Un planeta enfermo (1971) – Guy Debord

Escrito por Guy Debord en 1971, este texto estaba destinado a ser publicado en Internationale Situationniste XIII, que nunca apareció.


LA «CONTAMINACIÓN» ESTÁ DE MODA HOY, exactamente de la misma manera que la revolución: domina toda la vida de la sociedad y se representa de forma ilusoria en el espectáculo. Es el tema de una cháchara aturdidora en una plétora de escritos y discursos erróneos y desconcertantes, aunque realmente tiene a todo el mundo cogido por el cuello. Se exhibe por doquier como ideología, pero no deja de ganar terreno como desarrollo material. Dos tendencias antagónicas, la progresión hacia la forma más elevada de producción de mercancías y el proyecto de su negación total, igualmente ricas en contradicciones en sí mismas, crecen cada vez con más fuerza en paralelo la una con la otra. He aquí las dos caras por las que se manifiesta un único momento histórico, largamente esperado y a menudo descrito de antemano en términos parciales e inadecuados: el momento en que al capitalismo le resulta imposible seguir funcionando.

Una época que posee todos los medios técnicos necesarios para la transformación completa de las condiciones de vida en la tierra es también una época -gracias a ese mismo desarrollo técnico y científico separado- con la capacidad de determinar y predecir, con certeza matemática, exactamente adónde (y en qué fecha) nos lleva el crecimiento automático de las fuerzas productivas alienadas de la sociedad de clases: medir, en otras palabras, la rápida degradación de las propias condiciones de supervivencia, tanto en el sentido más general como en el más trivial de ese término.

Estos «realistas», solemnes y solemnes, no se limitan a afirmar que las autopistas o las viviendas sociales de Sarcelles tienen su propia belleza, preferible a las incomodidades de los barrios antiguos «pintorescos».

Estos «realistas» observan solemnemente que la población en su conjunto, al ritmo de los nostálgicos de la cocina «de verdad», come ahora mucho mejor que antes. Lo que no comprenden es que el problema de la degeneración de la totalidad del entorno natural y humano ya ha dejado de presentarse en términos de pérdida de calidad, ya sea estética o de cualquier otro tipo; el problema se ha convertido ahora en el más fundamental de si un mundo que sigue ese curso puede preservar su existencia material. De hecho, la imposibilidad de hacerlo queda perfectamente demostrada por la totalidad de los conocimientos científicos aislados, que ya no debaten nada a este respecto, salvo el tiempo que queda y las medidas paliativas que podrían, si se aplican enérgicamente, evitar el desastre por un momento o dos. Esta ciencia no puede hacer más que caminar de la mano con el mundo que la ha producido -y que la mantiene firme- por el camino de la destrucción; sin embargo, está obligada a hacerlo con los ojos abiertos. De este modo, personifica -casi hasta la caricatura- la inutilidad del conocimiento en su forma no aplicada.

Se realizan continuamente mediciones y proyecciones admirablemente precisas sobre el rápido aumento de la contaminación química de la atmósfera respirable, así como de los ríos, arroyos y, ya, océanos; la acumulación irreversible de residuos radiactivos que acompaña al desarrollo de la energía nuclear con fines supuestamente pacíficos; los efectos del ruido; la invasión del espacio por basura plástica que amenaza con convertirlo en un vertedero eterno; las tasas de natalidad salvajemente fuera de control; la viciación demente de los alimentos; la expansión urbana por todas partes invadiendo lo que antes era ciudad y campo; y, del mismo modo, la propagación de las enfermedades mentales -incluidos los miedos neuróticos y las alucinaciones que no pueden sino proliferar en respuesta a la propia contaminación, cuyas alarmantes características se anuncian por doquier- y del suicidio, cuyo ritmo de aumento es precisamente paralelo a la aceleración de la construcción de este entorno (por no hablar de los efectos de la guerra nuclear o bacteriológica, cuyos medios ya están a mano, pendiendo sobre nosotros como la espada de Damocles, aunque sea, por supuesto, evitable).

