Cornelius Castoriadis: Autolimitación y democracia (2020) – Yavor Tarinski

El impulso del mero apetito es la esclavitud, mientras que la obediencia a una ley autoimpuesta es la libertad. [5] Jean-Jacques Rousseau

A menudo se atribuye al filósofo Cornelius Castoriadis la afirmación de que «la democracia es el régimen de la autolimitación»[6], pero como para él la única forma democrática verdadera es la democracia directa, esta afirmación puede parecer un poco extraña. La democracia directa ha llegado a ser concebida por muchos, incluidos varios críticos, como un régimen que desconecta a la sociedad de las leyes y los reglamentos, lo que provoca su despolitización y degradación. Este concepto ha suscitado, comprensiblemente, la preocupación de cuáles serían los resultados de las acciones más excesivas de las masas.

Sin embargo, la esencia de la democracia directa, tal y como la presenta Castoriadis, difiere considerablemente de estas lógicas caóticas y nihilistas. Para él, el significado principal del término democracia es político, siendo ante todo un régimen en el que todos los ciudadanos son capaces de gobernar y ser gobernados, siendo ambos términos (democracia y autolimitación) inseparables. La democracia, en otras palabras, se entiende como una forma de autoinstitución explícita de la sociedad, a través de la reflexividad y la autolimitación.

Según Castoriadis, la democracia no es un mero proceso de toma de decisiones colectivas que pueda existir en paralelo o dentro de marcos oligárquicos no democráticos, como proponen pensadores como Jürgen Habermas o Chantal Mouffe[7]. Para él, la democracia es más bien la base del proyecto de autonomía, una condición social en la que la sociedad no reconoce límites externos a su poder instituyente. Es decir, a diferencia de las diferentes formas de lo que Castoriadis denomina «heteronomía», sociedades en las que las leyes y regulaciones se derivan de fuentes extrasociales como los mercados capitalistas, los estados-nación, los dioses, la necesidad histórica, etc., los únicos límites de una comunidad democrática resultan de su autolimitación a través del planteamiento colectivo de la ley.

Castoriadis observa que las instituciones y las leyes que sugieren lo que no se puede hacer, pero también lo que debe suceder, son las que hacen que la sociedad funcione. Sin tales regulaciones, dice el pensamiento, los lazos sociales se desintegran. En sus propias palabras, «la sociedad existe precisamente en el momento en que hay una autolimitación de todos los hermanos y hermanas»[8] Su énfasis en la democracia no es, en este sentido, un rechazo de la organización y la legislación, sino de ciertas fuentes de organización y legislación.

Formas de limitación social

Toda sociedad no sólo ofrece, sino que de alguna manera impone ciertos roles, valores, creencias, formas de vida, etc. a sus miembros individuales. Cada forma social ofrece sólo un determinado conjunto de posibilidades a su población, ya que uno no puede ser todo ni hacer lo que quiera. Por lo tanto, podemos hablar aquí de limitación, pero a pesar de las connotaciones negativas de este término, sin duda también conlleva un rasgo positivo: al prohibir ciertas cosas, la sociedad traza simultáneamente patrones de lo que debe hacerse, dando así un sentido distinguido a su forma de vida.

Cada orden social determina diferentes fuentes para esta prohibición. Pero lo que significa cultivar un entorno autónomo, esencialmente democrático, es que las limitaciones serán autoimpuestas por la sociedad en su totalidad. En la heteronomía, en cambio, la prohibición se establece extra-socialmente. Esto no significa que esas fuentes extrasociales (es decir, fuentes externas a la sociedad real y viva, como los dioses, los estados-nación, los héroes fundadores o las leyes naturales cuando se presentan como inmunes a la influencia humana[9]), no estén de alguna manera conectadas o sean alcanzables por la sociedad, sino que monopolizan el poder, arrebatándoselo a la población en general. Según Castoriadis, siguen siendo un producto de la capacidad de autocreación de la sociedad[10]. Es por esta relación que un cambio político revolucionario es incluso concebible.

