Introducción
Pensamientos nacidos de una marcha de protesta en solidaridad con Ucrania …
«El patriotismo como sentimiento de amor exclusivo por el propio pueblo, y como doctrina de la virtud de sacrificar la propia tranquilidad, la propia propiedad, e incluso la propia vida, en defensa de los débiles de entre ellos de la matanza y el ultraje de sus enemigos, era la idea más elevada de la época en que cada nación consideraba factible y justo, someter a la matanza y al ultraje a los pueblos de otras naciones en beneficio propio.» Las palabras son de León Tolstoi y quizá sean difíciles de aceptar para muchos en el contexto actual de la invasión de Ucrania por parte del gobierno ruso, y cuando tantos, comprensiblemente y de buen grado, buscan apoyar y defender al Estado ucraniano.
Pero para Tolstoi, no hay un patriotismo bueno que se oponga al malo, ya que todos ellos conducen a un «sentimiento definido de preferencia por el propio pueblo o Estado por encima de todos los demás pueblos y Estados, y por lo tanto es el deseo de conseguir para ese pueblo o Estado las mayores ventajas y poder que se puedan obtener; y éstas son siempre obtenibles sólo a costa de las ventajas y el poder de otros pueblos o Estados».
Pero, ¿puede decirse lo mismo de la defensa de su país por parte del gobierno y los pueblos ucranianos? ¿Qué ventaja podrían buscar, como nación, al defenderse a sí mismos?
Nuestro argumento -y nos parece que es algo que compartiríamos con todos los anarquistas- es que al tomar las armas contra el ejército ruso, no se está, o no se debe -si es que es posible hacer exigencias morales en tal situación-, defender una bandera, un gobierno o un estado, sino la libertad de todos a la igualdad autogobernada, algo que no reconoce ningún estado ni fronteras soberanas. Una guerra para perpetuar las formas de Estado-nación es, al final, alimentar futuras violencias y guerras.
Desear el bienestar para la «propia» comunidad, para aquellos con los que se convive y se crea, de forma que no se atente contra el bienestar de los demás, es desear lo mismo para todos. Y esto no sólo no es patriótico, sino que es el «reverso del patriotismo».
El patriotismo es el combustible que sostiene la jerarquía y la opresión del gobierno, de los gobernantes económicos y de las autoridades religiosas. Por esta razón, las clases dominantes inflaman el patriotismo, «perpetrando toda clase de injusticias y asperezas contra otras naciones, provocan en ellas la enemistad hacia su propio pueblo, y luego, a su vez, explotan esa enemistad para amargar a su propio pueblo contra el extranjero.»
La liberación de la guerra interestatal, la paz, sólo llegará, para Tolstoi, con el fin de los gobiernos, afirma. «Para librar a los hombres de los terribles males de los armamentos y de las guerras, que no cesan de aumentar, no se necesitan ni congresos, ni conferencias, ni tratados, ni tribunales de arbitraje, sino la destrucción de esos instrumentos de violencia que se llaman gobiernos, y de los que resultan los mayores males de la humanidad. Para destruir la violencia gubernamental sólo hace falta una cosa: que los pueblos comprendan que el sentimiento de patriotismo, que es el único que sostiene ese instrumento de violencia, es un sentimiento grosero, nocivo, vergonzoso y malo, y sobre todo, inmoral».
Compartimos el ensayo de León Tolstoi Patriotismo y Gobierno de 1900.
Patriotismo y Gobierno
León Tolstoi (1900)
[Una parte de la traducción de este artículo apareció simultáneamente en el periódico de Reynold. Ahora se publica por primera vez completa, traducida directamente del MS.-Ed.]
Se acercaba el momento en que llamar a un hombre patriota sería el insulto más profundo que se le podía ofrecer. El patriotismo significaba ahora abogar por el saqueo en interés de las clases privilegiadas del sistema estatal particular en el que habíamos nacido. E. Belfort Bax
I
Ya he expresado varias veces el pensamiento de que el sentimiento de patriotismo es en nuestros días un sentimiento antinatural, irracional y perjudicial, y es la causa de una gran parte de los males que padece la humanidad; y que, en consecuencia, este sentimiento no debe ser cultivado, como se hace ahora, sino que, por el contrario, debe ser suprimido y erradicado por todos los medios al alcance de los hombres racionales. Sin embargo, aunque es innegable que los armamentos universales y las guerras destructivas que están arruinando a los pueblos son el resultado de ese sentimiento, todos mis argumentos que demuestran el atraso, el anacronismo y la nocividad del patriotismo han sido respondidos, y lo siguen siendo, ya sea por el silencio, o por una equivocación intencional, o por una extraña respuesta invariable en el sentido de que sólo el mal patriotismo (Jingoísmo, o Chauvinismo) es malo, pero que el verdadero y buen patriotismo es un sentimiento moral muy elevado, condenar el cual no sólo es irracional sino malvado.
En cuanto a lo que consiste este verdadero y buen patriotismo no se dice nada en absoluto; o, si se dice algo, en lugar de una explicación se obtienen frases declamatorias e infladas; o, finalmente, se sustituye el patriotismo por otra cosa, algo que no tiene nada en común con el patriotismo que todos conocemos, y de cuyos resultados todos sufrimos tan gravemente.
Se suele decir que el verdadero y buen patriotismo consiste en desear para el propio pueblo o Estado beneficios reales que no atenten contra el bienestar de las demás naciones.
Hablando, recientemente, con un inglés sobre la guerra actual, le dije que la verdadera causa de la guerra no era la avaricia, como se dice generalmente, sino el patriotismo, como se desprende del temperamento de toda la sociedad inglesa. El inglés no estuvo de acuerdo conmigo, y dijo que, aunque así fuera, ello se debía a que el patriotismo que actualmente inspira a los ingleses es un mal patriotismo; pero que el buen patriotismo, tal como él estaba imbuido, consiste en que los ingleses, sus compatriotas, actúen bien.
«Entonces, ¿desea usted que sólo los ingleses actúen bien?» pregunté.
«Deseo que todos los hombres lo hagan», dijo; indicando claramente con esa respuesta la característica de los verdaderos beneficios, ya sean morales, científicos o incluso materiales y prácticos, que es que se extienden a todos los hombres; y por lo tanto, desear tales beneficios a cualquiera, no sólo no es patriótico, sino que es lo contrario de patriótico.