En resumen, si el alcance e incluso la realidad de los «terrores del año 1000′ siguen siendo objeto de controversia entre los historiadores, el terror del año 2000 es tan patente como fundado; de hecho, ahora se basa en la certeza científica. Al mismo tiempo, lo que está ocurriendo no es en absoluto fundamentalmente nuevo, sino simplemente el resultado ineluctable de un largo proceso. Una sociedad cada vez más enferma, pero cada vez más poderosa, ha recreado el mundo -en todas partes y de forma concreta- como entorno y telón de fondo de su enfermedad: ha creado un planeta enfermo. Una sociedad que aún no ha alcanzado la homogeneidad y que aún no está autodeterminada, sino cada vez más determinada por una parte de sí misma situada por encima de sí misma, externa a sí misma, ha puesto en marcha un proceso de dominación de la Naturaleza que aún no ha establecido la dominación sobre sí misma. El capitalismo ha demostrado por fin, en virtud de su propia dinámica, que ya no puede desarrollar las fuerzas de producción, y esto no en un sentido cuantitativo, como muchos han interpretado, sino cualitativo.

Para el pensamiento burgués, sin embargo, metodológicamente hablando, sólo lo cuantitativo es válido, mensurable y eficaz, mientras que lo cualitativo no es más que una vaga decoración subjetiva o artística de lo realmente verdadero, que se mide únicamente por su avoirdupois real. Para el pensamiento dialéctico, por el contrario, y por tanto para la historia y para el proletariado, lo cualitativo es la dimensión más decisiva del progreso real. Eso es lo que el capitalismo, por un lado, y nosotros, por otro, habremos acabado por demostrar.

Los amos de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de contaminación, tanto para combatirla (pues al fin y al cabo viven en el mismo planeta que nosotros, único sentido en el que puede decirse que el desarrollo del capitalismo ha provocado de hecho una cierta fusión de clases) como para ocultarla, pues el simple hecho de que existan tendencias tan nocivas y peligrosas constituye un inmenso motivo de revuelta, una exigencia material de los explotados tan vital como la lucha de los proletarios decimonónicos por el derecho a comer. Tras el fracaso fundamental de los reformismos del pasado -todos los cuales, sin excepción, aspiraban a la solución definitiva del problema de clase-, se vislumbra un nuevo tipo de reformismo que responde a las mismas necesidades que las variedades anteriores, a saber, el engrase de la máquina y la apertura de nuevas zonas rentables a las empresas de vanguardia. El sector más moderno de la industria se apresura a implicarse en los diversos paliativos de la contaminación, viendo en ellos otras tantas nuevas oportunidades que resultan aún más atractivas por el hecho de que buena parte del capital monopolizado por el Estado está disponible para invertir y manipular en este ámbito. Aunque este nuevo reformismo tiene garantizado el fracaso exactamente por las mismas razones que sus predecesores, se diferencia radicalmente de ellos en que se le ha acabado el tiempo.

El crecimiento de la producción ha confirmado hasta ahora totalmente su naturaleza de realización de la economía política: como crecimiento de la pobreza, que ha invadido y asolado el tejido mismo de la vida. Una sociedad en la que los productores se matan a trabajar y no pueden hacer otra cosa que contemplar el producto de su trabajo, les permite ahora con toda transparencia ver -y respirar- el resultado general del trabajo alienado, que se ha revelado igualmente letal. Esta sociedad está gobernada por una economía superdesarrollada que convierte todo -incluso el agua de manantial y el aire de la ciudad- en bienes económicos, lo que equivale a decir que todo se ha convertido en mal económico -esa «negación completa del hombre» que ahora ha alcanzado su conclusión material perfecta. El conflicto en el capitalismo entre las fuerzas productivas modernas y las relaciones de producción, ya sean burguesas o burocráticas, ha entrado en su fase final. La tasa de producción de no-vida ha aumentado continuamente en su curso lineal y acumulativo; habiéndose superado un umbral final en esta progresión, lo que ahora se produce, directamente, es la muerte.

En un mundo en el que los empresarios ejercen todo el poder gracias a la institución del trabajo como mercancía, la función última, reconocida y esencial de la economía desarrollada de hoy es la producción de empleo.