Por supuesto, aunque toda sociedad se basa en un conjunto de limitaciones, las personas no siempre las respetan. La historia está llena de ejemplos de individuos, comunidades e incluso sociedades enteras que rompen con las normas y prohibiciones sociales establecidas. La pregunta es «¿por qué? Al contrario de lo que argumentan muchos críticos de la autonomía, que la gente transgreda las limitaciones populares no es un fenómeno limitado a la aparentemente caótica democracia directa. De hecho, se puede argumentar que, paradójicamente, esta tendencia es más común bajo la heteronomía, debido a su carácter no participativo, porque la gente en esas sociedades se siente ajena a las leyes e instituciones.

Esta paradoja se debe a la relación desarmónica entre el individuo y la colectividad social. Independientemente de los roles que la sociedad dicte a sus miembros singulares, siempre habrá algunos entre ellos que rompan con las prohibiciones. De hecho, la individualidad de una persona nunca está completamente determinada por el papel que se le atribuye. De hecho, estas superaciones de las limitaciones, la ruptura de la norma, contienen potencialmente los gérmenes de nuevas posibilidades y pueden convertirse en las semillas de la transformación social.

Sin embargo, en el marco de la heteronomía, las limitaciones se conciben engañosamente como si procedieran de una fuente ajena a nosotros mismos, a menudo derivadas de estrechas élites directivas, que son las únicas capaces de intervenir y modificarlas. Esto es así porque los regímenes heterónomos se basan en el escepticismo de la capacidad de las grandes colectividades para determinar conscientemente sus destinos. Así, a pesar de las experiencias históricas democráticas de autonomía, como la Polis ateniense, o la Revolución húngara de 1956, por muy breves que hayan sido, existe esta falsa cosmovisión de la incapacidad popular para autoinstituirse que es reproducida constantemente por entidades genuinamente heterónomas como el Estado o el mercado capitalista para justificar su propia existencia.

La democracia, en cambio, se basa en el rechazo de las leyes, las acciones y el pensamiento fijos y objetivos. Este concepto aparentemente «nihilista» sugiere que todo es posible y que ciertos peligros dan motivos para desconfiar. Por ejemplo, con respecto a la ausencia de una «norma de normas», Castoriadis se refiere al concepto griego de hubris[11]. Según él, el hubris no presupone simplemente la libertad, sino la inexistencia de normas fijas, la vaguedad esencial de las orientaciones sociales últimas de nuestras acciones. Sin embargo, esto no significa que estemos destinados a desbocarnos, sino que existe el espacio para que nosotros mismos creemos nuestros significados, leyes y limitaciones, ya que como sugiere Castoriadis, la hubris existe donde la única «norma» es la autolimitación[12].

Castoriadis sugiere que, a pesar del peligro de actos monstruosos que presenta la democracia, ésta abre simultáneamente la posibilidad de la autocrítica y la autoevaluación, que son el núcleo de la autolimitación[13]. Se pueden encontrar rastros de dicha reevaluación crítica en la obra de Euripedeas «Las Troades» (Las mujeres de Troya), producida en el 415 a.C. durante la Guerra del Peloponeso. Representa el comentario crítico de un ateniense sobre sus conciudadanos y la matanza que llevaron a cabo sobre el pueblo de la isla egea de Milos.

Con su obra Eurípides intenta visualizar la arrogancia griega, escenificándola un año después de la masacre, advirtiendo a los atenienses con las palabras «tan monstruosos somos». Sugiere que aunque el pueblo de Atenas puede decidir y hacer ciertas cosas, no siempre debe llevarlas a la práctica, pues le corresponde determinar qué acto es «monstruoso» y cuál no.

Democracia y autolimitación

La autolimitación dentro de la democracia configura de forma decisiva la relación entre la voluntad individual y la toma de decisiones colectiva. Una sociedad autónoma permite a todos sus miembros individuales participar directamente en los procesos democráticos, dándoles espacio para expresar sus opiniones, necesidades y propuestas. Aquí reside el aspecto más positivo de la autolimitación democrática: predispone potencialmente a la sociedad hacia la legalidad. Al permitir que todos los ciudadanos participen en la elaboración de cada ley y reglamento, la democracia directa convierte a la ciudadanía en la única creadora de límites sociales, lo que hace menos probable la necesidad de transgredir esos límites.