Tampoco las peculiaridades de cada pueblo son patriotismo; aunque estas cosas son sustituidas a propósito por la concepción del patriotismo por sus defensores. Dicen que las peculiaridades de cada pueblo son una condición esencial del progreso humano, y que por lo tanto el patriotismo, que busca mantener esas peculiaridades es un sentimiento bueno y útil. Pero, ¿no es evidente que si en otro tiempo esas peculiaridades de cada pueblo -costumbres, credos, lenguas- eran condiciones necesarias para la vida de la humanidad, en nuestra época esas mismas peculiaridades constituyen el principal obstáculo para lo que ya se reconoce como un ideal: la unión fraternal de los pueblos? Y, por tanto, el mantenimiento y la defensa de cualquier nacionalidad -rusa, alemana, francesa o anglosajona, provocando el correspondiente mantenimiento y defensa no sólo de las nacionalidades húngara, polaca e irlandesa, sino también de la vasca, provenzal, mordiniana, tchouvásh y muchas otras- no sirve para armonizar y unir a los hombres, sino para alejarlos y dividirlos cada vez más entre sí.
De modo que el patriotismo no imaginario, sino real, que todos conocemos, por el que se mueve la mayoría de los hombres de hoy, y del que la humanidad sufre tan gravemente, no es el deseo de beneficios espirituales para el propio pueblo (es imposible desear beneficios espirituales sólo para el propio pueblo); sino que es un sentimiento muy definido de preferencia por el propio pueblo o Estado por encima de todos los demás pueblos y Estados, y por lo tanto es el deseo de conseguir para ese pueblo o Estado las mayores ventajas y poder que se puedan obtener; y éstas son siempre obtenibles sólo a costa de las ventajas y el poder de otros pueblos o Estados.
Parece, pues, evidente que el patriotismo, como sentimiento, es un sentimiento malo y perjudicial, y como doctrina es una doctrina estúpida. Pues es evidente que si cada pueblo y cada Estado se considera el mejor de los pueblos y de los Estados, todos habitan en un burdo y perjudicial engaño.
II
Uno esperaría que la nocividad e irracionalidad del patriotismo fuera evidente para la gente. Pero el hecho sorprendente es que los hombres cultos y eruditos no sólo no se dan cuenta por sí mismos, sino que impugnan toda exposición del daño y la estupidez del patriotismo con la mayor obstinación y ardor, aunque sin ningún fundamento racional; y siguen menospreciándolo como benéfico y elevador.
¿Qué significa esto?
Sólo se me ocurre una explicación de este hecho sorprendente.
Toda la historia de la humanidad, desde los primeros tiempos hasta nuestros días, puede considerarse como un movimiento de la conciencia, tanto de los individuos como de los grupos homogéneos, de las ideas inferiores a las superiores. Todo el camino, recorrido tanto por los individuos como por los grupos homogéneos, puede representarse como una lucha consecutiva de pasos desde lo más bajo, en el nivel de la vida animal, hasta lo más alto al que ha llegado la conciencia del hombre en un momento dado de la historia.
Cada hombre, al igual que cada grupo homogéneo separado, nación o Estado, siempre se movió y se mueve hacia arriba en esta escalera de ideas. Algunas porciones de la humanidad avanzan, otras se quedan muy atrás, otras, de nuevo, la mayoría, se mueven en algún lugar entre lo más avanzado y lo más atrasado. Pero todos, sea cual sea el escalón en el que se encuentren, se mueven inevitable e irresistiblemente de las ideas inferiores a las superiores. Y siempre, en un momento dado, tanto los individuos como los grupos separados de personas -avanzados, medios o atrasados- se encuentran en tres relaciones diferentes con tres estadios de ideas, en medio de los cuales se mueven.
Siempre, tanto para el individuo como para los grupos de personas por separado, están las ideas del pasado, que están desgastadas y se han vuelto extrañas para ellos, y a las que no pueden volver: como, por ejemplo, en nuestro mundo cristiano las ideas del canibalismo, el saqueo universal, la violación de las esposas y otras costumbres de las que sólo queda un registro.
Y están las ideas del presente, inculcadas en las mentes de los hombres por la educación, por el ejemplo y por la actividad general de todos los que los rodean: ideas bajo cuyo poder viven en un momento dado; por ejemplo, en nuestros días, las ideas de propiedad, organización del Estado, comercio, utilización de los animales domésticos, etc.
Y están las ideas del futuro, algunas de las cuales se acercan ya a la realización y obligan a los hombres a cambiar su modo de vida y a luchar contra los modos anteriores: ideas en nuestro mundo como las de liberar a los trabajadores, dar la igualdad a las mujeres, desechar los alimentos de carne, etc. Mientras que otras, aunque ya reconocidas, aún no han comenzado a luchar contra las antiguas formas de vida: tales en nuestro tiempo son las ideas (que llamamos ideales) de la exterminación de la violencia, el arreglo de un sistema comunal de propiedad, de una religión universal y de una hermandad general de los hombres.
Y, por lo tanto, todo hombre y todo grupo homogéneo de hombres, cualquiera que sea el nivel en que se encuentren, teniendo tras de sí los recuerdos desgastados del pasado, y ante sí los ideales del futuro, están siempre en un estado de lucha entre las ideas moribundas del presente y las ideas del futuro que están cobrando vida. Suele ocurrir que cuando una idea que ha sido útil e incluso necesaria en el pasado se vuelve superflua, esa idea, tras una lucha más o menos prolongada, cede su lugar a una nueva idea que hasta entonces era un ideal, pero que se convierte así en una idea presente.
Pero ocurre que una idea anticuada, ya sustituida en la conciencia de la gente por otra más elevada, es de tal tipo que su mantenimiento es provechoso para ciertas personas que tienen la mayor influencia en su sociedad. Y entonces ocurre que esta idea anticuada, aunque esté en franca contradicción con toda la forma de vida que la rodea y que se ha ido modificando en otros aspectos, sigue influyendo en la gente y condicionando sus acciones. Tal retención de ideas anticuadas siempre ocurrió y aún ocurre en la región de la religión. La causa es que los sacerdotes, cuyas posiciones lucrativas están ligadas a la idea religiosa anticuada, utilizando su poder, mantienen a la gente a propósito en la idea anticuada.