Muy lejos, por cierto, de la expectativa «progresista» del siglo XIX de que la ciencia y la tecnología reducirían el trabajo humano mediante el aumento de la productividad, y así satisfacerían más fácilmente las necesidades hasta entonces consideradas reales por todos, sin ningún cambio fundamental en la calidad de los bienes puestos a disposición con ese fin. Todo lo demás se hace en aras de la «creación de empleo» (incluso en las zonas rurales ahora desprovistas de campesinos), es decir, en aras de la utilización del trabajo humano como trabajo alienado, como trabajo asalariado; y de ahí que, estúpidamente, se pongan en peligro los fundamentos mismos de la vida de la especie, en la actualidad aún más frágiles que el pensamiento de un Kennedy o un Brezhnev.

Al viejo océano no le importa la contaminación, pero la historia no le es indiferente. La historia sólo puede salvarse mediante la abolición del trabajo como mercancía. Y la conciencia histórica nunca ha tenido una necesidad tan grande y urgente de dominar su mundo, porque el enemigo a sus puertas ya no es la ilusión, sino su propia muerte.

Cuando los lamentables amos de una sociedad cuyo miserable destino es ahora perceptible -un destino mucho peor, todo sea dicho, que los evocados en las fulminaciones incluso de los utopistas más radicales de una época anterior- se ven obligados a admitir que nuestro medio ambiente se ha convertido en una cuestión social, y que la gestión de todo se ha vuelto directamente política, hasta la hierba de los campos y la posibilidad de beber agua, dormir sin pastillas o lavarse sin desarrollar llagas, en tales circunstancias, es obvio que la vieja política especializada debe declararse forzosamente en bancarrota total.

En bancarrota, de hecho, en la expresión suprema de su voluntarismo, a saber, el poder burocrático totalitario de los llamados regímenes socialistas, donde los burócratas en el poder han demostrado ser incapaces de gestionar incluso la etapa anterior de la economía capitalista. Si estos regímenes contaminan mucho menos (sólo Estados Unidos produce el 50% de la contaminación mundial), es simplemente porque son mucho más pobres. Un país como China, si quiere conservar el respeto como potencia entre las naciones empobrecidas, no tiene más remedio que sacrificar una parte desproporcionada de su escaso presupuesto a la generación de una cantidad decente de contaminación, como por ejemplo, al (re)descubrimiento o retoque de la tecnología de la guerra termonuclear (o, más exactamente, del terrorífico espectáculo de la guerra termonuclear). Un cociente tan alto de pobreza, tanto material como mental, reforzado por tanto terror, equivale a una sentencia de muerte para las burocracias actualmente en el poder. Por el contrario, lo que condena a las formas más modernas de poder burgués es un exceso de riqueza envenenada. La gestión supuestamente democrática del capitalismo, en cualquier país, no ofrece nada excepto las victorias y derrotas electorales que -como siempre ha sido obvio- nunca han cambiado nada en general y muy poco en particular con respecto a una sociedad de clases que imagina que puede durar para siempre. Tampoco cambian nada las elecciones en aquellas ocasiones en que el propio sistema de dirección entra en crisis y afecta a desear algún tipo vago de orientación en la resolución de problemas secundarios pero urgentes por parte de un electorado alienado y estupefacto (como en Estados Unidos, Italia, Gran Bretaña o Francia). Todos los expertos han observado desde hace tiempo -sin molestarse en explicar el hecho- que los votantes casi nunca cambian sus «opiniones», la razón es que los votantes son personas que durante un breve instante asumen un papel abstracto que está diseñado, precisamente, para evitar que existan por derecho propio y, por lo tanto, que cambien.

(Este mecanismo ha sido analizado innumerables veces tanto por la ciencia política desmitificada como por el psicoanálisis revolucionario). Tampoco es más probable que los votantes cambien porque el mundo a su alrededor esté cambiando cada vez más precipitadamente: qua votantes, no cambiarían aunque el mundo se estuviera acabando. Todo sistema representativo es esencialmente conservador, mientras que las condiciones de una sociedad capitalista nunca han sido susceptibles de conservación. Se modifican continuamente, y cada vez con mayor rapidez, pero las decisiones al respecto -que en última instancia siempre favorecen dar la cabeza a la economía de mercado- se dejan enteramente en manos de políticos que no son más que publicistas, tanto si se presentan sin oposición como si se enfrentan a otros que van a hacer exactamente lo mismo, y lo dicen en voz alta. Y, sin embargo, quien acaba de votar «libremente» a los gaullistas o al Partido Comunista Francés, al igual que quien ha sido obligado a votar a una gomulka, es muy capaz de demostrar quién es realmente una semana después participando en una huelga salvaje o en una insurrección.