Sin embargo, habrá momentos y temas en los que no se alcanzará la unanimidad y algunas opiniones particulares se verán contradichas por la voluntad colectiva. En estos casos, los que no estén de acuerdo con la decisión tomada tendrán que acatarla, independientemente del grado de su desacuerdo. Las decisiones democráticas rara vez son unánimes, y por mucho que organicemos procesos para dar a todos la oportunidad de expresar sus opiniones, hacer que se conozcan y comprendan sus necesidades y presentar sus argumentos, éstos seguirán siendo a veces contradictorios con la voluntad colectiva. Esto significa no sólo que no se produce lo que un individuo desea, sino también que a veces se exigirá a los individuos que cumplan leyes con las que no están de acuerdo.

Algunos argumentan que esto significa que hay un elemento inerradicable de heteronomía incluso dentro de la sociedad más democrática, pero es importante hacer una distinción entre las decisiones que se toman sin ninguna aportación por parte de los que se ven afectados por ellas, y aquellas en las que todos los afectados tienen la oportunidad efectiva de participar. El término «heteronomía» se reserva mejor para las primeras. Y aunque la autonomía se caracteriza por lo segundo, significa inevitablemente que a veces los individuos se ven obligados a obedecer leyes que no habrían elegido por sí mismos, pues de lo contrario no podríamos hablar de toma de decisiones.

Un ejemplo de esta relación es la actitud de Sócrates hacia las leyes e instituciones de la antigua Atenas. Percibía las normas de la polis como propias, y se sentía obligado a someterse a ellas, incluso cuando estaba muy en desacuerdo. Esta actitud derivaba, en gran medida, de su reconocimiento y gratitud por el papel de la ciudad en su educación, por no hablar de las posibilidades que le ofrecía de llevar una vida verdaderamente libre. Sabía que se había incorporado voluntariamente a la polis ateniense y que tenía derecho a participar en su autoinstitución, lo que le hacía reconocerse como parte del colectivo social, incluso cuando estaba en desacuerdo con algunas de las decisiones colectivas.

Sin embargo, la sumisión a las leyes y reglamentos nunca puede garantizarse por completo. Los enfoques heterónomos suelen prescribir castigos severos a los transgresores mediante aparatos de opresión. En estos casos, a pesar de la amenaza penal, existe un fuerte impulso entre las personas para transgredir las leyes, ya que no tienen la más mínima oportunidad de participar en su conformación y, por tanto, se sienten ajenos a ellas. Esto, sin embargo, no significa que en las condiciones democráticas de autonomía, la obediencia a las normas sea totalmente voluntaria. Pero debido a la naturaleza participativa de la autolimitación, los ciudadanos sentirán, en mayor medida, las prohibiciones sociales como propias y estarán menos tentados de pasarlas por alto. Esto no descarta el hecho de que incluso bajo la democracia, en su forma directa más pura, la sociedad tendrá que ser capaz de imponer sus decisiones colectivas a aquellos individuos que aún procedan a transgredirlas.

Sobre la contaminación del proyecto revolucionario

Aunque la democracia es impensable sin la autolimitación, en determinados momentos históricos se produjeron múltiples contaminaciones del pensamiento revolucionario que desarticularon estos conceptos. El movimiento obrero en general, y específicamente el marxismo y el propio Marx, estuvieron desde el principio impregnados de una atmósfera en la que el crecimiento de las fuerzas de producción, el crecimiento económico gestionado por los trabajadores, se convirtió en el criterio universal de la emancipación social. Para estos pensadores y activistas, la producción se consideraba el lugar principal de toda la vida pública, y se daba por sentada la idea de que el progreso podía seguir y seguiría indefinidamente[14] Este abrazo del imaginario capitalista contaminó el proyecto de autonomía de la clase obrera. Una sociedad autónoma es completamente incompatible con la idea de dominio, propugnada por el paradigma del crecimiento económico ilimitado del capitalismo. Por el contrario, una sociedad autónoma y desalienada asumiría por naturaleza el papel de administradora del planeta.