Lo mismo ocurre, y por razones similares, en la esfera política, con referencia a la idea patriótica, en la que se basa todo dominio. Las personas a las que les resulta rentable hacerlo, mantienen esa idea por medios artificiales, aunque ahora carece tanto de sentido como de utilidad. Y como estas personas poseen los medios más poderosos para influir en los demás, son capaces de lograr su objetivo.
En esto, me parece, radica la explicación del extraño contraste entre la anticuada idea patriótica, y toda la deriva de ideas que van en dirección contraria y que ya han entrado en la conciencia del mundo cristiano.
III
El patriotismo como sentimiento de amor exclusivo hacia el propio pueblo, y como doctrina de la virtud de sacrificar la propia tranquilidad, la propia propiedad, e incluso la propia vida, en defensa de los débiles de entre ellos de la matanza y el ultraje de sus enemigos, era la idea más elevada de la época en que cada nación consideraba factible y justo, someter a la matanza y al ultraje a los pueblos de otras naciones en beneficio propio.
Pero hace ya unos dos mil años, la humanidad, en la persona de los más altos representantes de su sabiduría, comenzó a reconocer la idea superior de una hermandad del hombre; y esa idea, penetrando cada vez más en la conciencia del hombre, ha alcanzado en nuestro tiempo las más variadas formas de realización. Gracias a la mejora de los medios de comunicación y a la unidad de la industria, del comercio, de las artes y de la ciencia, los hombres están hoy tan vinculados entre sí que el peligro de conquista, de masacre o de atropello por parte de un pueblo vecino ha desaparecido por completo, y todos los pueblos (los pueblos, pero no los gobiernos) viven juntos en relaciones pacíficas, mutuamente ventajosas, comerciales, industriales, artísticas y científicas, que no tienen ninguna necesidad ni deseo de perturbar. Y, por lo tanto, uno pensaría que el anticuado sentimiento de patriotismo -siendo superfluo e incompatible con la conciencia que hemos alcanzado de la existencia de la hermandad entre los hombres de diferentes nacionalidades- debería menguar cada vez más hasta desaparecer por completo. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: este sentimiento nocivo y anticuado no sólo sigue existiendo, sino que arde cada vez con más fuerza.
Los pueblos, sin ningún fundamento razonable, y en contra tanto de su concepción del derecho como de su propia ventaja, no sólo simpatizan con los gobiernos en sus ataques a otras naciones, en sus tomas de posesiones extranjeras y en la defensa por la fuerza de lo que ya han robado, sino que incluso ellos mismos exigen tales ataques, tomas y defensas; se alegran de ellos y se enorgullecen de ellos. Las pequeñas nacionalidades oprimidas que han caído bajo el poder de los grandes Estados, los polacos, los irlandeses, los bohemios, los finlandeses o los armenios, reaccionando contra el patriotismo de sus conquistadores, que es la causa de su opresión, se contagian de sus opresores de este sentimiento de patriotismo, que ha dejado de ser necesario y es ya obsoleto, y se contagia hasta tal punto que toda su actividad se concentra en él, y ellos mismos, sufriendo el patriotismo de las naciones más fuertes, están dispuestos a perpetrar sobre otros pueblos, en aras de este mismo patriotismo, los mismos hechos que sus opresores han perpetrado y perpetran sobre ellos.
Esto ocurre porque las clases dominantes (incluyendo no sólo a los gobernantes reales con sus funcionarios, sino a todas las clases que disfrutan de una posición excepcionalmente ventajosa -los capitalistas, los periodistas y la mayoría de los artistas y científicos-) pueden mantener su posición, excepcionalmente ventajosa en comparación con la de las masas trabajadoras, gracias únicamente a la organización gubernamental, que se apoya en el patriotismo. Tienen en sus manos todos los medios más poderosos para influir en el pueblo, y siempre apoyan seductoramente los sentimientos patrióticos en ellos mismos y en los demás, más aún cuando esos sentimientos que sostienen el poder del gobierno, son los que siempre son mejor recompensados por ese poder.
Todo funcionario prospera en su carrera tanto más cuanto más patriótico es; así también el militar consigue ascensos en tiempo de guerra; y la guerra es producida por el patriotismo.
El patriotismo y su resultado, las guerras, dan enormes ingresos al comercio de los periódicos, y beneficios a muchos otros oficios. Todo escritor, maestro y profesor está más seguro en su puesto cuanto más predica el patriotismo. Todo emperador y rey obtiene tanto más fama cuanto más adicto sea al patriotismo.
Las clases dominantes tienen en sus manos el ejército, el dinero, las escuelas, las iglesias y la prensa. En las escuelas, fomentan el patriotismo en los niños por medio de historias que describen a su propio pueblo como el mejor de todos los pueblos, y siempre con razón. Entre los adultos lo encienden mediante espectáculos, jubileos, monumentos y una prensa patriótica mentirosa. Sobre todo, inflaman el patriotismo de esta manera: perpetrando todo tipo de injusticia y dureza contra otras naciones, provocan en ellas la enemistad hacia su propio pueblo, y luego, a su vez, explotan esa enemistad para amargar a su propio pueblo contra el extranjero.
La intensificación de ese terrible sentimiento de patriotismo ha seguido entre los pueblos europeos una progresión rápidamente creciente, y en nuestra época ha alcanzado los límites máximos, más allá de los cuales no hay lugar para que se extienda.
IV
En la memoria de las personas que aún no son viejas, tuvo lugar un acontecimiento que muestra de forma muy evidente la asombrosa intoxicación que provoca el patriotismo entre los pueblos de la cristiandad.
Las clases dirigentes de Alemania excitaron el patriotismo de las masas de su pueblo hasta tal punto que, en la segunda mitad del siglo XIX, se propuso una ley según la cual todos los hombres debían convertirse en soldados; todos los hijos, esposos, padres, hombres cultos y piadosos, debían aprender a asesinar; para convertirse en esclavos sumisos del primer hombre de rango militar superior que encontraran, y estar absolutamente dispuestos a matar a quien se les ordenara; para matar a los hombres de las nacionalidades oprimidas, y a sus propios trabajadores que defendieran sus derechos, e incluso a sus propios padres y hermanos, como proclamó públicamente el más descarado de los potentados, Guillermo II.