En su forma estatal y regulada, la «lucha contra la contaminación» no significará, al principio, más que nuevas especializaciones, ministerios, puestos de trabajo para los chicos y ascensos dentro de la burocracia. La eficacia de la lucha estará en perfecta consonancia con ese planteamiento. Nunca llegará a constituir una verdadera voluntad de cambio mientras no se transforme de raíz el actual sistema de producción. Nunca se llevará a cabo con vigor hasta que todas las decisiones pertinentes, tomadas democráticamente y con pleno conocimiento de causa por los productores, sean permanentemente controladas y ejecutadas por los propios productores (los petroleros verterán inevitablemente su carga al océano, por ejemplo, hasta que sean puestos bajo la autoridad de auténticos soviets de marineros). Sin embargo, antes de que los productores puedan gobernar y actuar en estas cuestiones, deben convertirse en adultos: deben, todos ellos, hacerse con el poder.

El optimismo científico del siglo XIX naufragó por tres cuestiones principales. La primera era la afirmación de que el advenimiento de la revolución era seguro, y que garantizaría la feliz resolución de los conflictos existentes; ésta era la ilusión izquierdista-hegeliana y marxista, la menos agudamente sentida entre la intelligentsia burguesa, pero la más rica y, en última instancia, la menos ilusoria. La segunda cuestión era una visión del universo, o incluso simplemente de la materia, como algo armonioso. Y la tercera era una concepción eufóricamente lineal del desarrollo de las fuerzas de producción. Una vez que hayamos abordado la primera cuestión, trataremos por extensión la tercera, lo que nos permitirá, aunque mucho más tarde, abordar la segunda, convertirla en lo que está en juego para nosotros. Lo que hay que curar no son los síntomas, sino la propia enfermedad. Hoy, el miedo está en todas partes y sólo escaparemos de él a través de nuestra propia fuerza, de nuestra propia capacidad para destruir todo tipo de alienación existente y toda imagen del poder que se nos ha arrebatado: sólo sometiéndolo todo excepto a nosotros mismos -al único poder de los consejos obreros, poseyendo y reconstruyendo continuamente la totalidad del mundo- sometiéndolo todo, en otras palabras, a una auténtica racionalidad, a una nueva legitimidad.

En cuanto al entorno «natural» y al creado por el hombre, en cuanto a la natalidad, la biología, la producción, la «locura», etc., la elección no será entre la fiesta y la infelicidad, sino, conscientemente y a cada vuelta del camino, entre una miríada de posibilidades por un lado, felices o desastrosas pero relativamente reversibles, y la nada por otro. Las terribles opciones del futuro próximo, por el contrario, se reducen a una sola alternativa: democracia total o burocracia total. Quienes recelan de la democracia total deberían intentar probar por sí mismos su posibilidad, dándole la oportunidad de demostrar su valía en la acción; de lo contrario, más les valdría elegir ellos mismos una lápida, ya que, como dijo Joseph Dejacque, «Hemos visto a la Autoridad en acción, y su acción la condena por completo».

La consigna «¡Revolución o muerte!» ya no es la expresión lírica de la conciencia en revuelta, sino la última palabra del pensamiento científico de nuestro siglo. Se aplica tanto a los peligros que acechan a la especie como a la incapacidad de pertenencia de los individuos. En una sociedad en la que es bien sabido que la tasa de suicidios va en aumento, los expertos tuvieron que admitir, a regañadientes, que durante el mayo de 1968 en Francia se redujo casi a cero. Aquella primavera también nos regaló un cielo despejado, y lo hizo sin esfuerzo, porque se quemaron pocos coches y la escasez de gasolina impidió que los demás contaminaran el aire. Cuando llueve, cuando hay nubes de smog sobre París, no olvidemos nunca que la culpa es del gobierno. La producción industrial alienada hace llover. La revolución hace el sol.

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