Castoriadis sugiere que, si los proyectos de autonomía y de crecimiento económico se han contaminado mutuamente, hay que saber distinguirlos, lo que no es en absoluto una tarea fácil. Esto no significa que haya que elegir entre el progreso material o el primitivismo ecologista. No se trata de abandonar la investigación científica con el pretexto de que de ella pueden salir cosas muy peligrosas, sino de que de la transición de la investigación a su aplicación económica pueden salir resultados muy peligrosos, lo que plantea cuestiones que deben ser negociadas democráticamente por la colectividad. Aquí es donde entra en juego la autolimitación democrática.

Hoy, más que nunca, se plantea de forma radical y urgente la cuestión de establecer controles sobre la evolución de la ciencia y la tecnología. El desarrollo desenfrenado de la tecnociencia, impulsado únicamente por la competencia, se revela destructivo tanto para el planeta como para nosotros, creando una crisis de carácter existencial. Castoriadis pide que se rompa la ilusión de omnipotencia que actualmente siente la humanidad[15] Es cierto que somos, como sugiere, habitantes privilegiados de un planeta tal vez único en el universo. Pero nuestra propia existencia depende de él y de ciertas condiciones frágiles, que nuestra civilización está a punto de perturbar e incluso destruir. Para evitar la catástrofe que se avecina, la humanidad debe reconsiderar todos los valores y hábitos que nos rigen.

Esto no significa que debamos abandonar el conocimiento y la ciencia y volver a formas primitivas de existencia, como sugieren algunas corrientes de vida modernas. Abandonarlas significa renunciar a nuestra capacidad de ser libres. Pero lo difícil es que, como explica Castoriadis, el conocimiento es como el poder: requiere precaución. Por lo tanto, deberíamos al menos intentar comprender lo que nuestros investigadores están descubriendo y estar atentos a las posibles repercusiones de lo que vamos a aprender. Aquí vuelve a surgir la cuestión de la democracia, en múltiples formas. Bajo el actual orden oligárquico, y dentro de las actuales estructuras jerárquicas, la última palabra sobre todos estos asuntos está en manos de políticos competidores, burócratas corruptos u oligarcas empresariales, con estrechos tecnocientíficos como asesores. De este modo, la sociedad en general queda excluida de la determinación política de cómo debe utilizarse el conocimiento adquirido y qué objetivos deben fijarse ante la futura investigación científica.

Autolimitación y educación

Entre las principales excusas para la exclusión del público en general de la toma de decisiones en asuntos de carácter supuestamente científico se encuentra la falta de educación adecuada del público en estas materias. Sin embargo, este argumento es esencialmente paradójico, ya que, la mayoría de las veces, los propios representantes políticos y empresarios contemporáneos carecen de esos conocimientos y se mueven únicamente por el ansia de poder.

En una sociedad democrática, la centralidad de la educación está fuera de discusión. En cierto sentido, puede decirse que la democracia directa es una inmensa institución de educación continua, un proceso permanente de autoeducación para sus ciudadanos, y no podría funcionar sin ello. Una sociedad democrática tiene que apelar constantemente a la actividad lúcida y a la opinión de todos los ciudadanos, ya que por su esencia es de carácter reflexivo. Esto es exactamente lo contrario de lo que ocurre hoy, con el reinado de los políticos profesionales y de todo tipo de «expertos».

La cuestión de la educación no puede resolverse con una mera «reforma educativa», como suelen propugnar gobiernos parlamentarios de diversa índole, ya que, como sugiere Castoriadis, la educación comienza con el nacimiento del individuo y continúa hasta su muerte[16] La educación tiene lugar en todas partes y siempre. Se encarna en la vida cotidiana y en la cultura que se desarrolla en la ciudad. Nos invita a comparar la educación que recibían los ciudadanos atenienses cuando participaban en la autogestión de la polis o asistían a las representaciones de las tragedias con el tipo de educación que recibe hoy un espectador de televisión o un votante electoral. Por lo tanto, la determinación de ciertas limitaciones requiere, en primer lugar, la inclusión educativa de toda la sociedad en los asuntos políticos para que la autolimitación sea posible.