Aquella horrible medida, que ultrajaba los mejores sentimientos de la manera más grosera, fue, bajo la influencia del patriotismo, consentida sin murmurar por el pueblo de Alemania. El resultado fue la victoria sobre los franceses. Esta victoria excitó aún más el patriotismo de Alemania, y después el de Francia, Rusia y las demás potencias; y todos los hombres de los países continentales se sometieron sin resistencia a la introducción del servicio militar general, es decir, a un estado de esclavitud, que implicaba un grado de humillación y sumisión incomparablemente peor que cualquier esclavitud del mundo antiguo. Después de esta sumisión servil de las masas a las llamadas del patriotismo, la audacia, la crueldad y la locura de los gobiernos no tuvieron límites. Comenzó una competencia en la usurpación de tierras ajenas en Asia, África y América,- provocada en parte por el capricho, en parte por la vanidad y en parte por la codicia,- y fue acompañada por una desconfianza y enemistad cada vez mayor entre los gobiernos.
La destrucción de los habitantes de las tierras incautadas se aceptó como un procedimiento bastante natural. La única cuestión era quién debía ser el primero en apoderarse de las tierras de otros pueblos y destruir a sus habitantes. Todos los gobiernos no sólo infringieron, y siguen infringiendo, las exigencias elementales de la justicia en relación con los pueblos conquistados, y en relación con los demás, sino que fueron culpables, y siguen siéndolo, de todo tipo de engaños, estafas, sobornos, fraudes, espionaje, robos y asesinatos; y los pueblos no sólo simpatizaron, y siguen simpatizando, con ellos en todo esto, sino que se alegran cuando es su propio gobierno y no otro el que comete tales crímenes.
La enemistad mutua entre los diferentes pueblos y Estados ha alcanzado, últimamente, unas dimensiones tan asombrosas, que, a pesar de que no hay ninguna razón para que un Estado ataque a otro, todo el mundo sabe que todos los gobiernos están con las garras fuera y enseñando los dientes, y sólo esperan que alguien caiga en desgracia, o se debilite, para despedazarlo con el menor riesgo posible.
Todos los pueblos del llamado mundo cristiano han sido reducidos por el patriotismo a tal estado de brutalidad, que no sólo los que están obligados a matar o ser matados desean la matanza y se regocijan en el asesinato, sino que todos los pueblos de Europa y América, que viven pacíficamente en sus casas sin exponerse a ningún peligro, se encuentran, en cada guerra -gracias a los fáciles medios de comunicación, y a la prensa- en la posición de los espectadores de un circo romano, y, como ellos, se deleitan en la matanza, y lanzan el grito sanguinario: «Pollice verso»[1].
No sólo los adultos, sino también los niños, los niños puros y sabios, se regocijan, según su nacionalidad, cuando oyen que el número de muertos y lacerados por los proyectiles de lidia o de otro tipo no es de setecientos sino de mil ingleses o bóers.
Y los padres (conozco casos así) alientan a sus hijos en tal brutalidad.
Pero eso no es todo. Cada aumento del ejército de una nación (y toda nación que está en peligro busca aumentar su ejército por razones patrióticas) obliga a sus vecinos a aumentar su ejército, también por patriotismo, y esto evoca un nuevo aumento por parte de la primera nación.
Y lo mismo ocurre con las fortificaciones y las armadas; un Estado ha construido diez acorazados, un vecino construye once; entonces el primero construye doce, y así hasta el infinito.
«Te pellizco». «Y yo te daré un puñetazo en la cabeza». «Y te apuñalaré con una daga». «Y te apalearé». «Y te pegaré un tiro»… sólo los niños malos, los borrachos o los animales se pelean así, pero, sin embargo, es justo lo que ocurre entre los más altos representantes de los gobiernos más ilustrados, los mismos hombres que se encargan de dirigir la educación y la moralidad de sus súbditos.
V
La situación es cada vez peor, y no se puede detener este descenso hacia la perdición evidente.
La única vía de escape en la que creían los crédulos ha sido cerrada por los últimos acontecimientos. Me refiero a la Conferencia de La Haya y a la guerra entre Inglaterra y el Transvaal que la siguió inmediatamente.
Si la gente que piensa poco, o sólo superficialmente, pudo consolarse con la idea de que los tribunales internacionales de arbitraje sustituirían a las guerras y a los armamentos cada vez mayores, la Conferencia de La Haya y la guerra que le siguió demostraron de la manera más obvia la imposibilidad de encontrar una solución a la dificultad por esa vía. Después de la Conferencia de La Haya se hizo evidente que mientras existan gobiernos con ejércitos, la terminación de los armamentos y de las guerras es imposible. Para que un acuerdo sea posible, es necesario que las partes confíen entre sí. Y para que las potencias confíen unas en otras, deben deponer las armas, como hacen los parlamentarios cuando se reúnen para una conferencia.
Mientras los gobiernos, desconfiando los unos de los otros, no sólo no disuelven o disminuyen sus ejércitos, sino que los aumentan siempre en correspondencia con los aumentos, hechos por sus vecinos, y por medio de espías vigilan cada movimiento de las tropas, sabiendo que cada una de las Potencias atacará a su vecino tan pronto como vea la manera de hacerlo, no es posible ningún acuerdo, y cada conferencia es una estupidez, o un pasatiempo, o un fraude, o una impertinencia, o todo esto junto.
Era particularmente conveniente para el gobierno ruso, más que para cualquier otro, ser el enfant terrible de la Conferencia de La Haya. No permitiéndose a nadie en casa responder a todas sus manifestaciones y rescriptos evidentemente mendaces, el Gobierno ruso está tan mimado, que habiendo arruinado sin el menor escrúpulo a su propio pueblo con armamentos, estrangulado a Polonia, saqueado el Turquestán y China, y mientras se dedicaba especialmente a sofocar a Finlandia, propuso el desarme a los gobiernos, con la plena seguridad de que se confiaría en él.
Pero por muy extraña, inesperada e indecente que fuera tal propuesta, sobre todo en el mismo momento en que se daba orden de aumentar su ejército, las palabras pronunciadas públicamente a la vista del pueblo fueron tales, que para guardar las apariencias los gobiernos de las otras Potencias no pudieron declinar la cómica y evidentemente insincera consulta, y los delegados se reunieron, sabiendo de antemano que nada saldría de ello, y durante varias semanas, durante las cuales cobraron buenos sueldos, aunque se reían en sus mangas, todos fingieron concienzudamente estar muy ocupados en arreglar la paz entre las naciones.
