aboriginal Economy, 1860-1940». Tesis de maestría. Universidad Simon Fraser

[Traducido por Jorge JOYA]

Original: https://libcom.org/article/bows-and-arrows-indigenous-workers-iww-local-526-and-syndicalism-vancouver-docks