Ecología y democracia

Lo dicho anteriormente nos proporciona la base para repensar la forma de ver la ecología, un término estrechamente relacionado con la autolimitación. Durante años, las élites políticas, los científicos medioambientales y los expertos han debatido y decidido sobre el estado del medio ambiente a puerta cerrada. Desde el siglo XIX en adelante se han firmado cientos, si no miles, de tratados medioambientales de esta manera, con resultados que pueden calificarse de cuestionables en el mejor de los casos[17]. Se supone que el resto de la sociedad concibe la ecología en clave de «amor a la naturaleza» romántica y semimitologizada.

Castoriadis insiste en que la ecología es, ante todo, esencialmente política. Sostiene que la ciencia es, por sí misma, incapaz de (y no se supone que lo haga) establecer sus propios límites y objetivos. Si la investigación científica se propone descubrir algo, lo hará, incluso si eso significa encontrar una forma de destruir el planeta. Esto no significa que la ciencia sea intrínsecamente defectuosa, sino que no incluye por sí misma una deliberación democrática que pueda determinar lo que es «bueno» y lo que es «malo». En otras palabras, la investigación científica tiene un carácter esencialmente social.

La ecología no es ni científica ni tecnofóbica. Es, ante todo, la necesidad de autolimitación de las sociedades humanas en relación con el medio ambiente, de cuyas frágiles condiciones depende la propia existencia de la humanidad. Castoriadis remonta esta lógica a la antigua actitud griega. Sostiene que la suya no se basaba en el equilibrio y la armonía con la naturaleza, sino en el reconocimiento de los límites ambientales de nuestras acciones y la necesidad de autolimitación.

Pero, para que la ecología supere el ambientalismo actual y avance hacia una dirección revolucionaria, según Castoriadis, debe aspirar a provocar cambios profundos en la actitud psicosocial hacia la vida del humano moderno, o en otras palabras, en el imaginario de la humanidad[18] La idea de que el único objetivo de la vida es producir y consumir más -una idea tan absurda como degradante para el ser humano- debe ser cuestionada y abandonada; el imaginario capitalista de pseudodominio racional, y de expansión ilimitada, debe ser abandonado. Además, hay que reconocer que un cambio tan profundo sólo puede ser logrado por personas que trabajen a nivel de base. Un solo individuo, o una sola organización, sólo pueden, en el mejor de los casos, preparar, criticar, incitar, esbozar posibles orientaciones y provocar el cambio de la colectividad social. Así pues, un enfoque ecológico, esencialmente revolucionario, sólo puede tener carácter social.

Decrecimiento y autolimitación

Una tendencia importante entre los círculos ecológicos hoy en día es el «paradigma del decrecimiento». Se basa en una teoría de reducción radical del impacto humano sobre la naturaleza mediante un crecimiento económico negativo deliberado. Hasta cierto punto, está influenciada por la crítica de Castoriadis a la obsesión por la expansión económica, presente tanto en los regímenes capitalistas como en los socialistas[19].

Sin embargo, uno de los problemas de esta tendencia es que sitúa la contracción económica en el centro del cambio social, como sugiere el propio nombre de decrecimiento. Este movimiento se centra a menudo en la parte técnica de cómo puede tener lugar dicho proceso, en lugar de en cómo reestructurar radicalmente la base organizativa de la sociedad en su conjunto[20] Así, las personas de esta tendencia se han encontrado a menudo proponiendo reformas dentro del régimen parlamentario, como ha ocurrido, de manera similar, con los defensores de los bienes comunes. En esto podemos detectar la reproducción de la locura pseudocientífica de los arreglos tecnológicos más allá de la política.