La Conferencia de La Haya, que terminó con el terrible derramamiento de sangre de la Guerra del Transvaal, que nadie intentó, ni intenta ahora, detener, fue, sin embargo, de alguna utilidad, aunque no en absoluto en la forma que se esperaba de ella; fue útil porque mostró de la manera más obvia que los males que sufren los pueblos no pueden ser curados por los gobiernos. Que los gobiernos, aunque quisieran, no pueden acabar ni con los armamentos ni con las guerras.
Los gobiernos, para tener una razón de ser, deben defender a sus pueblos del ataque de otros pueblos; pero ningún pueblo desea atacar, o ataca, a otro. Y, por lo tanto, los gobiernos, lejos de desear la paz, excitan cuidadosamente la ira de otras naciones contra ellos mismos. Y habiendo excitado la ira de otros pueblos contra ellos mismos, y despertando el patriotismo de su propio pueblo, cada gobierno asegura entonces a su pueblo que está en peligro, y que debe ser defendido.
Y teniendo el poder en sus manos, los gobiernos pueden tanto irritar a otras naciones como excitar el patriotismo en casa, y cuidadosamente hacen tanto lo uno como lo otro; no pueden actuar de otro modo, pues su existencia depende de que actúen así.
Si en otros tiempos los gobiernos eran necesarios para defender a sus pueblos de los ataques de otros pueblos, ahora, por el contrario, los gobiernos perturban artificialmente la paz que existe entre los pueblos y provocan la enemistad entre ellos.
Cuando era necesario arar para sembrar, arar era sabio; pero evidentemente es absurdo y perjudicial seguir arando después de haber sembrado. Pero esto es justamente lo que los gobiernos obligan a hacer a sus pueblos: infringir la unidad que existe, y que nada infringiría si no hubiera gobiernos.
VI
¿qué son en realidad esos gobiernos, sin los cuales los pueblos creen que no podrían existir?
Es posible que haya habido una época en la que tales gobiernos eran necesarios, y en la que el mal de sostener un gobierno era menor que el de estar indefenso frente a los vecinos organizados; pero ahora tales gobiernos se han vuelto innecesarios, y son un mal mucho mayor que todos los peligros con los que asustan a sus súbditos.
No sólo los gobiernos militares, sino los gobiernos en general, podrían ser, no diré útiles, pero al menos inofensivos, sólo si estuvieran formados por personas inmaculadas y santas; como es teóricamente el caso entre los chinos. Pero entonces los gobiernos, por la naturaleza de su actividad, que consiste en cometer actos de violencia,[2] están siempre compuestos de los elementos más contrarios a la santidad; de las personas más audaces, sin escrúpulos y pervertidas.
Un gobierno, por tanto, y especialmente un gobierno al que se le confía el poder militar, es la organización más peligrosa posible.
El gobierno en el sentido más amplio, incluyendo a los capitalistas y a la prensa, no es otra cosa que una organización que pone a la mayor parte del pueblo en poder de una parte más pequeña que lo domina; esa parte más pequeña está sujeta a una parte aún más pequeña, y ésta a otra aún más pequeña, y así sucesivamente, llegando finalmente a unas pocas personas, o a un solo hombre, que por medio de la fuerza militar tiene poder sobre todo el resto. De modo que toda esta organización se asemeja a un cono, cuyas partes están completamente en poder de esas personas, o de esa única persona, que están, o están, en el vértice.
El vértice del cono es tomado por aquellas personas, o por aquella persona, que son, o que es, más astuta, audaz y sin escrúpulos que el resto, o por alguien que resulta ser el heredero de aquellos que fueron audaces y sin escrúpulos.
Hoy puede ser Borís Godunóf,[3] y mañana Gregorio Otrépief.[4] Hoy la licenciosa Catalina, que, con sus amantes, ha asesinado a su marido; mañana Pougatchéf;[5] luego Pablo el loco, Nicolás i. y Alejandro iii.
Hoy puede ser Napoleón, mañana un Borbón o un Orleans, un Boulanger o una Compañía de Panamá; hoy puede ser Gladstone, mañana Salisbury, Chamberlain o Rodas.
Y a tales gobiernos se les permite un poder total, no sólo sobre la propiedad y las vidas, sino incluso sobre el desarrollo espiritual y moral, la educación y la orientación religiosa de todos.
La gente construye una máquina de poder tan terrible, que permite que cualquiera que pueda, se apodere de él (y las posibilidades siempre son que se apodere el más inútil moralmente); se someten servilmente a él, y luego se sorprenden de que el mal venga de él. Tienen miedo de las bombas de los anarquistas, y no tienen miedo de esta terrible organización que siempre les amenaza con las mayores calamidades.
A la gente le resulta útil atarse para resistir a sus enemigos, como hacían los circasianos[6] al resistir los ataques. Pero el peligro ya ha pasado, y sin embargo la gente sigue atándose.
Se atan con cuidado para que un hombre pueda tenerlos a su merced; luego tiran el extremo de la cuerda que los ata y lo dejan suelto, para que algún bribón o tonto se apodere de ellos y les haga el daño que quiera.
Realmente, ¿qué hacen los pueblos sino eso, cuando establecen, se someten y mantienen un gobierno organizado y militar?
VII
Uno Para librar a los hombres de los terribles males de los armamentos y de las guerras, que no cesan de aumentar, no se necesitan ni congresos, ni conferencias, ni tratados, ni tribunales de arbitraje, sino la destrucción de esos instrumentos de violencia que se llaman gobiernos, y de los cuales resultan los mayores males de la humanidad.
Para destruir la violencia gubernamental sólo se necesita una cosa: que los pueblos comprendan que el sentimiento de patriotismo, que es el único que sostiene ese instrumento de violencia, es un sentimiento grosero, dañino, vergonzoso y malo, y sobre todo inmoral. Es un sentimiento grosero, porque es uno natural sólo para las personas que se encuentran en el nivel más bajo de la moralidad, y esperan de otras naciones los ultrajes que ellos mismos están dispuestos a infligir a otros; es un sentimiento perjudicial, porque perturba las ventajosas y alegres relaciones pacíficas con otros pueblos, y sobre todo produce esa organización gubernamental bajo la cual el poder puede caer, y cae, en manos de los peores hombres; es un sentimiento vergonzoso, porque convierte al hombre no sólo en un esclavo, sino en un gallo de pelea, en un toro o en un gladiador, que desperdicia su fuerza y su vida por objetos que no son suyos sino de sus gobiernos; y es un sentimiento inmoral, porque, en lugar de confesarse hijo de Dios, como nos enseña el cristianismo, o incluso hombre libre guiado por su propia razón, cada hombre bajo la influencia del patriotismo se confiesa hijo de su patria y esclavo de su gobierno, y comete acciones contrarias a su razón y a su conciencia.
Sólo es necesario que los pueblos comprendan esto, y el terrible vínculo, llamado gobierno, por el que estamos encadenados, caerá en pedazos por sí mismo, sin lucha; y con él cesarán los terribles e inútiles males que produce.
Y la gente ya está empezando a entender esto. Esto, por ejemplo, es lo que escribe un ciudadano de los Estados Unidos:-
Cita:
«Somos agricultores, mecánicos, comerciantes, fabricantes, maestros, y todo lo que pedimos es el privilegio de atender nuestros propios asuntos. Somos dueños de nuestras casas, amamos a nuestros amigos, nos dedicamos a nuestras familias y no interferimos con nuestros vecinos; tenemos trabajo que hacer y deseamos trabajar.
«¡Déjennos en paz!
«Pero no lo harán, estos políticos. Insisten en gobernarnos y en vivir de nuestro trabajo. Nos cobran impuestos, se comen nuestra sustancia, nos reclutan, alistan a nuestros muchachos en sus guerras. Todas las miríadas de hombres que viven del gobierno, dependen del gobierno para cobrarnos impuestos, y para cobrarnos impuestos con éxito, se mantienen ejércitos permanentes. El argumento de que el ejército es necesario para la protección del país es un puro fraude y una pretensión. El gobierno francés afrenta al pueblo diciéndole que los alemanes están listos y ansiosos de caer sobre ellos; los rusos temen a los británicos; los británicos temen a todo el mundo; y ahora, en Estados Unidos, se nos dice que debemos aumentar nuestra armada y aumentar nuestro ejército porque Europa puede en cualquier momento combinarse contra nosotros.
«Esto es un fraude y una falsedad. El pueblo llano de Francia, Alemania, Inglaterra y América se opone a la guerra. Sólo deseamos que nos dejen en paz. Los hombres con esposas, hijos, novios, hogares, padres ancianos, no quieren ir a luchar contra alguien. Somos pacíficos y tememos la guerra; la odiamos.
«Nos gustaría obedecer la Regla de Oro.
«La guerra es el resultado seguro de la existencia de hombres armados. Aquel país que mantiene un gran ejército permanente, tarde o temprano tendrá una guerra a mano. El hombre que se enorgullece de los puñetazos se va a encontrar algún día con un hombre que se considera mejor, y van a luchar. Alemania y Francia no tienen más problema que el deseo de ver quién es el mejor hombre. Se han enfrentado muchas veces y volverán a hacerlo. No es que el pueblo quiera luchar, sino que la Clase Superior aviva el miedo hasta convertirlo en furia, y hace que los hombres piensen que deben luchar para proteger sus hogares.
«Así que a la gente que desea seguir las enseñanzas de Cristo no se le permite hacerlo, sino que es gravada, ultrajada, engañada por los gobiernos.
«Cristo enseñó la humildad, la mansedumbre, el perdón a los enemigos y que matar estaba mal. La Biblia enseña a los hombres a no jurar, pero la Clase Superior nos jura sobre la Biblia en la que no creen.
«La pregunta es: ¿Cómo vamos a librarnos de estos cormoranes que no trabajan, pero que están vestidos de paño y azul, con botones de latón y muchos pertrechos costosos; que se alimentan de nuestra sustancia, y por los que cavamos y morimos?
«¿Debemos luchar contra ellos?
«No, no creemos en el derramamiento de sangre; y además, ellos tienen las armas y el dinero, y pueden resistir más que nosotros.
«¿Pero quién compone ese ejército al que ordenan disparar contra nosotros?
«Pues, nuestros vecinos y hermanos, engañados con la idea de que están haciendo un servicio a Dios al proteger a su país de sus enemigos. Cuando el hecho es que nuestro país no tiene enemigos, salvo la Clase Superior, que pretende velar por nuestros intereses si sólo obedecemos y consentimos en ser gravados.
«Así desvían nuestros recursos y vuelven a nuestros verdaderos hermanos contra nosotros para someternos y humillarnos. No puedes enviar un telegrama a tu esposa, ni un paquete exprés a tu amigo, ni girar un cheque para tu tienda de comestibles hasta que no pagues primero el impuesto para mantener a los hombres armados, que rápidamente pueden ser utilizados para matarte; y que seguramente te encarcelarán si no pagas.
«El único alivio está en la educación. Educad a los hombres para que sepan que está mal matar. Enséñales la Regla de Oro, y de nuevo enséñales la Regla de Oro. Desafiad en silencio a esta Clase Superior negándoos a inclinaros ante su fetiche de balas. Dejad de apoyar a los predicadores que claman por la guerra, y que pregonan el patriotismo por una consideración. Dejad que vayan a trabajar como nosotros. Nosotros creemos en Cristo; ellos no. Cristo habló lo que pensaba; ellos hablan lo que creen que complacerá a los hombres en el poder: la clase superior.
«No nos alistaremos. No dispararemos por orden de ellos. No ‘cargaremos la bayoneta’ sobre un pueblo suave y gentil. No dispararemos contra pastores y granjeros, que luchan por sus fogones, por sugerencia de Cecil Rhodes. Su falso grito de «lobo, lobo» no nos alarmará. Pagamos sus impuestos sólo porque tenemos que hacerlo, y no pagaremos más de lo necesario. No pagaremos rentas de los bancos, ni diezmos a vuestras falsas obras de caridad, y diremos lo que pensamos cuando sea necesario.
«Educaremos a los hombres.
«Y todo el tiempo nuestra influencia silenciosa estará saliendo, e incluso los hombres que son reclutados serán de medio pelo y se negarán a luchar. Educaremos a los hombres en el pensamiento de que la Vida de Cristo de Paz y Buena Voluntad es mejor que la Vida de Lucha, Derramamiento de Sangre y Guerra.
«La paz en la tierra sólo puede llegar cuando los hombres eliminen los ejércitos y estén dispuestos a hacer a los demás hombres lo que ellos quisieran».