La noción de autolimitación de Castoriadis difiere significativamente en este aspecto. Aunque reconoce la inmensa importancia de decrecer nuestras economías hasta niveles ambientalmente sanos, sugiere, sin embargo, que este proceso debe ir precedido de la desescalada del poder político, es decir, de la oligarquía a la democracia directa[21].

En cierto sentido, el decrecimiento puede considerarse como una autolimitación que se limita a la esfera económica, que por sí misma es problemática en varios sentidos, que se complementan entre sí, si no se incluye en un proyecto político holístico que abarque todas las esferas de la vida humana. En primer lugar, participa del imaginario actual del economicismo, considerando la economía como la actividad humana más elevada. De este modo, trata de orientar el cambio social a lo largo de las líneas económicas, ya esbozadas por el capitalismo. En otras palabras, reduce la posibilidad de una alteración social radical a formas alternativas de consumo, fuentes de energía renovables, métodos de producción respetuosos con el medio ambiente, etc., sin tener en cuenta su escala ni quiénes podrían ser los beneficiarios de tales prácticas.

En segundo lugar, al determinar como objetivo principal la creación de una «sociedad del decrecimiento», deja bastante abierto el enfoque político a través del cual se aplicará. Si el único objetivo es reducir la huella económica de la humanidad sobre el medio ambiente, entonces se pueden utilizar todas las estrategias políticas[22]. La sostenibilidad medioambiental podría ser impuesta, por ejemplo, por un régimen totalitario (como el ecofascismo) a expensas de los derechos democráticos y humanos[23]. Esto podría significar que la actual crisis ecológica podría ser evitada para sólo abocar a la humanidad a otra crisis política, social y cultural, provocada por el carácter distópico del totalitarismo. Así pues, no bastará con reducir el impacto destructivo de una esfera humana sólo con medios económicos. Es necesario un descalabro general, con la autoridad como principal objetivo de desescalada, descentralizándola hasta las mismas bases, donde la propia gente se replantee su relación con la naturaleza y consigo misma.

Conclusión

La democracia, como parte inseparable del proyecto de Autonomía, es la doble autolimitación de las normas y leyes intrasociales, necesarias para mantener la integridad de nuestras sociedades, por un lado; y los límites que ponemos a nuestras actividades respecto a la naturaleza, por otro.

Pero para ser eficaz, la democracia debe desprenderse de la significación imaginaria del dominio racional universal, que ha contaminado el pensamiento revolucionario durante muchos años. Podemos ver claramente el crecimiento económico contemporáneo forzado con el coste de la mayoría de los derechos democráticos básicos. Así, también la democracia, en su forma directa y más auténtica, no puede alcanzarse mediante el progreso tecnológico o la abundancia de recursos, sino mediante la autolimitación deliberativa de la propia sociedad.

En un mundo de crecimiento económico ilimitado y de ansias de poder, los que sienten la prohibición más dura son las personas y comunidades que se esfuerzan por limitar la autoridad de los que explotan a la humanidad y a la naturaleza para su estrecho beneficio. Esto no debería sorprendernos, ya que, como sugiere Hannah Arendt, la noción de que todo es posible es una idea que se encuentra en regímenes totalitarios como el nazismo[24]. Pero a diferencia de las numerosas tendencias «autónomas» y anarquistas que buscan una independencia individual ilimitada en un mundo sin instituciones, la autoinstitución democrática que propone el proyecto de Autonomía de Castoriadis puede dar lugar a una verdadera libertad política para los ciudadanos creativos de una sociedad vital. Esto requiere, sin embargo, que los movimientos sociales y los individuos politizados abandonen la comodidad de los grupos activistas fuertemente ideologizados con carácter sectario y se sumerjan, en cambio, en los asuntos públicos de sus ciudades y sociedades, autoorganizándose junto a sus conciudadanos en un intento de autoinstituir el espacio público del mañana. Tal vez sea nuestra única esperanza para preservar las frágiles condiciones planetarias que nos permiten existir, esas mismas condiciones que el sistema actual está en proceso de destruir.

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