Así escribe un ciudadano de los Estados Unidos; y desde varios lados, en diversas formas, suenan tales voces.
Esto es lo que escribe un soldado alemán:-
«Pasé por dos campañas con los guardias prusianos (en 1866 y 1870), y odio la guerra desde el fondo de mi alma, pues me ha hecho inexpresablemente desgraciado. Los soldados heridos recibimos, por lo general, una recompensa tan miserable que tenemos que avergonzarnos de haber sido alguna vez patriotas. Yo, por ejemplo, recibo nueve peniques al día por mi brazo derecho, que fue atravesado por un disparo en el ataque a San Privat, el 18 de agosto de 1870. Algunos perros de caza reciben más por su mantenimiento. Y yo había sufrido durante años por mi brazo herido dos veces. Ya en 1866 participé en la guerra contra Austria y luché en Trautenau y Königgrätz, y vi suficientes horrores. En 1870, estando en la reserva, me llamaron de nuevo; y, como ya he dicho, fui herido en el ataque de St. Privat: mi brazo derecho fue atravesado dos veces a lo largo. Tuve que dejar un buen puesto en una cervecería, y no pude recuperarlo después. Desde entonces no he podido volver a ponerme en pie. Mi embriaguez pasó pronto, y al inválido herido no le quedó más que mantenerse con una mísera miseria sacada de la caridad. . . .
«En un mundo en el que las personas corren como animales amaestrados y no son capaces de otra idea que la de sobrepasarse unos a otros en aras de las riquezas, en un mundo así, que la gente piense que soy un loco; pero, a pesar de todo, siento en mí la idea divina de la paz, que está tan bellamente expresada en el Sermón de la Montaña. Mi convicción más profunda es que la guerra no es más que un comercio a mayor escala, un comercio que realizan los ambiciosos y los poderosos con la felicidad de los pueblos.
«¡Y qué horrores no sufrimos por ello! ¡Nunca olvidaré aquellos gemidos lastimosos que le calaban a uno hasta los tuétanos!
«Gentes que nunca se hicieron ningún daño entre sí, se hegemonizan para matarse unos a otros como animales salvajes, y almas mezquinas y serviles implican al buen Dios, haciéndolo su confederado en tales hechos.
«A mi vecino de filas le rompieron la mandíbula de un balazo. El pobre infeliz se volvió loco de dolor. Corrió como un loco, y en el calor abrasador del verano no pudo ni siquiera conseguir agua para refrescar su horrible herida. Nuestro comandante, el Príncipe Heredero (que luego fue el noble Emperador Federico), escribió en su diario: ‘La guerra es una ironía sobre los Evangelios’. . . .»
La gente empieza a comprender el fraude del patriotismo, en el que todos los gobiernos se esmeran en mantenerlos.
VIII
«Pero», se suele preguntar, «¿qué habrá en lugar de gobiernos?».
No habrá nada. Se suprimirá algo que durante mucho tiempo ha sido inútil y, por tanto, superfluo y malo. Un órgano que, por ser innecesario se había vuelto perjudicial, será abolido.
«Pero», suele decir la gente, «si no hay gobierno, la gente se violará y se matará».
¿Por qué? ¿Por qué la abolición de la organización que surgió como consecuencia de la violencia, y que tradicionalmente se ha transmitido de generación en generación para hacer violencia, -por qué la abolición de tal organización, ahora desprovista de utilidad, debería hacer que la gente se ultraje y se mate entre sí? Por el contrario, la presunción es que la abolición del órgano de la violencia daría lugar a que las personas dejaran de ultrajarse y matarse unas a otras.
Ahora bien, algunos hombres están especialmente educados y entrenados para matar y hacer violencia a otras personas, hay hombres que se supone que tienen derecho a usar la violencia, y que hacen uso de una organización que existe para ese fin. Tales actos de violencia y tales asesinatos se consideran actos buenos y dignos.
Pero entonces, la gente no será tan educada, y nadie tendrá derecho a usar la violencia con otros, y no habrá ninguna organización para hacer violencia, y, como es natural para la gente de nuestro tiempo, la violencia y el asesinato siempre serán considerados malas acciones, sin importar quién las cometa.
Pero si se siguen cometiendo actos de violencia incluso después de la abolición de los gobiernos, todavía tales actos serán ciertamente menos de los que se cometen ahora mientras exista una organización especialmente concebida para cometer actos de violencia, y exista un estado de cosas en el que los actos de violencia y los asesinatos se consideren acciones buenas y útiles.
La abolición de los gobiernos no hará más que librarnos de una organización innecesaria que hemos heredado del pasado para la comisión de la violencia y para su justificación.
«Pero entonces no habrá leyes, ni propiedad, ni tribunales de justicia, ni policía, ni educación popular», dicen quienes confunden intencionadamente el uso de la violencia por parte de los gobiernos con diversas actividades sociales.
La abolición de la organización del gobierno formada para hacer violencia, no implica en absoluto la abolición de lo que es razonable y bueno, y por lo tanto no se basa en la violencia, en las leyes o en los tribunales de justicia, o en la propiedad, o en los reglamentos policiales, o en los acuerdos financieros, o en la educación popular. Por el contrario, la ausencia del poder brutal del gobierno, que sólo es necesario para su propio apoyo, facilitará una organización social más justa y razonable, que no necesita de la violencia. Los tribunales de justicia, los asuntos públicos y la educación popular existirán en la medida en que sean realmente necesarios para el pueblo, pero en una forma que no implicará los males contenidos en la actual forma de gobierno. Lo que se destruirá es simplemente lo que era malo y obstaculizaba la libre expresión de la voluntad del pueblo.
Pero incluso si asumimos que con la ausencia de gobiernos habría disturbios y luchas civiles, incluso entonces la posición del pueblo sería mejor que la actual. La situación actual es tal que es difícil imaginar algo peor. El pueblo está arruinado, y su ruina es cada vez más completa. Los hombres se han convertido en esclavos de la guerra, y tienen que esperar cada día órdenes de ir a matar y ser matados. ¿Qué más? ¿Los pueblos arruinados van a morir de hambre? Eso ya está empezando en Rusia, en Italia y en la India. ¿O las mujeres, al igual que los hombres, van a ser soldados? En el Transvaal incluso eso ha comenzado.
De modo que, aunque la ausencia de gobierno significara realmente la anarquía, en el sentido negativo y desordenado de esa palabra, que está lejos de significar, incluso en ese caso, ningún desorden anárquico podría ser peor que la posición a la que los gobiernos han conducido ya a sus pueblos, y a la que los están conduciendo.
Y, por tanto, la emancipación del patriotismo, y la destrucción del despotismo del gobierno que se apoya en él, no puede sino ser beneficiosa para la humanidad.
IX
Hombres, ¡reconectaos! Y por el bien de vuestro bienestar, físico y espiritual, por el bien de vuestros hermanos y hermanas, ¡parad, considerad y pensad en lo que estáis haciendo!
Reflexionad y comprenderéis que vuestros enemigos no son los bóers, ni los ingleses, ni los franceses, ni los alemanes, ni los finlandeses, ni los rusos, sino que vuestros enemigos -vuestros únicos enemigos- sois vosotros mismos, que mantenéis con vuestro patriotismo los gobiernos que os oprimen y os hacen infelices.
Se han comprometido a protegeros del peligro, y han llevado esa pseudoprotección hasta tal punto que todos os habéis convertido en soldados, en esclavos, y estáis todos arruinados, o lo estáis cada vez más, y en cualquier momento podéis y debéis esperar que la cuerda tensa se rompa, y comience una horrible matanza de vosotros y de vuestros hijos.
Y por muy grande que sea esa matanza, y por mucho que termine ese conflicto, el mismo estado de cosas continuará. De la misma manera, y con una intensidad aún mayor, los gobiernos os armarán, y arruinarán, y pervertirán a vosotros y a vuestros hijos, y nadie os ayudará a detenerlo o a impedirlo, si no os ayudáis a vosotros mismos.
Y sólo hay un tipo de ayuda posible: consiste en la abolición de ese terrible encadenamiento en ese cono de violencia, que permite a la persona o personas que logran apoderarse del vértice, tener poder sobre todo el resto, y mantener ese poder tanto más firmemente cuanto más crueles e inhumanos sean, como vemos por los casos de los Napoleones,. Nicolás I., Bismarck, Chamberlain, Rodas, y nuestros dictadores rusos que gobiernan al pueblo en nombre del Zar.
Y sólo hay una manera de destruir esta atadura: es sacudiendo el hipnotismo del patriotismo.
Comprended que todos los males que padecéis los causáis vosotros mismos al ceder a las sugestiones con que os engañan los emperadores, los reyes, los diputados, los gobernantes, los funcionarios, los capitalistas, los sacerdotes, los autores, los artistas y todos los que necesitan este fraude del patriotismo para vivir de vuestro trabajo.
Seas quien seas -francés, ruso, polaco, inglés, irlandés o bohemio-, comprende que todos tus verdaderos intereses humanos, sean los que sean -agrícolas, industriales, comerciales, artísticos o científicos-, así como tus placeres y alegrías, no se oponen en absoluto a los intereses de otros pueblos o estados; y que estáis unidos -por la cooperación mutua, por el intercambio de servicios, por la alegría de una amplia relación fraternal, y por el intercambio no sólo de bienes sino también de pensamientos y sentimientos- con los pueblos de otras tierras.
Comprended que la cuestión de quién consigue apoderarse de Wei-hai-wei, Port Arthur o Cuba, -su gobierno u otro-, no os afecta, o más bien cada una de esas incautaciones realizadas por vuestro gobierno os perjudica, porque inevitablemente trae consigo toda clase de presiones sobre vosotros por parte de vuestro gobierno, para obligaros a participar en el robo y la violencia por los que sólo se realizan esas incautaciones, o pueden ser retenidas cuando se realizan. Comprended que vuestra vida no puede mejorar en modo alguno si Alsacia se convierte en alemana o francesa, e Irlanda o Polonia son libres o esclavizadas; quienquiera que las tenga, sois libres de vivir donde queráis, aunque seáis alsacianos, irlandeses o polacos, pero comprended que al avivar el patriotismo no haréis más que empeorar el caso; porque la sujeción en que se mantiene a vuestro pueblo ha resultado simplemente de la lucha entre patriotismos, y toda manifestación de patriotismo en una nación provoca una reacción de contrapartida en otra. Comprended que la salvación de vuestros males sólo es posible cuando os liberéis de la idea obsoleta de patriotismo y de la obediencia a los gobiernos que se basa en ella, y cuando entréis audazmente en la región de esa idea más elevada, la unión fraternal de los pueblos, que desde hace mucho tiempo ha cobrado vida, y que desde todas partes os está llamando a sí.
Si los pueblos comprendieran que no son hijos de una u otra patria, ni de los gobiernos, sino que son hijos de Dios, y que, por tanto, no pueden ser ni esclavos ni enemigos unos de otros, cesarían esas insanas, innecesarias, gastadas y perniciosas organizaciones llamadas gobiernos, y todos los sufrimientos, violaciones, humillaciones y crímenes que ocasionan.
Pirogóva, 23 de mayo de 1900
Notas
- Pollice verso («pulgar hacia abajo») era la señal que hacían en los anfiteatros romanos los espectadores que deseaban la muerte de un gladiador derrotado.-Trans.
- La palabra gobierno en inglés se usa frecuentemente en un sentido indefinido como casi equivalente a gestión o dirección; pero en el sentido en que la palabra se usa en el presente artículo, el rasgo característico del gobierno es que reclama un derecho moral para infligir penas físicas, y por su decreto hacer del asesinato una acción buena. -Trans.
- Borís Godunóf, cuñado del débil zar Feódor, consiguió ser zar y reinó en Moscú de 1598 a 1605.
- Gregorio Otrépief fue un pretendiente que, haciéndose pasar por Dimítry, hijo de Iván el Terrible, reinó en Moscú en 1605 y 1606.
- Pougatchéf, líder de una formidable insurrección, fue ejecutado en Moscú en 1775. -Trans.
- Los circasianos, cuando estaban rodeados, solían atarse pierna con pierna, para que ninguno escapara, sino que todos murieran luchando. Se produjeron casos de este tipo cuando su país estaba siendo anexionado por Rusia.
Source: https://theanarchistlibrary.org/library/leo-tolstoy-patriotism-and-government
[Traducido por Jorge JOYA]
Orignal: https://autonomies.org/2022/02/leo-tolstoy-the-moral-corruption-of-patriotism/